Los señores de la instrumentalidad (148 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Lo probamos con estudiantes universitarios, extranjeros, psiquiatras, empleados de la Casa Blanca y hombres de la calle. Incluso pensamos en pasarla por una radio municipal como programa de adivinanzas, ofreciendo premios a quien acertara. Eso nos pareció demasiado, así que aceptamos la más segura sugerencia de probarla con el sistema de altavoces de la base del Mando Aéreo Estratégico, que estaba vigilado día y noche.

De todos modos, pocas personas tenían permiso y fue fácil anular por una semana los que se habían concedido. Pasamos esa maldita cinta seis veces y casi todos los ocupantes de la base quisieron escribir una carta a Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota. Incluso se llamaban Angerhelm unos a otros y se preguntaban qué diablos quería decir.

Desde luego, había muchos retruécanos con el nombre e incluso algunas bromas un poco procaces. Eso no ayudó.

El problema era que en estas pruebas no podíamos averiguar en qué punto empezaba la transmisión subliminal del nombre y el domicilio.

Desde luego, era subliminal. Esto no resulta tan difícil. Cualquier buen psicólogo puede pasar un mensaje con ruidos o una imagen visual sin que el receptor sepa exactamente cuándo lo ha recibido. Es un problema de acercarse al umbral, permanecer un poco debajo de éste y luego emitir el mensaje con nitidez, por debajo del nivel de percepción consciente, para que penetre.

Sabíamos a qué nos enfrentábamos. Lo que no sabíamos era qué estaban haciendo los rusos, cómo lo habían recibido y por qué los molestaba tanto.

Al fin, todo fue a la Casa Blanca. Allí se celebró una conferencia a la cual asistió mi jefe, el señor Spatz, como representante de los intereses del director de Presupuesto y del contribuyente norteamericano.

Fue una conferencia breve. Todos los caminos conducían a Nelson Angerhelm, quien ya estaba bajo el control de la mitad del FBI y buena parte de las fuerzas militares de la región. Habían puesto micrófonos en todas las habitaciones de su casa, aparatos tan sensibles que captaban los latidos de su corazón. Las precauciones que tomábamos con ese hombre eran dignas del programa que tenemos para proteger Fort Knox.

Angerhelm era consciente de que habían pasado cosas raras, pero no sabía qué ni quién estaba involucrado.

Meses después contó a alguien que sospechaba que su hermano había hecho alguna falsificación y que estaban indagando por el vecindario. No advirtió que su seguridad constituía la mayor inversión nacional del país desde el descubrimiento de la bomba atómica.

El presidente en persona dio la orden. Examinó las pruebas. El secretario de Estado declaró que Khruschev no habría mencionado esa broma si él mismo no hubiera estado desorientado.

Incluso pusimos rusos a trabajar en el asunto, por supuesto, rusos que se habían pasado a nuestro bando. No averiguaron mucho más. Todos oían el mismo maldito mensaje: «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins Minnesota.»

Pero eso no conducía a ninguna parte.

Sólo quedaba trabajar con el hombre en cuestión.

Cuando se trataba de escoger personas que no llamaran la atención, los de Inteligencia eran reacios a permitir que los extraños se adueñaran de su espectáculo. Por otra parte, no tenían jurisdicción interna, especialmente porque el presidente había pedido al FBI —a J. Edgar Hoover en persona— que se encargara de este asunto porque no le gustaba.

Alguien del Pentágono, quizás apremiado por Inteligencia Aérea, concibió la brillante idea de que si el Ejército y el resto de la comunidad de Inteligencia no podían participar del espectáculo, lo mejor que podían hacer era vengarse de la gente de enlace destinando a gente de enlace en el asunto. Esto significaba el señor Spatz.

El señor Spatz ha permanecido muchos años en este trabajo a fuerza de evitar todo lo interesante y lo emocionante, ateniéndose siempre a lo importante —el presupuesto y la autorización para el año siguiente— y librándose de las personalidades controvertidas mucho antes de que los demás advirtieran que lo eran.

Por lo tanto, no fue. Si el caso Angerhelm terminaba convirtiéndose en un embrollo, prefería no mezclarse en él.

Me asignaron a mí.

Me convirtieron en una especie de miembro honorario del FBI, e incluso me permitieron llevar la cinta. Debían de tener seis copias más de la cinta, así que el honor no era tan exclusivo como parecía. Simplemente, debíamos actuar como personas que sabían algo sobre el hermano de Angerhelm.

Era una tarde seca y rojiza de domingo, y parecía que ya anochecía.

Fuimos hasta una bonita casa. Tenía ventanas dobles y parecía tan acogedora como una chimenea en invierno. No estábamos en invierno y como era de esperar el viejo no tenía aire acondicionado. Pero la casa resultaba acogedora.

No había derroche ni ostentación. Sólo parecía una casa muy cómoda.

El agente del FBI tuvo la generosidad de dejarme tocar el timbre. No respondió nadie y llamé de nuevo. No atendieron.

Decidimos esperar fuera y caminamos por el patio. Miramos el coche que había allí; parecía estar en buenas condiciones.

