Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
El repetido carraspeo del camarero, persuasivo a su manera, indicó a la pareja que había llegado la hora de cierre. Salieron de la bodega a la noche cruda que abrochaba los abrigos. Buscaron en vano un sitio donde tomar una copa («¿Te das cuenta? Esto en Madrid no pasaría. Y tú quieres vivir en un sitio como éste»). El cielo despejado era un ligero techo en el pueblo, las calles vacías, sólo ellos dos caminaban muy juntos, buscando de forma inconsciente el calor de los cuerpos.
—Tengo una botella de coñac en casa, ¿te apetece?
—¿Y tu madre?
—No, tonto. Me refiero a mi piso. Aunque no haya muebles, siempre hay una botella preparada.
En el portal cálido, como dos animales que se encuentran en la noche, se besaron apretados contra la pared, casi adolescentes que se descubren bajo el hueco de la escalera, urgidos en el beso por alguna puerta que se abre, un vecino que sale con el perro y los mira con reproche, «buenas noches, señorita», y ellos que ríen escaleras arriba, tomados de la mano.
En el interior del piso, falto de electricidad como de muebles, los faroles de la calle a través de la ventana prestaban la poca luz que necesitaban, y unos vasos de plástico blanco no desmerecían de las mejores copas. Sentados en el suelo, sobre una manta oportuna, se miraron en la sombra durante unos segundos, en silencio. El deseo es fácil entre adolescentes, entre jóvenes, cuando no pesan convenciones y el cuerpo busca al cuerpo, naturalmente. Pero entre un hombre y una mujer, adultos, hasta ayer desconocidos, el cuerpo levanta las primeras fronteras involuntarias, la piel dejada de caricias tanto tiempo resulta extraña al principio, los olores tan definidos tardan en ser propios. Tal vez en ese momento recordaría Santos los versos de Jaime Gil:
Para saber de amor, para aprenderle
,
haber estado solo es necesario
.
Y es necesario en cuatrocientas noches
—
con cuatrocientos cuerpos diferentes—
haber hecho el amor. Que sus misterios
,
como dijo el poeta, son del alma
,
pero un cuerpo es el libro en que se leen
.
Pero un cuerpo es el libro en que se leen, y después de tantos años son muchos los cuerpos y la lectura es confusa en principio, como alfabetos aprendidos muchos años atrás: tras la inicial extrañeza, pronto recorres un cuerpo nuevo con cierta sensación de territorio ya conocido, de haber estado ahí antes. Besas una piel que ya no es joven y que contiene los olores del mundo. Rozas un pecho que es todos los pechos que rozaste en la vida, descubres en la oscuridad un cuerpo que se arquea sin secretos como cualquier otro cuerpo que ya tuviste entre los brazos tiempo atrás. La novedad no tiene lugar, pero aún es mucho el misterio, y amar es entonces un juego de pistas, de encontrar lugares conocidos: el placer de perderse en una tierra de la que sabrás salir, en la que tú eliges cuándo salir.
Ana, difusa a la luz llameada, buscaría en la boca de Santos un sabor cercado, mientras le desabrochaba la camisa para recorrerle el cuerpomundo con los labios. Él, de dedos grandes y siempre torpes para tales menesteres, tropezaría con el broche de su sostén hasta soltarlo, desvelando el perfil de su pecho en la sombra de la pared. Cuerpos volcados que se arrancan la noche a mordiscos, ella cerraba las caderas para retenerlo, Santos huía de la tierra al cerrar los ojos.
Desnudos y consumidos, el cansancio es dulce y la noche se descompone fiel tras la ventana, duermen y no saben que duermen porque no despiertan o nunca durmieron, y el tiempo derrama sus telas sobre los cuerpos brillantes de sudor compartido. Nadie sabe cuándo se aman o cuándo siguen el juego desde el sueño, cuándo hablan o cuándo se tienen en la boca, apagando palabras.
—Todavía no me has hablado de ti: no sé prácticamente nada, no te conozco —diría Santos, con el amanecer estallando en la sierra, pronto.
—Quédate y sabrás —amenazó ella, y cruzó de dedos la espalda del amado, quebrando la voz con una nostalgia anunciada, de los cuerpos que se saben finales, preludio de la sepa ración.
