Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
También en la bañera echaba de menos a Marie. Cuando estaba yo en la bañera, me leía a veces en voz alta desde la cama; una vez, del Antiguo Testamento, la historia de Salomón y la reina de Saba, en otra ocasión, la batalla de los macabeos, y alguna que otra vez trozos de
Look Homeward, Ángel
, de Thomas Wolfe. Rendido de cansancio, yacía yo en esta absurda bañera de color de orín; el cuarto de baño estaba embaldosado en negro, pero la bañera, la jabonera, la manivela de la ducha y la tapadera del retrete eran de color de orín. Echaba de menos la voz de Marie. Bien mirado, ni siquiera podía ella leer la Biblia con Züpfner, sin creerse traidora o prostituta. Tenía que acordarse de aquel hotel de Dusseldorf donde me había leído lo de Salomón y la reina de Saba, hasta que yo, agotado, me quedé dormido en la bañera. Las verdes alfombras en el cuarto del hotel, el pelo oscuro de Marie, su voz, luego me dio un cigarrillo encendido, y la besé.
Tendido en la bañera, cubierto de espuma, pensaba en Marie. Ella no podía hacer nada con él o en su casa, sin pensar en mí. Ni siquiera podía enroscar en su presencia el tapón del tubo de dentífrico. Cuántas veces desayunamos juntos, con pobreza y con opulencia, precipitadamente y sin prisas, muy temprano por la mañana, tarde a mediodía, con mucha mermelada y sin ninguna. AI imaginarme que ella desayunaría con Züpfner todas las mañanas a la misma hora, antes de que él subiese a su coche y marchase a su oficina católica, casi me volvió piadoso. Recé para que nunca sucediese aquello: desayuno con Züpfner. Intenté imaginarme a Züpfner: cabello castaño, piel blanca, recién adulto, una especie de Alcibíades del catolicismo alemán, sólo que no tan frívolo. Según declaración de Kinkel, se hallaba «ciertamente en el centro, pero más a la derecha que a la izquierda». Este estar-a-la-izquierda-y-a-la-derecha era uno de los principales temas de conversación entre ellos. De ser sincero, a mis cuatro católicos tenía yo que agregar a Züpfner: el Papa Juan, Alee Guiness, Marie, Gregory y Züpfner. Seguro que para él, enamoramientos aparte, contaba el rescatar a Marie de una situación pecaminosa y llevarla a otra sin pecado. El ir cogido de la mano con Marie no fue, por lo visto, nada serio. Más tarde hablé de ello con Marie, ella se ruborizó, pero sin tapujos, y me dijo que «les habían unido muchas cosas»: que sus padres habían estado ambos perseguidos por los nazis, el ser católicos, y «su modo de ser, ¿sabes? Todavía le tengo cariño.» Dejé salir parte del agua de la bañera, pues se había entibiado, abrí el grifo del agua caliente, y vertí algo de jabón líquido en el agua. Pensé en mi padre, que también es accionista de aquella marca de jabón. Si me compro cigarrillos, jabón, papel para escribir, helados o salchichas, mi padre tiene parte en el negocio. Sospecho que incluso tiene parte en los dos centímetros y medio de dentífrico que a veces uso. Pero no nos estaba permitido hablar de dinero en casa. Cuando Anna quería presentarle a mi madre sus cuentas, decía siempre mi madre: «Discutir de dinero. ¡Qué horrible!» Alguna U y alguna O se le escapan, pero las pronuncia como I y E. Nos daban muy poco dinero para nuestros gastos. Por fortuna teníamos una abundante parentela, cuando todos se reunían sumaban de sesenta a ochenta tíos y tías, y algunos eran buenas personas y nos daban dinero a escondidas, ya que la tacañería de mi madre era proverbial. Para colmo, la madre de mi madre fue noble, una Von Hohenbrode, y mi padre pasa aún hoy