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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (91 page)

BOOK: Los navegantes
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—Entonces estuvisteis en Cebú —exclamó Legazpi—. ¿Cómo es esa isla?, cuéntame, ¿qué visteis?

—Por lo que vimos, está muy poblada. Pudimos observar a lo largo de la costa muchos pequeños poblados de cuarenta o cincuenta casas cada uno. Había numerosas sementeras y plantaciones. Da la impresión de que es una isla rica, muchos indígenas llevaban adornos de oro.

Las noticias sobre Cebú hicieron cambiar de idea a los expedicionarios sobre qué isla poblar. Legazpi convocó otra nueva junta en la que se decidió que esa isla sería en la que se establecerían. Evidentemente, volvieron a contar con la oposición frontal de todos los agustinos, incluido esta vez a fray Andrés de Urdaneta.

En medio del entusiasmo general, se tomó el acuerdo de dirigirse a Cebú lo antes posible; Se aceleraron los preparativos, pues la época de lluvias se acercaba. Los borneys fueron enviados provistos de salvoconductos.

La noche del domingo de Resurrección, la escuadra zarpó de Bohol. La distancia entre las dos islas era apenas de quince leguas, pero los vientos y corrientes contrarios, aunados con las calmas, retrasaron el arribo de la escuadra a su objetivo hasta el viernes, día 27 de abril. Ese mismo día, a las diez de la mañana, anclaron en Cebú el patache y la capitana. La almirante no pudo hacerlo hasta el día siguiente.

Con la llegada a Cebú, tal como había hecho la flota magallánica cuarenta y cuatro años antes, la fase preparatoria de la conquista había terminado. Legazpi y su expedición se asentaban en el corazón mismo del archipiélago filipino.

Luis Rodríguez, lo mismo que el resto de los expedicionarios, miraba embelesado la enorme bahía poblada de hileras de cocoteros que bajaban hasta la misma playa. Sobre una fina y dorada arena reposaban docenas de canoas y paraos de todos los tamaños y, pululando a su alrededor, muchos nativos que se aprestaban para salir a pescar contemplaban inquietos la presencia de la escuadra castellana.

Aquí y allá docenas de niños se habían olvidado por un día de sus juegos y miraban asombrados aquellas enormes casas flotantes.

El joven grumete levantó los ojos desde la borda donde se hallaba apoyado y paseó la mirada por las laderas de las colinas circundantes. El paisaje se veía salpicado de casas y sementeras. Era evidente que los nativos habían cortado grandes extensiones de árboles para poder llevar a cabo sus cultivos.

—Es bonito, ¿verdad, Luis?, ¿te trae recuerdos de Fuenterrabía?

El joven se volvió hacia el padre fray Andrés de Urdaneta, que le había puesto, sonriente, una mano sobre el hombro.

—Son unas islas de ensueño, padre —dijo volviendo la mirada hacia la playa—. Parece como si Dios hubiera bendecido con unos dones especiales estas islas. ¡Tienen que ser verdaderamente felices los habitantes de estos paraísos...!

Urdaneta sonrió.

—No lo creas, Luis. La verdadera felicidad se lleva en el corazón, y no tiene nada que ver con nuestro entorno, créeme. Se puede ser feliz en las condiciones más adversas, mientras que se puede ser desgraciado teniéndolo todo en este mundo.

—¿Vos sois feliz, padre?

La pregunta tan directa del joven cogió a Urdaneta por sorpresa.

—Ésa es una pregunta que va muy al grano, jovencito. Y es, quizá, un poco difícil de contestar. Digamos que estoy en paz conmigo mismo.

—Me han contado que estuvisteis mucho tiempo por estas aguas, y que...

tuvisteis un hijo.

Los ojos del agustino se perdieron en el horizonte antes de responder.

—Ocho años estuve en las Molucas, que no están lejos de aquí. Y en cuanto a tu segunda pregunta... sí, tuve una hija. Su madre murió y me la llevé a Castilla, a Villafranca de Oria. También ella murió hace unos años...

El joven se mostraba azorado.

—Lo siento, padre. No debía haber mencionado...

—No te preocupes, hijo —le tranquilizó Urdaneta—. Las dos están en el cielo, esperándome.

Luis era un joven despierto y aprovechó la ocasión que le brindaba el padre Urdaneta para saciar su curiosidad.

—Navegasteis con Elcano, ¿verdad?

—Sí, me enrolé a su servicio en su segundo viaje cuando yo tenía diecisiete años. Con él aprendí mucho.

—¿No llegasteis a Cebú?

—No. Aquí estuvo la Armada de Magallanes. En esa isla que ves a lo lejos murió el gran navegante portugués, en lucha contra los nativos. A los cuatro días, el reyezuelo de Cebú invitó a todos los castellanos a un banquete. Acudieron veintiocho, y todos fueron pasados a cuchillo o vendidos como esclavos.

—¿Hace mucho de eso?

—Cuarenta y cuatro años. Me imagino que habrá muchos ancianos que todavía lo recuerden. Estoy seguro de que nuestra llegada les ha debido de causar mucho temor. Tendrán miedo de que queramos vengar aquella traición.

