Niebla (12 page)

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Authors: Miguel De Unamuno

BOOK: Niebla
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—Y ¿de qué vais a vivir, desgraciada?

—¡De lo que yo gane! Trabajaré, y más que ahora. Aceptaré lecciones que he rechazado. Así como así, he renunciado ya a esa casa, se la he regalado a don Augusto. Era un capricho, nada más que un capricho. Es la casa en que nací. Y ahora, libre ya de esa pesadilla de la casa y de su hipoteca, me pondré a trabajar con más ahínco. Y Mauricio, viéndome trabajar para los dos, no tendrá más remedio que buscar trabajo y trabajar él. Es decir, si tiene vergüenza...

—¿Y si no la tiene?

—Pues si no la tiene... ¡dependerá de mí!

—Sí, ¡el marido de la pianista!

—Y aunque así sea. Será mío, mío, y cuanto más de mí dependa, más mío.

—Sí, tuyo... pero como puede serlo un perro. Y eso se llama comprar un hombre.

—¿No ha querido un hombre, con su capital, comprarme? Pues ¿qué de extraño tiene que yo, una mujer, quiera, con mi trabajo, comprar un hombre?

—Todo esto que estás diciendo, chiquilla, se parece mucho a eso que tu tío llama feminismo.

—No sé, ni me importa saberlo. Pero le digo a usted, tía, que todavía no ha nacido el hombre que me pueda comprar a mí. ¿A mí?, ¿a mí?, ¿comprarme a mí?

En este punto de la conversación entró la criada a anunciar que don Augusto esperaba a la señora.

—¿Él? ¡Vete! Yo no quiero verle. Dile que le he dicho ya mi última palabra.

—Reflexiona un poco, chiquilla, cálmate; no lo tomes así. Tú no has sabido interpretar las intenciones de don Augusto.

Cuando Augusto se encontró ante doña Ermelinda empezó a darle sus excusas. Estaba, según decía, profundamente afectado; Eugenia no había sabido interpretar sus verdaderas intenciones. Él, por su parte, había cancelado formalmente la hipoteca de la casa y esta aparecía legalmente libre de semejante carga y en poder de su dueña. Y si ella se obstinaba en no recibir las rentas, él, por su parte, tampoco podía hacerlo; de manera que aquello se perdería sin provecho para nadie, o mejor dicho, iría depositándose a nombre de su dueña. Además, él renunciaba a sus pretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que esta fuese feliz; hasta se hallaba dispuesto a buscar una buena colocación a Mauricio para que no tuviese que vivir de las rentas de su mujer.

—¡Tiene usted un corazón de oro! —exclamó doña Ermelinda.

—Ahora sólo falta, señora, que convenza a su sobrina de cuáles han sido mis verdaderas intenciones, y que si lo de deshipotecar la casa fue una impertinencia me la perdone. Pero me parece que no es cosa ya de volver atrás. Si ella quiere seré yo padrino de la boda. Y luego emprenderé un largo y lejano viaje.

Doña Ermelinda llamó a la criada, a la que dijo que Ilamase a Eugenia, pues don Augusto deseaba hablar con ella. «La señorita acaba de salir», contestó la criada.

XVI

—Eres imposible, Mauricio —le decía Eugenia a su novio, en el cuchitril aquel de la portería—, completamente imposible, y si sigues así, si no sacudes esa pachorra, si no haces algo para buscarte una colocación y que podamos casarnos, soy capaz de cualquier disparate.

—¿De qué disparate? Vamos, di, rica —y le acariciaba el cuello ensortijándose en uno de sus dedos un rizo de la nuca de la muchacha.

—Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré trabajando... para los dos.

—Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto semejante cosa?

—¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan?

—¡Hombre, hombre, eso es grave!

—Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero es que esto se acabe cuanto antes...

—¿Tan mal nos va?

—Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy capaz de...

—¿De qué, vamos?

—De aceptar el sacrificio de don Augusto.

—¿De casarte con él?

—¡No, eso nunca! De recobrar mi finca.

—Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución y no otra...

—Y te atreves...

—¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don Augusto me parece a mí que no anda bien de la cabeza, y pues ha tenido ese capricho, no creo que debemos molestarle...

—De modo que tú...

—Pues ¡claro está, rica, claro está!

—Hombre, al fin y al cabo.

—No tanto como tú quisieras, según te explicas. Pero ven acá...

—Vamos, déjame, Mauricio; ya te he dicho cien veces que no seas...