por un yerno aceptado a regañadientes, aunque su suegro se llamaba Tuhler, y sólo en su suegra estaba lo de Von Hohenbrode. Los alemanes de hoy buscan la nobleza y creen en ella más que los de 1910. Incluso personas tenidas por inteligentes, van a la rebatiña por entrar en relación con los nobles. Debería yo llamar la atención del comité central de mamá sobre este hecho. Es una cuestión racial. Incluso un hombre tan juicioso como mi abuelo no puede olvidar que los Schnier estuvieron a punto de verse elevados a la nobleza en el verano de 1918, puesto que la cosa estaba «por así decirlo» en actas, pero en el momento decisivo huyó el Kaiser sin firmar el decreto. Otros quebraderos de cabeza tenía, suponiendo que algo le quebrara la cabeza. La historia de la «casi-nobleza» de los Schnier se cuenta aún hoy, medio siglo después, en toda ocasión. «Se encontró el decreto en la carpeta de Su Majestad», dice siempre mi padre. Me sorprende que nadie hiciera el viaje a Doorn y se hiciera firmar el decreto. Yo hubiese enviado allí un mensajero a caballo, con lo que la cuestión se hubiera tratado en forma condigna.
Pensé cómo Marie, cuando yo estaba en la bañera, abría las maletas. Cómo, de pie ante el espejo, se quitaba los guantes, se alisaba el cabello; cómo sacaba las perchas del armario, colgaba de ellas los vestidos, y las volvía a poner en el armario; crujían en la varilla de latón. Después los zapatos, el ruido apenas perceptible al dejarlos en el suelo, el roce de las suelas, y cómo iba colocando sobre el cristal de la mesa del tocador sus tubos, frasquitos y tarros; el gran tarro de crema, o el estrecho frasquito de laca para las uñas, la polvera, y el agudo sonido metálico del lápiz de labios colocado verticalmente.
Noté de repente que me había echado a llorar en la bañera, e hice un sorprendente descubrimiento físico: mis lágrimas me parecían frías. Otras veces me parecieron siempre calientes, y en los últimos meses había llorado, alguna que otra vez, lágrimas cálidas, cuando estaba borracho. Me acordé también de Henriette, de mi padre, del converso Leo, y me extrañó que aún no me hubiese telefoneado.
En Osnabrück me dijo ella por primera vez que tenía miedo de mí, al negarme yo a marchar a Bonn, y que quería ir allí a toda costa, para respirar «aire católico». La expresión no me gustó y dije que bastantes católicos había en Osnabrück, pero me replicó que yo no la comprendía ni quería comprenderla. Hacía dos días que estábamos en Osnabrück, entre dos actuaciones, y nos quedaban aún tres días. Llovía desde las primeras horas de la mañana, en ningún cine proyectaban un film que me interesase, y no me atreví a proponerle que jugáramos a la oca. Cuando lo propuse la víspera, puso una cara como de niñera injustamente esclavizada.
Marie leía tendida en la cama, yo, de pie, fumaba ante la ventana y miraba a la Hamburgerstrasse, a veces a la plaza que hay delante de la estación, de donde la gente salía corriendo, en plena lluvia, hacia los tranvías que aguardaban. Tampoco podíamos hacer «la cosa». Marie estaba enferma. No había tenido propiamente un aborto, pero sí algo por estilo. Yo no lo sabía exactamente, y nadie me lo aclaró. El caso es que ella creyó estar embarazada, pero ahora no lo estaba ya, y por la mañana pasó un par de horas en la clínica. Estaba pálida, cansada e irritada, y le dije que seguramente no sería bueno para ella emprender ahora tan largo viaje. Me hubiese gustado saber más detalles, si sentía dolores, pero no me dijo nada; sólo lloraba de vez en cuando, de un modo irritado, extraño para mí.
