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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (44 page)

BOOK: Los navegantes
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Elcano se aseguró de que los sirvientes de la bombarda de popa se hallaban sobre aviso, dispuestos a disparar al menor indicio de traición.

—Mantén la vigilancia, Juan. Voy a la chalupa para recibir a nuestro «monarca».

Espinosa, por su parte, estaba ya botando el esquife de la
Trinidad
.

No tardaron mucho en desaparecer todos los recelos que los navegantes pudieran albergar sobre las intenciones de los nativos. El reyezuelo, con un ademán digno de cualquier monarca europeo, invitó a los dos capitanes a que entrasen en su embarcación. Con un gesto, les concedió el altísimo honor de sentarse a su lado.

A continuación, se inició una conversación de ademanes, a la que los navegantes ya se estaban habituando.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Elcano—. Si mucho no me equivoco, nos está diciendo que nos esperaban desde hace mucho tiempo.

—Sí —asintió Espinosa—, parece que habla de un sueño. Como si hubiera soñado que veníamos, o que alguien le anunciaba nuestra llegada. Hombres blancos... Poderoso país... El cielo envía como mensajeros de paz... Yo juraría que dice que no nos considera como huéspedes, sino como hermanos...

Elcano le dio la razón.

—Creo que eso es más o menos lo que nos quiere comunicar. Parece ser que es mahometano y entiende de astrología. Han debido de consultar a los astros sobre nosotros, y por lo visto la respuesta ha sido inmejorable.

—Eso quiere decir —añadió Espinosa— que podremos obtener las especias sin regateos, y por las buenas.

—¡Sí, gracias a Dios!

—Les invitaremos a visitar las naves.

—Bien.

Los dos capitanes hicieron señas al rey, cuyo nombre era Almanzor, a que subiera a la
Trinidad
. Éste accedió gustoso, y con su cortejo procedió a visitar la nave. Terminado el recorrido, Espinosa le ofreció un sillón de terciopelo rojo para que se sentara en el castillo de popa; después, le colocaron una túnica de terciopelo amarillo y para acentuar más las muestras de un acatamiento respetuoso, todos se sentaron en el suelo frente a él.

El rajá no pudo evitar un ligerísimo plegado de labios, traicionando su gesto inescrutable, con el que delataba su agrado.

A continuación, Elcano tomó la palabra y, por medio de ella y de una gran dosis de mímica, informó a su majestad que ellos eran vasallos del rey de Castilla, que era la más poderosa, grande y noble nación del mundo entero, y que le ofrecían la amistad de un rey tan poderoso que poseía un gran número de naves como aquéllas y grandes e invencibles ejércitos. No obstante, ellos venían como hermanos, no como conquistadores.

Mientras hablaba el de Guetaria, el reyezuelo sonreía ampliamente, prueba de que, si bien no entendía todo lo que decía Elcano, comprendía su significado general.

—Nosotros queremos comerciar con vosotros —añadió el guipuzcoano—, y adquirir los productos de vuestras islas; a cambio, os traemos cosas como éstas —dijo señalando algunos cuchillos, tijeras y telas que había hecho subir a cubierta.

Siguiendo con la mímica, Almanzor replicó que cambiarían gustosos los productos de las islas por los que traían los castellanos, y que éstos podían disponer como gustasen de sus súbditos para llevar a cabo las transacciones.

Añadió que tendrían una gran alegría al ser amigos y vasallos del rey de España y podían considerarse en las islas como en su casa.

Antes de irse, Elcano le ofreció como regalo la silla en la que estaba sentado, la túnica amarilla, una pieza de paño fino, cuatro brazas de escarlata, una túnica de brocado, un paño de damasco, una pieza de tela blanca, dos gorros, seis hilos de cuentas de vidrio, seis peines, varias tazas de vidrio, doce cuchillos, tres espejos grandes y varias tijeras. A su hijo le ofrecieron un paño de oro y seda, un espejo grande, un gorro y dos cuchillos. También a los servidores les regalaron un gorro y un cuchillo a cada uno.

Tras todo esto, el cortejo se subió a su embarcación, mientras la artillería de los barcos disparaba una salva en su honor.

Al día siguiente, los castellanos averiguaron que las islas Molucas no eran cuatro, sino cinco: Tidor, a 27 grados de latitud norte y 161 grados de longitud, que era donde habían desembarcado; Ternate, a 40º de latitud norte; Machián, a 15 grados de latitud sur; Moti, exactamente bajo la línea equinoccial, y Bachián, a un grado de la misma latitud. Mientras que Ternate, Tidor, Moti y Machián tenían altas montañas, en cuyas laderas crecían los árboles del clavo, Bachián no se divisaba desde las otras islas, pero era la más grande de las cinco. Aunque sus montañas no eran tan altas ni puntiagudas como las del resto, las bases eran más anchas.

