Napoleón en Chamartín (8 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—Y por lo que veo —dijo Amaranta leyendo la portada de otro libro—, este trata del mismo asunto:
Manifiesto del español, ciudadano y soldado, donde se da conocimiento de nuestros anteriores padeceres y esperanzas en nosotros mismos, respecto al mundo individual.

—Por San Buenaventura y los cuatro doctores, que no sé lo que ha querido decir ese buen hombre con lo del
mundo individual
: pero lo apartaremos para leerlo después.

—¿Y cree Vuestra Paternidad que hay divergencia de pareceres entre los diversos autores que tratan de política y de Constitución? —preguntó Amaranta.

—¡Oh! —exclamó Castillo—, por aquí aparece la punta de un impreso, en quien desde luego conozco la opinión contraria. Sí, señora condesa: no hay más que leer este título,
Higiene del cuerpo político de España, o medicina preservativa de los males con que la quiere contagiar la Francia
, para comprender que éste es amigo del despotismo. Pues, ¿y dónde me deja usía estas
Conclusiones político-morales que ofrece a público certamen contra los herejes de estos tiempos un fraile gilito
? No me gusta que los regulares se ocupen de estos asuntos, y desearía que concretándose a su ministerio de paz, aguardaran tranquilos lo que los tiempos futuros traigan de calamitoso para nuestro instituto. Pero no es posible contener esta gritería que por todos lados sale en defensa de opuestos intereses, y venga lo que viniere, que si Dios no lo remedia, será gordo y sonado. Entretanto, póngame usía a un ladito estos libros que tratan de la Constitución y el despotismo, pues pienso examinarlos espaciosamente. ¿Pero qué veo? ¿Ha puesto vuecencia en el montón escogido esos cuatro librillos de novelas simples? Parece mentira que en esta época empleen nuestros libreros su tiempo y dinero en traducir del francés tales majaderías… ¿A ver?
La marquesa de Brainville
, la
Etelvina
, los
Sibaritas
, el
Hipólito
. Vaya toda esta romancil caterva a deleitar al padre Salmón, y si tarda en devolverla, mejor, que así podrá vuestra grandeza entretenerse en mejores lecturas.

—En esto de novelas andamos tan descaminados —dijo Amaranta—, que después de haber producido España la matriz de todas las novelas del mundo y el más entretenido libro que ha escrito humana pluma, ahora no acierta a componer una que sea mayor del tamaño de un cañamón, y traduce esas lloronas historias francesas, donde todo se vuelve amores entre dos que se quieren mucho durante todo el libro, para luego salir con la patochada de que son hermanos.

—Pues para mí —dijo Salmón— no hay más regocijada lectura que esa; y vengan todos para acá.

—Abulta bastante, señora condesa —indicó Castillo—, el apartado de los que defienden la Constitución. Hágame vuestra merced otro con los apóstoles del despotismo que hasta ahora parecen los menos. Pero no; por aquí sale un libelo titulado
Gritos de un español en su rincón
, que al instante puedo colocar entre los del despotismo.

—Y aquí hay otro —dijo Amaranta—, que si no me equivoco, también es del mismo estambre. Titúlase
Carta de un filósofo lugareño que sabe en qué vendrán a parar estas misas.

—¡Magnífico! Desde que oí eso del
filósofo lugareño
lo diputé por enemigo de los constitucionales. Vaya al segundo montón; y los leeremos a unos y a otros para saber, como dice el encabezamiento, en qué
vendrán a parar estas misas
. Esta lucha, señora mía, o yo me engaño mucho, o ahora es un juego de chicos comparada con lo que ha de venir. Cuando se acabe la guerra, aparecerá tan formidable y espantosa, que no me parece podrá apaciguarla ni aun el suave transcurso de todos los años de este siglo en cuyo principio vivimos. Yo, que observo lo que pasa, veo que esa controversia está en las entrañas de la sociedad española, y que no se aplacará fácilmente, porque los males hondos quieren hondísimos remedios, y no sé yo si tendremos quien sepa aplicar estos con aquel tacto y prudencia que exige un enfermo por diferentes partes atacado de complicadas dolencias. Los españoles son hasta ahora valientes y honrados; pero muy fogosos en sus pasiones, y si se desatan en rencorosos sentimientos unos contra otros, no sé cómo se van a entender. Mas quédese esto al cuidado de otra generación, que la mía se va por la posta al otro mundo, con más prisa de lo que yo deseo. Y entretanto, guárdeme usía esos dos montones de libros, que todos quiero leerlos. Aquí el departamento de la Constitución, a este otro lado el del despotismo… pero ¡pecador de mí! A vuecencia se le ha ido la mano, dejando que se colara en estas regiones un papelillo, que desde su principio fue destinado al paladar de mi reverendo amigo. Afuera ese desvergonzado intruso.

