Puro (36 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Puro
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Vuelve los brazos y clava las botas contra el cuerpo del terrón. Aprieta con fuerza los ojos y piensa en la piedra azul del cisne. Un mundo que se vuelve azul, y el latido en los oídos y el pulso en el cuello se han vuelto también azules, Il Capitano es azul, el coche, los terrones. Se vuelve hacia las colinas grises, ahora azules, y busca la cara de su madre y la de su padre. Es consciente de que es una locura, de que están muertos. Pero en su mente quiere algo de consuelo antes de morir. Casa. ¿Dónde está casa?

La tierra está tragándosela y siente el gruñido profundo de los terrones recorriéndole el cuerpo. Abre los ojos y las esteranías le parecen más estériles aún, más muertas: ceniza, muerte y arena gris.

Sigue luchando, con los puños cerrados sobre el colgante, puños que vuelan pero que no dañan ya. Está agotada. El sobre con las instrucciones y el aparato de rastreo habrán desaparecido. La foto del abuelo… ahora piensa en ella. Tampoco está ya, es como si nunca hubiera existido. ¿Dónde está él? ¿Qué le ha pasado a
Freedle
? ¿Volverá a verlos? ¿Han muerto ya Il Capitano y Helmud? ¿Es posible que hayan llegado al coche?

Se vuelve al oír un tamborileo y ve lo que está segura que será su última visión. Pisadas que resuenan. Una nube de ceniza y entonces el brillo de la cara de un niño, un niño en brazos de su madre. Es como si fuesen una visión perdida de ella de pequeña con su madre, como si no hubiese saltado hecha añicos al impactar contra una cristalera.

—Pressia —le dice su madre—. ¡Agárrate!

Hay una mano.

Y luego solo le queda ya un agujerito de visión, y entonces todo se funde en negro.

Pressia

Sacrificio

P
ressia se despierta con la mejilla sobre algo duro y la cabeza dolorida, y ve un neumático con la trama muy gastada, pero no es del coche negro largo. Está en una habitación y el neumático es enano y está conectado a un motor con aspas. ¿Un cortacésped? Se pregunta si estará soñando, si se encuentra en una vida posterior o algo parecido. ¿Un sótano dedicado al cuidado del jardín? ¿Así es la vida después de la muerte?

Intenta incorporarse.

A su alrededor se oyen voces que murmuran. Justo a su lado una le habla en voz alta.

—Despacio. —Es una voz de mujer—. Tómate tu tiempo.

Vuelve a tumbarse sobre un costado y se acuerda de los terrones, de Il Capitano disparando, de la madre con el niño. Cierra los ojos.

—Il Capitano y Helmud —susurra.

—¿Los dos hombres del coche? ¿Eran amigos tuyos?

—¿Han muerto?

—Te buscábamos a ti, no a ellos. Que vivan o mueran no es de nuestra incumbencia.

—¿Dónde estoy?

Mira a su alrededor y ve caras: mujeres, niños, una rotación como si estuviera girando en uno de esos tazones de los que le hablaba el abuelo. Los críos están fusionados con los cuerpos de sus madres. Va clavando la mirada en uno tras otro.

—Estás aquí, con nuestra Buena Madre.

¿Madre? Ella no tiene madre. En la estancia hace frío y humedad y le entra un escalofrío. Los cuerpos se mueven a su alrededor y, tras esos movimientos, hay cajas apiladas, juguetes fundidos, una hilera de buzones metálicos deformados, triciclos medio derretidos.

Pressia se incorpora y una mujer la coge por el codo para ayudarla a ponerse de rodillas. Lleva un niño rubio de dos o tres años y tiene un brazo fusionado con la cabeza del crío, a modo de parapeto.

—Esta es nuestra Buena Madre —dice la mujer señalando hacia el frente—. Inclínate ante ella.