Vi al chiquillo venir de la izquierda por la calle, dirigiéndose a la plaza de la estación; estaba empapado y sostenía ante sí su cartera abierta, bajo una lluvia torrencial. Llevaba la tapa de la cartera vuelta atrás, con una expresión en el rostro como sólo vi en cuadros de los Reyes Magos que ofrecen al niño Jesús incienso, oro y mirra. Casi podía distinguir las cubiertas de los libros, mojadas y deshechas. La expresión del rostro de aquel chico me recordó a Henriette. Entregado, perdido y sagrado. Marie me preguntó desde la cama: «¿En qué piensas?» Y yo dije: «En nada.» Vi aún como el chiquillo atravesaba la plaza, lentamente, para desaparecer después en la estación, y tuve miedo por él; por aquel dramático cuarto de hora debería expiar él cinco minutos amargos: una madre quejumbrosa, un padre afligido, y sin dinero en casa para otros libros y cuadernos. «¿En qué piensas?», volvió a preguntarme Marie. Estaba a punto de decirle otra vez «en nada», cuando pensé otra vez en el chico, y le conté lo que pensaba: Cómo el chico llegaba a su casa, en alguna aldea de las cercanías, y cómo era probable que mintiese, porque nadie podría creer lo que había hecho en realidad. Diría que había resbalado, que la cartera le había caído en un charco, o que la dejó abandonada un par de minutos, justamente bajo el desagüe de un canalón, y de repente había caído un chorro de agua dentro de la cartera. Todo eso se lo conté a Marie con voz apagada, monótona, y ella me dijo desde la cama: «»¿Qué es esto? ¿Por qué me cuentas esas tonterías?» «Porque en esto pensaba cuando me preguntaste.» No creyó aquella historia del chiquillo, y me enfadé. Nunca nos habíamos mentido, ni acusado de ninguna mentira. Me enojé tanto que la obligué a levantarse, a ponerse los zapatos y a bajar conmigo a la estación. Con las prisas me olvidé del paraguas, nos mojamos y no encontramos al chiquillo en la estación. Recorrimos la sala de espera, incluso el puesto de socorro, y por último me informé por los empleados, ante la entrada al andén, de si hacía poco que había partido un tren. Dijeron que sí, hacia Bohmte, hacía dos minutos. Pregunté si había pasado por allí un chico rubio, mojado, de tal aspecto y tal talla, pero el empleado se volvió desconfiado y preguntó: «¿Qué pasa? ¿Le robó algo?» «No», dije, «sólo quiero saber si partió en el tren.» Ambos estábamos empapados, Marie y yo, y nos miró con desconfianza de pies a cabeza. «¿Son ustedes renanos?», preguntó. Parecía me preguntara por mis antecedentes penales. «Sí», dije. «Información de esta clase sólo puedo darla con autorización de mis superiores», dijo. Seguramente tendría malos recuerdos de algún renano, del servicio militar probablemente. Conocí a un tramoyista que una vez había sido engañado por un berlinés compañero de servicio militar, y desde entonces mira a berlineses y berlinesas como enemigos personales. Al salir a escena una artista berlinesa apagó él de repente las luces, y ella tropezó y se rompió una pierna. La cosa nunca fue comprobada, y se habló de «cortocircuito», pero yo estoy seguro que ese tramoyista apagó la luz sólo porque la muchacha era de Berlín y él había sido engañado una vez por un soldado berlinés. El empleado de la estación de Osnabrück me lanzó una mirada que me asustó. «He apostado con la señora», dije, «se trata de una apuesta.» Fue un error decirlo, porque era mentira y todos se dan en seguida cuenta en seguida si miento. «¿Sí, eh?», dijo, «»una apuesta. Si los renanos se ponen a apostar...» No había nada que hacer. Por un momento pensé en tomar un taxi, marchar a Bohmte, esperar