Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
Medité si podría por segunda vez añadir agua caliente a la bañera. Pero comprendí que debía salir del baño. Éste no le había sentado bien a mi rodilla: otra vez estaba hinchada, y casi anquilosada. Al salir de la bañera, resbalé y casi me caí sobre las bonitas baldosas. Quería telefonear inmediatamente a Zohnerer y proponerle que me introdujese en un grupo de artistas. Me sequé, encendí un cigarrillo y me miré al espejo: había adelgazado. Al sonar el teléfono esperé por un momento que pudiera ser Marie. Pero no era su llamada. Podía ser Leo. Cojeando por la sala, tomé el auricular y dije: «Dígame.»
«Oh», dijo la voz de Sommerwild, «espero que no le habré interrumpido en un salto mortal.»
«No soy un acróbata», dije colérico, «sino un payaso: hay una diferencia por lo menos tan notable como entre un jesuita y un dominico. Y ya que habla de cosas mortales, podríamos hablar de asesinato.»
Riose. «Schnier, Schnier», dijo, «me inquieto seriamente por usted. ¿Ha venido a Bonn para declararnos una guerra telefónica?»
«¿Le llamé yo a usted», dije, «o usted a mí?»
«Ah», dijo, «¿importa esto?»
Callé. «Sé muy bien», dijo, «que usted no me aprecia, pero asómbrese, yo siento estima por usted, y me concederá el derecho a imponer ciertos órdenes en los que creo y a los que represento.»
«Si es necesario a viva fuerza», dije.
«No», dijo, su voz sonó clara, «no, no a la fuerza, pero sí con firmeza, como debe esperar la persona en cuestión.»
«¿Por qué dice usted persona y no Marie?»
«Porque me interesa conservar en lo posible la objetividad.»
«Aquí está su gran error, prelado», dije, «la cuestión es tan subjetiva como la que más.»
Sentía frío en albornoz, mi cigarrillo estaba mojado y no quemaba bien. «No sólo le mataré a usted, sino a Züpfner también, si Marie no vuelve conmigo.»
«Dios mío», dijo disgustado, «no mezcle a Heribert en este asunto.»
«Me hace usted gracia», dije, «alguien me quita a mi mujer, y precisamente a él le debo dejar al margen.»
«No se trata de alguien: la señorita Derkum no era su esposa, y él no se la ha quitado, sino que ella se marchó.»
«Por su propia voluntad, ¿no es así?»
«Sí», dijo, «enteramente por propia voluntad, si bien es posible que de resultas de un conflicto entre su naturaleza y lo sobrenatural.»
«¡Ah!», dije, «¿dónde está aquí lo sobrenatural?»
«Schnier», dijo irritado, «creo a pesar de todo que usted es un buen payaso, pero de teología no entiende nada.»
«Entiendo lo suficiente para ver que ustedes, los católicos, ante un no creyente como yo son tan inflexibles como los judíos frente a los cristianos, o los cristianos frente a los paganos. No oigo más que hablar de ley y de teología, y lo único que se discute es no sé qué documento que el Estado, el Estado precisamente, se encarga de extender.»
«Usted confunde la ocasión con el motivo», dijo, «le comprendo a usted, Schnier, créame que le comprendo.»
«No comprende nada en absoluto», dije, «y el resultado será un doble adulterio. El que Marie cometerá al casarse con su Heribert, y luego aquél en que incurrirá un día, cuando se separe de él y vuelva a mí. Yo no soy ni agudo, ni artista, y ante todo no soy lo bastante cristiano para que un prelado pueda decirme: Schnier, ¿por qué no lo dejamos en concubinato?»
«Usted desconoce el núcleo teológico de la diferencia entre su caso y aquél sobre el cual discutimos en otra ocasión.»
«¿Qué diferencia?», pregunté. «¿Que Besewitz es más sensible, que para la causa de ustedes es una importante locomotora proselitista?»
«No», y llegó a reírse. «No, la diferencia es de derecho canónico. Besewitz hacía vida matrimonial con una mujer divorciada, con la cual de ningún modo hubiese podido casarse por la Iglesia, mientras que la señorita Derkum no estaba divorciada, y en su caso nada se oponía al matrimonio.»