—Pero el capitán general ha mandado a uno de los borneys a decir a los indígenas que venimos en son de paz, ¿no es así?

—Sí, y parece que ahí tenemos a un enviado suyo.

Efectivamente, en una barca apareció un anciano indígena solicitando que cesaran las salvas de arcabuceros y artillería, pues los habitantes, decía, estaban muy asustados. El emisario aseguró a Legazpi que el rey Tupas y los magnates de la isla se habían quedado preparándose para presentarse dignamente ante el capitán general.

Legazpi mandó obsequiar con regalos al viejo, volviendo a asegurarle que le dijera al rey que sus propósitos eran pacíficos. No tenían intención de agraviarles ni dañarles lo más mínimo. El general aseguró a los cebuanos el más generoso perdón por la traición acaecida años atrás. Pero, según iba transcurriendo el tiempo, se hacía más evidente que los habitantes de Cebú no habían cambiado mucho en cuarenta años. La táctica que seguía el reyezuelo de Cebú era ya harto conocida por la armada. Desde las naos se podían ver a los habitantes sacando de sus casas a toda prisa sus ajuares e internándolos en la espesura.

Los capitanes Goiti y De la Isla, así como el maestre de campo, se presentaron a Legazpi.

—Es evidente que los cebuanos están preparándose para la batalla, capitán —dijo el maestre de campo—. Creo que deberíamos atacar ahora mismo antes de que lleguen refuerzos. Los soldados están impacientes.

Legazpi miró a sus capitanes con unos ojos preocupados, pero de mirada firme y decidida.

—Esperaremos todo el día de hoy —sentenció.

—Mañana no habrán cambiado las cosas, capitán —intervino Goiti—. En todo caso, habrán preparado mejor sus defensas y estarán más organizados.

—Esperaremos, capitán Goiti, esperaremos.

En aquel ambiente belicoso transcurrieron el día y la noche. Los expedicionarios apenas pudieron pegar ojo mientras los artilleros se recostaban en los cañones cebados, los arcabuceros preparaban una y mil veces pólvora, mechas y cartuchos y los ballesteros comprobaban la tensión de las ballestas y elegían las mejores flechas. Todos presentían que por fin había llegado la hora de la lucha. La paciencia de Legazpi forzosamente tenía que tener un límite.

Sin embargo, a la mañana del día 28 Legazpi decidió armarse todavía de más razones. Pidió a Urdaneta y al maestre de campo que se acercaran en un batel a tierra para requerir a los habitantes que cumplieran lo que el reyezuelo les había prometido el día anterior.

Urdaneta efectuó el requerimiento a grandes voces, en malayo, pero todo lo que consiguió fue acelerar la huida de los nativos.

Pero ni aun entonces se dio Legazpi por vencido.

—Insiste —pidió a Urdaneta.

Sin embargo, al nuevo llamamiento de Urdaneta, los cebuanos, que para entonces habían puesto a buen recaudo todas sus posesiones, respondieron con un gran griterío y aparecieron en el borde de la selva levantando sus lanzas en actitud amenazadora. Por todos los sitios seguían apareciendo nativos. Incluso se acercaban grandes barcazas, que normalmente se usaban para transporte de carga, repletas de hombres con claras intenciones de desembarcar detrás de una punta.

Estaba claro que los cebuanos habían declarado la guerra unilateralmente.

Legazpi convocó entonces rápidamente a los mandos de la expedición, junto con todos los religiosos agustinos. Sus palabras constituían un solemne descargo de su conciencia ante una toma inmediata de decisión.

—Si hay alguien entre los aquí reunidos —dijo con voz grave—, que crea saber de algún procedimiento pacífico para ganarnos la amistad de los nativos, le agradeceré la exponga. Si alguna persona cree que podemos seguir usando la conducta benévola con los cebuanos, que lo diga.

Nadie tomó la palabra. Incluso los agustinos no encontraron otra vía de acción que pudiera sustituir a la militar.

El desembarco quedó planeado en un momento. En realidad lo había estado desde hacía mucho tiempo. ¡Por fin había llegado el momento tan ansiado!

El plan consistía en que el maestre de campo y los capitanes Goiti y De la Isla acometieran por el ala derecha, justo donde los indígenas habían desembarcado refuerzos. El otro extremo del ala correría a cargo de la fragata y una canoa tripulada por los gentileshombres expedicionarios.

Unos doscientos hombres se habían preparado para el combate embutidos unos en pesadas armaduras y cascos, otros protegidos con chalecos de cota de malla con brazaletes y refuerzos en los hombros. Todos iban armados con arcabuces con horquilla y picas. Mientras tanto, en los tres navíos los artilleros preparaban los cañones. Los barriles de pólvora estaban abiertos, las mechas encendidas y las bolas de hierro de diez libras en cubos, lo más cerca posible de la boca de los falconetes y bombardas.

Los indígenas sumaban unos dos mil armados en su mayor parte de lanzas de caña de bambú, palos y arcos con flechas presumiblemente envenenadas.