Llamamos al timbre de nuevo, luego dimos la vuelta y miramos por la ventana de la cocina. Examinamos el coche para ver si el radiador estaba caliente. Miramos la hora. Nos preguntamos si el hombre se ocultaba y nos espiaba. Tocamos de nuevo el timbre.

Entonces el viejo apareció. Venía caminando por la acera.

Nos presentamos y los preliminares fueron los de costumbre. El corazón me latía con violencia. Algo había intrigado a la Unión Soviética y al resto del mundo, algo que posiblemente había caído del espacio, algo que miles de hombres habían oído y nadie podía identificar, algo tan misterioso que el nombre de Nelson Angerhelm vibraba como un lamento más allá de los límites de la comprensión. ¿De qué se trataba?

No lo sabíamos.

Allí estaba el viejo: erguido, bronceado, mejillas rojas, nariz roja, orejas rojas. Rebosante de salud, sueco hasta la médula.

Bastó decirle que nos preocupaba su hermano, Tice Angerhelm, para que nos escuchara. No nos planteó ningún problema.

Mientras escuchaba, abrió los ojos y comentó:

—Sé que han estado haciendo averiguaciones, sé que ustedes tenían problemas y sabía que alguien vendría a hablarme, pero no creí que fuera tan pronto.

El agente del FBI masculló una frase cortés e imprecisa, y Angerhelm continuó:

—Supongo que ustedes son del FBI. No creo que mi hermano estafara a nadie. No era tan deshonesto.

Otra pausa, y continuó:

—Pero tenía esa mente aguda y rara... parecía un hombre capaz de gastar una broma.

Los ojos se le iluminaron.

—Si gastó una broma, caballeros, pudo haber cometido un delito. No sé. Yo sólo crío pollos y trato de vivir a mi aire.

Quizá no fuera el procedimiento adecuado, pero me adelanté al agente del FBI y dije:

—¿Es usted un hombre feliz, señor Angerhelm? ¿Lleva una vida satisfactoria?

El viejo me miró a los ojos. Era obvio que pensaba que algo andaba mal y que no confiaba mucho en mi buen juicio.

Pero bajo la fiereza de su mirada subyacía cierta compasión, y sin duda sospechó que yo había sufrido mucha tensión. Abrió más los ojos. Irguió los hombros con cierto orgullo.

Parecía un hombre que recordaba que uno de sus antepasados suecos había sido almirante, y que mucho antes de que el apellido Angerhelm se agotara y secara en esa llana comarca al oeste de Minneapolis, había sido grande, y que quizás hubiera chispas de esa grandeza en alguna parte del universo.

No sé. Supongo que sintió esa importancia, porque me miró fijamente a los ojos.

—No, joven, mi vida no ha sido muy grata y no me ha gustado. Espero que nadie tenga que vivir una vida como la mía. Pero no les diré más. Sospecho que usted no está dando palos de ciego, sino que sabe algo malo y quiere decirlo.

El otro agente intervino.

—Sí, pero no implica nada malo para usted, señor Angerhelm. Ni siquiera el coronel Angerhelm, su hermano, se molestaría si estuviera vivo.

—No esté tan seguro —dijo el viejo—. Mi hermano se molestaba por todo. Una vez me dijo: «Escucha, Nelson, regresaría del infierno antes que permitir que alguien me calumniara.» Eso dijo. Creo que hablaba en serio. Tenía un extraño orgullo, y si usted tiene alguna acusación contra mi hermano, será mejor que la plantee.

Así terminamos con la charla intrascendente y pasamos al núcleo de la misión. Sacamos la cinta, la pusimos en el magnetófono portátil de alta fidelidad que habíamos llevado. Pasamos la cinta.

Yo la había oído tan a menudo que casi podía reproducir con las cuerdas vocales los distintos chasquidos y zumbidos. No había ningún gemido, pero había más chasquidos y zumbidos y algunos intervalos de monótono silencio, ese silencio forzado de un magnetófono en marcha cuando no emite ningún sonido.

El viejo escuchó. La grabación no parecía surtir ningún efecto.

¿Ningún efecto? No es verdad.

Hubo un efecto. Cuando terminamos la primera vez, dijo de forma simple, directa, casi glacial:

—Pásenla de nuevo. Creo que he oído algo.

La pasamos de nuevo.

Después de la segunda vez, el viejo dijo:

—Qué cosa tan rara. Oigo mi nombre y domicilio, pero no sé dónde lo oigo. Les juro por Dios, caballeros, que ésa es la voz de mi hermano. Oigo la voz de mi hermano entre los chasquidos y los ruidos. Y sólo oigo Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota. Y lo oigo con toda claridad. Es la voz de mi hermano y no sé dónde la oigo. No sé de dónde sale.

La pasamos por tercera vez.

Cuando la cinta iba por la mitad, levantó las manos y exclamó:

—Apáguenlo. Apáguenlo. No puedo soportarlo. Apáguenlo.

Así lo hicimos.

Sentado en la silla, respiraba entrecortadamente. Al cabo de un rato dijo con voz quebrada:

—Tengo un poco de whisky. Está en ese anaquel, encima del fregadero. Sírvanme una copa, caballeros, por favor.