allí el tren en la estación y ver si el chico se apeaba. Pero también podía apearse en cualquier aldea antes o después de Bohmte. Estábamos empapados y tiritábamos de frío al regresar al hotel. Hice entrar a Marie en el bar que había en los bajos, me senté ante el mostrador, puse mi brazo alrededor de sus hombros y pedí coñac. El del bar, que era el dueño del hotel, nos miró como si estuviese a punto de llamar a la policía. El día antes habíamos pasado horas y más horas jugando a la oca, nos hicimos subir pan con jamón y té, y por la mañana Marie marchó a la clínica, y regresó muy pálida. Pegó en el mostrador con las copas de coñac de tal manera, que derramó la mitad, y nos miró en actitud de reto. «¿No me crees?», pregunté a Marie, «me refiero al chiquillo.» «Sí», dijo, «te creo.» Lo dijo sólo por compasión, no porque lo creyese de verdad, y me enfadé porque no tuve el valor de pedir explicaciones al posadero por el coñac derramado. Junto a nosotros estaba un sujeto corpulento que bebía cerveza haciendo chasquear la lengua. A cada trago se lamía la espuma de la cerveza sobre sus labios, y me miraba como si quisiese dirigirme la palabra. Siempre temo que borrachos alemanes de cierta edad me hablen, porque indefectiblemente hablan de la guerra, y encuentran que aquello fue magnífico, y cuando están completamente borrachos resulta que son unos asesinos y quieren «hacer un escarmiento» por cualquier cosa. Marie temblaba de frío, y me miró meneando la cabeza, cuando deslicé los vasos de coñac por el mostrador de zinc, hacia el tabernero. Quedé aliviado cuando nos sirvió con todo cuidado, sin derramar nada. Me libré del peso de sentirme cobarde. El sujeto a nuestro lado tragó una copa de aguardiente y se puso a hablar consigo mismo. «En cuarenta y cuatro», dijo, «bebimos coñac y aguardiente a cubos —en cuarenta y cuatro, a cubos— el resto lo volcamos por la calle y prendimos fuego... ni una gota para los negritos.» Riose. «»Ni una gota.» Cuando otra vez empujé las copas por el mostrador hacia el dueño, éste sólo llenó una y me miró interrogando, y entonces me di cuenta de que Marie se había ido. Asentí con la cabeza, y llenó también la otra copa. Vacié las dos, y aun hoy me siento aliviado al pensar que logré salir por mi propio pie. Arriba, Marie yacía en la cama, llorando, y cuando puse mi mano sobre su frente, la apartó suavemente, sin decir palabra, pero la apartó. Me senté a su lado en la cama, cogí su mano, y ella me la abandonó. Sentí trío. Afuera oscurecía ya, y me quedé sentado junto a ella en la cama durante una hora, con su mano en la mía, antes de empezar a hablar. Hablé bajo, le conté una vez más lo del chico, y ella me apretó la mano, como queriendo decirme: Sí, te creo. Le rogué me explicase exactamente qué habían hecho con ella en la clínica, y me dijo que había sido «cosa de mujeres, nada grave, pero desagradable». La expresión «cosa de mujeres» me da miedo. Suena para mí de modo enojosamente enigmático, porque soy completamente ignorante en tales cosas. Hacía ya tres años que vivía con Marie, cuando supe por primera vez algo de esas «cosas de mujeres». Sabía naturalmente cómo tienen hijos las mujeres, pero de los detalles no sabía nada. Tenía yo veinticuatro años y hacía ya tres que Marie era mi mujer, cuando me enteré por primera vez. Marie riose al darse cuenta de lo inocente que era yo. Atrajo mi cabeza hacia su pecho y dijo, repetidas veces: «Eres un cariño, un verdadero cariño.» El segundo en explicármelo fue Karl Emonds, mi compañero de colegio, que sin cesar andaba con sus horribles calendarios de fecundidad.
