Puro (37 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Puro
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—Sí.

—Los muertos muertos están —dice mientras repasa la hoja—. Por mucho que seamos incapaces de asimilarlo.

—¿Qué tipo de pago tienes en mente exactamente? —indaga Pressia.

La Buena Madre se echa hacia delante y le habla a Perdiz:

—Llevábamos un tiempo vigilándote antes de que mis mujeres interviniesen. ¿Sabes la de gente que podía haberte matado ya y de cuántas formas distintas?

El chico sacude la cabeza.

—Si quieres encontrar a tu madre, necesitarás nuestra ayuda. La cuestión es si estás o no dispuesto a hacer un sacrificio para conseguir tu meta.

Perdiz mira a los otros chicos.

—La decisión es tuya —le dice Bradwell en voz baja.

La Buena Madre apunta el cuchillo hacia Perdiz.

—Así es como yo lo veo. Llevas aquí demasiado tiempo, ¿no crees?

—¿Demasiado para qué? —pregunta Perdiz.

—Para seguir siendo puro.

—No sé a qué se refiere —dice el chico. Pressia piensa en cicatrices, marcas, y después, al ver el cuchillo, en amputaciones.

—La pureza es un lastre, lo hemos descubierto con el tiempo. Cuando dejas de ser puro, cuando ya no tienes que proteger eso, te liberas.

Perdiz sacude la cabeza con vehemencia.

—A mí no me importa el lastre.

—Quiero que mi remuneración sea también un regalo para ti: pondré fin a tu pureza. Aunque nunca llegarás a entenderlo del todo, puedo hacerte uno de nosotros, a una escala mínima.

—Sonríe al chico.

Perdiz busca apoyo en Pressia.

—Dile que no es necesario, que podemos pensar en otro tipo de remuneración. Soy el hijo de Willux, eso tiene que servir de algo, ¿verdad? Una línea directa con él, ¿no?

—Ya no estás en la Cúpula —le dice la Buena Madre.

—No, se nos ocurrirá otra cosa —intenta mediar Pressia.

La Buena Madre sacude la cabeza.

—¿De qué estaríamos hablando? —pregunta Bradwell en voz baja y sosegada.

—De un pequeño obsequio.

—¿El qué? ¿Un dedo?

A Pressia se le hace un nudo en la barriga. «Más sangre no. Más muertes no», se dice para sus adentros. No.

—Un meñique —aclara la Buena Madre, con la empuñadura del cuchillo entre ambas manos; luego mira a Perdiz y le dice—: Las mujeres pueden sujetarte para que no te muevas.

Pressia se siente rabiosa, como si tuviese un animal por dentro escalándole por las costillas para salir afuera. Solo puede imaginarse cómo se siente Perdiz, que la mira desesperadamente. Bradwell es el único que parece saber que no hay otra salida.

—Es un regalo. No saldrás tan mal parado, es solo un meñique.

—Yo no quiero un regalo. Me siento agradecido por lo que tengo. Estoy feliz porque Pressia ha vuelto…, eso ya es bastante regalo.

Pressia quiere pedirle a la Buena Madre que coja algo de ella, pero sabe que la enfurecería. Odia a los muertos, y despreciaría a Pressia ante cualquier acto de sacrificio suyo. Luego la chica se dice: «¿Y no debería pagar él? Al fin y al cabo, es su madre. Ha sido él quien ha venido hasta aquí para encontrarla, ¿qué esperaba?»

—Nos van a sacar de aquí sin protección —interviene Bradwell—. Nunca encontraremos a tu madre porque nos matarán antes.

Perdiz está paralizado y blanco como un muerto; le cuesta respirar.

Pressia lo mira y afirma la verdad pura y dura:

—Moriríamos.

Perdiz clava los ojos en su mano y después mira a Bradwell. Ya ha puesto la vida de ambos en peligro; es lo menos que puede hacer, y parece saberlo. Avanza hasta la Buena Madre y pone la mano sobre la mesa.

—Sujétamela para que no la quite —le pide a Bradwell.

