Los señores de la instrumentalidad (143 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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El marciano cobró la forma de un Buda pequeño y regordete. Sabía que estaba siendo un poco sacrílego, pero le animó que Farrer soltara un suspiro de alivio. Hasta Li parecía más animado ahora que el marciano había adoptado una forma religiosa conveniente.

—Escucha, monstruo demoníaco y obsceno —rugió Kungsun—, estamos en la República Popular China. No tienes por qué andar adoptando formas sobrenaturales ni realizando actividades anti ateas. Por favor, anúlate y anula esas ilusiones. ¿Qué quieres, de todos modos?

—Me gustaría —contestó con toda humildad el marciano— ser miembro del Partido Comunista Chino.

Farrer y Kungsun se miraron. Luego ambos hablaron al mismo tiempo, Farrer en ruso y Kungsun en chino:

—Pero no podemos permitir que ingreses en el Partido.

—Si eres un demonio, no existes; y en caso de que existas, eres ilegal —dijo Kungsun.

El marciano sonrió.

—Tomad un refrigerio. Quizá cambiéis de opinión. ¿Os apetece una muchacha? —invitó, señalando a las beldades rusas que aún dormían en las sillas del jardín.

Kungsun y Farrer negaron con la cabeza.

Con un suspiro, el marciano desmaterializó a las muchachas y las reemplazó por tres tigres siberianos rayados. Los tigres se acercaron.

Un tigre se acercó mimosamente al marciano y se sentó. El marciano se sentó sobre el tigre.

—Me gusta sentarme en tigres —comentó el marciano en tono jovial—. Son muy cómodos. Tomad un tigre.

Farrer y Kungsun miraban boquiabiertos sus respectivos tigres. Los tigres bostezaron y se estiraron.

Con gran esfuerzo de voluntad, los dos jóvenes se sentaron en el suelo frente a los tigres. Farrer suspiró.

—¿Qué quieres? Supongo que has ganado...

—Bebed vino —ofreció el marciano.

Materializó una jarra de vino y una taza de porcelana frente a cada uno, incluido él mismo. Se sirvió un poco y los miró con ojos astutos y entornados.

—Me gustaría aprenderlo todo sobre la ciencia occidental. Soy un estudiante marciano a quien exiliaron aquí para que se convirtiera en la encarnación subalterna oriental 1.387.229
a
de un Lohan, y he estado aquí durante más de dos mil años, y sólo puedo percibir en un radio de cincuenta kilómetros. La ciencia occidental es muy interesante. Si pudiera, me gustaría ser estudiante de ingeniería, pero como no puedo alejarme de este lugar me gustaría afiliarme al Partido Comunista y recibir muchas visitas.

Kungsun había tomado una decisión. Era comunista, pero también era chino: un chino aristócrata y un hombre versado en las tradiciones de su país. Kungsun usó una forma cortésmente arcaica del dialecto cortesano de Pequín cuando dijo, en tono mucho más amable:

—Honorable y estimado demonio, es inútil que intentes afiliarte al Partido Comunista. Admito que es muy patriótico de tu parte, como demonio chino, tratar de unirte al grupo progresista que lidera al pueblo chino en su incesante lucha contra los perversos imperialistas norteamericanos. Aunque me convencieras a mí, creo que no lograrías persuadir a las autoridades del Partido. Lo único que puedes hacer en el nuevo mundo comunista de la Nueva China es convertirte en un refugiado contrarrevolucionario y emigrar a territorio capitalista.

El marciano pareció huraño y afligido. Los miró con expresión taciturna mientras sorbía el vino. A sus espaldas, Li roncaba durmiendo contra una rueda del camión.

—Entiendo, joven, que comienzas a creer en mí —dijo persuasivamente el marciano—. Ni siquiera tienes que admitir mi existencia. Sólo creer un poquito en mí. Me alegra ver que tú, secretario Kungsun, estás dispuesto a mostrarte educado. No soy un demonio chino, pues en un principio era un marciano a quien eligieron para formar parte de la Asamblea Inferior de la Concordia, pero que por culpa de un comentario inoportuno debe continuar viviendo como la 1.387.229
a
encarnación subalterna oriental de un Lohan durante trescientas mil primaveras y otoños antes de regresar. Supongo que andaré por aquí mucho tiempo. Por otra parte, me gustaría estudiar ingeniería, y creo que sería mucho mejor ser miembro del Partido Comunista que ir a un lugar extraño.

Farrer tuvo una inspiración.

—Tengo una idea —le dijo al marciano—. Pero antes de que la cuente, ¿podrías hacer desaparecer estos malditos camiones y llevarte la
zakouska?.
Se me hace agua la boca pero, lamento decirlo, no puedo aceptar tu hospitalidad.

