Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
Se insiste así en el retrato inhumano de Mariñas, que devoró a sus dos hermanos. Se insiste también en las caracterizaciones algo animalescas de aquellos personajes de baja extracción social. Los campesinos, los remendones, y ahora también la monja, que además de vivir en un lugar igualmente ruinoso, sucio, pequeño y que huele a lejía, es una mujer «empequeñecida», con el hábito «raído», «terriblemente anciana, de la edad de la tierra». De la misma forma que se deja ver, como autor de unas pintadas en la fachada del convento, un «jornalero de piel restallada como tantos que había visto desde el coche al cruzar pueblos idénticos». Nuestro viajero parece ir de safari por esas tierras salvajes del sur
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Como ocurría con el zapatero, también la monja habla inicialmente en forma coloquial, incluso graciosa (cuando se disculpa por hablar demasiado, «una también es humana, ya me entiende»), pero cuando se pone a narrar lo ocurrido a Carmencita Mariñas, su voz es la misma del narrador, con usos impropios de un personaje como el descrito, y un gusto claro por la expresión más literaria
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Apuntamos, por último, alguna expresión cursi (esas sierras «sacudidas de olivar», amén de otras cursilerías folletinescas que perdonaremos), y unos apreciables «fosfenos» que parecen rescatados del cuaderno Moleskine de nuestro autor
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—Gonzalo Mariñas era un hombre honrado. Ante todo un hombre honrado: no vaya usted a creerse lo que cuentan de él. Todo viene por la envidia: muchos le envidiaron desde siempre; imagínese, un hombre que triunfa tan joven, que es poderoso, que tiene todo lo que quiere. Porque eso sí, Gonzalo era ambicioso, lo fue toda la vida: aquello que quería, aquello que tenía. Y la ambición no es un pecado, ¿verdad? Pero no, esas cosas que dicen de que denunciaba a los propietarios para quedarse con sus propiedades... Eso nadie puede demostrarlo, porque todo lo que Gonzalo tuvo se lo ganó con su trabajo, que para eso trabajaba desde el amanecer hasta la noche, sin parar. Lo podía ver a cualquier hora haciendo algo, ya fuera visitando sus tierras para controlar la explotación, negociando precios en algún mercado, haciendo relaciones en el casino de propietarios. No paraba en todo el día. Que denunció a alguna gente cuando la guerra es verdad, pero nunca lo hizo en falso. Usted no se puede hacer idea de la cantidad de rojos que había en esta región; y no sólo campesinos, sino más de dos y más de tres señoritos que daban dinero para los comunistas. ¿Cómo no iba a denunciar eso? Yo mismo lo hubiera denunciado. Usted no sabe los desmanes que se cometieron en estas tierras, desde mucho antes de la guerra. Los comunistas esos quemaban las cosechas, las casas de la gente bien, las iglesias. Que rían hacer su revolución con sangre. Y esos hijoputas rojos que tenían dinero, eran los que organizaban todo. Pero eso nadie lo dice ahora, ¿verdad?
El encargado dejó de hablar al tiempo que frenaba su andar. Caminando, habíamos alcanzado una terraza de la colina, desde la que se dominaba el horizonte, un paisaje rectilíneo, de viñedos hasta donde la vista llegaba. El hombre, rápido en sus movimientos, lleno de fuerza a pesar de la edad y de la tos constante, extendió los brazos, como enmarcando el paisaje todo, el campo cultivado, y habló casi a gritos, tratando de contagiarme su entusiasmo:
—¿Qué le parece todo esto? Aquí se ve el trabajo de Gonzalo Mariñas, y esto nadie lo tiene en cuenta, sólo esas mentiras. Este campo estuvo yermo toda la vida. Y Mariñas lo cultivó, lo hizo fecundo, le dio vida. De estas tierras salen los mejores caldos soleados del sur de Europa. Miles de botellas que se exportan a toda Europa, a América. Y todo esto es riqueza: no sólo para su propietario, sino para el país entero. De estas tierras viven los pueblos de la comarca. ¿Qué le parece? Nadie se lo ha agradecido a Mariñas. Él ha levantado buena parte de la región, ha dado trabajo a miles de hombres, ha enriquecido esta tierra que toda la vida fue pobre. ¿Y quién lo dice ahora? Usted tiene que hablar de estas cosas en eso que está escribiendo. La gente tiene que saber lo que este hombre ha hecho por todos. Es increíble, cuánto desagradecido hay...