Pressia levanta la vista y ve a una mujer en una silla de madera lisa reforzada por cuerdas de plástico. Su cara es sencilla, pequeña y delicada, un mosaico de cristales por rostro. La única luz que entra hace relucir el vidrio. Una piel pálida ha cubierto casi por completo las perlas de su cuello al crecer y ahora parecen tumores perfectamente modelados. La camisa que lleva, muy fina y como de gasa, deja entrever a Pressia el contorno de una enorme cruz de metal alojada en el estómago y el pecho, hasta el centro de la garganta. Le obliga a tener los hombros hacia atrás y a sentarse muy recta. Viste una falda larga y va armada con un simple atizador de hierro forjado que descansa sobre sus rodillas.

Pressia agacha la cabeza en una reverencia y se queda en esa postura a la espera de que la Buena Madre le diga que ya vale. A sus pies están las armas de Bradwell en una fila ordenada: eso quiere decir que tal vez esté allí. De una forma u otra tiene algo que ver en todo esto. ¿Significa que cuando ella desapareció él intentó buscarla? ¿Qué hay de Perdiz? El corazón empieza a latirle con fuerza y la embarga la esperanza por unos instantes, hasta que se da cuenta de que aquel despliegue de armas también significa que Bradwell está desarmado, que tal vez le hayan disparado y lo hayan matado.

¿Dejaron el colgante para que lo encontrase? ¿Han desaparecido?

El colgante. ¿Dónde lo ha metido?

La sangre se le sube a la cabeza y se siente mareada. Aun así no se mueve; espera a oír lo que tiene que decirle la mujer del atizador, que por fin se pronuncia:

—Levanta. Quieres saber, como todos, por qué una cruz. ¿Acaso era monja? ¿Religiosa? ¿Me fusioné mientras rezaba? ¿Cómo fue?

Pressia sacude la cabeza, su cerebro todavía no ha llegado a tanto. ¿Está hablando sobre la cruz que lleva en el pecho?

—No es asunto mío.

—Nuestras historias son lo que tenemos, lo que nos conserva. Nos las ofrecemos las unas a las otras. Tienen un valor, ¿lo entiendes?

A Pressia esas palabras le recuerdan a cuando escuchó en el sótano a Bradwell, la misma idea de conservar el pasado. Bradwell… no puede ni imaginarse lo que sería enterarse de que está muerto. La Buena Madre la está mirando fijamente, porque le ha hecho una pregunta a Pressia pero esta no recuerda qué ha sido, de modo que asiente sin más. ¿Será la respuesta correcta?

—Te ofrezco mi historia a modo de regalo: estaba delante de una ventana con el marco metálico —le explica la Buena Madre al tiempo que pasa un dedo por la tela de la camisa recorriendo la cruz de metal alojada en su esternón—. Tenía la cara pegada y la vista puesta en el cielo tembloroso, con una mano contra el cristal.

—Muestra la mano con incrustaciones de vidrio—. ¿Te haces una idea de la que estuvo a punto de ser mi muerte?

Pressia asiente; a su madre la mató una lluvia de cristal.

—Las armas —dice Pressia señalando las que están en el suelo.

—Ofrendas del muerto que nos ha traído al puro, que también es, a su vez, un muerto. Para nosotras todos los hombres son muertos. Supongo que ya lo sabrás.

¿Qué significa eso?, ¿que están vivos o muertos? ¿Estas mujeres matan a todos los hombres que se cruzan en su camino? ¿Por eso los llaman muertos?

En ese instante se produce una conmoción a su espalda y se vuelve rápidamente.

Perdiz y Bradwell están siendo conducidos a empujones por la estancia. Están aquí, siguen vivos, con el corazón latiéndoles en el pecho y el aliento recorriéndoles los pulmones. Siente tal alivio que podría hasta echarse a llorar.

—¡Postraos, muertos! ¡Postraos ante nuestra Buena Madre! —gritan las mujeres.

Los chicos se arrodillan al lado de Pressia. Tienen una pinta horrible, con ojeras y la ropa raída y teñida de ceniza.