Con el primer sol golpeando las ventanas, Ana dormía o fingía dormir —no importaba, ella ya sabía que él se iba— mientras Santos, lento en los movimientos, se vestía las ropas por ella quitadas. Se retardaba en sus gestos, absorbido en la contemplación de la durmiente, la línea clara de la espalda desnuda como playa sola. No quiso despertarla —si es que en verdad dormía—, por lo que evitó besarla, para además no confundir el sabor de la despedida con los otros sabores que conservaría aún en la boca. Salió del piso, y el golpe de la puerta al cerrarse sacudió a la vez los cuerpos ya separados, uno acostado o mirando a través de la ventana; el otro saliendo del portal, de vuelto al mundo cotidiano, alejándose por la calle como el que huye.
* * *
Y por fin, aquí está. Muchos lo esperaban, desde que apareció capítulos atrás el clavo, la pistola, la mujer. Las expectativas lectoras: no traicionarlas, no defraudarlas. Los derechos del lector, que espera, que busca, que exige sus raciones habituales de sexo como de acción, humor o intriga. Que no falte. Así debe de pensar nuestro autor, que para no decepcionar esas expectativas, nos ha regalado un fragmento rosa. Es la ley, ya saben. Si aparece un clavo en el primer capítulo, alguien tiene que colgar un cuadro antes de que acabe la novela. O tal vez debe ahorcarse alguien colgado del clavo, no recuerdo bien la ley. Si aparece una pistola en el primer acto, alguien tiene que morir asesinado o suicidado de un balazo, si no para qué está ahí la pistola. Si aparece una mujer, si el protagonista encuentra una mujer, ángel redentor, no puede faltar el amor, no puede acabar el libro sin que el flechazo se materialice en una escena de flirteo que concluya en una cópula en toda regla. Faltaría más
.
Desde esa servidumbre, nuestro autor se siente a gusto en las formas de cierta literatura sentimentalizada, muy frecuente en nuestras letras (mejor no damos nombres, aunque es reconocible la influencia de ciertos autores en estas páginas), una literatura sentimentalizada que pincha en las zonas románticas del lector, esperando su entrega, su indulgencia incluso ante las formas literarias más azucaradas, la indulgencia que se puede esperar de un lector al que creen enamorado del amor, enamorado del enamoramiento, que desde la identificación querrá ser ese protagonista romántico, canalla y cínico, que viaja solo por el sur, que fuma en una habitación de hotel con el cenicero sobre el pecho —imagen de clara educación cinematográfica—, el lobo solitario que encuentra a una mujer y la seduce y la posee en un piso sin muebles ni luz, bebiendo y fumando. Quién sabe, tal vez incluso habrá lectoras que operen una identificación simétrica, y quieran ser esa mujer inteligente e idealista, culta y generosa, que vive en un aburrido pueblo hasta que un día aparece el príncipe y la encandila
.
El autor espera que el lector o la lectora crucen este capítulo con esa misma «sonrisa boba, indisimulada» que se le pone a Santos mientras escucha a Ana. Para eso, hacen falta dos ingredientes: un diálogo meloso, de coqueteo, con guiños y pies que se tocan bajo la mesa. Y como resultado del calentamiento operado por el diálogo, una escena de primer sexo, de sudar como animales y gemir, y que dependiendo del autor se moverá entre el lirismo rosita o la brutalidad pornográfica
.
Como el lector, enamorado del amor, será siempre indulgente, el autor se relaja y no se preocupa por guardar un mínimo decoro: vale todo. Una secuencia de cena en pareja que hemos visto ya mil veces, con todo su juego de seducción. Un acercamiento progresivo, de manos que se tocan, cuerpos que buscan calor al pasear, y así hasta el beso y lo que venga después. Una escena de sexo que toma elementos de un romanticismo gastado, empezando por esa escenografía pasional que es el piso en plena mudanza, un auténtico cliché de la ficción sentimental: el piso sin muebles, con cajas a medio abrir, sin luz y con vasos de plástico. Y por supuesto el alcohol y el tabaco, porque «aunque no haya muebles, siempre hay una botella preparada», de coñac, que se beberán en adolescentes vasos de plástico, mientras fuman sin parar, encendiendo un cigarrillo «con la brasa del otro», dentro de la ya vieja mitología alcohólica y tabaquera que nos ha acompañado en toda la novela. El escenario, el decorado, es tan literariamente fascinante, que no le falta de nada. Ni la vela, que muestra a Ana «difusa a la luz llameada», aunque el autor se ha olvidado de mencionar la vela, no la ha encendido, debe darla por presente en el piso, pues en una escena así no faltará nunca esa vela aromática que amplía la sombra temblona de los amantes por las paredes
.