Regresamos caminando a la alquería, una bella construcción andaluza, dividida en varios edificios, con patios ajardinados, cubiertos con parras de uva morena, brillante al sol. Entramos en las bodegas, una gruta enorme, falta de luz y de calor, donde las barricas, ensombrecidas, llenaban de formas redondas, fabulosas, el espacio. Paseábamos por el interior cuando un trabajador se acercó a nosotros con una bandeja en la que llevaba una botella sin etiqueta y dos catavinos. El hombre sirvió media copa de vino dorado, que estrellaba la escasa luz. Un vino seco, de estas tierras, que te dejaba en la boca un sabor a fiestas, a romería de agosto y tabernas sombrías.
—¿Qué le parece? Esto sí que es sol de Andalucía embotellado, y no esas cosas que venden por ahí.
—Muy bueno, cierto. Dígame, ¿desde cuándo conocía a Mariñas?
—Se puede decir que de toda la vida. Cuando yo era niño, mi padre trabajaba ya en estas tierras, que eran del padre de Gonzalo. Desde muy pequeño yo participaba en la vendimia, al final del verano. Gonzalo era sólo un par de años mayor que yo. Él se relacionaba con todo el mundo, con los campesinos igual que con los hombres más poderosos. Fuimos amigos desde muy jóvenes, y cuando su padre enfermó, allá por el 30, y Gonzalo se hizo cargo de todas las propiedades, me puso a mí al frente de esta explotación, porque yo conozco la uva desde que nací. Después, él venía mucho por aquí, ya le dije que estaba todo el día viajando, visitando sus tierras, controlando el trabajo. Le gustaba coger con sus propias manos las primeras uvas de septiembre, y celebraba todos los años una fiesta para la gente de los pueblos que venía a la recogida. Ya le dije que trataba muy bien a los campesinos. Cuando navidades, y en las fiestas de la patrona, organizaba una verbena, y regalaba vino y quesos a las familias de sus trabajadores. ¿Usted cree que ése es el comportamiento de un criminal, como dicen que fue? Claro que no. Mucha envidia, es lo que hay. Y mucho ingrato.
—Gonzalo Mariñas se hizo cargo de las explotaciones familiares en 1930, teniendo sólo veintidós años, ¿es así? —pregunté, fastidiado ya por el compendio de virtudes que el anciano me describía, queriendo extraer algo de penumbra de la conversación—. Bien. Y sólo dos años después, ya había doblado sus propiedades. ¿Cómo lo hizo?
—Trabajando, ya se lo he dicho. Era muy trabajador. Y además, tenía buena mano para la política, para relacionarse con los que tomaban las decisiones.
—¿Me está insinuando que era un corrupto?
—¿He dicho yo eso? Por Dios, claro que no. Él era muy hábil, y sabía trabajarse las relaciones. Pero ya le he dicho que no era en su provecho, sino por el bien de la región. Él ayudó a levantar esta tierra más de lo que lo harían cuatro o cinco repúblicas como aquélla. ¿Es eso corrupción?
—¿No obtuvo entonces favores?
—Claro que no... Él no pedía nada, todo lo negociaba. Era muy inteligente, y astuto.
—¿Es cierto que tenía una cuadrilla de hombres armados a su servicio? —pregunté, adoptando ya un tono de interrogatorio, el que hubiera hecho al difunto de estar vivo, tantas cosas que preguntarle.
—¿Hombres armados? ¿Qué quiere decir?