Más tarde fui a la farmacia por Marie, le traje un somnífero y me senté en su cama hasta que se durmió. Aún hoy no sé qué le había ocurrido y qué complicaciones le habían causado las «cosas de mujeres». A la siguiente mañana fui a la Biblioteca Municipal, leí en la enciclopedia todo lo que pude encontrar sobre el asunto, y me tranquilicé. A eso del mediodía marchose Marie, sola, a Bonn, sin más que una bolsa. No habló de que yo pudiese marcharme con ella. Dijo: «Nos encontramos pasado mañana en Frankfurt.»
Por la tarde, cuando vinieron los de la brigada de higiene social, me alegré de que Marie se hubiese marchado, si bien el que se hubiese marchado me dolía mucho. Supongo que el hotelero nos denunció. A Marie, naturalmente, la hacía pasar siempre por mi esposa, y sólo habíamos tenido dificultades en dos o tres ocasiones. En Osnabrück resultó muy penoso. Vinieron un hombre y una mujer policías, de paisano, muy corteses, con modales tan perfectos que era seguro les adiestraban a «»causar buena impresión». Determinadas formas de cortesía policíaca me inquietan mucho. La mujer era linda, correctamente maquillada; no se sentó hasta que se lo pedí, e incluso aceptó un cigarrillo, mientras su colega examinaba «discretamente» la habitación. «¿La señorita Derkum ya no está con usted?» «No», dije, «se marchó, la encontraré en Frankfurt pasado mañana.» «¿Es usted actor?» Dije que sí, aunque no fuese del todo exacto, pero pensé que sería más sencillo decir que sí. «Debe usted comprender», dijo !a mujer, «que tenemos que hacer determinadas averiguaciones cuando viajeros de paso sufren —tosió ligeramente— indisposiciones abortivas.» «Lo comprendo perfectamente», dije. En la enciclopedia no salía el término de «abortivo». El policía rehusó sentarse, cortésmente, pero sin dejar de mirar discretamente a su alrededor. «¿La dirección de sus padres?», preguntó la empleada. Le di nuestra dirección de Bonn. Ella se levantó. Su colega lanzó una ojeada al armario abierto. «¿Los vestidos de la señorita Derkum?», preguntó. «Sí», dije. Miró a su colega «expresivamente», ella se encogió de hombros, él también, miró con atención una vez más a la alfombra, se agachó sobre una mancha, y me miró, como si esperara mi confesión del asesinato. Luego se fueron. Hasta el fin de la inspección estuvieron extremadamente corteses. En cuanto se marcharon, hice rápidamente todas las maletas, mandé me subieran la cuenta y llamaran de la estación un mozo de equipajes, y me marché en el primer tren. Pagué al hotelero incluso el día incompleto. Facturé el equipaje hacia Frankfurt y subí al primer tren en dirección sur. Tenía miedo y quería marcharme. Al hacer las maletas vi manchas de sangre en el pañuelo de Marie. Aún en el andén, antes de sentarme en el tren para Frankfurt, tuve miedo de que alguien me pusiese repentinamente una mano sobre el hombro, y me preguntase en voz cortés: «¿Confiesa usted?» Lo hubiese confesado todo. Era ya medianoche cuando el tren atravesó Bonn. No pensé, ni por asomo, en apearme. Seguí hasta Frankfurt, llegué allí a las cuatro de la madrugada, fui a un hotel muy caro y telefoneé a Marie en Bonn. Tenía miedo que ella no estuviese en casa, pero en seguida se puso al aparato y dijo: «Hans, gracias a Dios que me llamas, ¡me he inquietado tanto!» «¿Inquietado?», dije. «Sí», dijo ella, «telefoneé a Osnabrück y me enteré que habías marchado. Voy en seguida a Frankfurt, en seguida.» Tomé un baño, me hice subir el desayuno a mi habitación, me dormí y a eso de las once fui despertado por Marie. Estaba cambiada, muy cariñosa y casi alegre, y cuando le pregunté: «¿Has respirado ya bastante aire católico?», se rió y me besó. No le conté lo de la policía.