—Que no sea cariñoso...

—¡No, que no seas... bruto! Estáte quieto. Y si quieres más confianzas sacude esa pereza, busca de veras trabajo, y lo demás ya lo sabes. Conque, a ver si tienes juicio, ¿eh? Mira que ya otra vez te di una bofetada.

—¡Y qué bien que me supo! ¡Anda rica, dame otra! Mira, aquí tienes mi cara...

—No lo digas mucho...

—¡Anda, vamos!

—No, no quiero darte ese gusto.

—¿Ni otro?

—Te he dicho que no seas bruto. Y te repito que si no te das prisa a buscar trabajo soy capaz de aceptar eso.

—Pues bien, Eugenia, ¿quieres que te hable con el corazón en la mano, la verdad, toda la verdad?

—¡Habla!

—Yo te quiero mucho, pero mucho, estoy completamente chalado por ti, pero eso del matrimonio me asusta, me da un miedo atroz. Yo nací haragán por temperamento, no te lo niego; lo que más me molesta es tener que trabajar, y preveo que si nos casamos, y como supongo que tú querrás que tengamos hijos...

—¡Pues no faltaba más!

—Voy a tener que trabajar, y de firme, porque la vida es cara. Y eso de aceptar el que seas tú la que trabaje, ¡eso, nunca, nunca, nunca! Mauricio Blanco Clará no puede vivir del trabajo de una mujer. Pero hay acaso una solución que sin tener yo que trabajar ni tú se arregle todo...

—A ver, a ver...

—Pues... ¿me prometes, chiquilla, no incomodarte?

—¡Anda, habla!

—Por todo lo que yo sé y lo que te he oído, ese pobre don Augusto es un panoli, un pobre diablo; vamos, un...

—¡Anda, sigue!

—Pero no te me incomodarás.

—¡Que sigas te he dicho!

—Es, pues, como venía diciéndote, un... predestinado. Y acaso lo mejor sea no sólo que aceptes eso de tu casa, sino que...

—Vamos, ¿qué?

—Que le aceptes a él por marido.

—¿Eh? —y se puso ella en pie.

—Le aceptas, y como es un pobre hombre, pues... todo se arregla...

—¿Cómo que se arregla todo?

—Sí, él paga, y nosotros...

—Nosotros... ¿qué?

—Pues nosotros...

—¡Basta!

Y se salió Eugenia, con los ojos hechos un incendio y diciéndose: «Pero ¡qué brutos, qué brutos! Jamás lo hubiera creído... ¡Qué brutos!» Y al llegar a su casa se encerró en su cuarto y rompió a llorar. Y tuvo que acostarse presa de una fiebre.

Mauricio se quedó un breve rato como suspenso; mas pronto se repuso, encendió un cigarrillo, salió a la calle y le echó un piropo a la primera moza de garbo que pasó a su lado. Y aquella noche hablaba, con un amigo, de don Juan Tenorio.

—A mí ese tío no acaba de convencerme —decía Mauricio—; eso no es más que teatro.

—¡Y que lo digas tú, Mauricio, que pasas por un Tenorio, por un seductor!

—¿Seductor?, ¿seductor yo? ¡Qué cosas se inventan, Rogelio!

—¿Y lo de la pianista?

—¡Bah! ¿Quieres que te diga la verdad, Rogelio?

—¡ Venga!

—Pues bien; de cada cien líos, más o menos honrados, y ese a que aludías es honradísimo, ¡eh!, de cada cien líos entre hombre y mujer, en más de noventa la seductora es ella y el seducido es él.

—Pues qué, ¿me negarás que has conquistado a la pianista, a la Eugenia?

—Sí, te lo niego; no soy yo quien la ha conquistado, sino ella quien me ha conquistado a mí.

—¡Seductor!

—Como quieras... Es ella, ella. No supe resistirme.

—Para el caso es igual...

—Pero me parece que eso se va a acabar y voy a encontrarme otra vez libre. Libre de ella, claro, porque no respondo de que me conquiste otra. ¡Soy tan débil! Si yo hubiera nacido mujer...

—Bueno, ¿y cómo se va a acabar?

—Porque... pues, ¡porque he metido la pata! Quise que siguiéramos, es decir, que empezáramos las relaciones, ¿entiendes?, sin compromiso ni consecuencias... y, ¡claro!, me parece que me va a dar soleta. Esa mujer quería absorberme.

—¡Y te absorberá!

