Matadero Cinco (9 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Matadero Cinco
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Cuando los bombarderos volvieron a sus bases, los cilindros de acero fueron sacados de sus estuches y devueltos en barcos a los Estados Unidos de América. Allí las fábricas funcionaban de día y de noche extrayendo el peligroso contenido de los recipientes. Lo conmovedor de la escena era que el trabajo lo realizaban, en su mayor parte, mujeres. Los minerales peligrosos eran enviados a especialistas que se encontraban en regiones lejanas. Su tarea consistía en enterrarlos y esconderlos bien para que así no volvieran a hacer daño a nadie.

Los pilotos americanos mudaron sus uniformes para convertirse en muchachos que asistían a las escuelas superiores. Y Hitler se transformó en niño, según dedujo Billy Pilgrim. En la película no estaba. Porque Billy extrapolaba. Y se imaginó que todos se volvían niños, que toda la humanidad, sin excepción, conspiraba biológicamente para producir dos criaturas perfectas llamadas Adán y Eva.

Billy vio después la película en sentido normal, y cuando acabó ya era tiempo de acudir al patio posterior de su casa para encontrarse con el platillo volante. Salió haciendo crujir la húmeda ensalada del césped con sus fríos y marmóreos pies. Se detuvo para echar un trago de aquel champaña muerto. Era como 7-Up. No quería levantar los ojos al cielo, a pesar de saber que allí mismo había un platillo volante proveniente de Tralfamadore. Pronto llegaría el momento en que lo vería por fuera y por dentro, y en que también vería el lugar de donde procedía. Pronto llegaría el momento. Muy pronto.

Sobre su cabeza se oyó el grito de lo que podría haber sido un melodioso búho, pero no era un melodioso búho. Era un platillo volante de Tralfamadore que venía navegando por el espacio y el tiempo. Billy Pilgrim tuvo la sensación de que acababa de aparecer de repente desde la nada. En algún lugar se oía ladrar a un gran perro.

El platillo volante medía unos treinta metros de diámetro y tenía portezuelas a todo su alrededor. La luz que despedía a través de los portillos era purpúrea, y el único ruido que emitía era aquella especie de grito de búho. El aparato descendió hasta envolver a Billy en un titilante halo de luz pupúrea. Entonces se oyó un ruido como de beso y se abrió una escotilla en la parte inferior del platillo. Por allí apareció una escalera dotada de una hilera de brillantes luces a cada lado, como en las pasarelas de los barcos.

La voluntad de Billy quedó paralizada por el cañón de un arma que le apuntaba desde uno de los portillos. Se hacía imperativo que subiera por la escalerilla, y así lo hizo. Los travesaños estaban electrificados, de manera que las manos de Billy quedaron firmemente agarradas a ellos. Fue izado por la escotilla abierta y una vez dentro las puertas se cerraron tras él. Sólo entonces le soltó la escalerilla, que se había enrollado en un carrete. Sólo en aquel momento el cerebro de Billy volvió a funcionar.

En el interior de la cámara donde se encontraba Billy había dos mirillas, por cuyas estrechas rendijas se asomaban unos ojos amarillos. Y colgado en la pared, un altavoz. Los tralfamadorianos no tenían cuerdas vocales. Se comunicaban telepáticamente y únicamente podían hablar con él por medio de un computador y de una especie de órgano electrónico que producía todos los sonidos del habla terrestre.

—Bien venido a bordo, señor Pilgrim —dijo el altavoz—. ¿Alguna pregunta?

Billy se pasó la lengua por los labios, se quedó pensando un momento y al final preguntó:

—¿Por qué yo?

—Esa es una pregunta muy terrenal, señor Pilgrim. ¿Por qué
usted
? ¿Por qué
nosotros
?, podríamos decir. ¿Por qué
cualquier cosa
? Porque este momento, sencillamente,
es
. ¿Ha visto usted alguna vez insectos atrapados en ámbar?

—Sí —repuso Billy, que recordó el pisapapeles que tenía en su oficina: era un bloque de ámbar pulido, con tres mariquitas aprisionadas dentro.

—Bien, aquí estamos, señor Pilgrim, atrapados en el ámbar de este momento. No hay ningún
porqué
.

Introdujeron anestesia en la atmósfera que respiraba Billy. Cuando se hubo dormido le llevaron a una sala donde le ataron a un sillón extensible que habían robado en los almacenes Sears & Roebuck. La cabina del platillo estaba repleta de mercancías robadas, que serían utilizadas para decorar e instalar la morada artificial que Billy tenía destinada en el zoo de Tralfamadore.

La terrorífica aceleración del platillo al dejar la Tierra hizo retorcerse a Billy, cuyo rostro se contorsionó y dislocó en el tiempo, devolviéndolo a la guerra.

Cuando recobró el conocimiento, ya no estaba en el platillo volante. Se encontraba de nuevo en un vagón de tren, cruzando Alemania.

