Matadero Cinco (6 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Matadero Cinco
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Billy parpadeó en 1965 y viajó por el tiempo hasta 1958. Asistía a un banquete en honor de un equipo de la Pequeña Liga, del cual era miembro su hijo Robert, y el entrenador —que era soltero— estaba hablando. Se le veía profundamente emocionado.

Juro por Dios —decía— que consideraría un honor ser el chico de
los balones
para esos muchachos.

Billy parpadeó en 1958 y viajó por el tiempo hasta 1961. Era la víspera de Año Nuevo y estaba terriblemente borracho, en una fiesta donde todos eran ópticos o estaban casados con alguien del oficio.

Generalmente Billy no bebía mucho porque la guerra había echado a perder su estómago, pero ahora llevaba encima una verdadera melopea y estaba siendo infiel a su esposa Valencia por primera y única vez en su vida. Había conseguido de alguna manera que una mujer le acompañara hasta el lavadero de la casa y ambos se sentaron en la secadora a gas, que funcionaba.

La mujer, que también estaba muy bebida, ayudó a Billy a que le quitara la faja.

—¿De qué querías hablar? —le preguntó.

—Da lo mismo —contestó Billy. Y verdaderamente estaba convencido de que aquello no tenía importancia. No podía recordar ni el nombre de la mujer.

—¿Por qué te llaman Billy en lugar de William?

—Por razones comerciales —contestó Billy.

Y era cierto. Su suegro, que había sido el dueño de la Escuela de Óptica de Ilium y que le había puesto el negocio a Billy, era un genio en este campo. Le dijo a Billy que alentara a la gente a que le llamara Billy, porque ése es un nombre que queda fijado en la memoria, porque eso crearía un halo ligeramente mágico a su alrededor —ya que no podía encontrarse en el oficio ningún otro Billy— y porque, además, hacía que las personas le consideraran amigo suyo inmediatamente.

En alguna parte de la casa se produjo una terrible escena. La gente expresaba su disgusto a causa de Billy y la mujer, y de pronto se encontró en el interior de su automóvil, intentando encontrar el volante.

Lo principal en aquellos momentos era encontrar el volante y marcharse. Al principio, Billy empezó a mover los brazos como si fueran aspas de molino esperando tener la fortuna de dar con el chisme. Pero cuando vio que el sistema fallaba decidió ser más metódico, trabajando de tal forma que el volante no pudiera escapársele. Se apoyó contra la dura manecilla de la puerta de su izquierda y exploró el espacio que tenía delante, palmo a palmo. Al comprender que también así había fracasado comenzó a moverse hacia la derecha, y volvió a buscar. Quedó muy sorprendido al ver que había llegado hasta la portezuela del lado derecho sin haber encontrado el volante, y al final sacó la conclusión de que se lo habían robado. Esto le enfureció, pero seguidamente se quedó dormido.

Estaba en el asiento posterior de su coche, y ésa era la razón de que no hubiera encontrado el volante.

Ahora alguien intentaba despertar a Billy, quien todavía se sentía borracho, aparte de enojado por el robo de su volante. Estaba de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, detrás de las líneas alemanas. Y la persona que le estaba sacudiendo era Roland Weary. Le tenía agarrado por las solapas de la chaqueta y le golpeaba contra el árbol. Después, de un tirón, le arrastró en la dirección que quería que tomara con su propio esfuerzo.

Billy se quedó parado, movió la cabeza y dijo:

—¡Marchaos!

—¿Qué?

—Muchachos, marchaos sin mí. Estoy bien.

—¿Estás, qué?

—¡Estoy perfectamente bien!

—¡Dios mío! Siempre he odiado a los débiles —concluyó Weary por entre la urdimbre de su húmeda bufanda casera. Billy no había visto nunca el rostro de Weary. Una vez que había intentado imaginárselo, imaginó un sapo en una pecera.

Weary arrastró a Billy durante un buen trecho, a base de puntapiés. Los exploradores, que les estaban esperando a la orilla de un riachuelo helado, sí que habían oído al perro. También habían oído a algunos hombres dando voces como si fueran cazadores que saben muy bien dónde está su presa.

La ribera del riachuelo era lo bastante alta como para poder estar de pie tras de ella sin ser visto. Billy bajó hasta la orilla tambaleándose de una forma ridícula. Después bajó Weary, tintineando, repicando y haciendo sonar todos los artefactos que llevaba encima.

—Aquí estamos, muchachos —dijo Weary al llegar—. No quiere vivir, pero tendrá que hacerlo quiéralo o no. Cuando salga de ésta, por Dios que deberá su vida a los «Tres Mosqueteros».

Esta fue la primera vez que los exploradores oyeron a Weary considerarse, a sí mismo y a ellos, como los «Tres Mosqueteros».

Billy Pilgrim, echado en el lecho del río, pensaba que él, Billy Pilgrim, iba a transformarse de un momento a otro, dulcemente, en corriente de agua. Si lo dejaran allí sólo un ratito, pensaba, ya no causaría más problemas a nadie. Se transformaría en corriente de agua e iría flotando entre los troncos y la maleza de las orillas.