—Dicen que tenía un grupo de pistoleros para resolver los problemas con los campesinos... Era algo frecuente entre no pocos terratenientes y empresarios.
—Eso es otra tontería, una mentira más. Él tenía sólo algunos hombres para su protección, lo normal. Era un hombre poderoso, y con mucho dinero. ¿Cómo quiere que fuera por ahí sin protección? Ya le he dicho que estas tierras estaban llenas de comunistas. Intentaron quemar este cortijo una vez. ¿Cómo quiere que no se protegiera? Y eso de que tenía pistoleros para asustar a los campesinos es falso. No lo necesitaba, ya le he dicho que no tenía problemas con los campesinos, porque se llevaba bien con todos, era bueno con ellos. ¿Cómo un hombre que regala verbenas y quesos y vinos a sus trabajadores iba a tener pistoleros a sueldo?
—Pero sin embargo, en los días antes de la guerra se trasladó a Sevilla, porque no se sentía muy seguro en el campo. ¿Cómo era posible, si no tenía enemigos?
—Yo no he dicho eso. Claro que tenía enemigos, los mismos que ahora van diciendo mentiras. Escúcheme, Santos. Usted tiene un trabajo importante que hacer, así que debe estar por encima de todas esas cosas. No puede ir escuchando todo lo que le cuenten. En esta tierra queda todavía mucha gente que no perdonó el éxito de Gonzalo Mariñas. No escuche a esa gente, están enfermos de envidia. Es un vicio nacional, siempre lo fue.
Me despedí del viejo encargado, tras dos horas de entrevista de la que no saqué mucha información útil, por cuanto el bodeguero se empeñaba en transmitirme, en cada palabra, la bondad innata de Gonzalo Mariñas, una imagen idealizada del difunto, que apenas se sostenía, no tanto por lo que yo conocía de Mariñas y que el hombre negaba, sino porque el entusiasmo del anciano estaba contaminado del ruido que tienen las palabras más falsas, no podía disimularlo. El hombre me acompañó hasta el automóvil, donde me estrechó la mano con fuerza, como intentando mancharme de su energía, de su admiración por Mariñas. Recordé una última pregunta:
—Dígame una cosa más. ¿Sabe algo de un pueblo que se llama Alcahaz? Creo que Mariñas tenía propiedades allí...
—No. No tenía nada. No conozco ese pueblo —las palabras del hombre se nublaron de una violencia repentina, una prisa por mi partida.
—Pero yo he visto algunos documentos de propiedad que...
—No sé nada. Ya se lo he dicho, ese pueblo no existe.
—No; usted me ha dicho que no lo conocía.
—Que no exista o no lo conozca es lo mismo, ¿no?
—Aguarde un instante... Llevo una fotografía en el coche —entré en el vehículo pero el hombre no esperó, y comenzó a caminar hacia la bodega mientras improvisaba una excusa, una tarea inminente que le requería, despidiéndose sin querer escucharme más. Quedé unos segundos detenido, sentado en el interior del coche con la puerta abierta, hasta que el hombre se perdió tras una puerta. Puse el motor en marcha y, cuando me disponía a partir, un muchacho se acercó hasta mí, haciéndome gestos para que esperase. No tendría más de catorce años, pero era largo, desgarbado por la crecida, con una sombra de bigote sobre los labios finos.
—Usted quiere saber cosas de Mariñas, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa, apoyado en la puerta del coche—. Yo le cuento lo que quiera si me da un cigarrillo.
—Tú no puedes conocer mucho a Mariñas, eres muy joven —dije, mientras le acercaba el paquete de tabaco americano.
—Claro que sé cosas. Todo el mundo sabe cosas de Mariñas —dijo, mientras encendía un cigarrillo y expulsaba el humo por la nariz, exagerado en las caladas.
—¿Sabes algo de Alcahaz? —pregunté, por inercia.
—¿Alcahaz? No, no sé nada —dijo el muchacho, con una sinceridad que yo no había visto en tantos hombres que habían negado el pueblo.
—¿Qué puedes contarme entonces?
