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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho y el marciano (9 page)

BOOK: Papelucho y el marciano
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Urquieta echó un flato grande al tenderlo sobre la cama. Luego se enderezó y sonriendo dijo:

—Ahora me siento bien. No sé qué me pasó…

Creo que Urquieta es un gran tipo.

Invité al Urquieta a almorzar para que conociera al Choclo, la Coronta y sus ocho hijos que ya abrieron los ojos color de ostra azul.

A Urquieta se le ocurrió que los lleváramos a la farmacia porque parecían un poco enfermos. Total llevamos uno de muestra, pero a la Coronta le dio por seguirnos. Y cuando estábamos en lo mejor hablando con la farmacéutica, entró una viejuja con pestañas postizas y lanzó un grito cataléptico.

—¡Chichi!!! ¡¡Mi Chichi!! —y se abalanzó sobre la Coronta.

La infiel de la Coronta se alborotó toda y comenzó a saltar y hacer piruetas y morisquetas coquetas y pizpiretas y la vieja y ella parecían completamente chifles. A la vieja se le cayó el anteojo, se le cortó su collar, se le perdió un aro y se le quebró un taco del zapato. Cuando quiso caminar se dio cuenta de que estaba coja y sólo entonces se fijó en el perrito-hijo y en nosotros. Y armó el tremendo boche.

—De modo que estos son los ladrones de mi perra… Faltaba más que los dejara ir sin el castigo que se merecen…

Llame a la policía, señora Emelinda… Hace tiempo que busco a mi Chichi y está encargada en Investigaciones… Déme el teléfono a mí y cuide que esos niños no se muevan.

Pero "esos niños" se mandaron cambiar con su perrito, corriendo a lo que daban sus piernas.

Lo malo fue que al poco rato nos alcanzaron "los curiosos" o sea esa gente que anda siempre por ahí con la esperanza de que pase algo.

De una oreja nos llevaron de vuelta a la farmacia y había ahí ya un montón de otros curiosos y hasta un carabinero. La vieja alegaba tiritona y la Chichi, ex Coronta, toda infiel, le langüeteaba las manos.

Cuando por fin acabaron de acusarnos y me dejaron hablar, expliqué:

—Esa perra se enamoró del Choclo y la prueba es este perrito. Ella aloja en mi casa sin que nadie la convide y jamás la hemos robado…

Los curiosos empezaron a rezongar contra la vieja y doña Emelinda le pidió por favor que saliera afuera a seguir su reclamo. La vieja se enojó con la farmacéutica y las emprendió con ella y en esto estábamos cuando llegó el Choclo y la Chichi volvió a ser Coronta, se saltó de los brazos polvorosos y fue donde su marido muy contenta.

La vieja quiso cogerla, pero ¡ay! el Choclo se le fue encima y de un solo mordisco le rompió su vestido de arriba a abajo.

Junto con hacerlo, se dio cuenta de que lo iban a pescar para la perrera y echó a correr como un conejo, seguido de la Coronta. En dos minutos se perdieron de vista calle abajo mientras nosotros seguíamos insultados, interrogados y un poquito asustados.

De repente el carabinero se aburrió de nosotros porque un señor del grupo de curiosos dijo que le habían robado la cartera y entonces nadie nos miró más. Todos pusieron caras de inocente y el carabinero dijo que nos iba a registrar a todos. El señor sin cartera parecía muy nervioso mientras los demás estaban tranquilos.

De repente me di cuenta de que el que perdió la cartera tenía cara conocida y me acordé de que era nada menos que el Clorofilo, ese pillo que me pitó una vez y se robó las cosas de mi casa… Me acerqué al carabinero y le conté en secreto quién era y que nos estaría pitando a todos y que seguramente ni tenía cartera.

Estaba todavía contándole esto al oído al carabinero, cuando el Clorofilo dio media vuelta y echó a correr más ligero que el Choclo.

Todos soltaron la risa y el pobre carabinero se sintió remal y se habría mandado cambiar, si no es por la vieja sin taco que lo pescó de una manga y empezó a retarlo porque no cumplía con su deber.

—¿Cuál es mi deber? —preguntó—. A ver si usted me enseña…

—Llevar presos a los ladrones de perritas finas —dijo ella.

—En ese caso, señora, la llevo presa a usted porque su perrita no tiene collar con número como manda la ley…

—¿Qué ley? Usted es un insolente… Debe llevar presos a esos niños… —alegaba mientras todos se reían.

—Y ese perrito que llevan también me pertenece, por ser hijo de mi Chichi… Iré a la Prefectura a hacer la denuncia…

Urquieta que tenía todo el tiempo la mano en el bolsillo la sacó en ese momento con disimulo, empuñada, y la abrió sobre el hombro de la vieja alegadora. Salomón se aferró un puro minuto al vestido rotoso de la dama pituca y resbaló pecho abajo…

Fue el despiporre. Gritos, brazos en remolino, estéricos y atoros.

