Las sirenas eran ensordecedoras.
Ted aunó sus últimas reservas de fuerza y se arrastró hacia el arma, sintiendo su satisfactorio peso al empuñarla. Alzó la pistola hacia la puerta, hacia Dawson. No tenía ni idea de cuántas balas le quedaban, pero sabía que era su última oportunidad.
Apuntó al objetivo, inspiró hondo y apretó el gatillo.
A
medianoche, Amanda se sentía entumecida, y mental, emocional y físicamente consumida. Había estado, a la vez, exhausta y en vilo durante horas, mientras permanecía sentada en la sala de espera. Había ojeado las páginas de varias revistas sin ningún interés; había deambulado por la sala compulsivamente, arriba y abajo, intentando aplacar el temor que la embargaba cada vez que pensaba en su hijo. Las manecillas del reloj seguían dando vueltas, acercándose a la medianoche. En un momento dado, se dio cuenta de que su ansiedad se iba agotando, como una toalla que estuvieran retorciendo, hasta exprimirla por completo.
Lynn había llegado deprisa y corriendo una hora antes, presa del pánico. Se había pegado a Amanda y la había acribillado con mil y una preguntas que su madre no podía contestar. Después había interrogado a Frank; quería saber todos los detalles sobre el accidente. Él le había contestado simplemente que alguien había acelerado en el cruce, mientras se encogía de hombros en actitud desvalida. Después de tantas horas, Frank ya estaba totalmente sobrio. A pesar de que su preocupación por Jared era aparente, evitó mencionar por qué su hijo se hallaba en aquel cruce, o por qué había ido a buscar a su padre en coche.
Amanda no le había dirigido la palabra en todas las horas que habían permanecido en la sala. Sabía que Lynn debía haberse fijado en el silencio entre ellos, pero, después del severo interrogatorio al que los había sometido, su hija tampoco se mostraba muy habladora; parecía perdida en sus pensamientos, preocupada por su hermano. De repente, se le ocurrió preguntarle a Amanda si debería pasar a recoger a Annette por el campamento. Amanda le dijo que era mejor que esperaran a saber algo más sobre el estado de Jared. La cría era demasiado joven para comprender la magnitud de la crisis. Además, Amanda no se sentía con fuerzas para dedicar su atención a Annette en esos momentos. A duras penas podía con su alma.
Pasaban veinte minutos de las doce de la noche —la noche que le parecía la más larga de toda su vida— cuando finalmente el doctor Mills entró en la sala. Era obvio que estaba cansado, pero se había cambiado y se había puesto ropa limpia antes de entrar a hablar con ellos. Amanda se levantó de la silla, igual que Lynn y Frank.
—La operación ha ido bien —anunció sin rodeos—. Estamos casi seguros de que Jared se recuperará.
Jared estuvo bajo observación en la sala de recuperación durante varias horas, pero a Amanda no le permitieron verlo hasta que finalmente lo llevaron a la UCI. Aunque la sección solía estar cerrada a las visitas durante la noche, el doctor Mills hizo una excepción con ella.
Por entonces, Lynn ya se había llevado a Frank a casa en coche. Él había alegado que tenía un intenso dolor de cabeza por culpa del golpe que había recibido en la cara, pero prometió volver al hospital a la mañana siguiente. Su hija se había ofrecido para regresar al hospital después, para quedarse con su madre, pero ella había descartado la idea porque pensaba pasar toda la noche con Jared.
Amanda se sentó al lado de la cama de su hijo y permaneció allí durante las siguientes horas, escuchando los pitidos digitales del monitor cardiaco y el zumbido antinatural del ventilador que introducía y expulsaba aire de sus pulmones. Jared tenía la piel del color del plástico viejo y las mejillas aplastadas. No se parecía al hijo que ella recordaba, el hijo que había criado; para Amanda, era un desconocido, en aquel escenario extraño, tan ajeno a sus vidas cotidianas.
Solo sus manos estaban intactas. Amanda sostenía una entre las suyas; su cálido tacto la reconfortaba. Cuando la enfermera entró para cambiarle el vendaje, Amanda vio sin querer el desagradable corte en medio del torso de su hijo. Tuvo que darse la vuelta.
El médico había dicho que probablemente Jared se despertaría más tarde, y, mientras ella permanecía en vela junto a su cama, se preguntó qué sería lo que él recordaría del accidente y de su llegada al hospital. ¿Se había asustado ante el súbito empeoramiento de su estado? ¿Había deseado que ella estuviera a su lado? Aquella pregunta la afectó. Se juró a sí misma que se quedaría con él todo el tiempo que la necesitara.
No había dormido desde que había llegado al hospital. Con el paso de las horas, sin ninguna señal de que Jared fuera a despertar, la embargó una leve sensación de sueño, acunada por el rítmico y pausado sonido del material eléctrico. Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la barandilla de la cama. Una enfermera la despertó veinte minutos más tarde y le sugirió que se marchara a casa a descansar un rato.
