Aparte de tomar diligentemente los medicamentos y abstenerse de probar el alcohol, Jared vivía, en términos generales, como cualquier otro joven de su edad. Aun así, no se oponía al deseo de que su madre le preparara un pastel para celebrar el trasplante. Después de dos años, había llegado a una fase en que, a pesar de todo, se consideraba afortunado.
No obstante, había un cambio reciente en su actitud que Amanda no sabía cómo interpretar. Unas noches antes, mientras ella estaba colocando los platos sucios en el lavaplatos, Jared había entrado en la cocina y se había apoyado en la encimera.
—Mamá, ¿piensas hacer eso para la Clínica Universitaria el próximo otoño?
En el pasado, él siempre se había referido a los almuerzos para recaudar fondos como «eso». Por razones obvias, desde el accidente, Amanda no había organizado ningún almuerzo ni había realizado ninguna otra labor de voluntariado en el hospital.
—Sí —asintió ella—. Me han preguntado si puedo volver a encargarme de la organización.
—Porque los dos últimos años han sido un desastre sin ti, ¿verdad? Eso es lo que dice la madre de Lauren.
—No han sido un desastre; lo único que pasa es que no les ha salido tan bien como esperaban.
—Me alegra que vuelvas a encargarte. Por Bea, quiero decir.
Amanda sonrió.
—Yo también.
—En el hospital estarán encantados, ¿no? Porque consigues recaudar mucho dinero.
Ella cogió un trapo y se secó las manos mientras estudiaba a su hijo con atención.
—¿Por qué muestras este repentino interés?
Jared se rascó distraídamente la cicatriz por encima de la camiseta.
—Pensaba que quizá podrías usar tus contactos en el hospital para encontrar algo para mí, algo en concreto —dijo—. Hace tiempo que me ronda por la cabeza.
El pastel ya se estaba enfriando sobre la encimera. Amanda salió al porche trasero e inspeccionó el césped. A pesar del riego automático que Frank había instalado el año anterior, la hierba se estaba muriendo en algunos puntos donde las raíces se habían marchitado. Antes de ir a trabajar aquella mañana, había visto a su marido de pie, junto a uno de los deslucidos parches marrones, con el semblante sombrío. En los dos últimos años, Frank se había obsesionado con el césped. A diferencia de la mayoría de los vecinos, insistía en encargarse en persona de cortarlo; le decía a todo el mundo que eso lo ayudaba a relajarse después de pasar el día empastando dientes y moldeando fundas dentales en la consulta. Aunque Amanda suponía que había algo de verdad en aquel alegato, veía una actitud compulsiva en sus hábitos. Tanto si llovía como si brillaba el sol, cada dos días cortaba la hierba a cuadros, reproduciendo un tablero de ajedrez.
A pesar del escepticismo inicial de Amanda, Frank no había vuelto a tomar ni una sola cerveza ni un sorbo de vino desde el día del accidente. En el hospital, le había prometido que no bebería nunca más, y había cumplido su palabra. Después de dos años, ella no esperaba que él volviera a caer en las redes del alcohol, y esa era en gran parte la razón por la que las cosas entre ellos habían mejorado tanto. No era una relación perfecta, ni mucho menos, pero tampoco era tan terrible como lo había sido. En los días y las semanas que siguieron al accidente, las peleas entre ellos habían sido el pan de cada día. El dolor, el sentimiento de culpa y la rabia habían afilado sus palabras como espadas, y a menudo se atacaban con comentarios tremendamente crueles. Frank se pasó meses durmiendo en la habitación de invitados. Por las mañanas, ni se dirigían la palabra.
Por más duros que fueron aquellos meses, Amanda no consiguió aunar el coraje de dar el paso final y pedir el divorcio. Con el frágil estado emocional de Jared, no podía imaginar traumatizarlo aún más. Lo que no veía era que su decisión de mantener la familia unida no estaba dando el resultado esperado. Un día, al regresar a casa, cuando hacía ya varios meses que Jared había abandonado el hospital, encontró a Frank hablando con Jared en el comedor. Para no perder la costumbre, su marido se puso de pie y abandonó la sala. Jared observó que su padre se iba antes de darse la vuelta hacia su madre.
—No fue culpa suya —le dijo Jared—. Era yo quien conducía.
—Lo sé.
—Entonces, deja de echarle las culpas.
Paradójicamente, fue la psicóloga de Jared la que al final los convenció a ella y a Frank para que buscaran a alguien que les orientara en su turbulenta relación. Les dijo que el clima enrarecido en su casa afectaba de forma directa a la recuperación de su hijo; si de verdad querían ayudarlo, deberían considerar la opción de ir a visitar a un terapeuta especializado en problemas matrimoniales. Sin un ambiente estable en casa, Jared tendría dificultades para aceptar y sobrellevar sus nuevas circunstancias.