La dueña de Chichi partió cojeando a mil kilómetros por minuto mientras el Salomón la seguía a ídem.

Y esa fue la última vez que vi al Salomón.

—Te lo tenía guardado de sorpresa —dijo Urquieta— para dártelo a la despedida… No sé quién me dio la idea de largárselo a ella y lo perdimos para siempre.

—Debe haber sido idea de Det —se me salió decir.

—¿Det? ¿Quién es Det? —Urquieta me miró extrañado.

—Es un amigo invisible —dije un poco aturdido—. Quizá algún día te explique…

—No te hagas el misterioso. Yo sé de más lo que no me quieres decir.

—Entonces por qué preguntas. Dije puramente que Det te sopló la idea. No tiene nada de particular porque encendieron las luces.

—Det es marciano ¿no?

Dije que sí con la pura cabeza, íbamos caminando a casa y tenía hartas ganas de llegar antes de que me arrancara mi secreto.

—Oye —me dijo—, yo sé bastante de marcianos, más de lo que tú crees. Si me cuentas tu secreto, yo lo guardo y no lo soplo a nadie. Pero si lo adivino yo es otro cuento…

—¿Vas a ir a decírselo a todos?

—Uno puede hablar sus ideas a quien quiera…

Total que para asegurarme su secreto, le conté lo de Det. Y Urquieta se cayó sentado. Por suerte tiene un traste gordo y además el montón de piedras eran de esas redondas que ha sobajeado el río. Y nos quedamos conversando y conversando horas y horas y salió la luna y los satélites y los platillos voladores zumbaban por el cielo mientras nosotros habla y habla.

Hasta que por fin nos dimos cuenta de que era retarde, porque ni pasaban autos y las tripas nos sonaban tremendas.

Cuando nos levantamos, Det empezó a ponerse molestoso. Se daba vueltas y me apretaba las costillas y pulmones como si se hubiera hinchado. Casi me ahogaba…

Pensé que estaría enojado porque había faltado a mi palabra de no contarle a nadie de él. Y traté de explicarle que más valía confiar en un amigo choro antes que él lo adivinara y lo supiera todo el mundo.

Pero Det seguía cada vez más nervioso.

—¿Qué te pasa? —me preguntaba Urquieta—. Te has puesto pálido y callado…

—Es Det —apenas podía hablar yo—. Algo como que me quiere reventar…

—¿Estará enfermo? ¿O enojado? ¿O será que te anuncia un terremoto?

Ahí fue donde sentí la voz de Det, muy asfixiada y miedosa.

—El volcán… —dijo apenas y se quedó tieso—. ¡Eructó! —chilló y su voz me salió por la nariz.

Corrimos a la casa.

La radio en ese momento anunciaba que había un volcán en erupción…

Sentí en mi dentror el calor y la fuerza del volcán. Mis dientes castañuelaban escupiéndose igual que piedras pomes volcánicas y ardientes. La casa entera daba vueltas como hélice de helicóptero y las caras de la Domi y de la mamá pasaban a todo chifle frente a mí. El Urquieta pasó apenas y no lo vi más.

De repente me di cuenta que era yo el que daba vueltas y estaba en órbita y cada vez me aceleraba más y más. Hasta que de pronto me elevé y salí disparado por la ventana en línea recta hacia el cielo.

Atrás iban quedando los platillos, satélites y estrellitas. Marte parecía venir derecho a mí a genial velocidad. Me tapé las orejas porque el zumbido era epiléptico y cerré bien los ojos para no ver el tremendo estrellón que me iba a dar al chocar con Marte.

Di un brinco de repente y me encontré quemante en el planeta marciano. Estaba tumbado en su suelo y mi ropa mojada se me pegaba al cuerpo. Por todos lados bailaban marcianitos luminosos al compás de una música y yo flotaba blando y suave como si fuera humo de cigarro. Costaba no volarse. Es lo malo que le pasa a Marte, no tiene imán como la Tierra.

Yo trataba de encontrar todo lo que vi esa vez: el carrusel de plata, el desfile del comando, la maquinaria marciana sin tiempo… Ahora no era igual. Quizás fue un sueño esa vez…

El aire estaba lleno de puntitos de luz, igual a Det. Uno no sabía de cuántos puntitos se fabricaba un marciano, ni cuántos había allí. Yo traspiraba a chorros y me dolía el cuerpo de flotar. Det me había abandonado y me sentía bastante raro en un mundo distinto.

