La verdadera dificultad residía en la elección de las sustancias que sometería a su experimentación. Los armarios, los cajones, las estanterías, los frascos y los tubos de Wellcome rebosaban de decenas de millares de compuestos orgánicos y químicos. Cada año, químicos, farmacólogos y enzimólogos añadían de mil a mil quinientas fórmulas a ese increíble capital. ¿Cómo determinar, en tal profusión, las moléculas susceptibles de matar el virus del sida? David Barry decidió seleccionar primero los componentes de los medicamentos antivíricos ya comercializados por Wellcome y continuar con los que formaban parte de los programas de investigación en curso. «El hecho de que los primeros ya hubiesen sido experimentados en el hombre eliminaba al menos los problemas de toxicidad», dice Barry. Esto sumaba una cincuentena larga de muestras, para satisfacer momentáneamente el hambre investigadora de Marty St. Clair.
La historia de la ciencia no retendrá ni la fecha ni la hora de la primera manipulación realizada en el
campus
del Research Triangle Park con miras a elaborar la primera arma contra el sida. Aquel día, los movimientos de Marty fueron los mismos que de costumbre. Repartió primero, en pequeñas cajas redondas de plástico colocadas en bandejas, algunas gotas de una solución teñida de azul y que contenía unas veces células de ratones, y otras veces de pollos, proporcionadas por el virólogo de la Duke University. Después de añadir a esa preparación un líquido atiborrado de vitaminas y de minerales destinados a favorecer el crecimiento y la multiplicación de las células, colocó cada bandeja bajo la campana de seguridad con flujo estéril. Protegida así, pudo verter en cada recipiente algunas gotas de una segunda solución que contenía los retrovirus que producían tumores cancerosos a los ratones o bien leucemias a los pollos. Después de estar una hora en los incubadores a 37°, las cajas se hallaban listas para recibir el elemento antivírico que era el objeto de la prueba. Con el fin de aumentar las posibilidades, Marty había previsto diferentes concentraciones de ese producto para cada serie de cajas. Una vez terminada esa última adjunción, colocó de nuevo las bandejas en los incubadores Ya sólo había que esperar a que la naturaleza terminase la tarea. Dentro de siete días exactamente, la joven viróloga examinaría a ojo desnudo la película azulada que quedaba en el fondo de cada caja. Si esa película se veía constelada de minúsculos agujeros, sería la prueba de que las células habrían sido muertas por los virus. Si, por el contrario, el fondo conservaba uniformemente su color azul, sería la señal de que las células estaban intactas, de que habían sido protegidas del asalto por la sustancia antivírica probada.
Al final de cada semana, una esperanza febril agitaba a la joven. Pero ninguno de los cincuenta primeros componentes experimentados se dignó manifestar la menor agresividad contra su virus. Era preciso que Marty se procurase otros. Por fortuna, los recursos de Wellcome eran casi inagotables. «Cada uno de nuestros investigadores mimaba permanentemente diversas preparaciones antivíricas que él había inventado con la firme esperanza de que algún día le conduciría a la celebridad», relata David Barry. Una nueva serie de pruebas suscitó esta vez algunos tímidos resultados, suficientes para calmar la impaciencia de Sam Broder, quien, desde Bethesda, bombardeaba casi cada día a Barry con llamadas telefónicas. Marty se apresuró a enviarle los compuestos más prometedores. Pero ella sabía que ninguno de aquel lote aportaría la panacea esperada.
Los químicos de Wellcome comenzaron de nuevo a preguntar a sus ordenadores, a pasar por la criba sus registros y a hurgar en sus armarios. David Barry organizó sesiones colectivas de interrogatorios con el fin de obligar a sus colaboradores a recordar si habían trabajado alguna vez en una molécula, una fórmula o un compuesto químico u orgánico que hubiera mostrado, aunque fuese imperfectamente, cualquier propiedad antivírica.
«Para torturar nuestras meninges y forzarlas a descubrir una pista, nos reuníamos en todo momento y en cualquier parte, en una orgía de cigarrillos y de tazas de café», relata el joven vicepresidente de Wellcome encargado de la investigación.
Un día, Janet Rideout, la responsable del departamento de química orgánica, dio un puñetazo sobre la mesa y exclamó:
—¡Creo que lo he encontrado! ¡Lo que necesitamos es el 509!
Sus colegas la miraron, atónitos. Aunque estaban acostumbrados a identificar sus productos por un número, el 509 no les sugería ningún componente en particular.
—¡Recuerden! Se trata del nucleósido cuyas propiedades antibacterianas nos dieron tantas esperanzas hace tres años —explicó Janet. Y rememoró las pruebas a que había dado lugar el 509, la relativa decepción que había causado y, finalmente, su envío a la rama británica de Wellcome para realizar allí una experimentación más profundizada sobre animales. Después, no había tenido más noticias del nucleósido.