Amanda y Frank fueron a la primera cita con el terapeuta que la psicóloga de Jared les había recomendado en coches separados. La primera sesión degeneró en la clase de pelea habitual que tenían desde hacía meses. En la segunda, sin embargo, ambos fueron capaces de hablar sin elevar el tono de voz. Y ante la cortés pero firme insistencia del terapeuta, Frank empezó a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos, para gran alivio de Amanda. Al principio, iba cinco noches por semana, pero últimamente solo iba una vez y, tres meses antes, Frank se había convertido en patrocinador. Quedaba con regularidad para desayunar con un joven banquero de treinta y cuatro años que hacía poco que se había divorciado y que, a diferencia de Frank, no había conseguido abandonar el hábito de la bebida. Hasta ese momento, Amanda había sido reacia a creer que su marido consiguiera mantenerse alejado del alcohol a largo plazo.
No había duda de que Jared y las chicas se habían beneficiado de la atmósfera más saludable que se respiraba en casa. Últimamente, había momentos en que Amanda pensaba que era como si la vida les hubiera dado una nueva oportunidad a ella y a Frank. Cuando hablaban, su conversación ya no giraba en torno al pasado; ahora incluso eran capaces de reír juntos de vez en cuando. Todos los viernes, salían a cenar (otra recomendación del terapeuta especializado en conflictos matrimoniales). A pesar de que a veces esas salidas parecían un tanto forzadas, los dos reconocían que eran un paso importante. En muchos sentidos, estaban empezando a conocerse de nuevo, por primera vez desde hacía muchos años.
Había algo realmente satisfactorio en el nuevo cauce que estaba adquiriendo su relación con Frank, pero Amanda sabía que el suyo jamás sería un matrimonio apasionado. Su marido no era un amante de ese tipo, nunca lo había sido, pero no le importaba. Después de todo, había tenido la suerte de experimentar esa clase de amor por el que valía la pena arriesgarlo todo, esa clase de amor tan excepcional que parecía ser un anticipo del cielo prometido.
Dos años. Habían pasado dos años desde aquel fin de semana con Dawson Cole; dos largos años desde el día en que Morgan Tanner la llamó para decirle que Dawson había muerto.
Amanda conservaba las cartas, junto con la fotografía de Tuck y Clara, así como el trébol de cuatro hojas, escondidos en el fondo del cajón donde guardaba la ropa interior, un lugar donde Frank jamás miraría. De vez en cuando, cuando el dolor que sentía por la pérdida de Dawson era especialmente intenso, sacaba aquellos objetos. Volvía a leer las cartas y hacía girar el trébol de cuatro hojas entre sus dedos, maravillándose de lo sinceros que habían sido el uno con el otro aquel fin de semana. Estaban enamorados, pero no fueron amantes; eran amigos y, sin embargo, también desconocidos, después de tantos años. Pero su pasión había sido real, tan innegable como el suelo que en esos momentos pisaba Amanda.
El año anterior, un par de días antes del aniversario de la muerte de Dawson, Amanda había ido a Oriental. Había aparcado junto a la verja del cementerio del pueblo y había recorrido el recinto hasta el extremo más alejado, donde un pequeño montículo se erigía en medio de una frondosa arboleda. Allí era donde descansaban los restos de Dawson, lejos de la familia Cole, e incluso más lejos de los terrenos de los Bennett y de los Collier.
Mientras permanecía de pie, delante de una lápida sencilla, contemplando unas azucenas recién cortadas que alguien había depositado sobre la tumba, imaginó que, si por una casualidad del destino a ella la enterraran en los terrenos que la familia Collier tenía en aquel cementerio, sus almas acabarían por encontrarse, del mismo modo que lo habían hecho en vida, no una sino dos veces.
De camino hacia la salida, se desvió un poco para rendir sus respetos en nombre de Dawson a la tumba del doctor Bonner. Y allí, delante de la lápida, vio un ramo de azucenas idéntico. Supuso que había sido Marilyn Bonner quien había depositado los dos ramos, por lo que Dawson había hecho por Alan. Darse cuenta de eso hizo que se le humedecieran los ojos mientras se dirigía de nuevo hacia el coche.
El tiempo no había logrado mermar sus recuerdos de Dawson; al contrario, sus sentimientos hacia él se habían intensificado. De una forma extraña, el amor de Dawson le había dado la fuerza que necesitaba para enfrentarse a las vicisitudes de los últimos dos años.
Sentada en el porche de su casa, mientras el mortecino sol de la tarde se colaba entre los árboles, Amanda cerró los ojos y le envió un mensaje silencioso a Dawson. Recordaba su sonrisa y el tacto de su mano en la suya; recordaba el fin de semana que habían pasado juntos. Y a la mañana siguiente, volvería a evocar una vez más todo lo que había sucedido. Olvidar a Dawson o cualquier detalle de aquel fin de semana que habían compartido sería una traición. Si había algo que Dawson merecía, era lealtad, la misma clase de lealtad que él le había mostrado en todos los años que habían estado separados. Lo había amado una vez, y luego lo había vuelto a amar, y nada en el mundo podría cambiar sus sentimientos. Después de todo, Dawson le había renovado la vida de un modo que jamás habría imaginado posible.