Bradwell le coge por la muñeca con tanta fuerza que Pressia puede ver cómo se le ponen blancos los nudillos. Perdiz aprieta los dedos y deja extendido solo el meñique.

La Buena Madre pone la punta del cuchillo a un lado del meñique, lo levanta y, de un rápido movimiento, baja la hoja sobre el meñique de Perdiz, justo por el nudillo central. El sonido —casi un «pop»— hace que Pressia ahogue un grito.

Perdiz no grita, ha sido demasiado rápido. Se queda mirando la mano, la sangre que rápidamente forma un charco, la mitad del meñique desgajada. Debe de haber un extraño momento de entumecimiento porque su cara es inexpresiva. Sin embargo, de repente se le contorsiona el rostro al sobrevenirle el dolor y clava la vista en el techo.

La Buena Madre le da a Bradwell un trapo y un cinto de cuero.

—Apriétalo bien al vendárselo. Aplica presión y que lo mantenga en alto.

Bradwell ata el cinto de cuero alrededor del dedo. Lo sostiene en el puño y luego presiona el trapo empapado de sangre contra el corazón de Perdiz. Un ramo, eso se le ocurre a Pressia: rosas rojas, del tipo de cosas que se ven en las revistas antiguas de Bradwell.

La Buena Madre coge la otra parte del meñique y lo sostiene entre ambas manos.

—Llevadlo a su habitación. Las mujeres os esperan al otro lado para escoltaros.

—Hay otra cosa —dice Bradwell.

—¿De qué se trata? —pregunta la Buena Madre.

—El chip del cuello de Pressia. Sigue activo.

—De eso nada —replica Pressia.

—Que sí —insiste Bradwell.

—Pero si ninguno de nuestros chips sigue en activo. ¿A quién le iba a importar que estemos aquí fuera, sin nada?

—Por alguna razón han hecho que Perdiz y tú os encontréis. Ahora lo veo claro —le dice Bradwell a la chica, antes de preguntarle a la Buena Madre—: ¿Hay alguna médica o enfermera? ¿Alguien con conocimientos?

La Buena Madre rodea a Pressia y se para a su espalda. Le aparta el pelo de la nuca y deja el cuello a la vista. A continuación toca la cicatriz que tiene allí la chica, un antiguo nódulo mate. A Pressia le recorre un escalofrío por la espalda. No quiere que nadie le raje el cuello.

—Vamos a necesitar un cuchillo, alcohol y trapos limpios —dice la Buena Madre como si tal cosa—. Os lo enviaré todo. Lo vas a hacer tú mismo, muerto.

—No —le dice Pressia a su amigo—. Dile que no lo harás.

Bradwell se mira las manos y sacude la cabeza.

—Lo tiene en el cuello. Es peligroso.

—Tú eres buen carnicero.

—Pero si yo no soy carnicero.

—No cometerás ningún error.

—¿Cómo puede estar tan segura? —pregunta Bradwell.

—Porque, si lo cometes, te mataré, y será un placer. Aquello no reconforta a Pressia. Bradwell parece más nervioso aún que ella. Se rasca las cicatrices de la mejilla.

—Adelante —ordena la Buena Madre.

La mujer de la lanza-escoba los conduce hasta la puerta. A Perdiz se le doblan un poco las rodillas y Pressia tampoco está muy estable que digamos. La mujer les abre la puerta y, antes de salir por ella, Pressia vuelve la vista hacia la Buena Madre, que acuna uno de sus brazos con el otro, la cabeza inclinada y la mirada en el bíceps izquierdo. Pressia sigue los ojos de la Buena Madre y ve cómo la tela de gasa de la camisa se retrae y se infla: es todo lo que queda de su hijo, un bebé pequeño, con los labios morados y la boca oscura metido en el brazo de la madre, todavía con vida, aún con aliento.

Pressia

Cuento de hadas

L
a mujer los conduce a una habitación pequeña con dos palés en el suelo y cierra la puerta con llave tras ellos. Perdiz se apoya en la pared y se desliza por ella para sentarse; lleva la mano herida pegada al pecho.

