—¡Tú lo has sabido siempre, Tomás, tú sabes dónde está, y papá también lo sabía, los tres mantuvisteis vuestra maldita alianza hasta el final! No hay derecho, ¿te enteras?, ¡no hay derecho! Ella se salió con la suya, y tú, que no eres más que un… Todos vosotros, egoístas y soberbios, siempre igual, desde el principio. No os merecéis nada, ¿me oyes?, nada, no sois más que basura… ¡Qué horror, si viviera mamá! ¡Qué horror, Dios mío!
Luego se derrumbó sobre una silla, parecía que estaba apunto de desmayarse, y durante un segundo nadie se acercó a ella, como si los demás temiéramos contagiarnos de la estancada tristeza de aquella mujer que no había derramado una sola lágrima en el funeral de su padre, pero ahora sollozaba siguiendo un ritmo constante, desolado, desprovisto de cualquier rastro de esperanza. Mi hermana rompió el hechizo corriendo para abrazarla como si quisiera protegerla de sí misma, esconderla de nuestros ojos. Yo la seguí con la mirada, reprochándome no tener unos reflejos tan rápidos como los suyos, y tuve que admitir por fin, casi a la fuerza, el misterioso poder de mi esmeralda, porque existiera o no aquella alianza, y estuviese o no maldita, lo cierto es que en ella seguíamos estando tres.
El primer recuerdo que conservo de Magda es, precisamente, la ausencia de recuerdos o, a lo sumo, la profunda extrañeza con la que, siendo todavía muy pequeña, recibía los besos y los regalos de aquella mujer intermitente, la eterna visitante que decía ser mi tía, pero que no solía pasar más de un tercio del verano en Almansilla, ni merendar los domingos en Martínez Campos, ni cenar siquiera con nosotros en Nochebuena, y que a mí me parecía más bien un inquietante duplicado de mi madre. Con el paso de los años siguió sin gustarme, a cada edad por un motivo distinto, porque loS juguetes que me regalaba traían siempre instrucciones en un idioma que yo no podía leer, o porque trataba a la tata Juana de tú, o porque cuando celebraba su cumpleaños sólo preveía las copas de los adultos y no ponía ni un mísero plato de patatas fritas para los niños. Después, cuando se cansó de ir todo el tiempo de un lado para otro y empezó a quedarse en casa de los abuelos temporadas más largas, empecé a odiarla ya por un motivo concreto y con una intensidad que ahora me parece enfermiza en una niña de nueve años, porque Magda era igual que mamá, pero al mismo tiempo, era una mujer mucho más atractiva que mamá, y yo acusaba este matiz como una ofensa imperdonable.
Entonces no habría sido capaz de enumerar por separado los pequeños detalles que obraban el milagro de la diferencia, una meta a la que sólo ella aspiraba, porque su hermana se mostraba muy a gusto encogida en el espacio de una identidad común, pero ahora recuerdo algunos detalles sueltos, y veo a Magda fumando con boquilla, el brazo izquierdo atravesado debajo del pecho, el puño cerrado para sostener el codo del brazo opuesto, y éste tan tieso que parecía prolongarse en la columna de humo blanco que escapaba de un cigarrillo preso entre los dedos índice y corazón, más allá de una muñeca que se desmayaba hacia atrás en un gesto perfectamente calculado, y la veo encendiendo un puro de Sumatra, pequeño y delgado, justo veinticuatro horas después de que mamá se decidiera a estrenar una boquilla que nunca le sentaría tan bien como a ella, y puedo aventurar incluso una fórmula capaz de explicar lo que en aquellos tiempos ya no podía interpretar sino como un desesperado intento de fuga permanente, y es que Magda se obstinaba en no tener nada en común con el modelo de señora madrileña de la época, al que mi madre siempre se plegó con convicción, pero, y esto era lo excepcional, no fue nunca por defecto, sino por exceso.