Amanda sacudió la cabeza al tiempo que volvía a fijar la vista en su hijo, deseando poder transmitir fuerza a aquel cuerpo roto. Para reconfortarse a sí misma, pensó en las esperanzadoras palabras del doctor Mills: le había asegurado que, cuando Jared se recuperara, podría llevar una vida prácticamente normal. El doctor Mills le había dicho que podría haber sido peor. Se repitió esas palabras como un amuleto para ahuyentar un desastre mayor.
Cuando la luz del sol se extendió por el cielo más allá de las ventanas de la UCI, el hospital empezó a cobrar vida de nuevo. Las enfermeras cambiaron de turno, prepararon los carritos con las bandejas del desayuno y los médicos empezaron a hacer sus rondas. El nivel de ruido ascendió hasta conformar un zumbido permanente. Una enfermera entró y anunció que tenía que comprobar el catéter. Amanda abandonó la UCI de forma reacia y bajó a la cafetería. Quizá la cafeína le aportaría la dosis de energía que necesitaba; tenía que estar allí cuando Jared finalmente despertara.
A pesar de la hora tan temprana, en la cafetería la cola ya era larga, con personas que, como ella, habían pasado la noche en vela. Un joven de unos treinta años se colocó detrás de ella.
—Mi mujer me matará —se lamentó mientras alineaban las bandejas.
—¿Por qué? —preguntó Amanda, al tiempo que enarcaba una ceja.
—Anoche estuvo de parto, y me ha enviado a por un café. Me ha dicho que me dé prisa, porque tenía dolor de cabeza por el cansancio, pero me he quedado un rato junto a la ventana de la sala de los bebés; no he podido evitarlo.
A pesar de las circunstancias, Amanda sonrió.
—¿Es niño o niña?
—Niño —contestó—. Gabriel. Gabe. Es nuestro primer hijo.
Amanda pensó en Jared. Pensó en Lynn y en Annette, y también en Bea. El hospital había sido el lugar de los días más felices y más tristes de su vida.
—Enhorabuena —lo felicitó.
La cola avanzaba despacio. Había personas que se tomaban su tiempo para seleccionar y pedir unas complicadas combinaciones de desayuno. Amanda echó un vistazo al reloj después de pagar por fin su taza de café. Había estado ausente quince minutos. Tenía prácticamente la certeza de que no le permitirían entrar en la UCI con la taza, así que se sentó en una mesa junto a la ventana. El aparcamiento se empezaba a llenar poco a poco.
Después de apurar la taza de café, fue al lavabo. La cara reflejada en el espejo estaba demacrada y se notaba la falta de sueño; apenas era reconocible. Se echó agua fría en las mejillas y en el cuello, y pasó unos minutos intentando adquirir un aspecto presentable. Tomó el ascensor para regresar a la UCI. Cuando se acercó a la puerta, una enfermera le cortó el paso.
—Lo siento, pero no puede entrar —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Amanda, desconcertada.
La enfermera no contestó; su expresión era inflexible. Amanda sintió otra vez la creciente opresión de pánico en el pecho.
Esperó al otro lado de la puerta de la UCI durante casi una hora, hasta que el doctor Mills finalmente salió para hablar con ella.
—Lo siento, pero ha habido complicaciones.
—Pero…, pero si hasta hace poco esta… estaba con él —tartamudeó, incapaz de pensar en nada más que decir.
—Su hijo ha sufrido un infarto, una isquemia de ventrículo derecho. —El médico sacudió la cabeza.
Amanda frunció el ceño.
—No entiendo lo que me está diciendo. ¿Puede hablar claro, para que lo entienda?
La expresión en la cara del médico era de pura compasión. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono muy suave.
—Su hijo, Jared… ha sufrido un infarto masivo.
Amanda pestañeó varias veces seguidas; de pronto, el pasillo parecía haberse vuelto más angosto.
—No…, no es posible. Estaba durmiendo…, se estaba recuperando, cuando he bajado a la cafetería…
El doctor Mills no dijo nada. Amanda se sintió mareada, casi incorpórea, mientras balbuceaba:
—Usted dijo que… se recuperaría, dijo que la operación… había… ido bien, dijo que no…, que no tardaría en despertar…
—Lo siento.
—¿Cómo es posible que haya sufrido un ataque de corazón? ¡Por el amor de Dios! ¡Si solo tiene diecinueve años! —exclamó, incrédula.
—No lo sé. Probablemente se trate de un coágulo relacionado con el traumatismo del accidente o con el traumatismo de la operación; no hay forma de saberlo con absoluta certeza —declaró el doctor Mills—. No es usual, si bien es cierto que, después de una lesión tan grave en el corazón, puede pasar cualquier cosa. —Emplazó una mano sobre el brazo de Amanda—. Lo único que puedo decirle es que, si su hijo no hubiera estado en la UCI cuando sufrió el ataque, probablemente no habríamos podido hacer nada por salvarlo.
