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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (4 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Escúchame bien, Malena, porque ha pasado algo muy grave. Estamos todas en un aprieto muy grande. Magda ha desaparecido, se ha marchado sin avisar, ¿comprendes?, y no hemos podido encontrarla, no sabemos nada de ella.

—Nunca debimos admitirla, Reina, ya sabes que yo siempre me opuse —la madre superiora se dirigía a mi madre, que había sido alumna suya muchos años atrás—. Una mujer hecha y derecha, que llevaba tantos años viviendo en el mundo… De sobra sabía yo que no podía salir bien.

Mamá la miró e hizo un gesto en su dirección para exigir silencio. Yo comenzaba a comprender, desvanecidas ya todas mis ilusiones, que me encontraba frente a algo parecido a un tribunal, y no pude resistir la tentación de defenderme, aunque nadie me había acusado todavía.

—Bueno, ella ya es muy mayor, ¿no? Puede hacer lo que le dé la gana.

—¡No digas barbaridades, Malena! — ahora era mi madre quien se avergonzaba de mí—. Tu tía es una monja, ha hecho los votos, no puede tomar decisiones por sí misma, vive en comunidad, ella lo eligió. Y ahora, escúchame. Antes de irse, Magda escribió dos cartas, una para la abuela y otra para mí, dos cartas horribles y llenas de disparates, igual que si se hubiera vuelto loca, no he querido enseñárselas ni a la madre superiora, así que ya te puedes imaginar. En la carta que yo recibí, habla bastante de ti. Nunca te ha tratado como a sus demás sobrinos, ya lo sabes, tú eres una niña especial para ella, yo creo que piensa un poco en ti como en la hija que nunca va a tener…

—¡Dios te oiga!

Mamá pasó por alto la perversa apostilla de la madre Gloria y continuó. Parecía serena todavía.

—Por eso he pensado, hemos pensado, las madres y yo, que a lo mejor, bueno, Reina me ha dicho que hablabais mucho en los recreos, ¿no?, es posible que ella… te contara algo, o que tú notases cualquier cosa nueva, o rara, en fin, ya la hemos buscado en la casa de Almansilla, hemos llamado a todas sus amigas, le hemos preguntado incluso a don Javier, el notario del abuelo, por si hubiera pasado por el despacho para firmar algún documento, un testamento, yo qué sé… Nadie sabe nada. Nadie la ha visto, nadie ha hablado con ella desde hace cinco días, pero ha sacado todo su dinero del banco y es necesario localizarla, si ha salido de España con otro nombre, por ejemplo, nunca la volverás a ver.

Fue la segunda persona lo que me puso en guardia, porque mamá podía haber utilizado el plural, tan machaconamente repetido a lo largo de su discurso, o incluso invocar mi compasión hablando en primera persona, al fin y al cabo ella era la hermana melliza de Magda y quien más debería lamentar su ausencia, pero dijo
volverás
, eligiendo una fórmula que evocaba los términos de un chantaje, y cambié de opinión cuando ya casi me había decidido a ser sincera, esa segunda persona me retornó a la confusión, rompiendo en pedazos la asfixiante atmósfera que había sido creada sólo para mí, para hacer florecer mis remordimientos infantiles, y advirtiéndome al mismo tiempo de que todos parecían calcular que yo sería el único ser de este mundo capaz de llorar la desaparición de Magda, como si las dos perteneciéramos a una especie aparte. Rehuí la mirada de mi madre. Yola amaba, y le debía obediencia, de mayor quería ser una mujer como ella, una mujer como Reina, pero su hermana me reflejaba como un espejo, y los espejos rotos solamente traen desgracias. Ahora sé que si hubiera vendido a Magda, habría hecho algo mucho peor que vender mi propia piel, pero entonces sólo me atreví a decirme que mi tía me gustaba, que me gustaba mucho y que siempre parecía necesitarme, y sin embargo, mamá, ajena por principio a las convulsiones que me desgarraban por dentro, nunca me había necesitado antes de ahora, mientras seguía interrogándome con suavidad, y su excelente técnica.