—¡Quién sabe...! ¡Soy tan débil! Yo nací para que una mujer me mantenga, pero con dignidad, ¿sabes?, y si no, ¡nada!

—Y ¿a qué llamas dignidad?, ¿puede saberse?

—¡Hombre, eso no se pregunta! Hay cosas que no pueden definirse.

—¡Es verdad! —contestó con profunda convicción Rogelio, añadiendo—: Y si la pianista te deja, ¿qué vas a hacer?

—Pues quedar vacante. Y a ver si alguna otra me conquista. ¡He sido ya conquistado tantas veces...! Pero esta, con eso de no ceder, de mantenerse siempre a honesta distancia, de ser honrada, en fin, porque como honrada lo es hasta donde la que más, con todo eso me tenía chaladito, pero del todo chaladito. Habría acabado por hacer de mí lo que hubiese querido. Y ahora, si me deja, lo sentiré, y mucho, pero me veré libre.

—¿Libre?

—Libre, sí, para otra.

—Yo creo que haréis las paces...

—¡Quién sabe!... Pero lo dudo, porque tiene un geniecito... Y hoy la ofendí, la verdad, la ofendí.

XVII

—¿Te acuerdas, Augusto —le decía Víctor—, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

—El mismo. Pues bien... ¡se ha casado!

—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y vé tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo en Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

—Tal vida ha llevado.

—Pues el pobre padece una afección cardiaca de la que no puede recobrarse. Sus días están contados. Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a las puertas de la muerte y le ha llevado al matrimonio, pero a otro... revienta. Es el caso que el pobre hombre andaba de casa en casa de huéspedes y de todas partes tenía que salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni canguingos en mojo de gato y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así rodando de casa en casa fue a dar a la de una venerable patrona, y entrada en años, mayor que él que, como sabes, más cerca anda de los sesenta que de los cincuenta, y viuda dos veces; la primera, de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la calle, y a quien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabineros que le dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se moría. Llamaron primero a que le viera don José, y luego a don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y su enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del todo aseados, que monopolizaba a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho más, y la doble viuda diciéndole que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el negocio. «Pero ¡por Dios, señora, por caridad! —parece que le decía él— ¿Adónde voy yo en este estado, en qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirme al hospital... ¡Por Dios, por caridad!, ¡para los días que he de vivir...!» Porque él estaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, lo que es natural, que su casa no era hospital, que vivía de su negocio y que se estaba ya perjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se le ocurre una idea salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno, sino un medio de que esta buena señora se avenga a tenerle en su casa mientras viva.» «¿Cuál?», preguntó él. «Primero —le dijo el amigo— sepamos lo que usted se cree de su enfermedad.» «Ah, pues yo, que he de durar poco, muy poco; acaso no lleguen a verme con vida mis hermanos.» «¿Tan mal se cree usted?» «Me siento morir...» «Pues si así es, le queda un medio de conseguir que esta buena mujer no le ponga de patitas en la calle, obligándole a irse al hospital.» «Y ¿cuál es?» «Casarse con ella.» «¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas!» Y parece que la ocurrencia le hizo un efecto tal que a poco se queda en ella.

—Y no es para menos.

—Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver que casándose con la patrona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya ves tú...

—Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada mas que para que el Estado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo!

—Pero si don Eloíno rechazó indignado tal proposición, figúrate lo que diría la patrona: «¿Yo? ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Qué asco!» Pero se informó del médico, le aseguraron que no le quedaban a don Eloíno sino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al mes me arreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón apostólico, como sabes, para que acabase de convencer al desahuciado. «Sí, sí, sí —dijo don Matías—; sí, ¡pobrecito!, ¡pobrecito!» Y le convenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta y dicen que le dijo que quería reconciliarse con él —estaban reñidos—, y que fuese testigo de su boda. «Pero ¿se casa usted, don Eloíno?» «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, ¡con doña Sinfo!; ¡yo, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo porque me cuide los pocos días de vida que me queden... no sé si llegarán mis hermanos a tiempo de verme vivo... y ella por los trece duros de viudedad que le dejo.» Y cuentan que cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó todo, como es natural, a su mujer, a Emilia, esta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no le dijiste que se casase con Encarna —Encarnación es una criada, ni joven ni guapa, que llevó Emilia como de dote a su matrimonio—, que le habría cuidado por los trece duros de viudedad tan bien como esa tía?» Y es fama que la Encarna añadió: «Tiene usted razón, señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que no será mucho, por trece duros.»

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