La secuencia amorosa del piso medio vacío es impresionante. No podemos subrayar más, no podemos reproducir todas las expresiones destacadas, porque es una encadenación sin fin de todas las cursiladas y topicazos de la literatura amorosa, más bien rosa. Como hacía con el cigarrillo, encendiendo uno con la brasa del otro, así la adjetivación, encendiendo un adjetivo con la brasa del anterior, sin que baje la temperatura metafórica. Cuerpos como alfabetos, pieles que contienen todos los olores del mundo, pechos que son todos los pechos, amar como un juego de pistas, sabores cercados, cuerpos volcados que se arrancan la noche a mordiscos, el amante huyendo de la tierra al cerrar los ojos, telas del tiempo derramadas sobre los cuerpos brillantes de sudor compartido, bocas apagando palabras... Agotador el recuento, que encabezaríamos con esa joya poética y apasionada que es el «cuerpomundo». Con tanto ruido lírico, la sesión sexual que se pretendía salvaje se ha quedado un poco fría, por exceso de maquillaje y de iluminación literaria, con lo que nos acaba resultando un polvo un tanto artificial, teatrero, simulado, incluso pornográfico en sus contorsiones y sus arqueos a mayor gloria del lucimiento verbal del autor
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Hasta los versos de Gil de Biedma se contagian del tono general y suenan más almibarados, más ñoños. La escena, por fin, termina con tono altisonante, en el clímax melodramático, cuando ella, imaginamos que con orquesta de fondo (una de esas bandas sonoras que nos pone la piel de gallina), le suelta eso de «Quédate y sabrás». Pero nuestro lobo solitario se marcha sin despedida, mientras ella duerme, como manda la ley, aunque ya imaginamos que es un pasito para atrás y dos para delante, que se retira para coger carrerilla, y su forma de salir del piso parece anunciar un peliculero «Volveré»
.
Por último, anotamos cómo en este capítulo, una vez más, el autor recurre a la aclaración informativa, completamente innecesaria. Todo lo que de forma más o menos sugerida, más o menos directa, se nos ha ido contando del «pasado oscuro» de Santos: su infancia rural, su padre revolucionario, la guerra, los huidos en la sierra, el niño que lleva provisiones, la inocente delación, el apresamiento, la ejecución, la marcha a Madrid... Todo eso que ya conocemos, nos es contado ahora otra vez, a modo de resumen, recapitulación, sin ninguna gracia, meramente informativo, por si alguno se ha despistado o no se acuerda de todos los elementos extraordinarios de su vida
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* * *
La personalísima y originalísima forma de titular los capítulos no desfallece. Ahora se nos anuncia una «Breve tragicomedia final», para así tocar todos los palos
.
S
ÁBADO
, 9
DE ABRIL DE
1977
Dejarás la región, conducirás el automóvil de vuelta a Madrid por la misma carretera por la que llegaste, rectilínea, solitaria en medio de este yermo azafranado por el que pareciera que nunca pasó un coche, ningún automóvil desde cuarenta años atrás, cuando el camión abanderado completó el viaje final de tantos hombres, lento por la carretera, agitándose en los baches, cargado de una mercancía humana que murmura o fuma o canta o ríe, dónde estará ese puente que dicen, dijeron que no lejos, tú sabes, no sé qué río, por aquí no me suena, déjalo ya, de qué te preocupas, son compañeros, ellos sabrán.