Si al menos me pudiera parar, es decir afirmar los pies en algo. Pero no. Flotar y flotar que es muy cansador, sin poder agarrarse a nada. Porque todo flotaba. Los puntitos de luz de los marcianos, los platillos voladores que daban vueltas y vueltas, las plantas, el agua, el suelo…

—¡Det! —grité a todo pulmón—. Ven a ayudarme.

—Estoy a tu lado —dijeron los puntitos bailones—. ¿Qué quieres?

—Quiero no dar más vueltas. Quiero afirmarme en algo. Me duele la cabeza… ¿Cómo llegamos aquí?

—Ya te dije que el volcán eructó.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Una erupción de volcán llega a Marte y yo me vine en ella. Como tú me tenías preso, te traje conmigo…

—¿Y ahora qué hago yo?

—Lo mismo que hice yo en la Tierra: aguantar.

—¿Hay volcanes en Marte?

—Hay cosas mucho más choras que eso…

—¿Hay aspirina? Si me das una aspirina para quitarme el dolor de cabeza me gustaría conocer Marte.

—Eso te pasa por tener cabeza. Aquí nadie tiene, por eso no hay aspirina.

—¿Y no se enferman jamás?

—¿Para qué van a enfermarse si no mueren?

"Así que yo voy a tener que aguantar este dolor y ni siquiera me puedo morir"… —pensé.

—¿Qué tiene que ver un volcán de la Tierra con Marte? —pregunté tratando de distraer mi dolor.

—Yo no sé ni averiguo. Pero un volcán es importante, en todo caso. Gracias a él estoy aquí —dijo Det.

—No me gusta vivir dándome vueltas y vueltas y flotando…

—Ya te acostumbrarás. Dicen que muchos se han acostumbrado.

—¿Hombres de la Tierra? ¿Hay gente nuestra aquí?

—Creo que antes eran… algunos. De lo que estoy seguro es que hay muchos ratones, monos y perritos. Más chicos que el Choclo, sí.

Me acordé de los recién nacidos. Si al menos no me lo hubiera quitado la vieja tendría al hijo de Chichi de compañero…

Flotando y flotando entre puntitos marcianos llegamos a una especie de estadio donde hacían cosas raras una cantidad de animales también raros. Uno no sabía si nadaban o agonizaban o si tenían un campeonato de algún extraño juego. Todos eran distintos unos de otros y algunos se aferraban de ramas largas y blandas que parecían mangueras de jardín al sol y chupaban como si tuvieran sed.

—¿Qué pasa aquí? —le pregunté a Det—. ¿Quiénes son ellos?

—Tú deberías saberlo. Son visitantes.

—¿De la Tierra?

—Dale con la Tierra. De muchos planetas. Vienen aquí a intrusear… y ahí los tienes.

—¿Cuentan cosas?

—Más que todo preguntan, igual que tú. Se están tratando de acostumbrar…

—Oye, Det, algunos son grandes sabios en su tierra… Otros son astronautas, gente famosa. ¿Qué comen en esas plantas raras?

—Pregúntales a ellos. Están convencidos de que sorben grandes ideas de esas plantas. Creo que es lo que en la Tierra llaman Coca-Cola y que les quita la sed para seguir escribiendo leseras.

—Det, una vez soñé que había venido a Marte contigo, y…

—No soñaste. Vinimos.

—¿Por qué ahora está distinto?

—Eso es lo que no me entendiste la otra vez. Marte cambia todo el tiempo. Por eso no importa hacer siempre lo mismo y no morirse. De repente cambia todo… todo.

—¡Qué raro!

—¿Por qué es raro? ¿Porque en la Tierra todo es siempre igual? Entiende: aquí también parece igual hasta que cambia…

—Pero ¿por qué cambia? —pregunté.

—¡Yo qué sé! También para que los intrusos no conozcan nuestros secretos…

—¿Y los platillos voladores? ¿No son intrusos que van a otros planetas?

—Son sabios, como los llamas tú.

—Oye, Det, tengo un calor inmenso ¿qué puedo hacer? ¿No hay mar en Marte? Me quisiera bañar…

—El mar de tu famosa Tierra es nuestro peor enemigo con sus olas y sus misterios del fondo. Aquí por suerte no existe.

—Yo no te quise llevar al mar porque tú le tenías miedo. Igual tú debías refrescarme ahora que me sancocho. ¿Hay montañas con nieve?

—Hay montañas con oro, con uranio, con mercurio, con lo que tú quieras, menos nieve…

—¿Y de qué sirve todo eso aquí?

—No nos interesa. Aquí no hay gente tonta que se preocupe de leseras.

—¿Nunca tienen sed?

—Nunca. ¿Qué es eso?

—Quizá esos sabios podrían fabricar agua o nieve y entonces…

—Pero si no nos hace falta. ¿Para qué?

—¿Tampoco hay guerras aquí ni guerrilleros?

Det no me contestó. Se había ido…

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