Pressia no se puede sentar, va a estallarle la cabeza. ¿Le tiene que quitar el chip alguien que ni siquiera es carnicero?

—Ni se te ocurra pensar que me vas a quitar el chip del cuello —le dice a Bradwell—. No lo vas a hacer y punto. Ni te me acerques.

—Saben dónde estás todo el rato. ¿Eso es lo que quieres? Con lo mucho que te gusta la Cúpula, no me extrañaría que te gustase convertirte en su marioneta.

—¡No soy la marioneta de nadie! Estás paranoico. ¡Pirado!

—Tan pirado como para andar buscándote.

—Yo no te he pedido que me hicieras ningún favor.

—Pero tu abuelo sí, y creo que ya lo he pagado con creces.

Pressia siente como si le hubiesen pegado un puñetazo y la hubieran dejado sin aire. ¿Por eso la ha estado buscando? ¿Porque le debía a su abuelo un favor por ponerle unos puntos en la mejilla?

—Bueno, pues considera la deuda pagada. Yo nunca he pedido ser la carga de nadie.

—No quería decir eso —esgrime Bradwell.

—¡Silencio! —exclama Perdiz—. ¡Callaos ya! —Está pálido y tembloroso.

—Siento lo de tu dedo —le dice Pressia.

—Aquí todos hemos hecho sacrificios —comenta Bradwell—. Ya era hora de que él hiciera alguno.

—Muy bonito —replica Pressia. Ahora mismo odia a Bradwell; la buscó porque debía un favor, ni más ni menos. ¿Por qué tiene que restregárselo por la cara?—. Muy comprensivo por tu parte.

—Estás muy graciosa con ese uniforme de la ORS —se burla Bradwell—. Mira qué brazalete. ¿Ahora eres oficial o qué? Esos sí que son una panda encantadora, ¡de lo más comprensivos!

—Me secuestraron y me obligaron a ponérmelo —se excusa Pressia—. ¿Qué te crees?, ¿que me gusta? —No suena muy contundente porque el uniforme le encanta, y probablemente el chico lo sabe.

—Parad ya —les pide Perdiz—. Bradwell tiene razón, Pressia. No nos encontramos por casualidad. ¿Quién sabe durante cuánto tiempo han sabido dónde estabas? La pregunta es: ¿por qué tú?

Pressia se sienta junto a Perdiz y dice:

—No tiene ningún sentido. No lo pillo.

—La Buena Madre ha dicho algo que se me ha quedado grabado. —Bradwell se agacha y mira a Perdiz a los ojos—. Te guardas algo, no estás siendo honesto.

—¿El qué estoy guardándome? Te lo he contado todo. Me acaban de cortar el dedo. ¿Por qué no te relajas, hombre?

Pressia recuerda el colgante, se palpa los bolsillos y, en uno de ellos, siente el contorno duro del cisne y los bordes de las alas. ¿Tuvo tiempo de guardarlo antes de desmayarse? ¿Lo encontró alguien en su puño y se lo metió en el bolsillo? Le alivia conservarlo. Lo saca y lo deja sobre la palma.

—¿Vosotros me dejasteis esto?, ¿como una señal?

Perdiz asiente.

—Lo encontraste…

Recuerda cuando jugó al Me Acuerdo con Perdiz e intercambiaron recuerdos. Ella le contó lo del poni del cumpleaños y él, el cuento del rey malo y la esposa cisne. Una esposa cisne… como el colgante de cisne con el ojo azul. Pressia mira a Bradwell.

—A lo mejor no se lo está guardando, quizá no sabe qué es lo importante.

—¿Y qué es? —pregunta Bradwell—. Me encantaría saberlo.

—¿Qué me dices de la esposa cisne? —le sugiere Pressia a Perdiz—. Cuéntame el cuento.