—¡Ah! —exclamó Amaranta riendo—. Es un
Retrato poético del que vende santi barati y el sartenero victoreando al primer pepino que plantó un corso en tierra de España, y no ha prendido
.

—¡Venga acá! —exclamó con gran alegría Salmón—. ¡Y cómo se escapaba esa joya! Al convento me lo llevo junto con este otro, que aunque no trata de la guerra ni de política, parece libro de recreación científica y de honestísimo divertimiento. Es la
Pirotécnica entretenida, curiosa y agradable, que contiene el método para que cada uno pueda formarse en su casa los cohetes, carretillas y bombas, etc., con tres láminas demostrativas de todas las operaciones del sublime arte de polvorista.

—Y ahora, señora condesa de mi alma —dijo el padre Castillo levantándose—, ya que he molestado bastante a usía, y hecho el escrutinio que vuestra grandeza deseaba, me retiro, pues esta tarde celebra solemne rosario la hermandad del Socorro de Nuestra Señora del Traspaso, y me toca predicar.

—Yo pertenezco a la del Rescate —indicó Amaranta—, y creo que es la semana que entra cuando hacemos nuestra función de desagravios. Y Vuestra Paternidad, padre Salmón, ¿no predica en estas fiestas?

—Señora, la real congregación y esclavitud de Nuestra Señora de la Soledad, me ha encargado dos pláticas para la semana que entra. Veremos qué tal salgo de ellas.

El padre Castillo, que sin duda tenía prisa, se fue, y allí quedamos Salmón y yo. Desde que hubo salido su compañero, tomó aquel la palabra, y dijo:

—Pues, como tuve el honor de indicar a usía, este muchacho sabe todo lo concerniente a don Diego, a sus artimañas, trapicheos y correrías, y él satisfará a vuecencia mejor que cuanto yo,
relata referendo
, pudiera decirle. Pero ¿será cierto, señora mía, lo que al entrar me ha dicho el señor marqués D. Felipe?

—¿Qué?

—Que usía ha tenido anoche la felicísima suerte de hacer confesar a esa linda niña todo lo que de ella queríamos saber.

—Así es —dijo Amaranta— Todo me lo ha confesado.

—La paz de Dios sea en esta ilustre casa. ¿Dónde está ese blanco lirio, que la quiero felicitar por el buen acuerdo que ha tenido?

—Esta tarde no se la puede ver, padre. Ya que su merced ha tenido la buena ocurrencia de traerme este joven, a quien supone al tanto de lo que quiero saber, tenga la bondad de dejarme a solas con él, para que la presencia de persona tan grave y respetabilísima como Vuestra Reverencia, no le impida decirme todo lo que sabe, aunque sea lo más secreto.

—Con mil amores obedeceré a usía —dijo el padre Salmón—; y con esto se retiró dejándome solo con aquella estrella de la hermosura, con aquella deslumbradora cortesana, a quien nunca me había acercado sin sacar de su trato el fruto de una gran pesadumbre.

- VII -

—No ha sido una simpleza de este buen religioso lo que te ha traído aquí —me dijo severamente—; esto ha sido obra de tu astucia y malignidad.

—Señora —le respondí—, por mi madre juro a usía que no pensaba volver a esta casa, cuando el padre Salmón se empeñó en traerme, con el objeto que él mismo ha manifestado.

—¿Y qué sabes tú de D. Diego?

—Yo no sé más sino aquello que no ignora nadie que le trata.

—D. Diego es jugador, franc-masón, libertino; ¿no es cierto?

