Malena es un nombre de tango (20 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Entonces, víctima nuevamente del más hondo de los pasmos, me pregunté si debería felicitarme por haber nacido en una familia donde todo el mundo parecía capaz de anteponer sistemáticamente sus sentimientos a sus más altas y arraigadas creencias, o si, por el contrario, debería compadecerme a mí misma por vivir en un país donde los esquizofrénicos andaban sueltos por la calle, pero, todavía antes de decantarme por la primera opción, comprendí al fin por qué Mercedes, lejos de ofenderse al escuchar la respuesta de Paulina, esas palabras rebosantes de una soberbia antigua, tan vieja como mi padre, había seguido hablando como si tal cosa, aquella tarde de agosto.

—¡Anda, que si hubiera ganado yo la guerra… aquí ibas a estar tú, todo el santo día arrimada a mí, igual que una chinche! Que hay que ver, menuda cruz llevo yo a cuestas contigo, y desde bien pequeñita.

—Pues la misma que acarreo yo desde que te conozco, Mercedes, la mismita, ni con un clavo más ni con un clavo menos… y no te hagas ilusiones, que sería mejor que te murieras pronto tú también, y mira que sé lo que me digo, que bien que gané yo la guerra, y ya me contarás tú para lo que me ha servido, y a mi señora, no digamos, con tanto que andas relatando de que sacó partido de la victoria de los nacionales… ¿me quieres decir tú qué se echó encima? Otros treinta años de infierno, ni uno más ni uno menos.

—Porque él no la quería, Paulina, no la quería, pero ella no quiso soltarle.

—¡Porque estaba en su derecho de no querer!

—A eso no te digo que no, pero más la hubiera valido.

—El error de la señora fue volver aquí, ése fue su error, fíjate… y es que fue ella quien se empeñó, no él, sino ella, y no tenía que haberlo hecho, yo lo sabía y estuve en un tris de advertirla, pero no me atreví, la veía tan empeñada que me daba reparo darle otro disgusto. Porque fue cuando nació Pacita, y ya te acordarás tú que estaba muy desanimada, muy triste, y andaba echándose las culpas encima a todas horas. Entonces se le ocurrió que ya era hora de volver, al fin y al cabo, a ella le encantaba esto, era de aquí, como quien dice, y estaba ya harta de San Sebastián, hasta las narices acabamos todos de playa, venga a ponernos perdidos de arena, y de alquitrán, y de algas, y de… ¡uf!, no veas qué asco, y todos los días bacalao para comer, encima, por si lo demás nos supiera a poco… Ella era la que peor lo llevaba, lo del bacalao y todo lo demás, que no se hizo nunca a aquello, y cuando llovía, que allí llueve mucho, se quedaba encogida y callada, sin ganas de nada. Pero yo creo que lo que la animó de verdad a volver fue lo cariñoso que estuvo el señor con ella y con la niña después del parto, que no hacía más que consolarla y repetir que aquello no era culpa de nadie, y hasta volvió a hablar una temporada, un par de meses serían, que cada vez que él abría la boca yo me llevaba un susto, claro, como ya habíamos perdido la costumbre de oírle…