«Yo estaba dispuesto a firmar», dije, «incluso a convertirme.»
«Desdeñosamente dispuesto, en todo caso.»
«¿Debo fingir sentimientos, una fe que no poseo? Si usted se atiene al derecho y a la ley, cosas puramente formales, ¿por qué me reprocha mi carencia de sentimientos?»
«Yo no le reprocho nada en absoluto.»
Callé. Él tenía razón, y me dolía reconocerlo. Marie me había dejado, y es natural que la acogieran con los brazos abiertos, pero de querer ella quedarse conmigo nadie hubiese podido obligarla a marcharse.
«Oiga, Schnier», dijo Sommerwild, «¿sigue usted ahí?»
«Sí», dije, «aún estoy aquí.» Me había imaginado de otro modo mi conversación telefónica con él. A las tres de la madrugada despertarle de su sueño, injuriarle y amenazarle.
«¿Qué puedo hacer por usted?», preguntó en voz baja.
«Nada», dije, «si usted me dice que esa conferencia secreta en un hotel de Hannover sirvió única y exclusivamente para fortalecer la confianza de Marie en mí, entonces le creeré a usted.»
«Pero olvida usted, Schnier», dijo, «que la relación de la señorita Derkum con usted atravesaba una crisis.»
«Y precisamente entonces tuvieron que echar su anzuelo», dije yo, «mostrarle una rendija legal y canónica para que se separase de mí. Siempre creí que la Iglesia Católica se oponía al divorcio.»
«¡Dios mío! ¡Otra vez, Schnier!», gritó. «Como sacerdote católico que soy, no puede pedirme que anime a una mujer a persistir en el concubinato.»
«¿Por qué no?», dije. «En cambio la empujó a la fornicación y el adulterio. Justifíqueme esto como sacerdote.»
«Su anticlericalismo me sorprende. Sólo lo había encontrado en católicos.»
«No soy anticlerical, no se haga ilusiones; sólo soy anti-Sommerwild, porque usted no juega limpio y actúa con doblez.»
«Dios mío», dijo, «¿en qué?»
«Según sus sermones, tiene usted un corazón tan grande como una vela de trinquete, pero luego intriga y embauca en los salones de los hoteles. Mientras yo me gano el pan con el sudor de mi frente, intriga usted con mi mujer sin dejarme hablar a mí. Juega sucio y actúa con doblez, pero ¿se podía esperar otra cosa de un esteta?»
«Eso es, insúlteme usted», dijo, «sea injusto conmigo. Créame que le comprendo perfectamente.»
«No comprende nada; usted sirvió a Marie un producto adulterado. Prefiero beber cosas puras: me gusta más el aguardiente de patatas puro, que un coñac falsificado.»
«Siga hablando», dijo él, «siga usted; en el fondo, se apasiona.»
«Me apasiono en el fondo y en la superficie, prelado, porque se trata de Marie.»
«Llegará un día en que usted comprenderá que ha sido injusto conmigo, Schnier. En esto, y en todo lo demás» —su voz adquirió un dejo casi lacrimoso—, «y en cuanto a mi falsificación, quizás olvida usted que muchas personas tienen sed, una gran sed, y que para ellos un licor adulterado podría ser mejor que no tener nada que beber.»
«Pero en sus libros santos se habla del agua pura y clara; ¿por qué no la escancia usted?»
«Quizá», dijo con voz trémula, «porque yo, sigo con su parábola, porque me encuentro al fin de una larga cola de gente que saca agua de la fuente, soy tal vez el centésimo o el milésimo en la cola, y el agua ya no es tan pura. Y otra cosa, Schnier, ¿me oye usted?»
«Le oigo», dije.
«También usted puede amar a una mujer sin vivir con ella.»
«Lo que nos faltaba», dije, «ahora se pondrá a hablarme de la Virgen María.»
«No se burle, Schnier», dijo, «no le sienta bien.»
«No me burlo en absoluto», dije, «soy perfectamente capaz de respetar lo que no comprendo. Sólo considero un funesto error ofrece como modelo la Virgen María a una muchacha que no va a entrar en un convento. Incluso di una vez una conferencia sobre esto.»