La información puso al equipo en movimiento. David Barry convocó a los responsables del servicio de toxicología. Quería conocer urgentemente el resultado de los trabajos hechos en Gran Bretaña. ¿Qué efecto había producido el 509 en los animales? ¿Los había matado, curado o dejado perecer de sus infecciones bacterianas? Wellcome Inglaterra respondió por télex que el 509 había sido experimentado en pollos, cerdos y terneros recién nacidos afectados de complicaciones infecciosas. Aunque su actividad fue considerada moderadamente satisfactoria, su toxicidad, en cambio, se había mostrado perfectamente aceptable. Esto bastaba para lanzar a los investigadores del Research Triangle Park tras de las huellas del 509.
Se preguntó en seguida por su
pedigree
. ¿Quién lo había inventado? ¿Con qué objetivo? ¿Estaba inmediatamente disponible? Las respuestas habrían podido proporcionar el material para una de esas novelas por entregas que son habituales en la investigación científica. El producto debía su nombre al hecho de que había sido la 509ª sustancia sintetizada en 1981 por los químicos de Wellcome. Se llamaba en realidad ácido-timidina o AZT. Su estructura era la de un nucleósido análogo a los componentes del ácido ADN constitutivo del núcleo celular. En 1964, un cancerólogo de la Michigan Cáncer Foundation, el doctor Jerome Horovitz, tuvo la idea de explotar esta analogía para intentar engañar a las células cancerosas y romper así el mecanismo de su reproducción anárquica. La tentativa falló. Después de haber descrito sus esfuerzos infructuosos en una publicación científica, Horovitz envió el AZT al armario de las experiencias fracasadas. Diez años después, un laboratorio alemán lo exhumó y lo probó contra un virus de ratón. Pero aunque esta prueba obtuvo un cierto éxito, el producto fue abandonado por segunda vez.
En 1981, Janet Rideout, la química de Wellcome siempre en busca de nuevas sustancias antivíricas, intentó de nuevo sacar el AZT de las mazmorras. Como ella misma y sus colegas habían hecho ya para poner a punto el
acyclovir
, el primer medicamento que servía para tratar el herpes, trató de intensificar las propiedades del AZT —al que dio el número de código 509— añadiéndole una enzima particular. La estratagema era extremadamente ingeniosa. Consistía en obligar al virus a activar el medicamento para ser en seguida aniquilado por él. De ahí el nombre de «remedio suicida» dado a las sustancias antivíricas así manipuladas.
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Pero el AZT-509 no respondió a las esperanzas de Janet Rideout. Aunque dotado de un indiscutible poder contra las infecciones bacterianas humanas, su espectro de acción fue finalmente considerado demasiado restringido para justificar una prosecución de las pruebas. Ésta era la razón de que la investigadora norteamericana hubiera pasado el testigo a sus colegas británicos para que éstos emprendiesen experimentaciones más amplias con animales.
Tres años después, ¿guardaban todavía sus armarios algunos miligramos de ese AZT-509 para permitir nuevas pruebas? La muchacha se precipitó sin demasiadas esperanzas sobre sus ordenadores y sus registros. De los casi mil quinientos componentes sintetizados cada año en Wellcome, no solía quedar, después de su experimentación, más que una simple ficha de identidad acompañada de una fórmula. Pues bien, el AZT-509 no era un producto muy corriente: se necesitaba una materia prima tan rara como el esperma de arenque para obtener la timidina, que era uno de sus componentes.
La luna de miel entre el laboratorio Wellcome y el jefe del programa de oncología clínica del Instituto Nacional del Cáncer de Bethesda no pudo comenzar peor. El doctor Sam Broder nunca había visto a su colaborador japonés Hiroaki Mitsuya, llamado «Mitch», salirse hasta tal punto de su impasibilidad asiática. Biólogo de alto nivel, Mitch dirigía el pequeño laboratorio del hospital en que Broder había empezado a probar sustancias antivíricas sobre cepas vivas del retrovirus del sida. Juntos habían concebido y puesto a punto originales esquemas de experiencias con miras a obtener resultados rápidos y fiables. Mitch ya había comenzado a trabajar con varios productos sugeridos por Sam Broder cuando el primer paquete con el emblema del unicornio llegó de Carolina del Norte, seguido rápidamente de otros.
—¡Veneno! No nos han enviado más que veneno —gruñó el japonés con una cara muy triste—. Veneno que mata cada vez todas nuestras células. ¡Un desastre!
Sam Broder sintió que un estremecimiento de cólera le helaba la nuca. Buscó una explicación.
—Quizá nos hayamos equivocado en la concepción de nuestras experiencias —aventuró.