—Once días aguantó metido arriba, once, que se los fui contando uno por uno, y el doce apareció por aquí, tan arreglado como cuando vino a tratar con su mujer, que a ése también sólo se le ocurre ponerse elegante cuando va a la greña, coño, que vaya hombre más raro que es… Igualito que aquella mañana estaba, igualito, me di cuenta nada más verle, los mismos temblores, los mismos sudores, igual de acojonado, vamos, aunque con el pelo gris, y nada más verle me dije para mí, malo, porque éste tiene que dar mucha guerra todavía. ¿Adónde vas tan guapo, Pedro?, le pregunté aquella tarde, y ya sabía yo de sobra adónde iba, pues no lo iba a saber… A ver a mis hijos, me contestó, y luego me preguntó por Marciano, porque quería pedirle que le llevara al pueblo en la furgoneta, por llamar menos la atención, supongo, que es que hay que joderse, a aquellas alturas, ya… Pues déjale, le dije, que vaya él y que te traiga aquí a los niños, y así los ves, y ellos te ven a ti, y tenemos todos la fiesta en paz. Entonces se me echó a reír, pero con todo el descaro del mundo, no creas. ¡Qué mal bicho eres, Mercedes!, eso me dijo, y me di cuenta de que ni siquiera me había tomado en serio, y de que iba a hacer lo que se le pusiera entre las dos piernas, como había hecho siempre, menos cuando se volvió a Madrid. Y aquella tarde fue la única vez, y fíjate bien en lo que te digo, Paulina, la única vez en mi vida que me he metido aposta donde no me llamaban, la única, que desde que volvió Marciano a casa conté una hora justa y entonces le dije, ¡hala!, saca la furgoneta que te vuelves al pueblo otra vez, pero ahora conmigo. ¡Y lo que rezongó el maldito! Todavía le estoy oyendo, que si eso está muy feo, que si eso no se hace, que si como nos pille el señor me va a despedir… Gallina, que no es más que un gallina, eso es, igual que el otro, que achacoso y todo como está ahora, se subiría a un árbol antes que atreverse a despedirme a mí, pues no te digo… Así que llegamos al pueblo, y me acerqué andando a casa de Teófila, ¿y qué me encontré? ¡Ja! ¡Las persianas bajadas y a los niños sentados en la acera, eso me encontré! Y a Fernando desentendido de sus hermanos, tirándole piedras a una tapia porque no se las podía estrellar a su padre en la cabeza, claro, que los otros dos no entendían nada, que la mismo que has contado tú de Magda, así estaban, pero ese pobre sí que se acordaba de él, y de todo la demás, y no creo que se le vaya a olvidar nunca.

—¿Va a venir este año, no? Fernando, digo.

—Eso va contando Teófila, y que tiene muchas ganas de ver a sus nietos, que Fernando, el mayor, ya está hecho un hombre, pero todos los años dice lo mismo… Yo creo que ése ya no vuelve, Paulina, ¡pero si se fue de aquí cuando era un crío, y sin ninguna necesidad, sólo para perdemos a todos de vista! En su casa no le faltaba de nada, de nada, que se han criado todos como señoritos, y él podría haber tenido hasta carrera, igual que sus hermanos, y lo sabía, y bien que le rogó su madre, pero no quiso quedarse. ¿Y ahora que le van tan bien las cosas va a venir? Te digo yo que no, que ése ya no vuelve ni con los pies por delante, y no me parece mal, yo le entiendo. Los pequeños es distinto, porque ésos sí que han crecido con su padre, sólo a temporadas, pero de todas formas… Mira, por la menos, la segunda vez lo hizo mejor.

—¡De eso nada! Lo que pasa es que la señora ya era mayor, y estaba muy cansada de tanto follón, y con lo de Pacita encima, que había que estar todo el santo día pendiente de ella, pues con más razón. Ahora, que te advierto que cada vez que se venía para acá, todos descansábamos.

—Pues ya lo hizo mejor, aunque sólo sea por eso ¿te parece poco? ¡Cómo la sabía yo, Dios mío, cómo sabía yo que esto era el cuento de nunca acabar! y es que no hay nada que hacer, es que es más fuerte que él, la lleva escrito en los mismos huesos, la maldita sangre de Rodrigo le tira más que la conciencia, y para un mal así no inventarán el remedio.

—Una mala persona, y un mal marido, y un mal padre, y un pedazo de golfo… ¡Eso es lo que es, Mercedes, y déjate de sangres, que parece mentira que a estas alturas sigas hablando así!