—¿Qué le ha contado ese maricón de Lucio? —el muchacho señaló con el cigarrillo hacia la bodega, por donde en ese momento asomó el encargado, que se acercó unos pasos y gritó al muchacho para que volviera en seguida al trabajo. El chico me miró con fastidio y, mientras se alejaba, me susurró con un guiño: «no se crea nada de lo que le haya contado este mamonazo. Éste comía en la mano de Mariñas», y acompañó sus palabras con un expresivo gesto en el que colocaba la mano como una escudilla a la altura de la boca; gesto que Lucio, el encargado, debió de comprender, ya que al pasar el muchacho junto a él, le quitó el cigarrillo de los labios y le sacudió una bofetada que el chico asumió, humillado, sin mirarme más.
—¿Qué le ha dicho el niño? —preguntó el anciano, mientras se acercaba hacia el coche, con el rostro quebrado, exagerando una tensión que no existía.
—Nada, no se preocupe —dije antes de ponerme en marcha.
* * *
De nuevo, el falso dialogismo, la contraargumentación dirigida y prejuiciosa. El autor decidió ya que Mariñas no merecía el beneficio de la duda y, como ya dijimos, sólo puede ser firmemente denunciado (por el remendón y la monja) o sospechosamente defendido por personajes fascistoides y repugnantes como el señorito Luque o el lameculos Lucio que ahora conocemos. Apañado está Mariñas si toda la defensa que puede esperar es la de un filofranquista como Lucio, que da muestras de fiero anticomunismo y odio a la República, y hace comentarios que al lector resultarán repulsivos. Además, se aplica en hacer un retrato de Mariñas que no puede ser más que sospechoso por hagiográfico, pues cualquier lector recibirá con suspicacia o abierto rechazo la presentación que de Mariñas se hace, como esforzado y honrado empresario que en realidad se dedicó a sacar adelante el país frente a los revoltosos y etc
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Por si el lector no se hubiera dado cuenta de la doblez del discurso de Lucio, de cómo de sus palabras se sobreentiende que era un cacique cruel, el narrador nos advierte de que «el bodeguero se empeñaba en transmitirme, en cada palabra, la bondad innata de Gonzalo Mariñas, una imagen idealizada del difunto, que apenas se sostenía, no tanto por lo que yo conocía de Mariñas y que el hombre negaba, sino porque el entusiasmo del anciano estaba contaminado del ruido que tienen las palabras más falsas, no podía disimularlo». Más claro, agua
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Y encima, para poner más sombras sobre el capítulo —aunque sean sombras chinescas—, al ser preguntado por Alcahaz, las palabras del bodeguero Lucio «se nublaron de una violencia repentina», que a continuación le hacen casi balbucear, al afirmar rápidamente la no existencia del pueblo que dice no conocer, cosa que no escapa al sagaz protagonista. Con éste ya hemos visto tres momentos similares en la novela: cuando la viuda contaba cómo su difunto marido, al ser preguntado por Alcahaz, sufría un «ligero temblor» en la boca al pronunciarlo, y «se enfurecía», «perdía los nervios». Y cuando la monja, preguntada por Carmencita Mariñas, «no pudo esquivar un temblor y un brillo en los ojos que la delataron cuando trató de negar». Menos mal que a nuestro detective de pacotilla no le pasan desapercibidos esos temblores y cambios de humor de los interrogados
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Del capítulo nos quedamos, por último, en una nueva insistencia en la fallida idea argumental —que no por repetida va a ser más creíble— con «esas cosas que dicen de que denunciaba a los propietarios para quedarse con sus propiedades»; con otro niño fumador y proletarizado, y con una expresión sonrojante, la del vino seco que deja en la boca «un sabor a fiestas, a romería de agosto y tabernas sombrías», que encaja bien con la pintura turística que de Andalucía hace el autor, bien presente en esa visita al cortijo bodeguero, cuya descripción entronca con ese gracioso y castizo andalucismo literario tan querido por algunos autores
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