El marciano agitó la mano para complacerlo. Los camiones y las mesas desaparecieron. Li, que estaba apoyado en un camión, se desplomó en la hierba. Masculló algo en sueños y siguió roncando. El marciano se volvió hacia sus huéspedes. Farrer retomó el hilo de sus pensamientos: —Dejando de lado la cuestión de si existes o no, te aseguro que conozco el Partido Comunista Ruso y que mi colega, el camarada Kungsun, conoce el Partido Comunista Chino. Los partidos comunistas son algo maravilloso. Conducen a las masas en su lucha contra los malvados norteamericanos. ¿Comprendes que si no continuáramos la lucha revolucionaria, todos tendríamos que beber Coca-Cola cada día?

—¿Qué es Coca-Cola? —preguntó el demonio. —No sé —respondió Farrer. —Entonces, ¿por qué tienes miedo de beberla? —Eso carece de importancia. He oído decir que los capitalistas obligan a todo el mundo a beberla. El Partido Comunista no puede perder el tiempo formando secretariados sobrenaturales. Si tuviéramos un secretario demoníaco, echaríamos a perder nuestras campañas antirreligiosas. Te aseguro que el Partido Comunista Ruso no lo tolerará, y nuestro amigo te asegurará que no hay lugar para ti en el Partido Comunista Chino. Queremos que seas feliz. Pareces ser un demonio muy amistoso. ¿Por qué no te vas? Los capitalistas te recibirán bien. Son muy reaccionarios y muy religiosos. Incluso podrías encontrar gente que creyera en ti.

El marciano abandonó su forma de Buda rechoncho para adoptar el aspecto y el atuendo de un joven chino, un estudiante de ingeniería de la Universidad de la Revolución en Pequín. Con forma de estudiante, continuó:

—No quiero que la gente crea en mí. Quiero estudiar ingeniería, y quiero saberlo todo sobre la ciencia occidental. Kungsun acudió en auxilio de Farrer. —Es inútil que trates de ser un ingeniero comunista —aconsejó—. A mi entender, eres un demonio muy distraído, y creo que si intentaras hacerte pasar por humano, te olvidarías, y a cada momento estarías cambiando de forma. Eso atentaría contra la moral de clase de la gente.

El marciano pensó que el joven tenía razón en eso. Le desagradaba mucho mantener la misma forma más de media hora. Conservar una forma material le provocaba picores. También le gustaba cambiar de sexo de vez en cuando; resultaba estimulante. No admitió en voz alta que Kungsun había dado en el clavo con ese comentario sobre el cambio de forma, pero asintió afablemente y preguntó:

—Pero, ¿cómo podría irme?

—Simplemente, vete —propuso Kungsun, fatigado—. Vete. Eres un demonio. Puedes hacer cualquier cosa.

—No puedo hacer eso —protestó el marciano—estudiante—. Para viajar necesito algún objeto. —Se volvió hacia Farrer—. No serviría de nada que tú me lo dieras. Si me das algo ruso, terminaría en Rusia, y por lo que has dicho no les interesa un marciano comunista, y tampoco a los chinos. No me gustaría irme de mi hermoso lago, pero supongo que tendré que hacerlo si quiero conocer la ciencia occidental.

—Tengo una idea —dijo Farrer. Se quitó el reloj de pulsera y se lo dio al marciano.

El marciano lo examinó. Muchos años antes, el reloj había sido fabricado en Estados Unidos. Un soldado norteamericano se lo había dado a una señorita alemana, la abuela de la señorita alemana se lo había dado a un soldado del Ejército Rojo a cambio de tres sacos de patatas, y el soldado del Ejército Rojo se lo había vendido a Farrer por quinientos rublos cuando ambos se conocieron en Kuibyshev. Los números y las manecillas estaban pintados con radio. Había perdido la segunda manecilla, de modo que el marciano materializó una nueva. Le cambió la forma varias veces hasta dar con la adecuada. En el reloj decía en inglés: Compañía relojera Marvin. En la parte inferior de la esfera del reloj figuraba el nombre de una ciudad: Waterbury, Conn.

El marciano leyó y le preguntó a Farrer:

—¿Dónde está Waterbury,
Kahn?.

—Conn, es la abreviatura del nombre de un estado norteamericano. Si vas a ser un capitalista reaccionario, ése es un buen lugar para un capitalista.

Aún pálido, pero con voz servil, Kungsun añadió:

—Creo que te gustaría la Coca-Cola. Es muy reaccionaria.

El marciano-estudiante frunció el ceño. Aún tenía el reloj en la mano.

—No me importa si es reaccionario o no. Quiero estar en un lugar muy científico.

—No podrías ir a ningún lugar más científico que Waterbury, Conn., especialmente Conn. —insistió Farrer—. Es el lugar más científico de Estados Unidos, y estoy seguro de que sienten gran simpatía por los marcianos y de que podrás afiliarte a un partido capitalista. No les molestará. Pero los partidos comunistas te crearían muchos problemas.

Farrer sonrió. Le brillaron los ojos.

—Además —añadió como argumento definitivo— puedes quedarte con mi reloj, para siempre.

El marciano frunció el ceño.

Hablando consigo mismo dijo:

—Veo que el comunismo chino se derrumbará dentro de ocho años, ochocientos años u ocho mil años. Quizá sea mejor que vaya a Waterbury, Conn.