En alguna parte el perrazo volvió a ladrar. Con la ayuda del miedo y de los ecos del silencio invernal, el perro parecía sonar tan fuerte como una gran campana de bronce.

Roland Weary, de dieciocho años, se metió entre los exploradores y dejó caer sus pesados brazos sobre sus hombros.

—Bien, ¿qué van a hacer ahora los «Tres Mosqueteros»? —inquirió.

Billy Pilgrim tenía una alucinación maravillosa. Llevaba un traje seco, caliente, con calcetines blancos, y estaba patinando por la pista de una sala de baile, donde miles de personas le vitoreaban. Esta vez no
viajaba
en el tiempo. Nunca había sucedido tal cosa ni nunca sucedería. Era ya la locura de un hombre moribundo y que tenía los zapatos llenos de nieve.

Uno de los exploradores agachó la cabeza y escupió. El otro hizo lo mismo y ambos estudiaron los efectos infinitesimales del esputo sobre la nieve y la historia. Eran personas listas y pequeñas. Habían estado tras las líneas alemanas muchas veces hasta entonces, viviendo como criaturas de los bosques, resistiendo día tras día gracias al terror y a su irracional instinto.

Ahora, los dos se deshicieron de los amorosos brazos de Weary y le dijeron que él y Billy saldrían ganando si buscaban a alguien a quien rendirse… porque ellos no iban a perder más tiempo aguantándolos.

Y dejaron a Weary y a Billy en el lecho del riachuelo.

Billy Pilgrim continuaba patinando, haciendo las más variadas piruetas —que la mayoría de la gente hubiera considerado imposibles—, dando vueltas y más vueltas, deteniéndose para mantener el equilibrio sobre una moneda de diez centavos, etc. Los vítores continuaban, pero el tono fue perdiendo intensidad a medida que la alucinación daba paso a un viaje por el tiempo.

Billy dejó de patinar y se encontró delante de un atril en un restaurante chino de Ilium, Nueva York, a primeras horas de la tarde de un día otoñal del año 1957. Estaba recibiendo una tremenda ovación por parte de los miembros del Club de los Leones: acababa de ser elegido su presidente y era necesario que dijera algunas palabras. Por ello se sentía rígido de espanto, como si se hubiera cometido un horrible error. Todos aquellos hombres de sólida y próspera reputación descubrirían ahora que habían elegido a una persona insignificante y ridícula, y oirían su aguda voz, la que ya tenía cuando la guerra. Tragó saliva. Sabía que en lugar de voz tenía un pito que parecía hecho de madera de sauce llorón. Pero lo peor de todo era que no tenía nada que decir. La multitud se calmó. Todos mostraban sus colorados y sonrientes rostros.

Entonces Billy abrió la boca y de ella salió un tono de voz profundo y resonante. Su voz se había convertido en un maravilloso instrumento. Para empezar contó chistes que hicieron desternillarse a todos de risa, luego se puso serio y finalmente contó más chistes, hasta terminar con una nota humilde, como debía ser. La explicación del milagro era ésta: Billy había asistido a un curso de cómo hablar en público.

Al volver a la realidad, se encontró de nuevo en el lecho helado del riachuelo. Roland Weary parecía querer matarle a golpes.

Weary parecía lleno de una trágica cólera. Nuevamente se lo habían quitado de encima. Enfundó su pistola y su pañuelo, con su hoja triangular y sus canalones de sangre en cada cara, y después se puso a sacudir a Billy haciendo resonar todos los huesos de su esqueleto y golpeándole contra el suelo de la orilla.

No paraba de maldecir y blasfemar a través de los hilos de su bufanda casera. Hablaba de una forma ininteligible de los sacrificios que había hecho en beneficio de Billy, y se extendía en consideraciones sobre la piedad y el heroísmo de los «Tres Mosqueteros», describiendo con los más brillantes y apasionados matices sus virtudes y su magnanimidad y elogiando el imperecedero honor que habían conquistado para sí, del gran servicio que habían prestado a la Cristiandad.

La culpa de que esa entidad luchadora ya no existiera era totalmente de Billy, y Weary estaba convencido de que tenía que pagarlo. Así pues, le dio un buen puñetazo en la mandíbula y lo hizo saltar desde la orilla hasta el hielo que cubría el riachuelo. Billy quedó a cuatro patas sobre el hielo, lo que aprovechó Weary para darle puntapiés en las costillas. Luego cayó de lado. Intentó apretujarse formando una bola.

—Ni siquiera deberías estar en el ejército —decía Weary.

Billy respondió con unos involuntarios sonidos convulsivos que parecían carcajadas.

—Crees que es divertido, ¿eh? —preguntó Weary.

Rodeó a Billy y se colocó a su espalda. La chaqueta, la camisa y la camiseta del muchacho se habían arremolinado sobre sus hombros a causa de la violencia, de manera que su espalda estaba desnuda. Los nudos de la columna vertebral de Billy estaban a merced de las botas de combate de Weary.