En aquel momento algunos hombres se estaban levantando del suelo y del vagón y otros se echaban en su lugar. Billy tenía también la intención de echarse. Sería estupendo poder dormir. Tanto dentro como fuera del tren, imperaba la oscuridad. Y el convoy parecía correr a una velocidad de unos tres kilómetros por hora. Nunca daba la impresión de que corriera más y siempre pasaba mucho rato entre el traqueteo de un raíl y el del otro. Se oía un chasquido, pasaba todo un año y entonces se oía otro chasquido.

El tren se paraba frecuentemente para dejar vía libre a otros trenes verdaderamente importantes. Y también para dejar, cuando pasaba cerca de una prisión, algunos vagones. A medida que cruzaba Alemania, aquel tren se iba quedando más raquítico.

Billy se dejó caer lentamente desde el travesaño en diagonal que había en el rincón, con objeto de hacerse ingrávido para los que estaban en el suelo. Sabía que era importante que se comportara casi como un espíritu en el momento de echarse. Había olvidado el porqué, pero se lo recordaron pronto.

—¡Pilgrim…! —dijo alguien que estaba agazapado a su lado—. ¿Eres tú?

Billy no dijo nada, sino que se echó cuidadosamente y cerró los ojos.

—¡Maldición! —gritó el otro, al tiempo que se sentaba y palpaba rudamente a Billy—. Eres tú, ¿no? Vamos, ¿eres tú? ¡Vete al infierno!

Ahora Billy también se sentó, sintiéndose desdichado y próximo a estallar en lágrimas.

—¡Sal de ahí! ¡Quiero dormir!

—¡A callar! —vociferó otra voz.

—Callaré cuando Pilgrim se vaya.

Billy no tuvo más remedio que levantarse y colgarse otra vez del travesaño en diagonal.

—¿Dónde puedo dormir? —preguntó suavemente.

—Conmigo, no.

—Ni conmigo, hijo de perra. Chillas y pataleas.

—¿Yo?

—¡Naturalmente que sí! Y además lloras.

—¿Yo?

—¡Vete al infierno, Pilgrim!

Entonces empezó un amargo recuento en el interior del vagón. Casi todo el mundo tenía algo atroz que contar para explicar las cosas que Billy Pilgrim había hecho durante su sueño. Y todo el mundo le dijo a Billy Pilgrim que se fuera al infierno.

Así pues, Billy Pilgrim tuvo que dormir de pie, o no dormir. Y los alimentos ya no entraban por los ventiladores, y los días y las noches eran cada vez más fríos.

En el octavo día, el vagabundo cuarentón le dijo a Billy:

—Esto no está mal. Yo puedo estar cómodo en cualquier parte.

—¿De veras? —preguntó Billy.

En el noveno día, el vagabundo murió. Así sucedió. Sus últimas palabras fueron:

—¿Tú crees que esto está mal? Pues no, no lo está.

Pasó algo relacionado con la muerte el noveno día. Hubo también otra muerte al noveno día en el vagón contiguo al de Billy. Roland Weary murió de una gangrena producida en sus destrozados pies. Así fue.

Weary, en su delirio casi constante, habló una y otra vez de los «Tres Mosqueteros». Y, sabiendo que iba a morir, dejó muchos mensajes para su familia de Pittsburgh. Quería ser vengado por encima de todo, y por eso pronunció repetidamente el nombre de la persona a la que consideraba responsable de su muerte. Todos los del vagón se lo aprendieron de memoria.

—¿Quién me ha matado? —preguntaba.

Y todo el mundo conocía la respuesta:

—Billy Pilgrim.

Escucha: la noche del día décimo se oyó ruido de hierros y clavijas en el vagón de Billy… y por fin se abrió la puerta. Billy Pilgrim estaba apoyado en el rincón con los brazos extendidos sobre el travesaño, y se mantenía en esta postura gracias a un gancho que colgaba del marco del respiradero. Justo al abrirse la puerta Billy tosió. Y lo hizo con tanto ímpetu que, al mismo tiempo, evacuó acuosos excrementos. Esto estaba de acuerdo con la Tercera Ley del Movimiento según sir Isaac Newton, que dice: toda acción engendra una reacción igual y en dirección opuesta.

Esto, en balística, es interesante saberlo.

El tren había llegado cerca de una prisión que originariamente fue construida como campo de exterminio de prisioneros de guerra rusos.

Los guardas miraron con curiosidad hacia el interior del vagón de Billy, murmurando palabras entre ellos. Nunca habían tratado con americanos, pero seguro que se hacían cargo de la clase de mercancía que eran. Sabían que se trataba, esencialmente, de un líquido que podía hacerse correr lentamente hacia donde hubiera luz y vida. Era de noche.

La única luz que se veía era la de una bombilla, una sola, colgada de un poste muy alto y lejano. Fuera del vagón todo estaba en silencio, a excepción de los guardas, que producían un murmullo como de palomas. De pronto, el líquido empezó a correr saliendo a chorros por las puertas y hasta el suelo.

Billy fue el penúltimo hombre que traspasó la puerta. El último fue el vagabundo. Pero el pobre hombre no pudo salir a chorro: ya no era líquido, era piedra. Así fue.