—Dime, Malena…, ¿tú sabes dónde está Magda? — por un instante, en sus ojos brilló la misma luz que encendía la mirada de mi hermana cuando me llamaba María, activando un oscuro mecanismo, pura astucia, que yo nunca había aprendido a controlar—. ¿Te contó ella algo que nos pueda ayudar a encontrarla?

Miré a mi madre de frente y contemplé el rostro de Magda tal y como lo había visto por última vez, cuando me preguntó entre sonrisas si podía confiar en mí, y tal vez entonces empecé a adivinar el sentido de la extraña pregunta que me hizo el abuelo delante de la verja de Martínez Campos, tal vez entonces empecé a sospechar que ya aquella mañana de domingo había elegido, que había aceptado mucho más que el vaso de vino con gaseosa que él me ofreció con modestia en el sagrado nombre de la civilización, y que yo bebí a sorbitos, flecos de una pereza asombrada y golosa, en una terraza de la plaza de Chamberí.

—No, mamá —dije, con la voz más limpia que la conciencia—. Yo no sé nada.

—¿Estás segura?

—Sí. Ella no me cuenta cosas importantes.

—Está bien… Dame un beso, anda, ya puedes volver a clase.

Su gesto de desaliento me convenció de que yo era la última posibilidad con la que contaban para encontrarla. A partir de entonces, siempre que le rezaba a la Virgen, le rogaba que, de paso, protegiera a mi tía Magda.

Ni siquiera la Interpol, a la que mis abuelos recurrieron sólo después de pensárselo mucho, consiguió dar con el rastro de Magda, pero no creo que el mérito deba atribuírsele a la Virgen María porque yo, desde luego, nunca me convertí en un niño. Como contrapartida, debo reconocer que la madre Gloria en un ingenuo intento de premiar, supongo, mi fraudulenta colaboración con el enemigo, no llegó a materializar la represalia anunciada, y hasta el último día de mayo, cada mañana, una flor diferente, siempre blanca, se marchitó entre mis dedos por un motivo o por otro. La vida se plegaba sobre sí misma bajo el peso de la normalidad, y yo seguí pronto su camino, ignorando presagios tan violentos.

En estricta concordancia con la segunda persona que mi madre había dejado escapar en nuestra conversación, su propia familia prescindió de Magda sin grandes muestras de dolor, al menos en la apariencia, el único nivel al que yo podía acceder. Mi abuela parecía resignada a tener ocho hijos en lugar de nueve, y una vez llegó a recordarle risueñamente a mi madre que al fin y al cabo ella siempre había dicho que hubiera preferido nacer sola, sin compañía. Yo no escuché este comentario, pero mi hermana me lo contó, escandalizada hasta el tuétano de los huesos. Reina y yo soñábamos en aquella época que algún día nos casaríamos con dos hermanos, un proyecto público que durante años yo lamenté desbaratar en privado con mis firmes propósitos de masculinidad, para estar siempre juntas, y solíamos jurar que cualquiera de las dos preferiría morir antes que vivir lejos de la otra. No sé si ella era sincera, yo sí lo era.