«¿Sí?», dijo, «¿y dónde?»
«Aquí en Bonn», dije, «ante muchachas. Eran del grupo de Marie. De vuelta de Colonia, en una velada, hice a las muchachas un par de números y conversé con ellas acerca de la Virgen María. Pregunte a Monika Silvs. Claro que yo no pude hablarles a las muchachas de eso que usted llama concupiscencia carnal. ¿Me oye usted?»
«Le oigo», dijo, «y me sorprende. Habla usted un lenguaje muy plástico, Schnier.»
«Pero, maldita sea, prelado», dije, «el acto de engendrar un niño es una cosa bastante plástica. Si usted lo prefiere, podemos hablar de la cigüeña. Todo lo que se dice, se predica y se enseña sobre este plástico hecho, es hipocresía. En el fondo de sus corazones ustedes lo consideran como una cochinada, y como última trinchera contra la naturaleza, lo legitiman en el matrimonio. O bien se hacen ilusiones y separan lo corporal de todo lo demás, pero lo que complica el asunto es todo lo demás. Ni siquiera la esposa, que tolera a su esposo, es sólo cuerpo; ni siquiera el beodo más asqueroso que va con una prostituta es sólo cuerpo, como tampoco lo es la prostituta. Manejan estas cosas como cohetes de Nochevieja y son dinamita.»
«Schnier», dijo con voz apagada, «me asombra lo mucho que ha reflexionado usted sobre esto.»
«¿Le asombra?», grité. «Debería asombrarse de los perros irresponsables que sólo ven en su mujer una propiedad legítima. Pregunte a Monika Silvs lo que les dije a las muchachas en aquella ocasión. Desde que sé que soy de sexo masculino, casi no he reflexionado sobre otra cosa, ¿y esto le asombra a usted?»
«Pero no tiene usted noción, ni la menor noción, de lo que significan
derecho
y lo que es la
ley
. Esas cosas, por complicadas que puedan ser, requieren una norma.»
«Sí», dije, «algo sé de sus normas. Encajan a la naturaleza por una vía a la que llaman adulterio, y cuando se mete por la vía del matrimonio, ustedes se ponen a sentir miedo. Confesión, absolución, pecado, y así sucesivamente. Ésta es su norma.»
Riose. Una risa llena de bajeza. «Schnier», dijo, «ya veo lo que le pasa a usted. Al parecer, es monógamo como un asno.»
«Ni siquiera sabe usted nada de zoología», dije, «y menos aún del
homo sapiens.
Los asnos no tienen nada de monógamos, aunque su aspecto sea de beatos. Entre los asnos reina la más completa promiscuidad. Son monógamos los cuervos, los gasterósteos, los grajos y, a veces, los rinocerontes.»
«Marie, por lo visto, no lo es», dijo. Debió notar lo que me afectó esa breve frase, pues continuó en voz baja: «Lo siento, Schnier, me hubiese gustado ahorrárselo, ¿me cree usted?»
Callé. Escupí la colilla encendida sobre la alfombra, y vi cómo la brasa se desparramaba, produciendo pequeños agujeros negros. «Schnier» gritó suplicante, «créame por lo menos que no se lo digo por gusto.»
«¿No le es indiferente», dije, «que le crea o no? Pero, sí, le creo.»
«Usted que habla tanto de la naturaleza», dijo, «tendría que haber obedecido a la suya, siguiendo a Marie y luchando por ella.»
«¿Luchar?», dije, «¿dónde se lee esto en sus malditas leyes matrimoniales?»
«No era un matrimonio lo que usted formó con la señorita Derkum.»
«Admitido», dije, «como usted quiera. No era un matrimonio. Casi todos los días he intentado telefonearla y le he escrito todos los días.»
«Ya sé», dijo, ya sé. Ahora es demasiado tarde.»
«Ahora sólo cabe el franco adulterio», dije.
«Es usted incapaz de ello», dijo, «le conozco mejor de lo que usted cree, puede usted injuriarme y amenazarme tanto como quiera, pero le diré que lo horrible de usted es que es un hombre inocente, casi me atrevería a decir puro. ¿Puedo ayudarle en algo?... Quiero decir...»