A Amanda se le quebró la voz.
—Pero lo han salvado, ¿no? Se recuperará, ¿verdad?
—No lo sé. —La cara del médico volvió a adoptar una expresión inescrutable.
—¿Qué quiere decir con que no lo sabe?
—Tenemos problemas para controlar el ritmo del seno coronario.
—¡Deje de hablar con jerga médica! —gritó ella—. ¡Solo quiero que me diga lo que necesito saber! ¿Mi hijo se recuperará?
Por primera vez, el doctor Mills desvió la vista hacia un lado.
—El corazón de su hijo falla —explicó—. Sin… otra operación quirúrgica, no estoy seguro de… cuánto tiempo aguantará.
Amanda notó que perdía el equilibrio, como si aquellas palabras hubieran sido en realidad unos contundentes puñetazos. Se apoyó firmemente en la pared, intentando asimilar lo que el médico acababa de decirle.
—Supongo que no me estará diciendo que Jared se va a morir, ¿no? —susurró—. No puede morir. Es joven y tiene una salud de hierro. Tiene que hacer algo.
—Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos —le aseguró el doctor Mills, con voz fatigada.
«Otra vez no, por favor. ¿Primero Bea y ahora Jared?», era lo único que Amanda podía pensar.
—¡Entonces hagan algo más! —gritó, con una actitud entre suplicante y exigente a la vez—. ¡Vuélvanlo a operar! ¡Hagan lo que sea necesario!
—En estos momentos, no podemos operarlo.
—¡Mire, haga lo que tenga que hacer para salvarlo! —exclamó exaltada, antes de que se le quebrara de nuevo la voz.
—No es tan sencillo…
—¿Por qué no? —Su cara reflejaba su incomprensión.
—Tengo que convocar una reunión de urgencia con el Comité de Trasplantes.
Al escuchar aquellas palabras, Amanda notó cómo la abandonaban las últimas fuerzas que le quedaban.
—¿Trasplantes?
—Sí —asintió el médico. Desvió la vista hacia la puerta de la UCI, volvió a mirar a Amanda y suspiró—. Su hijo necesita un nuevo corazón.
Tras las duras noticias, dos enfermeras se encargaron de escoltar a Amanda de nuevo hasta la sala de espera en la que había permanecido durante la primera intervención quirúrgica de Jared.
Esta vez no estaba sola. En la sala había otras tres personas, todas con la misma expresión tensa y de desamparo que Amanda. Se desmoronó en una silla, intentando sin éxito reprimir la horrible sensación de
déjà vu
.
«No estoy seguro de cuánto tiempo aguantará.»
Por Dios. No, no…
De repente, sintió que no podía soportar ni un segundo más confinada entre las cuatro paredes de aquella sala. Los olores antisépticos, la desagradable iluminación de los fluorescentes, las caras angustiadas y demacradas… Era una repetición de las semanas y los meses que había pasado en salas idénticas a aquella, durante la enfermedad de Bea. La sensación de desesperanza, la ansiedad… Tenía que salir de allí.
Amanda se puso de pie, se colgó el bolso al hombro y caminó por pasadizos con baldosas hasta que atravesó una puerta y emergió a un pequeño patio. Tomó asiento en un banco de piedra y aspiró hondo el aire fresco de las primeras horas del día. A continuación, sacó el teléfono móvil. Pilló a Lynn todavía en casa, justo cuando ella y Frank se preparaban para ir al hospital. Amanda le contó lo que había sucedido mientras su marido descolgaba el otro auricular y escuchaba con atención. Su hija la atosigó de nuevo con preguntas incontestables, pero Amanda la interrumpió para pedirle que llamara al campamento donde estaba Annette y que quedara para recoger a su hermana. Entre ir a buscarla y volver, Lynn tardaría tres horas. Protestó: quería ver a Jared, pero ella insistió con firmeza en que necesitaba que Lynn le hiciera aquel favor. Frank no dijo nada.
Después de colgar, llamó a su madre. Relatar lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas hizo que la pesadilla adquiriera una dimensión incluso más real. Amanda se desmoronó antes de terminar.
—Ahora mismo voy —dijo su madre simplemente—. Estaré ahí tan pronto como pueda.
Cuando Frank llegó, se reunieron con el doctor Mills en su despacho de la tercera planta para hablar sobre la posibilidad de que Jared recibiera un trasplante de corazón.
Aunque Amanda oyó y comprendió todo lo que el médico decía sobre el proceso, solo hubo dos detalles que se le quedaron grabados en la mente.
El primero fue que Jared quizá no recibiría el consentimiento del Comité de Trasplantes; a pesar de su estado tan grave, no existía ningún precedente para añadir a un paciente que hubiera sufrido un accidente de tráfico a la lista de espera. No había garantía de que fuera elegible.
El segundo detalle fue que, incluso si Jared recibía el consentimiento, era cuestión de suerte —y había escasas probabilidades— que el hospital recibiera un corazón adecuado.