Reina y yo éramos mellizas, pero no lo aparentábamos. A diferencia de mamá y Magda, que sin ser idénticas, guardaban un parecido asombroso entre sí, nosotras habíamos disfrutado del privilegio de ocupar dos placentas individuales en el mismo útero húmedo y oscuro, así que nuestra semejanza no iba más allá de la que se podría advertir entre dos hermanas de distinta edad. Nadie sabía cuál de las dos era la mayor, porque aunque yo nací un cuarto de hora más tarde, circunstancia que habitualmente apareja el dudoso prestigio de la primogenitura, Reina provocó el parto antes de plazo, cuando se encontraba al límite de la supervivencia. Los médicos dieron a entender que yo me había comportado como un feto ambicioso y egoísta, devorando la mayor parte de los nutrientes que el organismo de mi madre producía para las dos, acaparando con avidez los beneficios en detrimento del feto más débil, hasta que en el séptimo mes de embarazo, aquél se encontró ya prácticamente sin recursos para alimentarse, y se encendieron todas las luces de alarma, acelerando un final que nadie previó muy feliz. Entonces fue al bebé fuerte y robusto al que llamaron Reina, mientras que la raquítica criatura que seguía en la incubadora, debatiéndose entre la vida y la muerte cuando yo ya estaba en casa, bien arropada en mi cuna y hasta con pendientes de oro en los agujeros de las orejas, carecía incluso de un nombre. Durante muchas semanas nadie se atrevió a augurar que algún día fuera necesario imponérselo, pero tras algunos tímidos signos en los que solamente mamá se empeñó en ver síntomas de mejoría, se inició un proceso de recuperación tan espectacular que en las fotos que conmemoran nuestro primer trimestre de vida aparecemos ya las dos juntas, yo gorda y reluciente, con la piel brillante y un lacito prendido en el pelo, ella calva y delgadita, su cuerpo reseco flotando, perdido en el hueco del pañal, y una mano protegiendo siempre su rostro del flash, como si la cámara le recordara esas máquinas de pruebas que tanto la habían martirizado durante su estancia en el hospital, a lo largo del proceso que había ido descartando, una tras otra, todas las lesiones que podrían haberse derivado de su doloroso desembarco en este mundo. Nuestra madre, que mientras tanto, como si hubiera adivinado que para mí bastaría con un biberón y los cuidados de una niñera, había permanecido a su lado día y noche para darla de mamar cada tres horas, decidió que sería ella, y no yo, quien llevara su propio nombre antes de que ambas regresaran a casa, en un simbólico intento de atraer hacia su lado, hacia el lado de la vida, a aquel gusano diminuto que algunos días todavía mostraba unos deseos tremendos de morir, y aunque años después, cuando por fin conocí aquella historia, me aseguró que había tomado una decisión tan excéntrica porque desde el principio, a falta de otras instrucciones, las enfermeras del nido bautizaron espontáneamente a mi hermana con el único nombre que conocían, el suyo, y así había quedado registrado en su ficha médica cuando yo aún no había visitado siquiera la consulta del pediatra, siempre supe que su versión no era más que una excusa, y nunca se lo reproché, porque ella, que antes de recibir la primera caricia había triunfado ya sobre tantos obstáculos, merecía llamarse Reina más que yo.

De puro lejano, nadie recuerda cuándo comenzó a haber al menos una mujer llamada Reina en cada una de las generaciones de mi familia materna. Nadie recuerda tampoco de dónde arranca la línea de Magdalenas que ojalá muera conmigo, pero al parecer, la costumbre de confirmar la transmisión del nombre por la vía del bautismo es incluso anterior al relevo de las Ramonas y las Leonores, tan abundantes tiempo atrás en el patrimonio familiar, así que dos cadenas paralelas de mujeres homónimas, abuelas y nietas, tías y sobrinas, cuyos eslabones se enredan sistemáticamente entre sí —las abuelas a su vez han sido nietas, y las nietas serán madres, y las tías son hijas, y las sobrinas abuelas—, serpentean entre mis apellidos desde hace siglos, respaldándolos con una garantía de continuidad tan absurda, y tan inabarcable ya, como esos cálculos que dicen haber destripado para siempre el inocente baile de las estrellas en el firmamento.

Al final, me llamé Magdalena porque no me quedaba otro remedio, y Magda me sostuvo sobre la pila por idéntica razón, y nadie le preguntó si tenía interés en participar de aquella ceremonia, y aunque ella insistió en contestar por adelantado que cedería encantada su puesto a cualquier otra mujer con más méritos, cuando yo nací no quedaba en la familia ninguna otra Magdalena viva, así que su opinión no contó entonces más que la mía. Mi abuela fue la madrina de Reina, como mi bisabuela lo fuera antes de mi madre, y llevó a mi hermana andando de la mano hasta el altar, porque el bautizo se había retrasado todo lo posible con la intención, frustrada tras casi dos años de espera, de que ella creciera y ganara peso hasta rondar más o menos mi aspecto. A mí, Magda me dejó subir sola las escaleras, y me caí, y me hice un rasguño en la frente, y en todas las fotos aparezco embadurnada de mercromina, hecha talmente un ceomo, como decía Juana, la tata de mi madre, castellanizando a su manera el letrero que identificaba aun Cristo pintado que había en la parroquia de su pueblo, un remoto lugar de Cáceres que se llamaba Pedrofernández de Alcántara, igual que mi abuelo pero todo junto.