Dejarás la región, temprano en la mañana, pero antes harás una última parada, elegirás un breve camino que se desvía a la izquierda de la carretera, por el que el coche cojea con problema, hasta llegar a un pequeño cementerio a menos de cincuenta metros de la carretera, un recinto escaso, de paredes chatas y blancas, un único ciprés levantado en el centro como himno fúnebre. Aparcarás el coche junto a la tapia encalada de un camposanto que es igual al de tantos otros pueblos de este sur enterrado, igual también al cementerio de tu pueblo, donde dos lápidas te reclaman cuando quieras escuchar. Al bajar del auto, el viento amolado del páramo te golpeará fresca la cara, trayéndote —si escuchas— gritos lejanos, voces de los que fueron, rumor de la sierra tan cercana, el pueblo en ella escondido, donde nadie querrá encontrarlo durante otros cuarenta años, aunque ahora ya sepan, no importa, nadie recordará, hasta que cuatro décadas después otro hombre como tú quiera saber y busque, pero para entonces tal vez no queden más que algunas piedras y pocas paredes en pie y no habrá nadie, no importa, siempre hay algún Alcahaz, jaulas del tiempo.
Encenderás un cigarrillo, lento, cubriendo la llama con la mano en pantalla, los ojos hacia el horizonte, el sol levantando, que aleja oscuridades de la tierra. Cada gesto, pausado, se te antoja de repente metáfora de tu vida, tu existencia contenida en un movimiento, la mano que tira el cigarrillo, el tacón que lo pisa. Toda una vida contenida en estos últimos días, en esta búsqueda que te devuelve contra ti mismo.
Si te acercas a la pared exterior del camposanto, podrás encontrar algunos agujeros en la piedra, podrás tocar los impactos de bala, como llagas hundidas en las que rozas los dedos con respeto. Si buscases bien, si te arrodillaras y escrutaras el terreno a ras de suelo, tal vez descubrirías, no es tan difícil, un leve desnivel en el terreno, un montículo que no es natural, tierra removida aún después de tantos años, imagina lo que habrá debajo enterrado, la grieta honda donde se consumen o ya se consumieron los cuerpos de decenas de hombres, padres, maridos, niños.
Si miraras hacia la carretera con otros ojos, no los de ahora, sino los de otro tiempo, verías llegar al camión, con su carga fatal de vida, verías cómo se detiene en la entrada del camino y se desvía hacia el cementerio, donde ya había otro camión aparcado, un camión idéntico al que llega, aunque sin banderas y con la caja cubierta con una lona oscura. Los hombres de Alcahaz, sobre el camión que se acerca, tal vez notarían algo extraño en ese momento, dónde está el puente, por qué vamos al cementerio, qué sucede.
—Bajad del camión —diría uno de los milicianos saliendo de la cabina—; tenéis que recoger aquí las herramientas, entonces seguiremos hacia el puente.
Los hombres, ya desconfiados, bajarían del camión, las piernas entumecidas después de una hora sentados sin espacio en el interior del vehículo, tan cerca unos de otros, apretados. Se mirarían entre ellos, se encogerían de hombros, queriendo confiar en los milicianos que les habían traído hasta aquí, que les da rían las herramientas del otro camión y los llevarían hasta el puente donde trabajar.
—Poneos en fila, en aquella pared, para que os podamos contar y repartamos las herramientas —diría uno de los milicianos, señalando la pared del cementerio, blanca de sol, todavía sin mellas de balas. Los hombres, disciplinados a fuerza de tantos años de patrón, se colocarían en doble hilera a lo largo de la pared, muy juntos, con los brazos caídos, las pocas herramientas que traían del pueblo, dejadas a los pies; las menos escopetas olvidadas en el camión, para qué iban a cogerlas. Uno de los milicianos, grueso y achatado, se subió al segundo camión, el que estaba aparcado en el cementerio antes de que llegaran, y abrió la lona que lo cubría. No sería de herramientas el cargamento del segundo transporte, sino de una decena de hombres armados que bajarían del camión rápidamente, en un salto, una decena de hombres de piel morena, camisas abiertas al calor, barbas descuidadas, rifles en la mano, pistolas en el cinto y una canana en cada pecho.
—¿Qué significa esto? —susurró uno de los hombres de Alcahaz, al reconocer a alguno de los pistoleros que bajaban del camión—. ¿Dónde están las herramientas? —gritó a los milicianos, como un último intento de confianza, de que aquello no fuera real, que no estuviera sucediendo.