En lugar del flequillo acomplejadamente francés que se prolongaba en una media melena cardada, teñida totalmente o a rayas en cualquiera de las gamas del amarillo, y cuyas puntas, curvadas con rabia hacia dentro, llegaban justo hasta los hombros, ella conservaba largo su pelo castaño oscuro, y se lo dejaba suelto por las mañanas, peinándolo a lo sumo en una trenza para transformarlo luego, excepto en las raras noches que pasaba en casa, en un moño bajo y muy sencillo, que le daba el aspecto agitanado del que todas sus coetáneas huían como de la peste, y prefería subrayar sus párpados con una sola línea negra a empastarlos con los lápices azul celeste o verde mar que mamá desgastaba con verdadero vicio, como si creyera que sometiendo sus ojos a semejante asedio, sus pupilas terminarían rindiéndose y mudando de color a cambio de clemencia. Magda casi nunca se ponía pantalones, aunque eso hiciera moderno, pero jamás se embutió en una faja, y llevaba siempre medias negras, pero nunca marrones, y apreciaba su escote como una joya suficiente, pero solía escoger unos pendientes enormes, en las antípodas de los pequeños detalles de buen gusto que hacían siempre juego con alguna de la media docena de cadenas de oro que mis otras tías llevaban colgadas del cuello, y decía tacos en público, pero no se pasó al biquini, y permaneció fiel a las faldas tubo en el reinado de la minifalda, pero prescindía del sujetador en verano, y no se arreglaba las uñas, pero se pintaba los labios con un carmín muy rojo, y no tenía marido, pero esquivaba con furia los ramos que volaban a su encuentro en todas las bodas, y no se daba masajes, pero recorría kilómetros enteros caminando por el campo ella sola, y jamás se adornó con mantilla y peineta, pero durante las fiestas de Almansilla se levantaba a las cinco de la mañana y salía de casa sin hacer ruido, con mi padre y con su hermano Miguel, para ser la única mujer que se atrevería a correr delante de los toros, y no le gustaba el jerez, pero sólo podía comer con un vaso de vino tinto delante, y leía su propio periódico, pero no discutía sobre política, y tenía muchos amigos, algunos hasta famosos, pero nunca se los presentó a la familia, y pronunciaba todas las erres de
prêt-à-porter
, pero había vivido en París algunos años, y decía gancho en vez de
sex-appeal
pero aconsejaba a la gente cómo moverse por Londres en metro sin consultar otros planos que los de su memoria, y se ponía muy morena en verano, pero en lugar de tomar el sol, nadaba, y nunca, nunca, a pesar de lo que terminó siendo la gran bronca continua de cada mes de agosto, accedió a depilarse las axilas, pero se hacía la cera en las piernas hasta la mismísima articulación de los muslos con la cadera, sin detenerse al llegar a la rodilla como las demás, y supongo que lo más importante de todo es que ninguna de estas normas, inmutables como la sucesión de la noche y el día, cambió en lo más mínimo durante años y años.
Entonces yo no podía admitir que hubiera preferido una madre como Magda, no me sentía con fuerzas bastantes para acometer una traición tan espantosa, así que no me quedaba más remedio que detestarla mientras aprobaba apasionadamente los actos de su doble, poniendo tanto énfasis en mi arbitrariedad que, pese a que jugaba siempre a su favor, mamá llegó a preocuparse, y hasta Reina me regañaba de vez en cuando por ser tan antipática con mi tía. Durante mucho tiempo no pude explicarme la virulencia de mi reacción, pero ahora creo que mi organismo trataba solamente de elaborar una vacuna eficaz, una defensa destinada a preservar intacta mi vida en ese mundo lento, apacible y ordenado, bajo cuya superficie se desbocaban torrentes tan profundos que amenazaban con hundirlo para siempre. Lo único que me tranquilizaba era la actitud de mi padre, que trataba a Magda con cierta indiferencia desdeñosa a la que su cuñada correspondía puntualmente.
Ella era sin embargo una mujer muy guapa, de rostro un tanto irregular, muy cuadrado, con los ojos un poco más oscuros que los de mamá, no tan dulces, y los labios, el único rasgo que también en mi boca delata el entusiasmo con el que nuestros antepasados se entregaron al mestizaje, tal vez abultados en exceso, pero su cuerpo, y ésta era la principal diferencia que recuerdo entre ambas, era el armonioso cuerpo de mujer joven que su hermana conservaba solamente en algunas fotografías de bordes festoneados y luces amarillentas ya por el paso del tiempo. Esta distancia, fuente de una especie de celos reflejos que yo invocaba a menudo para defender la legitimidad de mi rechazo, me resultaba todavía más irritante porque las imperfecciones físicas más llamativas de mamá adquirían el carácter de defectos atractivos, cercanos ya a la virtud, en el cuerpo de Magda, que coqueteaba arriesgadamente con los límites de la opulencia sin decidirse a atravesar jamás una frontera de la que su hermana nunca podría regresar ya. Así, por ejemplo, los grandes pechos redondos que parecían doblegar con su peso el torso de mi madre, siempre imperceptiblemente inclinado hacia delante, brotaban del tieso tronco de Magda con una naturalidad pasmosa, creando un efecto que sólo se podría definir como una desproporción agradable a la vista, y esa misma condición amparaba a su vientre, que al sobresalir levemente hacia delante sugería más una almohadilla mullida, pero firme, que una advertencia del cansancio de la piel, y a sus piernas, quizás un poco demasiado cortas pero misteriosamente espléndidas.
Magda tampoco mostraba entonces indicios del cariño que más tarde llegaría a sentir por mí, y en apariencia me trataba igual que a sus demás sobrinos, como a una obligación incómoda, sin detenerse a prestarme la atención precisa para detectar siquiera mi enemistad. Por eso me sorprendió tanto el brusco interés que desperté en ella durante el banquete de primera comunión de uno de mis primos, cuando tras mirarme atentamente todo el tiempo, desde los entremeses hasta el postre, salió al jardín y me obligó a bajarme de un columpio para llevarme aparte y disparar, sin ningún preámbulo, aquella extraña pregunta.
—¿Te gusta el lazo que llevas en la cabeza?