Los dos jóvenes comunistas asintieron enérgicamente y sonrieron.

—Honorable, estimado marciano, por favor, date prisa porque quiero atravesar el cerro con mis hombres antes del anochecer. Ve con nuestro beneplácito.

El marciano cambió de forma. Adoptó la imagen de un Arhat, un discípulo subalterno del Buda. Creció hasta tener dos metros y medio de estatura. Su rostro irradiaba una paz sobrenatural.

Llevaba el reloj de pulsera, milagrosamente provisto de una nueva correa, sujeto a la muñeca izquierda.

—Os bendigo, muchachos. Me voy a Waterbury. Y así lo hizo.

Farrer miró a Kungsun.

—¿Qué le ha pasado a Li?

Kungsun meneó la cabeza, aturdido.

—No sé. Me siento extraño.

(Al partir rumbo a ese lugar maravilloso y extraño, Waterbury, Conn., el marciano les había borrado todo recuerdo del encuentro.)

Kungsun caminó hacia el borde del cerro. Vio a sus hombres durmiendo.

—Mira eso —masculló. Caminó hacia ellos gritando—: Arriba, estúpidos, tortugas. ¿A quién se le ocurre dormir en un cerro cuando ya cae la tarde?

El marciano concentró todos sus poderes en Waterbury, Conn.

Era la 1.387.229
a
encarnación subalterna oriental de un Lohan (o un Arhat), y sus poderes eran limitados, aunque impresionaran a los extraños.

Con una conmoción, un estremecimiento, una sensación de ruptura, de cosas hechas y deshechas, se encontró en una región llana. Una extraña oscuridad lo rodeaba. Soplaba un aire que nunca había olido antes. Farrer y Li estaban muy lejos, en un cerro sobre el Chinshachiang, en un mundo con el que había roto. Recordó que había abandonado su forma.

Se miró distraídamente para ver qué forma había adoptado para el viaje.

Descubrió que había llegado con la apariencia de un Buda pequeño y risueño de dieciocho centímetros de altura, tallado en marfil amarillento.

—¡Esto no servirá! —murmuró el marciano—. Debo adoptar una forma local...

Estudió las inmediaciones, buscando telepáticamente un objeto interesante.

—Aja, un camión de leche.

Y pensó: la ciencia occidental es verdaderamente maravillosa. ¡Imagínate! ¡Una máquina creada exclusivamente para transportar leche!

Sin dudarlo un instante, se convirtió en camión de leche.

En la oscuridad, sus sentidos telepáticos no habían distinguido de qué metal estaba hecho el camión, ni el color de la pintura.

Para pasar inadvertido, se convirtió en un camión de leche de oro macizo. Así, sin conductor, puso en marcha el motor y se dirigió a una de las carreteras principales que conducían a Waterbury, Connecticut. De modo que si alguien pasa por Waterbury, Connecticut, y ve un camión de leche de oro macizo circulando sin conductor por las calles, sabrá que es un marciano, también conocido como la 1.387.229
a
encarnación subalterna oriental de un Lohan, que todavía piensa que la ciencia occidental es maravillosa.

Nancy

Gordon Greene se encontró frente a dos hombres cuando entró en el despacho.

El joven ayudante era un cero a la izquierda. El general no. El general estaba sentado donde debía, ante su escritorio. La mesa ocupaba buena parte del cuarto, pero el general hacía gala de infinita cortesía: las cortinas estaban echadas de tal modo que la luz no encandilaba a la persona entrevistada.

El general era Wenzel Wallenstein, el primer hombre que se había aventurado en los abismos del espacio. No había llegado a una estrella. Nadie había llegado aún a una estrella, pero él había ido más lejos que nadie.

Wallenstein era viejo pero no tenía muchos años. Tenía menos de noventa años en una época en que muchos hombres llegaban hasta los ciento cincuenta. Wallenstein parecía viejo por el sufrimiento que le había causado la tensión mental, no la angustia y la competencia, no la mala salud.

Era un sufrimiento más sutil, una sensibilidad causada por su propio dolor.

Pero era real.

Wallenstein era un hombre muy estable, y el joven teniente se asombró al descubrir que en su primera reunión con el comandante en jefe sentía una instintiva y rápida simpatía por el hombre que estaba al mando de la organización.

—¿Su nombre?

—Gordon Greene —respondió el teniente.

—¿De nacimiento?

—No, señor.

—¿Cuál era su nombre original?

—Giordano Verdi.

—¿Por qué se lo cambió? Verdi también es un gran apellido.

—A la gente le costaba pronunciarlo, señor. Me pareció lo mejor.

—Yo he conservado mi nombre —dijo el viejo general—. Supongo que es cuestión de gustos.

El joven teniente levantó la mano izquierda, con la palma hacia afuera, en el nuevo saludo propuesto por los psicólogos. Esto significaba que por el momento se podía prescindir de la cortesía militar y que el oficial subalterno pedía permiso para hablar de hombre a hombre. Conocía el saludo, pero en este ámbito no le tenía confianza.

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