Como productos principales las islas ofrecían clavo, jengibre, segú, arroz, coco, bananas, higos, granadas, melones, cañas de azúcar, almendras, calabazas, una especie de piña llamada
comilicai
, guayaba y otros vegetales comestibles; también había aceite de coco y ajonjolí. Como animales domésticos había cabras y gallinas, abundaba en las islas una especie de abeja apenas más grande que una hormiga, que hacía su colmena en los troncos de los árboles donde depositaba una exquisita miel.

Los expedicionarios pudieron admirar muchas variedades de papagayos, unos blancos, que llamaban catara, y otros rojos, denominados nori, los cuales no sólo eran admirados por su belleza, sino porque pronunciaban una gran cantidad de palabras con toda claridad. Además de estos papagayos, había otros muchísimos pájaros de extrema belleza, que eran una delicia para la vista y el oído. Proliferaban unas aves multicolores a las que los nativos llamaban
manucodiatas
(aves de Dios), y que según los moluquenses se criaban y venían del paraíso terrenal. Los reyes de las islas las reverenciaban como cosa celestial y reencarnación de sus antepasados; guardaban los cuerpos de las aves muertas como reliquia y en batalla las llevaban como amuleto.

No obstante la abundancia en especias, lo sabroso de sus frutos y la prodigalidad de la naturaleza, los nativos vivían en chozas pequeñas y pobres. Lo único notable en las islas era su paz y quietud...

CAPÍTULO XXII

PEDRO ALFONSO DE LOROSA

Los días que siguieron al desembarco de los expedicionarios fueron de un intenso tomar contacto con la nueva tierra y aprender algo sobre los productos que habían venido a buscar.

Pronto averiguaron que el clavo crecía solamente en las montañas de las cinco islas del Moluco. Parecía que la niebla que las cubría casi todos los días por la mañana en forma de nubecitas les daba cierto grado de perfección. Bustamante les informó de que el árbol pertenecía a la familia de las mirtáceas,
Myrtus caryophyllus
en latín. Tenía la corteza lisa de color amarillo, las hojas persistentes y coriáceas, alcanzando una altura de unos doce metros. El árbol empezaba a ramificarse a una altura de dos metros con muchas ramas colgantes u horizontales, que le daban un aspecto piramidal.

Otra de las especies más codiciadas era la nuez moscada, que exteriormente se parecía a la castellana, tanto en el fruto como en las hojas.

Cuando se la cosechaba se parecía al membrillo por su forma, color y pelusilla que la cubría, pero era más pequeña; su primera corteza era tan espesa como el pericarpio de la nuez europea, debajo había una tela delgada, bajo la cual estaba el macís, de un rojo muy vivo, que envolvía la corteza leñosa, la cual contenía la nuez moscada propiamente dicha.

El jengibre, que los nativos comían verde como si fuera pan, nacía de un arbusto con tallos a flor de tierra de un palmo de largo, parecidos a los pimpollos de las cañas. También a éstas se parecía en las hojas, bien que las del jengibre eran más estrechas; los tallos no servían para nada y sólo se aprovechaba la raíz.

Una de las primeras nociones botánicas que los expedicionarios adquirieron fue sobre el árbol de la canela, que se asemejaba mucho al granado. Los nativos reventaban la corteza al sol, curándola y secándola al mismo tiempo, y extraían un agua de la flor mucho mejor que la de azahar.

Sin embargo, el árbol más valioso para los nativos era una especie de palmera con cuya madera hacían los indígenas una especie de pan, machacándolo, después de quitar unas espinas negras y largas. A esta especie de pan le llamaban
sagou
.

De algunos árboles sacaban los nativos determinadas cortezas que ablandaban poniéndolas en agua y golpeándolas después con palos para extenderlas a lo largo hasta que se asemejaban a una tela con hilos entrelazados.

Ésta era la única vestimenta que usaban los indígenas de una forma un tanto rudimentaria.

Tras varios días de negociaciones, por fin los expedicionarios alcanzaron un acuerdo para el intercambio de mercancía. El
bahar
, la medida que usaban los nativos en sus intercambios, resultó ser equivalente a doscientos kilos. Por un
bahar
de clavo se estableció que los nativos recibirían: diez brazas de paño rojo, o quince brazas de paño mediano, o quince hachas, o treinta y cinco tazas de vidrio, o ciento cincuenta cuchillos, o cincuenta pares de tijeras o cuarenta gorros, o un quintal de cobre. Los pocos espejos que no se habían roto en la travesía fueron comprados por el rey para sus doscientas concubinas, que vivían en una gran choza en las afueras del poblado. Una vez establecido el cambio, el cargamento se llevó a cabo con relativa rapidez, teniendo en cuenta la pereza crónica de los nativos.

El 11 de noviembre los expedicionarios recibieron una visita.

—Se acercan dos bateles, capitán. Hay numerosa gente a bordo, y juraría que se oye música de timbales...

Elcano dejó la pluma y el papel en el que tomaba nota escrupulosa de toda la mercancía que se estaba cargando, así como de todo el material que se entregaba a cambio, y salió a cubierta. En la
Trinidad
, anclada a pocas brazas de distancia, Espinosa había hecho otro tanto.