Bradwell, sin embargo, sonríe con los ojos resplandecientes. Está feliz de verla y eso hace que a Pressia le entre calor por el pecho y las mejillas.

—Pressia —susurra Perdiz—. ¡Te han encontrado!

De modo que no la han capturado, ¿la han encontrado? ¿Han estado buscándola todo ese tiempo? Estaba tan segura de que se habría ido cada uno por su lado, de que Perdiz habría seguido la busca de su madre y Bradwell habría cortado los lazos… Si él ha sobrevivido ha sido porque no ha dejado que los demás lo lastren. ¿Qué significa entonces que la haya estado buscando?

La Buena Madre da una palmada y todas las mujeres y los niños se inclinan, y se retiran por la puerta y las escaleras. Se queda únicamente una, apostada junto a la puerta con un palo de escoba a modo de lanza.

—Creíamos que tus dos muertos de aquí participaban en una muertería —le explica la Buena Madre a Pressia—. Aunque no jugamos a esos deportes. Si ocasionalmente se cuelan en nuestros territorios, matamos a todos los que podemos antes de que se dispersen.

Agarra el mango del atizador con sus dedos minúsculos.

—Me alegra que no los hayáis matado —le agradece Pressia. Ahora tiene más esperanzas de que Il Capitano y Helmud también se hayan salvado; existe una posibilidad.

—Yo también. Tienen una misión.

—La Buena Madre se pone en pie de un modo extraño: como tiene el travesaño del marco de la ventana fusionado en medio del pecho, debe apoyarse en los brazos de la silla para levantarse. Anda muy tiesa—. Y los hemos ayudado en gran medida porque eres mujer. Creemos en salvar a nuestras hermanas; pero hay algo más, algo que tiene que ver con el hecho de que el puro esté buscando a su madre. —La mujer rodea la habitación lentamente—. Para mí un puro tiene valor. Valor sentimental, al menos. —Le hace una seña con la cabeza a la mujer que se ha quedado, que en realidad es una guardiana, y esta se acerca a Perdiz y le pone la punta de su lanza-escoba en la garganta—. Me da la impresión de que no se trata de una búsqueda corriente y de que tampoco este puro es un puro corriente. ¿Quién eres?, ¿de qué familia?

Perdiz mira a Bradwell con los ojos muy abiertos. Pressia sabe lo que está pensando: ¿debe confesar el nombre de su padre? ¿Le salvará eso la vida o, por el contrario, lo hará más vulnerable?

Aunque Bradwell le dice que sí con la cabeza, el otro chico no parece muy convencido con el gesto de asentimiento. Pressia se pregunta qué habrá pasado entre ambos desde que se fue. Perdiz no mueve la cabeza pero mira por encima del hombro a Pressia y traga saliva, con la punta de la lanza en la nuez.

—Ripkard Willux. Me llaman Perdiz.

La Buena Madre sonríe y menea la cabeza de un lado a otro.

—Vaya, vaya, vaya. —A continuación se dirige a Pressia—: ¿Has visto como no ha sido franco? Ha retenido información, ¿no te parece? Tenía cosas que decir y no las ha dicho. Así son los muertos: incapaces de ser honestos.

—Yo no estoy escondiendo nada —se defiende Perdiz.

—¡Los muertos no le hablan a nuestra Buena Madre si ella no se ha dirigido directamente a ellos! —exclama la mujer con la lanza-escoba, y le da un golpe en la espalda.