—¡Hablo como me da la gana! y lo que digo es verdad, la pura verdad, y si la señora no hubiera querido volver, habría vuelto él solo, antes o después, porque lo lleva en la masa de la sangre, ¿me oyes?, y Teófila lo sabía, por eso no necesitaba a ninguna bruja para adivinar el futuro, porque ella también lo sabe, que en la masa de la sangre lo lleva, en la vena de Rodrigo, que es la misma que han heredado, antes que sus apellidos, Tomás, y Magda, y Lala…

—¡Magda no, Mercedes!

Ya era casi de noche, y llevaba tanto tiempo en silencio, y mi protesta sonó tan parecida a un grito, que las dos me miraron sorprendidas, casi asustadas por mi vehemencia.

—¡Qué sabrás tú! —dijeron a la vez, casi a coro.

—¡Sé todo lo que hay que saber! — mentí—. Y Magda no ha heredado nada malo del abuelo. Y Lala tampoco. ¿Por qué, porque salía en el
Un, Dos… Tres
? Ya ves tú, pues también quiere salir Nené, y hacer películas, igual que ella, no sé qué tiene que ver la sangre en todo eso…

Mi tía Lala, la cuarta hija de Teófila, era la mujer más guapa que había visto en mi vida. Bastante más alta que yo, porque debía de rondar el metro ochenta, tenía unos ojos pardos inmensos, rasgados en los extremos y había heredado la boca de los Alcántara, pero su nariz era perfecta, como la de su madre, y perfecto el óvalo de su cara, enmarcado por dos pómulos que sobresalían lo justo, y no como los míos, que me dan a veces un aspecto famélico, bajo una piel impecable, como la de Pacita, color de caramelo. Yo sólo recordaba haberla visto el verano anterior, cuando apareció por Almansilla con su novio después de haber estado fuera más de diez años, y en todo el pueblo no se habló de otra cosa hasta que nos volvimos a Madrid. Al parecer, su llegada ya fue espectacular, a bordo de un flamante deportivo rojo que la depositó exactamente delante de la puerta de su madre, una circunstancia que no tendría nada de especial si aquella enorme casa de piedra que ordenara levantar mi abuelo, no hubiera estado en una calle por la que hasta entonces, según decían los más viejos, nunca había circulado ningún vehículo con ruedas, porque los edificios antiguos que se mantenían en pie, sobre ambas aceras, tenían unos balcones volados tan profundos que cualquier coche se hubiera destrozado el techo contra ellos, cualquiera menos el del novio de Lala, que pasó limpiamente bajo las vigas de madera, incólume pese a la lluvia de aserrín que le cayó encima.

Quienes ya la habían visto antes, contaron que era imposible reconocerla, de tanto que había cambiado desde que, a los diecisiete años, la eligieron Miss Plasencia y se marchó de casa, y algunos afirmaron que estaba peor, más artificial, más vieja, pero yo la busqué por la noche, en la plaza, y me encontré con la misma belleza que habíamos descubierto una noche, por pura casualidad, en la televisión, cuando empezó a trabajar como azafata en aquel concurso que veía todo el mundo. Mamá dijo que no le pillaba de sorpresa, y desde entonces, ella y la tía Conchita la llamaba «la astilla», porque decían que había salido del mismo palo que su madre, pero a mi padre le hacía mucha gracia y no se perdía ni un solo programa. Nosotras éramos sus más fervientes admiradoras, y todavía me acuerdo de cómo sufríamos si alguna vez se equivocaba, y de cuánto presumíamos de ella en el colegio, donde nadie sabía que tuviéramos tías de dos clases diferentes, sobre todo desde que Reina dio en alguna revista con la respuesta precisa para cortar los malintencionados comentarios de algunas de nuestras compañeras, que insinuaban, y con razón, que lo que hacía Lala en la tele no era actuar, sino más bien enseñar las piernas. Entonces estirábamos el cuello todo lo que podíamos, para intentar mirar a nuestra interlocutora desde arriba, y adoptábamos un deje desdeñoso para replicar, es que ella es actriz, y los actores tienen que hacer de todo. Esto es sólo un paso más en su carrera.