—Usía lo ha dicho; y si lo confirmo, no es porque me guste ni esté en mi condición el delatar a nadie, sino porque eso de D. Diego todo el mundo lo sabe.

—Bien; ¿y tú querrías llevarme a mí o a otra persona de esta casa a cualquiera de los abominables sitios que el conde frecuenta por las noches, para sorprenderle allí, de modo que no pueda negarnos su falta?

—Eso, señora, no lo haré, aunque usía, a quien tanto respeto, me lo mande.

—¿Por qué?

—Porque es una fea y villana acción. Don Diego es mi amigo, y la traición y doblez con los amigos me repugna.

—Bueno —dijo Amaranta con menos severidad—. Pero me parece que tú eres tan necio como él, y que le llevas a la perdición, incitándole y adulando sus vicios.

—Al contrario, señora, a menudo le afeo su conducta, diciéndole que tal proceder es indigno de caballeros, y que al paso que deshonra su casa, deshonra también a aquella con quien va a emparentarse.

—Eso está muy bien dicho —exclamó con pesadumbre—. Lo que hace Rumblar no tiene perdón de Dios. ¿Y quién le acompaña en su libertinaje?

—El señor de Mañara y D. Luis de Santorcaz.

—¡También ese! —dijo con sobresalto y súbita transformación en su bello rostro—. ¿Qué hombre es ése? ¿Le conoces tú? ¿Dónde vive? ¿En qué se ocupa?

—Si he de decir verdad, aún ignoro qué clase de hombre es. Tampoco sé dónde vive; pero he oído que es espía de los franceses, y que estos le dan un sueldo para que les escriba todo lo que pasa. Esto me han dicho; pero no lo aseguro.

Entonces Amaranta acercó su silla a la mía, mirome como quien se dispone a entablar relaciones de confianza, y me habló así con voz dulce:

—Gabriel, está de Dios que me prestes de vez en cuando servicios de esos que no se encomiendan sino a la despierta observancia y a la discreta malicia. ¿Querrás averiguar si D. Diego anda también en conspiraciones y malos pasos con ese que has llamado espía de los franceses?

—No sé si podré hacerlo, señora. Tendría que hacerme dueño de su confianza para abusar de ella. Por otro conducto podrá averiguarlo su señoría.

—Estás orgulloso; pero ven acá, chicuelo: ¿quién eres tú? ¿A quién sirves ahora?

—No sirvo a nadie, ni quiero servir. Por ahora soy soldado, si soldado es ser alguna cosa. Vivo de la paga que da el Ayuntamiento de Madrid a las tropas que ha levantado. Pero no tengo afición a las armas, y si las tomo hoy es por puro patriotismo y sólo mientras dure la guerra. Después Dios dispondrá de mí, aunque, como no tengo riquezas, ni padres, ni parientes, ni papeles de nobleza, ni protección alguna, espero que no saldré de esta humilde esfera en que he nacido y vivo.

—¿Quieres que te proteja yo? ¿Necesitas algo? —me preguntó con bondad—. Te buscaré un buen acomodo, te socorreré, si por acaso no estás muy desahogado.

—Aunque el recibir limosnas no deshonra a nadie, antes me asparían que tomarlas de vuecencia.

—¿Por qué? ¿Pero qué pretendes tú? Yo sé que tú picas muy alto, y no te andas por las ramas. Vamos, Gabriel, si me abres tu corazón, si me confías francamente todo lo que sientes, te prometo ser benévola contigo. ¿Crees que no estoy al tanto de tus atrevimientos? Y sí no, dime: ¿a qué paseas de noche por ese callejón cercano? ¿A qué arrojas piedrecitas a las ventanas?

—¿Usía me vio? —pregunté muy confuso.

—Sí, y aunque me causó ira, reconozco que nadie es dueño de borrar de un golpe lo pasado, mucho más cuando uno no es autor de la situación en que ahora o después se encuentra, sino que es Dios quien a ella le conduce. Tú tienes aspiraciones ridículas y absurdas, y ahora yo, renunciando a medios violentos, hablándote con templanza y sensatez, voy a quitártelas de la cabeza.