Amanda metió la lasaña en el horno. Estaba aliñando una ensalada cuando Annette regresó a casa. Frank entró unos minutos más tarde. Después de obsequiar a Amanda con un beso rápido, la puso al día sobre su jornada, brevemente, antes de perderse por el pasillo para cambiarse de ropa. Sin dejar de parlotear sobre la fiesta de pijamas, Annette añadió la cobertura al pastel.
Jared fue el siguiente en llegar, acompañado de tres amigos. Después de apurar un vaso de agua, subió a ducharse mientras sus amigos se instalaban en el sofá del estudio para entretenerse con unos videojuegos.
Lynn llegó media hora más tarde. Para sorpresa de Amanda, su hija se presentó con dos amigas. Todos los jóvenes migraron instintivamente a la cocina. Los amigos de Jared empezaron a flirtear con las amigas de Lynn, preguntándoles si tenían planes para más tarde y lanzando indirectas de que quizás a ellos sí que les gustaría salir con ellas. Annette abrazó a Frank, que ya había regresado a la cocina, y le suplicó que la llevara a ver una película para adolescentes; él abrió un botellín de Diet Snapple al tiempo que le prometía en broma que irían a ver una película de tiros y explosiones sangrientas, a lo que Annette objetó con unos agudos chillidos de protesta.
Amanda contempló la escena como lo haría un observador accidental, mientras una sonrisa de perplejidad iluminaba su rostro. Últimamente, no costaba tanto reunir a la familia en torno a la mesa, aunque tampoco fuera una cosa que sucediera cada día. El hecho de tener invitados para cenar no le molestaba en absoluto; seguro que amenizarían la velada.
Se sirvió una copa de vino y salió al porche, donde un par de cardenales que saltaban de rama en rama captaron su atención.
—¿Vamos a cenar? —propuso Frank desde el umbral de la puerta—. Me parece que los indígenas se están impacientando.
—Empezad vosotros; yo entraré dentro de un minuto.
—¿Quieres que te sirva un poco de lasaña?
—Sí, fantástico, gracias —aceptó ella, a la vez que asentía con la cabeza—, pero asegúrate de que todos se sirvan primero.
Frank se apartó del umbral. A través de la ventana, Amanda observó cómo se abría paso entre los jóvenes arracimados en el comedor.
A su espalda, la puerta se abrió de nuevo.
—¿Estás bien, mamá?
El sonido de la voz de Jared la sacó de su estado de ensimismamiento. Se volvió hacia él.
—Sí.
Jared salió al porche y cerró la puerta a su espalda, despacio.
—¿Seguro? Parece como si estuvieras preocupada por algo.
—No, solo estoy un poco cansada. —Amanda logró esbozar una sonrisa reconfortante—. ¿Dónde está Lauren?
—No tardará en llegar. Antes quería pasar por su casa, para ducharse.
—¿Lo ha pasado bien?
—Creo que sí. Al menos se ha puesto eufórica cuando le ha dado a la pelota.
Amanda alzó la vista hacia su hijo y observó con atención el contorno de sus hombros, su cuello, sus mejillas, hasta llegar a los pómulos. Todavía podía percibir el aspecto que tenía de niño.
Jared titubeó.
—Esto… quería preguntarte si crees que podrás ayudarme. La otra noche no me contestaste. —Propinó un puntapié a un rasguño superficial en una de las tablas de madera del suelo—. Quiero enviar una carta a la familia, para darles las gracias, ¿comprendes? Si no fuera por el donante, no estaría aquí.
Amanda bajó la vista al tiempo que recordaba la pregunta que Jared le había planteado hacía unos días.
—Es normal que quieras averiguar quién fue el donante de tu corazón —respondió finalmente, midiendo las palabras con cuidado—, pero existen buenas razones para mantener su nombre en el anonimato.
Había cierta parte de verdad en lo que acababa de decir, aunque no era toda la verdad.
—Ah. —Jared dejó caer los hombros pesadamente—. Pensaba que quizá sí que sería posible. Lo único que me dijeron fue que el donante tenía cuarenta y dos años cuando murió. Solo quería saber… qué clase de persona era.
«Yo te lo podría contar; te podría contar muchas cosas acerca de él», pensó Amanda para sí.
Había sospechado la verdad desde que Morgan Tanner la había llamado. Había hecho algunas llamadas para confirmar sus sospechas. Se enteró de que, el lunes por la noche, a Dawson le retiraron la respiración asistida en el centro médico Carolina East. Lo habían mantenido con vida, a pesar de que los médicos sabían que no se iba a recuperar, porque era donante de órganos.
Dawson le había salvado la vida a Alan, y también se la había salvado a Jared. Para Amanda eso lo significaba… todo.