Billy no quería saltar desde el vagón hasta el suelo. Creía sinceramente que se rompería como un vaso si lo hacía. De manera que los guardas tuvieron que ayudarle a saltar, sin dejar de murmurar.

Le dejaron frente al tren, que ahora constaba de una locomotora, un ténder y tres pequeños vagones. El último de éstos era el paraíso sobre ruedas de los guardas. Y en aquel paraíso sobre ruedas la mesa estaba puesta de nuevo, con la cena servida.

En la base del poste del que colgaba la bombilla encendida había tres bultos que parecían pajares. Hicieron caminar a los americanos hasta ellos, y se los señalaron con insistencia. Los bultos no eran pajares, sino montones de cazadoras de prisioneros muertos. Así era.

Los guardas expresaron firmemente su deseo de que todos los prisioneros que no tuvieran cazadora cogieran una. Pero las prendas estaban pegadas unas con otras por efecto del hielo, de manera que los guardas tuvieron que utilizar las bayonetas como si fueran picos. Luego, al azar, fueron tendiendo las piezas, que permanecían rígidas y tenían la forma que habían tomado al amontonarse.

La cazadora que le tocó a Billy Pilgrim había quedado helada de tal forma y era tan pequeña que no parecía una cazadora, sino una especie de tricornio negro y alargado. Además tenía unas manchas pegajosas, como de mermelada de fresa, que la hacían parecer la piel de un animal muerto de frío. De hecho, el cuello de la cazadora era de piel animal.

Billy echó una torpe ojeada a las cazadoras de sus vecinos y comprobó que tenían botones de latón, galones, águilas, lunas, estrellas o números en alguna parte. Eran cazadoras de soldado. La suya era la única que había pertenecido a un cadáver civil. Así era.

Luego, los alemanes apremiaron a Billy y al resto para que rodearan su bonito tren y les hicieron entrar en el campo de prisioneros. Allí no encontraron ni calor ni vida que les llamara la atención; era simplemente una larga, larguísima hilera con miles de cobertizos sin ninguna luz dentro.

En alguna parte ladró un perro. Y con la ayuda del miedo y del eco del silencio invernal, su ladrido pareció el sonido de una pequeña campana de bronce.

Billy y el resto fueron atravesando puerta tras puerta y en aquel peregrinar Billy vio, por primera vez, a un ruso. El hombre estaba solo en la noche, iba andrajoso y tenía un rostro redondo que brillaba como el dial de un aparato de radio.

Pasó a un metro de él. Les separaba una alambrada de púas. El ruso no hizo ninguna señal ni dijo nada, pero le miró fijamente, escudriñando el interior de su alma. En su mirada había una dulce esperanza, como si Billy tuviera buenas noticias, noticias que él quizá fuera demasiado estúpido para entenderlas, pero buenas noticias al fin y al cabo.

Billy fue ensombreciéndose a medida que pasaban una puerta tras otra. Le llevaron a lo que podría haber sido una construcción tralfamadórica. Estaba iluminada de una forma chillona y enladrillada con mosaico blanco. Pero estaba en la Tierra. Era un control de limpieza por el que pasaban todos los prisioneros.

Billy hizo lo que se le ordenó: despojarse de sus ropas. Esta fue también la primera cosa que le obligaron a hacer en Tralfamadore.

Un alemán midió la parte superior de su brazo derecho rodeándolo con el pulgar y el índice, y comentó con un compañero la clase de ejército que sería el que enviaba una debilidad como aquélla al frente. Después miraron a los demás americanos, y señalaron a muchos que estaban casi tan mal como Billy.

Uno de los americanos que tenía mejor aspecto era también el más viejo. Ejercía como maestro en una escuela superior de Indianápolis y se llamaba Edgar Derby. No había viajado en el vagón de Billy, sino en el de Roland Weary, y había sostenido la cabeza de Weary cuando murió. Así sucedió. Derby tenía cuarenta y cuatro años. Era tan viejo que un hijo suyo estaba en la Marina, luchando en el frente del Pacífico.

Derby se había servido de influencias políticas para poder entrar en el Ejército a su edad. La asignatura que enseñaba en Indianápolis era «Problemas Contemporáneos de la Civilización Occidental». Además, entrenaba al equipo de tenis de la escuela; por ello su cuerpo permanecía tan cuidado.

El hijo de Derby sobreviviría a la guerra. Derby no. Su hermoso cuerpo sería llenado de agujeros por un pelotón de ejecución al cabo de sesenta y ocho días. Así fue.

El peor cuerpo americano no era el de Billy. Pertenecía a un ladrón de coches de Cicero, Illinois. Su nombre era Paul Lazzaro. De baja estatura, sus huesos y sus dientes estaban completamente raídos, y su piel era desagradable. Tenía cicatrices del tamaño de una moneda por todo el cuerpo. Eran el recuerdo de los muchos tumorcillos que había padecido.

También Lazzaro había viajado en el vagón de Roland Weary, y le había dado su palabra de honor de que encontraría la forma de hacer pagar a Billy Pilgrim por su muerte. Ahora miraba a su alrededor preguntándose cuál de aquellos desnudos seres humanos sería Billy.

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