—Hable vuecencia; pero debo advertirle que no tengo ya pretensiones ridículas, pues todo aquello que vuecencia recordará de mi afán de ser generalísimo pasó, y…

—No me refiero a eso, y bien sabes a qué aludo, tunantuelo. No puedo ocultarte el disgusto que tuve cuando en Córdoba me dijiste con mucha ingenuidad: «Señora, Inés y yo éramos novios». Tal despropósito, tratándose de mi prima, me indignó al principio; pero después me hizo reír. ¡Ay! cuánto he reído con esto. Por supuesto, no creas que ella se acuerda de ti. ¡Eres tan inferior a ella! Bien sabe Inés que si en otro tiempo y lugar la aparente igualdad de vuestra condición permitía que os estimarais, hoy el solo pensar en tal cosa es un crimen. ¡Pues si vieras cómo se ríe de ti, y cuenta tus simplezas!… Eso sí, dice que te está agradecida porque dice que la salvaste de no sé qué peligro; pero nada más. Mi primita ha sacado tal dignidad y estimación de su linaje, que no digo yo con condes, con emperadores se casaría, y aún se juzgara rebajada.

—¡Bendito sea Dios, y cómo se mudan las personas! —dije yo, comprendiendo no ser cierto lo que oía.

—Pero si esto te digo —continuó Amaranta—, también añado que me intereso por ti y quiero recompensar los servicios que prestaste a Inés cuando estaba en la miseria; de modo que te daré lo necesario para que hagas fortuna con tu trabajo; mas con la condición de que has de marcharte de Madrid y de España mañana mismo, para no volver nunca.

Oí con mucha calma estas razones que la condesa dijo, queriendo aparentar una tranquilidad de espíritu que no tenía, y le contesté:

—¡Ay, señora, y qué mal me ha comprendido usía! Hábleme ahora vuecencia sin ninguna clase de artificio, pues yo con el corazón en la mano le digo que conozco muy bien quién soy y todo lo que puedo esperar. En mi corta vida he aprendido a conocer un poco las cosas del mundo, y sé que aspirar a lo que por mi humildad, mi ignorancia y mi pobreza está tan lejos de mí como el cielo de la tierra, sería una estupidez. No ocultaré a usía nada de lo que me ha pasado. Cuando Inés, quiero decir, la señorita Inés, estaba en casa del cura de Aranjuez, nosotros nos tuteábamos, hablando de nuestro porvenir como si nunca hubiéramos de separarnos. Después en casa de D. Mauro Requejo, parecía como que nuestras desgracias nos hacían querernos más. Teníamos mil bromas, y yo le decía: «Inesilla, cuando seas condesa, ¿me querrás como ahora?». Y ella me contestaba que sí, y yo me lo creía… Despuéstodo ha cambiado. Cuando fui a la guerra, yo no pensaba sino en ser un hombre de provecho para hacerla mi mujer; mas al mirar de cerca la esfera a donde ella había subido, al verme a mí mismo sin poder subir un solo peldaño en la escala de la sociedad, me entró una tristeza tal, que pensé morirme. Pero al fin se ha ido abriendo paso mi razón por entre este laberinto de atrevidas locuras, y he dicho para mí: «Gabriel, eres un loco en pensar que el mundo se va a volver del revés para darte gusto. Dios lo ha hecho así, y cuando su obra ha salido con tantas desigualdades, él se sabrá por qué. Renuncia a tus vanos sueños; que esto, y ser generalísimo de un tirón, como antes pensabas, es todo uno». Al fin, señora condesa, he llegado a costa de grandes tristezas a adquirir una resignación profunda, con cuyo auxilio ya estoy curado de mis atrevimientos. He renunciado a lo imposible. Si así no lo hubiera hecho, sería real y efectivo lo que cuentan las malas novelas de que se reía hace poco el padre Castillo, y en las cuales se ve a una archiduquesa que se casa con un paje, y a un porquerizo enamorado de una emperatriz. No, señora: vengamos a la realidad triste; pero que es lo único que no engaña. Ya no tengo las aspiraciones que usía me supone, y no es necesario que vuecencia compre con dinero mi resignación ni mi alejamiento de esta casa, de Madrid y de España.

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