Este echó hacia atrás el pie derecho y apuntó a la columna vertebral, al centro del tubo en el cual Billy tenía tantas conexiones importantes. Estaba claro que se disponía a rompérselo…

Pero entonces Weary se dio cuenta de que tenía público. Cinco soldados alemanes y un perro policía atado a una correa les estaban observando desde la orilla del río. Los azules ojos de los soldados aparecían llenos de una extraordinaria curiosidad por ver cómo un americano intentaba asesinar a otro en un lugar tan lejano del hogar, y por saber de qué se reiría la víctima.

3

Los alemanes y el perro estaban llevando a cabo una operación militar que tenía un divertido nombre. Se trataba de una empresa humana que raras veces ha sido descrita detalladamente, la sola mención de cuyo nombre en las noticias o en la historia todavía llena a los entusiastas de la guerra de una especie de satisfacción postcoital. Y, en la imaginación de los apasionados de los combates, su realización era como el indolente juego amoroso que sigue al orgasmo de la victoria. Se trataba de la «Operación Limpieza».

El perro, que tan feroz había parecido en las distancias invernales, no era más que una hembra de pastor alemán. Tenía la cola entre las patas y temblaba ostensiblemente. Los soldados se la habían pedido prestada a un granjero aquella misma mañana. Nunca había estado en la guerra hasta entonces; y por lo tanto no tenía idea de cuál era el juego. Se llamaba «Princesa».

Dos de los soldados alemanes eran muchachos que no llegaban a los veinte años. Los otros dos, en cambio, eran tan viejos que apenas se mantenían en pie y estaban tan desdentados como carpas. Y los cuatro iban equipados de una forma fragmentaria, con armas y ropas pertenecientes a soldados que acababan de morir. Al menos, así lo parecía. Eran granjeros de la misma frontera alemana, no muy lejana de allí.

Su comandante era un cabo de mediana edad, de ojos enrojecidos, huesudo y duro como un buey, que estaba harto de guerra. Había sido herido en cuatro ocasiones y cada vez lo remendaban y lo mandaban de nuevo al frente. Era un buen soldado, siempre dispuesto a desertar o encontrar a alguien a quien rendirse. Y llevaba los pies embutidos en unas doradas botas de caballería que había tomado de un coronel húngaro muerto en el frente ruso. Así fue.

Aquellas botas eran casi lo único que poseía en el mundo. Constituían su verdadero hogar. Una anécdota: en cierta ocasión, un recluta se quedó observando cómo limpiaba y enceraba las botas doradas, entonces el cabo levantó una hacia el recluta y le dijo: «Si miras intensamente, verás a Adán y Eva.»

Billy Pilgrim no había oído la anécdota. Pero, echado de espaldas sobre el hielo, miró fijamente el barniz de las botas del cabo… y vio a Adán y Eva en sus doradas profundidades. Estaban desnudos. Y parecían tan inocentes, tan vulnerables, tan ansiosos de comportarse decentemente, que Billy los amó inmediatamente.

Junto a las botas doradas había unos pies envueltos en harapos, metidos en una especie de zuecos de madera sujetos con unas tiras de lona. Billy levantó la vista para mirar el rostro del propietario de aquellos zuecos y vio el rostro de un ángel rubio. Era un muchacho de unos quince años… tan hermoso como Eva.

El divino muchacho, el celestial andrógino, ayudó a Billy a ponerse en pie, mientras los otros se acercaban para sacudir la nieve de su ropa. Luego le registraron en busca de armas pero no encontraron ninguna: lo más peligroso que llevaba encima era un trozo de lápiz de cinco centímetros.

Tres
bangs
inofensivos se oyeron a lo lejos, producidos por fusiles alemanes. Significaban que los dos exploradores que abandonaran a Billy y a Weary acababan de morir. Los alemanes les habían tendido una emboscada, descubriéndolos y matándolos por la espalda. Ahora expiraban sobre la nieve tornándola de color frambuesa, sin sentir nada. Así fue.

Entretanto, Roland Weary, el único superviviente de los «Tres Mosqueteros», estaba siendo desarmado, con los ojos desorbitados a causa del terror. El cabo dio la pistola de Weary al muchacho de cara bonita y, tras maravillarse ante el cruel cuchillo de trinchera, comentó en alemán que sin duda el americano lo hubiera utilizado sobre él, si hubiese podido, claro, para deformarle el rostro con los clavos del puño y desgarrarle las entrañas y la garganta con la hoja de triple filo. Ni el cabo hablaba inglés, ni Billy ni Weary entendían el alemán.

—Llevas unos juguetes muy lindos —dijo dirigiéndose a Weary; y añadió, entregando el cuchillo a uno de los viejos—: ¿Qué te parece eso?, ¿eh?

Luego abrió de un tirón la chaqueta y la camisa de Weary haciendo que los botones de latón salieran disparados. Hecho esto, el alemán agarró al americano por el abultado pecho con un gesto que parecía fuera a sacarle el corazón, y le arrancó la Biblia a prueba de balas.

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