El hombre del FBI y yo nos miramos. Él no quería verse mezclado en un envenenamiento accidental, así que me mandó a mí. Regresé. Era whisky bastante bueno, una marca conocida.

Serví una copa y bebí un poco. Parecía tonto beber estando de servicio, pero no podía correr el riesgo de envenenarlo. Después de tantos años de contraespionaje en el Ejército, quería permanecer en el Servicio Civil y no deseaba arriesgarme a perder mi buen empleo con el señor Spatz.

El viejo bebió el whisky y dijo:

—¿Se puede grabar en esa cosa al mismo tiempo que reproduce?

Le respondimos que no. No habíamos pensado en eso.

—Creo que puedo explicarles qué dice. Pero no sé cuántas veces podré hacerlo, caballeros. Soy un hombre enfermo. No me encuentro bien. Nunca he disfrutado de buena salud. Mi hermano vivió su vida, yo no. Nunca he vivido demasiado, ni he hecho nada ni he ido a ninguna parte. Mi hermano tuvo de todo. Mi hermano conseguía las mujeres. Conquistó a la única muchacha que yo amé, y luego no se casó con ella. Vivió su vida, se fue y murió. Gastaba bromas y nunca permitía que nadie le ganara la mano. Y mi hermano, caballeros, ha muerto. ¿Comprenden? Mi hermano está muerto.

Le respondimos que estábamos al corriente de ello. No le contamos que lo habían exhumado, que habían abierto el ataúd y habían examinado el esqueleto con rayos X. No le dijimos que habían pesado los huesos, que se había hecho un nuevo proceso de identificación con lo que quedaba de los dedos, y que estaban bastante bien conservados.

No le dijimos que habíamos examinado el número de serie, que todas las circunstancias que habían conducido a su muerte se investigaron y que entrevistamos a todos los que se habían visto involucrados en ella.

No le contamos nada de esto. Sólo le dijimos que sabíamos que su hermano estaba muerto. Él también lo sabía.

—Mi hermano ha muerto y esta extraña grabación reproduce su voz. Sólo tiene su voz...

Asentimos. Dijimos que no sabíamos cómo había llegado allí la voz de su hermano, que ni siquiera sabíamos que era una voz.

No le informamos de que habíamos pasado la cinta mil veces y que sin embargo no sabíamos dónde oíamos la voz.

No le revelamos que habíamos pasado la grabación en la base del Mando Aéreo Estratégico y que todos los hombres de la base habían oído el nombre Nelson Angerhelm, habían oído algo sin saber dónde.

No le contamos que toda la maquinaria de la Inteligencia soviética se había devanado los sesos por esto, y que nuestra gente tenía el incómodo presentimiento de que la cinta venía de un Sputnik.

No le dijimos todo eso, pero lo sabíamos. Sabíamos que si oía la voz de su hermano y quería grabar, el asunto era serio.

—¿Puede conseguirme algo para dictar? —preguntó el viejo.

—Puedo tomar notas —replicó el hombre del FBI.

El viejo negó con la cabeza.

—Eso no basta. Creo que ustedes querrán recogerlo todo, y yo empiezo a captar fragmentos.

—¿Fragmentos de qué? —preguntó el hombre del FBI.

—Fragmentos del mensaje que se esconde detrás de ese ruido. Es la voz de mi hermano. Él dice cosas. No sé qué dice. Me asusta. Hace que todo parezca malo y sucio. No sé si podré aguantarlo, no lo soportaré dos veces. Creo que en cambio iré a la iglesia.

Nos miramos.

—¿Puede esperar diez minutos? Creo que podré conseguir un magnetófono.

El viejo asintió. El hombre del FBI fue hacia el coche y conectó la radio. Una gran antena salió del coche, que por lo demás era un sedán Chevrolet muy poco llamativo. Se comunicó con su oficina. Desde Minneapolis enviaron un magnetófono a Hopkins, con escolta policial. No sé cuánto tardaban las ambulancias en recorrer esa distancia, pero el individuo que hablaba por la radio dijo:

—Deme entre veinte y veintidós minutos.

Esperamos. El viejo no quería hablarnos ni quería escuchar la cinta. Sólo bebía whisky.

—Esto podría matarme, y quiero tener a mis amigos cerca. Mi pastor se llama Jensen. Si me pasa algo, llámenlo, aunque no creo que me suceda nada. Pero llámenlo. Puedo morir, caballeros, no podré aguantarlo mucho. Es la cosa más extraña que le ha sucedido a una persona y no permitiré que ni ustedes ni nadie se inmiscuya. Podría matarme, caballeros.

Fingíamos entender, aunque nadie comprendía nada. Sospechábamos que el viejo tenía problemas cardíacos y quizá se derrumbara.

La oficina había estimado veintidós minutos. El ayudante del FBI tardó dieciocho en llegar. Traía uno de esos aparatos nuevos, compactos y limpios, esos aparatos que a la gente le encantaría tener en casa. Se pueden meter en cualquier parte. Y la calidad del sonido es óptima.

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