Perdiz no ha vuelto a contarlo en voz alta desde aquella vez que intentó relatárselo a su hermano Sedge, después de las Detonaciones. Por aquel entonces todavía recordaba la risa de su madre pero, con el tiempo, el aire de la Cúpula estaba tan huero, tan vacío, que tenía la sensación de que los olores, los sabores e incluso los recuerdos, los estaba succionando en su propia cabeza una bolsa de aire vacía. Aribelle Cording Willux… Todas las huellas de su madre estaban desapareciendo poco a poco, lo sabía. Tan solo una semana después de las Detonaciones había empezado ya a olvidar el sonido de su voz. Aunque ahora está seguro de que, si pudiese oírla, aunque solo fuese una sílaba, le volvería toda ella al instante.

—El cuento dice así. —Empieza a contar una historia que lleva contándose durante años, a solas—. Antes de ser una esposa cisne era una mujer cisne que salvó a un joven que se estaba ahogando, pero que luego le robó las alas. Era un joven príncipe. Malo. La obligó a casarse con él y se convirtió en un rey malo.

»El rey creía que era bueno pero se equivocaba.

»También había un rey bueno que vivía en otras tierras. La esposa cisne todavía no sabía que existía.

»El rey malo le dio dos hijos. Uno era como el padre, ambicioso y fuerte, mientras que el otro se parecía más a ella.

Perdiz está soliviantado y, a pesar de su debilidad, tiene que levantarse y pasear. Apenas es consciente de lo que hace. Va pasando la mano ilesa por el mango de una carretilla, por una ranura y por las grietas de las paredes de cemento. Cuando se detiene, le pide a Pressia el colgante, que se guarda en el puño, tal y como su madre le decía que hiciera cuando ella le contaba la historia. Siente las puntas afiladas de las alas del cisne. Al cabo prosigue:

—El rey malo metió las alas de la esposa cisne en un cubo y lo bajó hasta un viejo pozo seco. El niño que se parecía a la madre oyó el aleteo por el agujero y una noche bajó y encontró las alas de la esposa cisne, que se las puso y cogió al niño que pudo (el parecido a ella, que no opuso resistencia) y se fue volando.

Pero en ese punto se detiene de nuevo porque se siente mareado.

—¿Qué ocurre? —pregunta Pressia.

—Sigue —le urge Bradwell—. Venga, anda.

—Necesita su tiempo —media Pressia—, para recordar.

Pero no es porque se haya atascado. No, recuerda la historia a la perfección. La razón por la que se ha parado ha sido porque casi ha sentido a su madre: al liberar la historia también está liberando una parte de ella. Se ha detenido para asimilarlo, hasta que se le ha pasado. En esos breves instantes recuerda cómo era ser pequeño; recuerda sus brazos de niño y sus piernas inquietas. Recuerda los nudos de la manta azul que usaban en la casa de la playa, el tacto del colgante en su puño, como un gran diente afilado.

—La esposa cisne se convirtió en mensajera alada y se llevó con ella a su hijo a la tierra del rey bueno, al que contó los planes del rey malo para conquistar su tierra: lanzar bolas de fuego desde la cima de las montañas para destruir a todos a su paso. El pueblo del rey bueno sería arrasado por el fuego y la nueva tierra, ya purificada, pasaría a ser del rey malo.

»El rey bueno se enamoró de la esposa cisne, pero él no la obligó a dejar las alas. Allí podía ser doncella y cisne. Y, por eso mismo, ella también se enamoró de él y le dio una hija, igual de hermosa, un regalo.

»Y construyó un gran lago para apagar el fuego que rodase por las montañas. Pero, distraído por el amor hacia ella, cuando el fuego llegó, el agua todavía no estaba lista.

Empieza a sentir náuseas. El corazón le late con fuerza y siente como si no pudiese respirar, aunque trata de hablar con calma. Sabe que la historia significa algo. ¿Por qué no les ha contado lo de la playa y las pastillas? Sabe lo que significa todo, ¿no es así? Su madre solía darles pistas, adivinanzas rimadas para que encontrasen sus regalos de cumpleaños, ¿verdad? Fue su padre quien empezó la tradición cuando eran novios, cuando aún se querían. A la familia le gustaban las adivinanzas. ¿Qué significa esta?

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