Los hombres armados se colocaron frente por frente a los campesinos que formaban en hilera, enmudecidos todos, intercambiando miradas de extrañeza, de pánico, de vacío. Ya nadie hablaba, aunque todos querrían decir algo, quejarse, gritar. La cabina del segundo camión se abrió y todos los hombres vieron, como confirmación de sus sospechas, una pierna que salía, calzada con una hermosa bota de piel de Valverde del Camino, y que se prolongó en un cuerpo demasiado conocido, vestido con ropas elegantes, tocado con un sombrero de paja, la cara redonda aunque joven, la barba bien afeitada, los ojos brillantes, la sonrisa manchada.
—Buenos días a todos —voceó Mariñas, lleno de satisfacción, la mano apoyada en un revólver que le asomaba del cinturón.
—Es una trampa —exclamó uno de los hombres, al que la voz no le llegaba al pecho.
—Hijo de puta —clamó otro, al tiempo que se adelantaba hacia Mariñas, blandiendo la pala que había tomado del suelo. Un disparo solo, salido de cualquier rifle de los hombres de Mariñas, sacudió al valiente, que cayó sin movimiento al barro, el rostro desfigurado de plomo.
El resto de hombres, campesinos de repente acobardados, conscientes de lo que estaba sucediendo, de lo que iba a suceder, se juntaron más los unos con los otros, buscando la protección de unos cuerpos con los otros, encogidos de algo parecido al miedo y que tal vez lo era. Mariñas se acercó al grupo, cruzada la cara por la sonrisa, tamborileando los dedos en la culata del revólver.
—¿Están todos? —preguntó a uno de los falsos milicianos, que ya se había quitado la gorra y el pañuelo rojo con asco, y que asintió en respuesta a la pregunta de Mariñas. El propietario, sin sonrisa ahora, sacó su revólver y paseó el cañón a pocos centímetros de los rostros asustados, divertido por algunas lágrimas que asomaban, el balbuceo de un joven. Algunos padres escondían tras las piernas a los niños, que intentaban ver algo a través del bosque de cuerpos, sin comprender nada, ni siquiera asustados. Mariñas se alejó unos pasos del grupo. Quedó de espaldas y, como en un juego macabro, se giró con los ojos cerrados y disparó al azar contra el grupo de hombres. Al abrir los ojos vio decenas de rostros descompuestos, mudos, hasta que uno de los cuerpos, enrojecido, se desplomó hacia delante. El resto de hombres hizo ademán de correr, de adelantarse o escapar, pero los armados levantaron los rifles apuntando, y el crujir de las armas cargadas paralizó al grupo.
—Eres un cabrón cobarde, Mariñas —fueron las últimas palabras de cualquier hombre que agitaba el puño, antes de que Mariñas, recuperando la sonrisa, hiciera un gesto breve con la mano izquierda, como quien espanta una mosca, orden suficiente para que los armados descargaran su fuego contra el grupo, un estruendo de diez rifles a la vez, un traquido que sacudió el valle, las extensiones desiertas, que acaso se oiría en el pueblo, en Alcahaz, confundido con un repique de campanas en la iglesia, o el ladrido de algún perro.
Los cuerpos quedaron quietos, sujetados los que morían por los que quedaban vivos, tan juntos estaban que no había sitio para desplomarse, hasta que una segunda descarga de las armas golpeó el grupo y, ahora sí, fueron cayendo como piezas de un juego, unos encima de otros, los más pequeños aplastados por los más grandes. Aún hubo una tercera y una cuarta descarga, y algún disparo aislado contra los cuerpos que en el suelo todavía tenían movimiento.
—Ahora enterradlos aquí mismo —ordenó Mariñas, que se secaba el sudor con un pañuelo blanco.
—Podíamos haberles obligado a cavar la fosa antes de matarlos, eso que nos hubiéramos ahorrado —protestó uno de los falsos milicianos.
—A cavar —ordenó de nuevo Mariñas, mientras los hombres tomaban del camión algunas palas y comenzaban a horadar la tierra, olvidados ya del grupo de cuerpos amontonados junto a la pared, las primeras moscas que llegaban a la fiesta.
