—Eso sí, don Pedro.
Nos daba mucha risa ver al concejal Bartal vestido de centurión romano, con la panza de un buey, las piernas trencas al aire, impartir órdenes por un megáfono: «¡El buen ladrón que tire ese puro! ¡En la cruz no se fuma, hostia! ¡Es un
ultimato
! Educación, señores, ¡me cago en el infarto del Sagrado Corazón!».
Félix y el estremecimiento. Los sentimientos tienen días. Oyes hablar de ellos. Están ahí, como una simiente. Hay sentimientos que no nacen nunca, que sólo los conocemos de oídas o los imaginamos. Recuerdo esa escena, por otra parte cómica, como el día en que reconocí la emoción. La sentí de verdad. Una planta que trepaba por los pulmones, por la garganta y hacía cosquillas en los ojos.
Iba a meter un gol, con el monstruo derrumbado a sus espaldas y un halo de luz que se refractaba en la camiseta de Grúas Ferreiro. Lento, lentísimo. El resto, espetados como esfinges de terracota. Pero entonces fue cuando noté una corriente de frío en las turbas del cerebro, que replegó la planta de la emoción. Un presagio. Un fatídico presagio.
No pasar nunca la raya. Nunca.
Y en efecto. Félix se clavó con el balón a un paso de la meta. Miraba ese su balón de estreno, el balón de Reyes, todo sucio, empapado, convertido en un recuerdo de guerra. Iba a llevárselo a las manos. Yo intuía, sabía, que ahora iba a cogerlo con las manos sin rematar la jugada. Los de las Casas Baratas se rieron. El grandullón Tokyo, el guardameta
vikingo,
se irguió de nuevo. La realidad dejó de rodar a cámara lenta.
—¡Tira, Down!
—¡Tira, Félix!
—¡Tira de una puta vez!
Me salió el grito de los adentros, un gallo distorsionado y ronco que nunca antes había oído.
—¡Pasa la raya, Félix! ¡Pasa la raya!
Entró, entró. Félix apañó el balón del fondo de la red, lo limpió con las mangas, y volvió cabizbajo, cojeando, sin recoger la bota, con la cara arañada, con su labio partido. Hacia fuera, la larga lengua rosa, como el pico de un cisne. Corrí hacia él. Lo abracé. Esos ojos rasgados y separados. Ese respirar entrecortado. El vapor de su boca en la anochecida. Su barriga de aguacate. Revolcados con él en el suelo. Ese beso de saliva y carmín de sangre.
Le gustaría que la mano fuera un peine para acariciar el pelo de la niña. No por nada lascivo. Aquel peine imaginario estaba hecho con púas de su infancia. El recuerdo de la hermana al peinarse los domingos por la mañana era una de las pocas treguas en la historia de su mirada. Pero, a propósito de miradas, el cartero de Papá Noel recordó la del jefe de personal de los grandes almacenes. Era la típica mirada marca El Escudriñador Receloso. Marca La Pillada del Subordinado. La sintió todo el día como un alfiler de una etiqueta clavada en la espalda. El jefe vestía de arriba abajo el traje de una cautela gris, admonitoria, como si quisiera acentuar el contraste con la falsedad de los postizos que llevaba la cuadrilla de los carteros de Papá Noel, contratados temporales. «Nada de confianzas. Es suficiente con una sonrisa, ¿entendido?». Luego murmuró, en un tono menos hostil, como si hablase por otro canal: «Vivimos tiempos raros y la gente anda con la mosca detrás de la oreja».
Risco se sintió, por un instante, culpable, un estafador como el Hombre del Saco. Miró sonriente hacia la madre e hizo un gesto de saludo mientras el fotógrafo disparaba la polaroid. Era guapa, la madre. En realidad, al sentir el cuerpo ligero, el de la niña que se había sentado confiada en sus rodillas, él estaba pensando en el encanto alejado de la mujer que correspondía a su sonrisa, pero sólo a medias, con una curva, la de la sonrisa, un poco melancólica. Quizá ella estaba pensando en otra cosa. En un lugar paradisíaco. En otra vida. Lo mismo le ocurría a él. Al cartero de Papá Noel.
La niña era la última de la fila, así que Risco decidió tomarlo con calma. Por su trono había desfilado durante ocho horas una multitud de chiquillos. La mayoría, nerviosos, tartamudeando, y colorados como cerditos amenazados por un lobo. Él preguntaba de forma automática, siguiendo el guión que les había dado el jefe en el apurado adiestramiento.
¿Qué tal te portaste este año?
¿Fuiste bueno, buena?
¡Seguro que sí!
Dime, ¿qué regalos vas a querer por haber sido tan bueno, buena?
Anda, habla, sin miedo.
¡Pero si traes la carta! ¡Magnífico! Mucho mejor, así no me olvidaré.
Los niños también parecían responder a un parco guión escrito, con monosílabos, aunque algunos no conseguían soltar ni pío, ahogados por la emoción. O el miedo. En algunos de esos momentos, Risco sintió la sensación de que aquel escenario tan falso iba a estallar como ocurre en los filmes de dibujos animados con algunos grandes pasteles de merengue que ocultan un petardo. Había otros chicos más desenvueltos. Y también, unos cuantos mocosos realmente descarados que se acercaban a él con el mirar pillo y con ese brillo a bala de plata que tiene el desprecio.