La Buena Madre pasa a hablarle solo a Pressia:

—Cuando las Detonaciones estallaron, la mayoría de nosotras estábamos aquí solas, en nuestras casas o atrapadas en los coches. Algunas nos vimos atraídas hacia los jardines para ver el cielo o, como yo, hacia la ventana. Llevábamos a nuestros hijos cogidos en brazos…, a los que podíamos coger. Y después otras estaban presas, a punto de morir. A todas nos abandonaron aquí para que muriésemos. Fuimos las que atendimos a las moribundas, las que envolvimos a los muertos. Enterramos a nuestros hijos y cuando eran demasiados para enterrarlos a todos, hicimos piras y quemamos sus cuerpos. Fueron los muertos los que nos hicieron esto. Solíamos llamarlos padre, marido o señor. Nosotras somos las que conocimos sus pecados más oscuros. Mientras cerrábamos con fuerza los postigos de nuestras casas cual pájaros atrapados y nos pegábamos de cabezazos contra las paredes de las prisiones, los observábamos. Solo nosotras sabemos lo mucho que se odiaban a sí mismos, lo avergonzados que estaban; conocíamos sus debilidades, su egoísmo, su odio, y vimos cómo en un principio lo volvieron en nuestra contra y en la de sus propios hijos y, al final, contra el mundo entero, todos a una.

—Regresa a su silla—. Nos dejaron aquí para que nos pudriésemos y nos vimos obligadas a cargar con nuestros hijos, unos niños que nunca serían más grandes que nosotras… Y eso haremos por siempre jamás. Nuestra carga es nuestro amor.

El silencio recae sobre la estancia. Pressia se pregunta por un instante qué le pasó al hijo, o a los hijos, de la Buena Madre. No parece tener a ninguno fusionado, solo esa cruz metálica y el cristal de las hojas de la ventana. ¿Fueron sus hijos cadáveres quemados en piras?

—¿Adónde fuiste cuando desapareciste? —la interroga la Buena Madre.

—La ORS me capturó y me metieron en un programa para oficiales. Al principio no sabía por qué, pero luego me llevaron a un puesto de avanzada, una granja donde vive un matrimonio que trabaja para la Cúpula. Tienen sembrados con comida.

—Incomestible —dice la Buena Madre—. Lo sabemos, hemos llegado hasta allí, aunque no mucho más. Lo vigilamos todo.

—Tienen a mi abuelo en la Cúpula. De rehén, supongo. Mi misión es entregarle a Ingership al puro y a su madre. Hay Fuerzas Especiales aquí fuera, son una superespecie medio animal. Se supone que tenemos que llevarlas hasta Perdiz y su madre.

—¿Las Fuerzas Especiales?, ¿fuera de la Cúpula? —se extraña Perdiz.

—Las órdenes son buscar una especie de medicamento donde encontremos a tu madre. Creen que vive en un búnker o algo parecido.

—Si la Cúpula cree que está aquí, eso es una buena señal, ¿no?

—Significa que tenemos que encontrarla antes que ellos —opina Bradwell—. Tenemos competencia.

—Mi madre y yo no podemos volver. No volveremos nunca.

—Podemos ayudaros —se ofrece la Buena Madre—. Aunque no tengo por costumbre hablar a muertos, es mi deber ahora. Es solo una cuestión de cómo vais a remunerárnoslo. Verás, hemos encontrado a la chica y, si quieres salir con vida de los fundizales para buscar a tu madre, es probable que necesites nuestra protección.

Pressia mira a Bradwell. ¿Es verdad que necesitan a las madres?

El chico asiente.

—No sé si tendremos algo de valor para ofreceros —dice Pressia.

La Buena Madre baja la vista hasta las armas y le pregunta:

—¿Dónde conseguisteis todo esto?

—En una carnicería —le explica Bradwell.

—¿Eres carnicero?

—No. Encontré la tienda cuando era pequeño, justo después de las Detonaciones.

—¿Quiere armas como pago? —pregunta Pressia.

La Buena Madre la mira y sonríe.

—Tengo todas las armas que pueda querer una chica. —Extiende las manos abiertas—. Dame uno.

Pressia se agacha, coge uno de los cuchillos con el mango hacia fuera y se lo entrega con una reverencia.

—¿Estabas con tu madre al final? —le pregunta a la chica.

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