La tierra se va recalentando del sol cada vez más alto, y tú permaneces todavía quieto, con la espalda apoyada en la pared, tus dedos rozan las huellas de bala, sientes tú mismo un estremecimiento como una descarga de diez fusiles contra tu cuerpo, escuchas acaso la voz profunda de los hombres que descansan —pero no descansarán— a sólo unos metros de ti, bajo las sábanas de la tierra. Dentro del coche, antes de ponerte en marcha, buscas en tu cartera la fotografía que te trajo hasta aquí, el retrato de Alcahaz, Mariñas sobre el caballo, en el centro, orgulloso, y los hombres apretados alrededor, los niños entre las piernas, los cuerpos tan juntos como estarían antes de ser fusilados, ensayando en la fotografía, inconscientemente, la postura para la muerte.
Aceleras al máximo, querrías no parar ya hasta alcanzar Madrid, conducir todo el día, rígido sobre el volante, llegar con la noche al piso del barrio de Salamanca, despertar a la viuda y gritarle, decirle todo lo que no sabe, o que tal vez sí sabe pero no quiere recordar.
* * *
En la despedida de Alcahaz, de la región, del sur, nuestro autor quiere rendir homenaje (y dar una sepultura digna y literaria) a los asesinados, así que se pone solemne, con un tono entre fúnebre y emotivo, que condiciona nuestro comentario, temerosos de que una crítica literaria pueda tomarse como oprobio a la memoria de los muertos. Así que enfundaremos el colmillo un par de páginas, y nos limitaremos a mostrar curiosidad por la manera en que el lenguaje de la novela toma tintes de luto, mediante recursos de resonancia funeraria, tales como ese ciprés solo «como himno fúnebre», ese «sur enterrado», las dos lápidas que «te reclaman cuando quieras escuchar», los impactos de bala en el muro encalado «como llagas hundidas en las que rozas los dedos con respeto», y hasta esa forma demorada de encender el cigarrillo y guardar un minuto de silencio sobre la fosa. O mediante la vuelta a la segunda persona, buscando apresar emocionalmente al lector, que se sienta directamente concernido por el drama, eres tú, tú
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Pero el tono decoroso y enlutado se echa a perder cuando nuestro autor decide, una vez más, amortizar su omnisciencia autoral y liquidar todo resto de elipsis, no dejar nada sin contar, detallar todo, que no quede nada a la imaginación del lector. Así, cierra el viaje al sur con el relato pormenorizado de la ejecución de los hombres de Alcahaz, que todos podíamos haber imaginado e ilustrado con tantos relatos e imágenes de asesinatos masivos, cada uno los habría visto morir según su experiencia lectora (o personal, que también habrá casos)
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Y es en ese relato de agotada omnisciencia cuando el capítulo, hasta entonces casi contenido, se malogra por la aparición, una vez más, del villano, del malo malísimo, de ese Mariñas al que le duele la cara de ser tan malo y tan truhán. De la misma forma que antes nos fue presentado como un barbazul de pueblo, lascivo y cruel, ahora aparece como un sanguinario e impasible verdugo, que se presenta en el lugar de la ejecución con cuidada coreografía, saliendo del camión para sorpresa de los presentes, mostrando ropa elegante, un sombrero de paja y unas hermosas botas de piel de Valverde del Camino, bien afeitado y, a juzgar por su humor, imaginamos que bien comido, se le ha olvidado al autor referirnos el banquete con que el villano celebró la ejecución
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El malo malísimo sonríe ufano, da unos irónicos «buenos días» a los condenados, se pasea frente a ellos con la cara «cruzada por la sonrisa»; tamborilea con los dedos en la culata del revólver, les apunta y se divierte con sus lágrimas y sollozos, se dedica al «juego macabro» de disparar al azar, con los ojos cerrados, y por fin, tras recuperar la sonrisa (que no nos constaba que la hubiera perdido en ningún momento), da la orden de abrir fuego con «un gesto breve con la mano izquierda, como quien espanta una mosca», y después, para completar el comportamiento de opereta, se seca «el sudor con un pañuelo blanco». Pero qué malo es este Mariñas, hay que ver
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