Me toqué el pelo, sorprendida, aunque sabía que se refería a un lazo ancho de raso rojo, exactamente igual al que llevaba mi hermana Reina y colocado exactamente en el mismo sitio, a la derecha de la raya central que dividía nuestra melena en dos mitades exactamente iguales, y di un respingo, porque hacía sólo unas horas que había confesado para poder comulgar, y no me hacía mucha gracia tener que mentir tan pronto. Sin embargo contesté con el mayor descaro posible.
—Sí, me gusta mucho.
—¿Y no te gustaría llevar un lazo de otro color? ¿O llevarlo en otro sitio, a la izquierda, o justo en el centro, o peinarte con una coleta?
Fumaba despacio, con una boquilla de marfil que tenía forma de pez, y tamborileaba con la puntera del zapato en las baldosas de granito, mirándome con una sonrisa que no conseguía serlo del todo, y me asusté a mí misma sospechando que quizás fuera bruja, una hechicera como las de los cuentos, con poderes para leer la verdad en los labios sellados por viejas lealtades.
—No, no me gustaría.
—Es decir, que te apetece seguir siendo toda la vida una copia de tu hermana.
—O no… ¿Qué pasaría si fuera al revés?
—¿Si tu hermana fuera una copia tuya, quieres decir?
—Justo.
—Eso no pasará nunca, Malena —negaba suavemente con la cabeza—. En esta familia no, ya te irás dando cuenta…
Antes de que pasaran tres años ya había aprendido a amar a la madre Agueda, aquel desastre de monja que trotaba por los pasillos como un caballo, y se reía a carcajadas, y hablaba a gritos, y fumaba a escondidas, siempre con boquilla, el tabaco que yo misma introducía de contrabando en el colegio, y fueron todas estas cosas las que me empujaron hacia ella, porque nada une tanto como la clandestinidad compartida, y las dos habitábamos entonces un territorio fronterizo donde ella vivía como una monja imposible, y yo vivía como una niña imposible, y ambas cultivábamos una personalidad falsa sólo para despistar, aunque nuestros errores eran tantos, y tan evidentes, que bastaron para imprimir a mi monótona vida escolar un anhelado cariz aventurero, y la salvaje América de los bravos Alcántaras se trasladó por algún tiempo a las clases, a la capilla, a las alas de clausura donde ambas corríamos los mismos pequeños riesgos, jóvenes países de un continente para dos en el que Reina, mucho más sensata que yo, nunca quiso siquiera poner un pie.
De vez en cuando mi hermana se preguntaba cómo era posible que tanta antipatía hubiera dado paso aun amor tan profundo. Reina recapitulaba con esa cabeza suya, siempre tan prodigiosamente fría, y concluía que las cosas no habían cambiado tanto, que Magda seguía siendo Magda por mucho que llevara otro nombre, y que era incluso más molesta ahora, de monja, tropezándose con nosotras en cualquier esquina, que antes, cuando apenas la veíamos el pelo. Yo respondía con vaguedades, porque ella, que era tan lista, no podría comprenderlo nunca. Ella, que era tan fuerte, podía vivir feliz en un mundo sin espejos.
Y sin embargo, Reina y yo estábamos de acuerdo en una cosa. Magda no era monja ni llegaría a serlo jamás, Magda no pintaba nada en aquel lugar porque no poseía, ni en la dosis más insignificante, ninguna de las cualidades que empachaban de puro absolutas en cualquiera de sus nuevas hermanas, con las que tenía aún menos que ver que con sus hermanas de toda la vida, y no lograba aparentar lo contrario ni siquiera cuando se portaba bien y se acordaba de hablar en un murmullo, ni siquiera cuando se arrodillaba en la capilla tapándose discretamente la cara con las manos, ni cuando, los lunes, por ejemplo, que siempre ponían de primer plato unas lentejas asquerosas, rezaba de verdad en lugar de santiguarse tres veces con muchas prisas y volcarse sobre el plato con un apetito feroz, una debilidad que no desentonaba menos que el escandaloso cuidado con el que corregía continuamente el ángulo de la toca sobre su frente, mirándose de reojo en los cristales hasta que lograba un resultado que la favorecía, porque Magda era tan poco monja que se las arreglaba incluso para estar guapa con toca.
Reina y yo espiábamos todos sus gestos, jugando a descifrar su misterio, y mi hermana llegó a estar convencida de que Magda se había retirado del mundo para olvidar el rechazo de un hombre, al que ella suponía el único con valor suficiente para haberse acercado jamás a tamaño marimacho. Yo nunca estuve de acuerdo con su última apreciación, pero concedí durante algún tiempo cierto margen de éxito a esta hipótesis, sobre todo desde que Reina atribuyó su inspiración a la naturaleza del nombre que había escogido Magda para tomar los hábitos, para contarme a continuación, con la solvencia de una experta en la materia, una historia que yo había escuchado ya sólo unas semanas antes, en términos mucho más reconfortantes por lo frívolos, de los labios de mi propia tía.