Apenas hubieron salido las canoas y la fragata del costado de las naves, Legazpi ordenó abrir fuego. Las piezas de la nao capitana apuntaron a la escuadra de paraos, mientras que las de la almirante y el patache
San Juan
lo hacían contra el poblado. El estruendo de la andanada fue equivalente al retumbar de cien truenos a la vez.

Los indígenas, que pocos instantes antes blandían amenazadores sus lanzas en alto, huyeron de repente en desbandada, aterrorizados. Su prisa por escapar igualaba la decisión de pelear mostrada con anterioridad.

El resultado de los disparos fue de tres paraos hundidos y el incendio de una de las viviendas. Antes de que los soldados pudieran desembarcar, el fuego había prendido en la techumbre de paja y se propagaba a otras. De haber soplado viento, el poblado habría quedado destruido por completo.

En cuanto al enemigo, había desaparecido como por arte de magia.

El marinero vizcaíno Juan Camuz, natural de Bermeo, era un hombre curioso, además de ambicioso. Apenas se hubo apagado el incendio que asolaba el poblado, se dedicó a registrar las chozas que no habían sido arrasadas por las llamas, con la esperanza de hallar en ellas algún objeto de valor. No era fácil que los moradores de las viviendas hubieran dejado nada que valiera la pena coger; sin embargo, nunca se sabía...

En una de las chozas más pobres del poblado, en el mismo borde de la selva, cuando ya el bermeano desesperaba de hallar nada de valor, sus ojos tropezaron con una pequeña figura de yeso que brillaba en un rincón de la vivienda.

—¡Santa María! —exclamó boquiabierto—. Se acercó más y, con mano temblorosa, cogió la figura. Atónito, contempló la imagen de un Niño Jesús de los de Flandes en su cajita de pino y con su camiseta de volante. Incluso tenía el sombrero velludo flamenco. No le faltaba nada más que la cruceta que solían tener en la mano...

—¡Dios sea... loado...! —tartamudeó en voz alta—. ¿Cómo... puede un Niño Jesús haber llegado hasta este rincón del mundo...?

Fue corriendo en busca de Legazpi, a quien halló en la playa organizando el desembarco.

—¡Capitán, capitán! —gritó casi sin aliento—. Mirad lo que he encontrado.

Tembloroso, tendió la figura de yeso al jefe de la expedición.

Legazpi se quedó mirando atónito durante un largo tiempo la figura que le había dado el bermeano. A su alrededor se arremolinaron todos los expedicionarios.

—¿Dónde... dónde has encontrado esto? —balbuceó emocionado el capitán general.

Juan Camuz señaló la humilde choza al final del sendero.

—Estaba en un rincón, en aquella choza.

Legazpi no podía apartar su mirada de aquel Niño Jesús, que parecía sonreírle desde su lecho de paja.

Con una emoción indescriptible, el anciano cayó de rodillas, con muestras de gran devoción, y tendió los brazos para recibir en ellos la figura del Niño.

Con lágrimas en los ojos, besó tiernamente los pies descalzos de la imagen, alzando a continuación la mirada al cielo.

—Señor —dijo en voz alta—. Poderoso eres para castigar las ofensas en esta isla cometidas contra tu majestad, y para fundar en ella tu casa e iglesia donde tu gloriosísimo nombre sea alabado y ensalzado. Suplícote que me alumbres y encamines de manera que todo lo que acá hagamos sea a gloria y honra tuya y ensalzamiento de tu santa fe católica.

Los cuatro agustinos habían llegado mientras tanto desde las naves y contemplaban ahora embelesados la figura de yeso en manos de Legazpi.

—Debe de ser, sin duda —dijo Urdaneta—, la imagen que Pigafetta regaló a la reina de Cebú hace más de cuarenta años.

Fray Andrés de Aguirre negó con la cabeza.

—En sus narraciones, Pigafetta menciona una imagen de la Virgen. No dice nada de un Niño Jesús.

—Puede que se trate de un error del cronista.

—O puede que se trate de un milagro —intervino fray Pedro de Gamboa con ojos resplandecientes.

—Yo creo —observó fray Martín de Rada— que, en cualquier caso, se trata de una señal. Es un buen signo el hecho de que hayamos encontrado la imagen de nuestro Salvador el primer día del desembarco en la isla. Es seguro que Jesús nos quiere dar ánimos para que perseveremos en nuestra empresa.

Legazpi se dirigió a Juan Camuz.

—Guíanos al sitio donde encontraste la imagen.

Los agustinos y Legazpi entraron en el pequeño habitáculo, una choza cuyo habitante dejaba bastante que desear en cuanto a orden y pulcritud. En el rincón que hacía de cocina, un puchero ennegrecido con restos de mijo se apoyaba, ladeado, en una cazuela ancha que contenía un poco de arroz; mientras que en el centro de la habitación, y sobre una mesa desequilibrada, había un plato de barro con sobras de comida y unos trozos duros de pan de palmera. En un rincón de la habitación había un catre hecho con hojas de palmera. Juan Camuz señaló un hueco a la cabecera.

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