—Tú, en realidad, no eres el cartero de Papá Noel —le espetó uno de aquellos resabiados.
Risco mantuvo la calma, en principio, y respondió con una sonrisa asesina muy profesional. El manual de instrucciones indicaba que en estos incidentes había que reaccionar con un soborno preventivo. Entregar a los insolentes un puñado de caramelos. Y eso hizo. Pero, al final, cuando el chinche marchaba, el cartero de Papá Noel le dio, con mucho disimulo, un pellizco invisible.
—¡Tú eres un
pringao
!
El chaval le había dado en el centro de la diana de la humillación, pues no había ningún insulto que le enfadara tanto como ese de
pringao,
que lo hacía sentir como una nulidad pegajosa. Aquella molécula satánica parecía conocer su mente y la forma de trastornarla, como el sargento de instrucción que le había tocado en desgracia durante el servicio militar.
—No eres cartero ni nada —remachó aquel demonio angelical—. Lo que eres es un payaso y una mona.
—Lee bien mis labios, mamarracho —murmuró Risco sin perder la sonrisa—. Como te agarre fuera, hago de ti un excremento de burro.
Pero esta muchacha, la rubita del cabello alisado, tenía unos ojos lindos y nada de maldad. «¿Qué regalos quieres por haber sido tan buena? Seguro que has sido muy buena este año, ¿a que sí?». Ella quedó pensativa, con la boca cerrada. Como hechizada por las barbas. Risco aprovechó para echar un vistazo hacia la madre. Y, en ese juego de ir y venir, la niña crecía con el cuerpo de la madre en su imaginación. «¿Y si fuese desnuda bajo el abrigo de pieles?», fabuló sobre la mujer. Tenía ahora la sensación de haberla visto antes, de notar aquel hechizo en otro momento de su vida. Pero eso le pasaba al cartero de Papá Noel con casi todas las mujeres. A lo largo de toda la jornada había estado alerta, tenso. Ni siquiera había ido al aseo para no separarse de su querido saco. Ahora sentía un sosiego placentero, el convencimiento de que su proyecto había sido genial, e incluso llegó a compartir aquella felicidad atávica de una multitud que compra adornos y perfumes. Ese placer de pasar a poseer. Esa extensión. Y también él rozó como si fuera un fardo de mágicos amuletos el gran saco donde depositaba las cartas para Papá Noel.
—Tienes que abrirla —le dijo la niña, por sorpresa, cuando le entregó la carta. Llevaba un aparato de corrección bucal.
—¿Quieres que la abra ahora? —preguntó él con extrañeza—. Sería mejor que la abriese el propio Papá Noel.
—No, no. Ábrela tú, por favor.
No le gustaba nada aquella armadura del color del plomo que aparecía de repente en las encías y bordeando los dientes. Le pareció que aquellos alambres lo devolvían a la más dura realidad. Y Risco había decidido no volver nunca a la dura realidad.
—¡Vaya, vaya! —dijo él, aparentando un cordial interés, y mientras abría el sobre ilustrado con las bayas rojas y las hojas verdes del acebo—: ¡Ajá! El juego de Zaraida, la Bruja Adivina. ¡Muy bien! Un walkman y los casetes de Laura Pausini y Bon Jovi. ¡Perfecto! Un cachorro de alaska malamute. ¡Buena idea! ¿Sabes que a mí también me gustan mucho los alaska malamute? Y además…
Risco sintió un escalofrío, un relámpago helado fustigaba su cuerpo. La niña era ahora una bomba adherida que lo hacía temblar. Tenía la sensación de que si la muchacha hiciese chascar la funda metálica de los dientes todo saltaría por el aire.
«Y además…», decía al fin la carta a Papá Noel, «hay que devolver lo que no es de uno. Antes de que cante el gallo».
El cartero de Papá Noel miró hacia la mujer madura con ojos de castrado. Recordó. Sí que la había deseado antes. Era una de las empleadas del Don, una de las hermosas Mariposas de la Noche, el secreto e intocable harén del capo Ciempiés. Y todavía recordó más. Aquella preciosidad era una conexión misteriosa con «el otro lado». La mujer del agente Lapela. Nada más y nada menos. Una mensajera de lujo. Notó su sonrisa helada como un estilete en la lengua. La niña saltó del regazo de Risco y corrió al lado de la madre.
—Dile adiós al cartero —dijo ella.
Risco respondió al saludo con un gesto de títere. Por lo menos, y a pesar del escozor que le causaba, la espesa barba postiza le sirvió para ocultar el colorado rabioso de la cara.
Por los altavoces dieron aviso de que se acercaba la hora del cierre. Toda la gente parecía poseída por una urgencia loca. También Risco escuchó las campanadas silenciosas, el avance aplastante de las agujas. Cuando se dio cuenta, el cartero estaba solo, sentado en aquel sillón de patas torneadas, sobre una tarima con moqueta granate, como un comediante derrotado. El fotógrafo y los dependientes había desaparecido sin despedirse. «Muertos de hambre», pensó Risco, «no volveréis a verme el pelo».