Y Lala terminó siendo actriz, y muy buena, al menos para mí, que nunca he dejado de mirarla con cariño. Ya había hecho cine aquel verano, cuando vino a Almansilla, aunque sólo había intervenido en dos películas, un par de papelitos muy cortos y uno de ellos casi todo el tiempo en ropa interior, un conjunto de sujetador, bragas y liguero de encaje granate, pero por lo visto apenas hablaba, sólo chillaba, intentando defenderse de un señor calvo que intentaba violarla dentro de un ascensor. Eso fue por lo menos lo que me contó la tata, que la odiaba, como odiaba cualquier cosa que tuviera algo que ver con Teófila, porque la película era para mayores de dieciocho años, y aunque intentamos colarnos en tres cines, no nos dejaron pasar en ninguno. Sin embargo, aquel director que vino con ella la convenció de que dejara de aceptar ese tipo de papeles, y la hizo protagonista, dos años después, de su segunda película, una nueva comedia urbana, como las llamaban entonces, que tuvo mucho éxito. Aquélla sí pude ir a verla, y la verdad es que Lala estaba estupenda, guapísima y muy graciosa, a la altura de la película, aunque el argumento, digan lo que digan, no era muy distinto del de aquella del ascensor, un tío que andaba todo el día como loco, intentando follar y sin encontrar con quién, hasta que conocía a una tía —la mía—, se la ligaba, y acababan en la cama, donde, al terminar, en vez de un pitillo cada uno, se fumaban un canuto entre los dos. Esa era la principal diferencia, y que Lala llevaba vaqueros y botas planas, y debajo, unas bragas blancas de algodón vulgares y corrientes, y nada más, porque se tiraba media película con las tetas al aire, y su compañero de reparto, un treintañero escuchimizado con barba y gafitas redondas, clavado al que estaba detrás de la cámara, la seducía leyéndole trozos de
Alicia en el país de las maravillas
, y sin embargo todo me pareció muy bien, real como la vida misma, y por eso acabé de convencerme de que aquel tío era un genio, como proclamó ella en Almansilla a los cuatro vientos, y como yo le repetí machaconamente a la tata, porque me dio mucha rabia que, cuando apenas había tenido tiempo para echarle un vistazo por encima, en el baile, sentenciara de aquella manera, pues sí, más vale que sea una lumbrera porque, por lo que está a la vista… ¡menuda mierda de hombre!

Luego se tuvo que tragar esas palabras, y todas las que había pronunciado, la boca sempiternamente torcida, a propósito de Lala, porque algún tiempo después de que se estrenara su película, aquella mierda de hombre montó una versión de la
Antígona
de Anouilh, que entonces se llevaba mucho, para el Festival de Mérida, y una dramática fotografía de su novia, más que recatadamente ataviada con una adusta túnica blanca, larga hasta los pies, que apenas dejaba entrever la forma de sus brazos por encima del codo, ocupó un espacio destacado en las páginas de cultura de todos los periódicos, y hasta llegó a invadir la portada del
ABC
, inopinadamente travestido aquel día de martillo de virtuosos, sobre todo porque la larga crítica que encontramos en su interior —una descalificación sañuda, y hasta cruel, del pobre gafitas, a quien se le sugería con bastantes malos modos que se quedara para siempre en la comedia urbana y se dejara de transcendencias que le venían grandes— valoraba muy positivamente el entusiasmo y la garra de la primera actriz, en quien nadie ya, salvo nosotros, reconocía a la pizpireta/gilipollas Jacqueline del concurso televisivo. Pero eso sólo ocurriría años después, y ni la imaginación de Mercedes, ni la de Paulina, podían llegar tan lejos cuando les confesé las aspiraciones de la pobre Nené, propietaria ya de un cuerpo cuadrado, corto y recto, macizo, que no permitía augurarle un gran futuro como mujer objeto.

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