Fue aquel dato, envuelto siempre en alusiones indirectas de la propia Juana, y no el histérico frenesí hereditario que alcanzaba hasta a los nombres propios, lo que me indujo a pensar que tal vez fuéramos ricos antes aún de ir al colegio, donde encontraría una prueba definitiva en la placa con el nombre de mi abuela —«Reina Osorio de Fernández de Alcántara donavit»—, que presidía una de las alas de la capilla. Excepcionalmente, induje bien. Mi abuelo, que era primo segundo de su mujer, tenía mucho menos dinero que mi bisabuelo, quien a su vez había sido mucho más pobre que mi tatarabuelo, quien no había conseguido retener más que una parte de la gran fortuna que le legó su padre, pero, a pesar de todo, seguía siendo inmensamente rico. En su casa se acumulaban objetos que yo nunca había visto en mi propia casa, y en la vitrina del comedor, la vajilla de plata, que hubiera merecido llamarse también Reina a juzgar por los cuidados, casi maternales, que le procuraban mi abuela y todas sus hijas, tenía un color distinto, con reflejos cobrizos y un brillo mate que a veces le prestaba apariencia de oro. Paulina, la cocinera, me contó una mañana de Navidad, mientras yo aprovechaba uno de sus frecuentes despistes para encaramarme en la tabla de mármol que cubría el horno y contemplar, fascinada, cómo pulverizaba, con un pequeño cuchillo y una enorme destreza, las pechugas de pollo, los huevos duros y las lonchas de jamón serrano que luego, seccionados en diminutos fragmentos, acompañarían en la mesa a la sopa con hierbabuena de todos los años, que el aspecto de la sopera, lustrada por ella misma sólo unas horas antes, se debía a que había sido cincelada hacía muchos siglos, porque la vajilla, como todo el dinero de mi familia, venía de América, pero de muy antiguo, de cuando Colón y Hernán Cortés poco más o menos.

Aquel comentario, que catalogué como una indiscreción de Paulina hasta que Reina correspondió a mi nerviosa confidencia con una mirada escéptica, como asombrada de que yo no hubiera escuchado ya esa historia un centenar de veces, modificó para siempre mi relación con la casa de Martínez Campos, dando un nuevo sentido a la incomprensible oquedad que se instalaba en lugar de mi estómago cada vez que atravesaba sus pesadas puertas de madera labrada. Nunca se lo confesé a nadie pero, hasta que cumplí ocho o nueve años, tenía la sensación de que aquellas paredes, recubiertas hasta el techo de cuadros, y tapices, y manuscritos enmarcados, se inclinaban sobre mí como si estuvieran vivas, mientras que el grosor de las alfombras absorbía perversamente el ruido de mis pasos para que nadie pudiera acudir en mi ayuda cuando cayera muerta allí mismo, emparedada para siempre entre los muros corredizos. Luego descubrí al autor de todos aquellos miedos en el terror que me inspiraba el abuelo, y aquél se los llevó consigo al disolverse, pero ninguna dosis del amor que empecé asentir por su dueño contagió nunca los muros de aquella casa. La doncella, que llevaba guantes blancos, se empeñaba en cerrar constantemente las cortinas aunque el día fuera espléndido, y se movía sin hacer ningún ruido, con calculados ademanes de gata elegante que le prestaban más bien, en mi opinión, la inquietante apariencia de una espía mal camuflada. Paulina, la cocinera, nos ponía cubiertos de pescado aunque hubiera gambas a la plancha de segundo plato, y se precipitaba sobre mi silla entre agónicos alaridos para pegarme en la mano con un cucharón de plata que tenía siempre a punto, cuando me veía despedazar al bicho con los dedos y la intención de chupar la cabeza, que es lo que más me gusta de todas las gambas. Mi abuela Reina, que se pasaba la vida con
Lenny
en brazos, peinándole y dándole besos en el hocico, me llamaba Lenita, y cuando no abría la boca para quejarse, lo hacía para comentar el
Hola
con mi madre durante mañanas enteras, deteniéndose pesadamente en cada página para censurar el nuevo peinado de Carmencita o alabar la elegancia de Gracia Patricia, como si las interesadas pudieran apreciar en algo su opinión.

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