Cuando los bateles se hubieron acercado lo suficiente, pudieron distinguir en la proa a un curioso personaje vestido con una túnica de terciopelo rojo y al que parecían obedecer todos los demás.

—¿Y quiénes serán estas gentes? —masculló Juan Sebastián Elcano.

Bustamante, que se le había acercado, señaló una isla lejana que se adivinaba entre la bruma matinal.

—Me apostaría que vienen de Ternate, pero recuerda que esta gente, por lo que hemos podido adivinar, está siempre en guerra con sus vecinos. Quizá sería prudente no recibirlos a bordo hasta que Almanzor dé su visto bueno...

—Me parece que tienes razón. Hablaré con Espinosa.

El capitán de la
Trinidad
estuvo de acuerdo y envió un emisario para comunicar al rey de Tidor la llegada de las dos embarcaciones.

Mientras los expedicionarios esperaban la decisión de Almanzor, los dos bateles habían llegado a la altura de las naves castellanas. Desde las bordas de las cuatro embarcaciones, nativos y expedicionarios se contemplaron mudos, en una situación un tanto enervante.

—Si al menos tuviéramos un intérprete... —masculló el capitán de la
Victoria
.

Como si su ruego hubiera recibido contestación, uno de los tripulantes de los bateles, un hombre de unos cincuenta años, luciendo una sonrisa amistosa, les hizo señas de que quería subir a bordo de la
Victoria
.

—Dejadle subir —ordenó Elcano—. A ver si tenemos suerte y podemos entendernos con él.

Ante su sorpresa, el recién llegado se dirigió a ellos en un portugués bastante comprensible.

—Me llamo Manuel —dijo—, y soy cristiano como vosotros.

Recuperado de su sorpresa, Elcano comentó:

—Por lo que veo has convivido con los portugueses...

El hombre asintió.

—Soy criado de Pedro Alfonso de Lorosa.

Mientras hablaba el nativo, Espinosa se había acercado en la chalupa.

—Vayamos a la cámara del capitán —sugirió—, y cuéntanos quién es ese Pedro Alfonso de Lorosa y quién es el personaje de la túnica roja.

Una vez instalados en el camarote de Elcano, el hombre contestó a sus preguntas.

—El hombre vestido de rojo es Chechilideroix, hijo del rey de Ternate.

También están a bordo la viuda y los hijos de Serrao.

—¿Serrao? —le interrumpió Espinosa—. ¿Francisco Serrao? ¿El amigo de Magallanes?

—Nunca he oído hablar de ningún Magallanes, pero sí que se llamaba Francisco Serrao.

—Así que ha muerto. ¿Y tu amo, Pedro Alfonso de Lorosa, ha venido a hacerse cargo de sus pertenencias?

—Mi amo no se lleva bien con las autoridades portuguesas y ha convencido al rey de Ternate de la conveniencia de incorporarse a la protección española.

Habíamos oído hablar de que una armada de cinco barcos se dirigía hacia aquí.

Elcano se arrellanó en su asiento.

—Cuéntanos algo de este Francisco Serrao.

—Serrao llevaba muchos años viviendo en Ternate —empezó Manuel— y ocupaba un alto cargo en la isla que le permitía vivir con todas las comodidades del mundo. No tenía ambiciones y no amasaba ninguna fortuna ni en oro ni en especias.

»Sin embargo, un día desdichado para él, los reyes de Ternate y de Tidor entraron en guerra. El rey de Ternate, lógicamente, le pidió a Serrao que tomara el mando de sus guerreros, dados sus conocimientos castrenses. Éste, muy a pesar suyo, tuvo que aceptar, y pronto consiguió que el ejército de Ternate derrotara a las huestes de los de Tidor.

»Para evitar que éstos tomaran represalias, se quedaron como rehenes a todos los hijos varones de los altos personajes de Tidor y, no contento con eso, Serrao obligó al sultán de Tidor a dar una hija en matrimonio al rey de Ternate.

Con esto, la paz parecía consolidarse por mucho tiempo.

»De este matrimonio nació el príncipe Calanogapi, a quien el rey de Ternate pensaba elevar al trono de ambas islas. Esto complacía a Serrao, que veía con buenos ojos el afianzamiento de sus deseos pacifistas.

»Sin embargo, Almanzor no había olvidado su derrota y, a pesar de los años, siempre anidaba en su interior el deseo de venganza. Un día en el que Serrao se acercó aquí, a Tidor, en busca de especias, Almanzor le ofreció un ágape con gran hipocresía por su parte. Serrao murió cuatro días después.

Dejó al morir un hijo y una hija de una mujer que hizo su esposa en Java.

»Después de la muerte de Serrao, el rey de Ternate, el rajá Abuleis, que se había aliado con el rey de Bachiam, declaró la guerra a su suegro Almanzor.

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