Calló. «¿Se refiere usted a dinero?», pregunté.
«También a esto», dijo, «pero yo quería decir profesionalmente.»
«Puede que me sirvan ambas ayudas, la económica y la profesional. ¿Dónde está ella?»
Le oí jadear, y en el silencio olí por primera vez algo: una loción para después del afeitado, un poco de vino tinto, el débil rastro de un cigarro. «Se marcharon a Roma», dijo.
«Luna de miel, ¿no es así?», pregunté sin voz.
«Así se le llama», respondió.
«Con lo que la putería queda completa», dije. Colgué, sin darle las gracias ni decirle adiós. Miré los puntitos negros que el cigarrillo encendido había hecho en la alfombra, pero estaba demasiado cansado para poner el pie encima y acabar de apagarlos. Tenía frío y me dolía la rodilla. Había estado demasiado en la bañera.
Marie no quiso ir conmigo a Roma. Se ruborizó cuando se lo propuse, y dijo: Italia, sí, pero Roma, no, y cuando yo le pregunté por qué, me preguntó a su vez: ¿De verdad no lo sabes? No, dije, y ella calló. Me hubiese gustado ir a Roma con ella, para ver al Papa. Creo que hubiese estado esperando horas enteras en la plaza de San Pedro, aplaudiendo y gritando
Evviva
cuando él apareciera en la ventana. Cuando se lo describí a Marie, casi se enfadó. Dijo que encontraba «en cierto modo perverso» que a un agnóstico como yo le gustase vitorear al Santo Padre. Estaba celosa. A menudo lo he notado en los católicos: custodian sus tesoros —los sacramentos, el Papa— como avaros. Además, son las gentes más presuntuosas que conozco. Presumen de todo: de lo que es fuerte en su Iglesia, de lo que en ella es débil, y cuando tienen a alguien por medianamente inteligente esperan que se convierta pronto. Quizá Marie no quería ir conmigo a Roma porque allí debería avergonzarse de su vida pecaminosa conmigo. En muchas cosas era ingenua, y no era muy inteligente. Cometía una mala acción, al ir ahora allí con Züpfner. Seguramente solicitaría una audiencia, y el pobre Papa, que le llamaría a ella «hija mía» y a Züpfner «hijo mío», no sospecharía que una pareja fornicadora y adúltera se arrodillaba ante él. Puede que fuese a Roma con Züpfner porque allí nada le recordaba a mí. Estuvimos en Nápoles, Venecia y Florencia, en París y en Londres, y en muchas ciudades alemanas. En Roma estaba protegida contra los recuerdos, y allí no le faltaría «aire católico». Me propuse volver a telefonear a Sommerwild y decirle que encontraba especialmente vulgares sus burlas de mi propensión monógama. Pero casi todos los católicos cultos tienen este rasgo de ordinariez: se refugian tras la muralla de sus dogmas y bombardean el mundo con principios dogmáticos, pero cuando se les confronta seriamente con sus «inquebrantables verdades», se sonríen y apelan a la «naturaleza humana». Si es necesario, la sonrisa se hace sarcástica, como si salieran de visitar al Papa y éste les hubiese entregado un pedazo de su infalibilidad. En todo caso, cuando uno comienza a tomarse completamente en serio sus monstruosas verdades, predicadas a sangre fría, entonces uno es «protestante'» o carece de sentido del humor. Si uno habla seriamente con ellos sobre el matrimonio, sacan a su Enrique Octavo, con cuyo cañón disparan desde hace trescientos años, dando a entender cuan inflexible es su Iglesia; pero si quieren manifestar lo comprensiva que es, cuan ancho es su corazón, salen con las anécdotas como la de Besewitz, cuentan chistes de obispos, pero sólo entre «iniciados», categoría en la que incluyen (y tanto da que el católico sea «de derecha» o «de izquierda») sólo a los «cultos e inteligentes». Cuando le pedí a Sommerwild que contase desde el pulpito la historieta del obispo con Besewitz, se enfadó. Cuando se trata del hombre y la mujer, desde el pulpito disparan sólo con su artillería pesada: Enrique Octavo. ¡Un reino por un matrimonio! ¡El derecho! ¡La ley! ¡El dogma!