El japonés movió la cabeza y mostró un tubo medio lleno de un líquido transparente.
—Todos los envíos nadan en este jodido líquido. ¡Es formol!
—¿Formol? —repitió Sam Broder estupefacto, mientras marcaba furiosamente el número de teléfono de Wellcome.
Ningún responsable del laboratorio del Research Triangle Park se atrevió a decirle cómo ni por culpa de quién se había podido cometer tal error, pero el furor del bigotudo de Bethesda barrió largo tiempo el
campas
de Carolina como un huracán tropical.
«Sin duda fue un accidente —dijo más tarde Sam Broder—. Habían querido hacerlo demasiado bien. Reemplazaron en seguida los especímenes defectuosos y nos hicieron llegar regularmente las otras sustancias que seguían probando. Mitch se las daba sin cesar a sus células portadoras del virus del sida. A veces había algunos leves signos de acción positiva. Cuando ocurría así, yo llamaba a David Barry o a uno de sus adjuntos para exhortarles a desarrollar urgentemente el producto en cuestión. Pero cada vez tropezaba con un muro. Ellos no eran unos filántropos. Primero querían estar seguros de haber hallado el pájaro raro. Sólo entonces consentirían en gastar los millones de dólares necesarios para la transformación de unos miligramos de polvo en un medicamento eficaz».
Research Triangle Park, USA — Otoño de 1984-invierno de 1985
«Quizá un pasito hacia la victoria»
Un trabajo de orfebre, de hormiga, de esclavo. Se acabaron las veladas nocturnas y los fines de semana. Marty St. Clair abandonó a su marido geómetra y su extraña casa en forma de virus. Acampó veinte horas diarias en su sala de experimentación del Research Triangle Park, enhornando sin tregua en los incubadores sus cajitas redondas de plástico. Los resultados poco estimulantes de sus primeras pruebas y las reiteradas cóleras telefónicas de Sam Broder habían puesto en estado de alerta a todo el equipo del laboratorio Wellcome. A cada instante llegaba alguien con algún nuevo componente químico u orgánico que probar. En seis semanas, Marty sometió más de doscientos productos supuestamente antiinfecciosos a la agresividad de sus retrovirus de ratones y de pollos. Menos de una veintena demostraron una tímida actividad antivírica. Cuando esto ocurría, Marty enviaba en seguida un espécimen a Sam Broder para que lo experimentase sobre el retrovirus humano del sida.
Después del entusiasmo de las primeras semanas, la muchacha se resentía de aquella serie ininterrumpida de reveses. A pesar de la proximidad de Navidad, la morosidad era general. Hasta David Barry vacilaba. Al atardecer de un viernes de noviembre, Marty estaba al borde de las lágrimas, agotada y desalentada. Acababa de examinar más de cuatrocientas cajas, observando los agujeros que constelaban la fina película azulada del fondo de los recipientes. Cada agujero suponía un fracaso, el vacío dejado por las células muertas a las que la sustancia antivírica probada no habrá podido proteger de la agresión. En cierto modo, cada agujero equivalía a la firma del virus. Desde la mañana, había contado millares. Ninguna de las diferentes concentraciones de las veintidós sustancias experimentadas durante el día había resultado activa, y aún tenía que controlar una bandeja con dos lotes de catorce cajas. Después de haber contado sus agujeros, a Marty ya sólo le faltaría cerrar sus congeladores, apagar la luz y volver a casa con la muerte en el alma.
Más adelante, a la joven le costará trabajo reconstruir con detalle lo que pasó entonces. Solamente recordará que sacó del incubador la última bandeja de cajas. Se dispuso, como un autómata, a contar los agujeros del último lote de la jornada. Consignó primero, metódicamente, las referencias; es decir, el número en clave de la sustancia antivírica probada. Lo había escrito ella misma siete días antes, con un rotulador, en la tapa de cada cajita. ¿Era una alucinación? Lo que veían sus ojos, rojos de fatiga, a medida que retiraba las tapas era cada vez, más difícil de creer. No había ni un solo agujero en la capa azulada que tapizaba el fondo de los recipientes. Por costumbre, anotó la hora de su verificación. Eran las 16.57 del viernes 20 de diciembre de 1985. Marty se dejó caer en un taburete, se quitó las gafas y hundió su cabeza entre las manos. «No es posible, no es posible —murmuró varias veces—. He debido de equivocarme. ¿Habré olvidado poner virus en ese lote de cajas? No, es inverosímil; ¿por qué habría cometido ese error sólo en catorce cajas, y no en todas las demás? ¡De pronto me sentí como un Cristóbal Colón descubriendo el Nuevo Mundo con su catalejo!» Corrió hacia el despacho de su jefe Phil Furman.