Su mente estaba trabajando. Tramaba. Estaba seguro de que en la puerta de salida del personal habría algún gorila del capo Ciempiés para seguirlo y mantener una cálida sesión de «amistad» a tortazo limpio. Su única ventaja era que ellos no podían sospechar cuál era el escondite de la preciosa mercancía. Se levantó como un resorte, ató el saco con energía, lo abrazó como un tesoro y se metió entre la multitud que abandonaba los grandes almacenes como si huyese del incendio de los relojes. Nadie pareció fijarse en él. Era la hora de pirarse para todos. También para el cartero de Papá Noel.
Se subió al coche en el aparcamiento y salió zumbando. Puso el radiocasete. Aquélla era la canción de Roy Orbison que lo había venido acunando desde hacía días.
Trabajando todo el día
y el sol no brilla
¡El hijo de puta de Ciempiés! Él está podrido de dinero y monta esta comedia por unos kilos de mierda. Toda la vida jugándome el pellejo por él. Eres el mejor, Risco. No hay piloto de planeadora como tú. ¡Si te dejasen participar, serías campeón de motonáutica! Los niños te admiran. De mayores quieren ser Risco, el as del mar. ¿Sabes una cosa? Te envidio, Risco. Yo soy el que manda, el que tiene el poder. Pero tú eres mi héroe.
Y una mierda.
Oigo la lluvia caer,
toda la noche caer y caer
Llovía. Risco acarició el cobertor del volante. En comparación con la lancha motora, con la rudeza de las fugas en el mar, aquel coche deportivo era como una botella de cava rodando en terciopelo. El soñado Ferrari, la primera compra después de darle el palo al Ciempiés. ¡Que se fastidie! Nadie sabe lo que es pilotar una motora por los límites de la ría. La del mar es una carretera muy jodida. A los cuarenta años tienes los huesos desencajados. Es como correr todo el tiempo en un féretro trepidante. Procurando no hacerte astillas contra una batea mejillonera. En las vísperas de Nochebuena, en la gran descarga para dar abasto de «harina» a las finas narices de oro en las fiestas más cristianas, Risco decidió que se había ganado a pulso un fardo del negocio de la droga. Y estaba allí. En el saco del cartero de Papá Noel.
Cada día digo mi oración
para tener mi propia función
La frontera de Portugal estaba a una sola hora de distancia en coche. Una vez allí, y con los contactos que tenía, a Ciempiés podrían darle por el reverso de la medalla. Se quitó la molesta barba y se preguntó cómo habían podido descubrirlo. Pensaba que el disfraz del cartel de Papá Noel en unos grandes almacenes era una idea de película, insuperable. Pero no. Allí había llegado el ojo omnipresente de Ciempiés. ¿Quién sería el delator? ¿El jefe de personal? ¿El fotógrafo de la polaroid? Aquel chaval repugnante que le llamó payaso quizá era ya un esbirro. Ciempiés siempre fue muy amigo de dar «oportunidades» a los jóvenes.
A lo lejos, como luz de baliza en noche lluviosa, la peca roja de un semáforo. Reduce. ¿Y eso qué es? ¿Una sirena policial? Estaba atento, centinela, a los coches que venían detrás, pero no había visto nada extraño, ninguna maniobra sospechosa. Y él tenía muy desarrollado el instinto de persecución. El auto con la sirena luminosa se puso a su altura. Por la ventana de la derecha asomó un brazo agitando una de esas barras de neón en forma de falo fosforescente. Risco miró en el espejo, justo a tiempo de ver la sonrisa fúnebre de Lapela. Entonces lo imitó. Bajó la ventana, echó fuera el brazo izquierdo y le hizo el signo de Capricornio. Al poner los cuernos, el guante blanco del cartero de Papá Noel también emitía un aquel fosforescente. Todas las cosas tenían ese aura tan especial de las noches de Navidad. La reacción policial fue fulminante. Trataron de adelantarlo para luego atrancarle el paso. Risco aceleró a fondo. El Ferrari Testarossa brincó en proa, con el morro, como un caballo de mar. Ni semáforo ni rayos. Cuando ya había tomado alguna delantera, Risco hizo la sorpresiva maniobra. Un trompo que lo puso en la dirección contraria y dejó al tenaz Lapela con la cara del santo Cornelio.
¿Y ahora? Volver a casa, ni soñarlo. Pero no podía seguir así, de cartero de Papá Noel. Tenía que encontrar un dique de abrigo, un portal de Belén, un refugio de confianza.
El PK2 era un pequeño club de carretera. Una de esas linternas rojas entre dos curvas, en las afueras deshabitadas. Para Risco, el PK2 era lo más parecido a un hogar. Allí encontraba eso que llaman calor humano. Era el único lugar donde siempre le pareció que pagaba de menos. María, Fátima, Lourdes, Pilar, Covadonga, Montserrat, Rocío… Nombres falsos, seguro, tomados de un calendario con santoral, mujeres que desaparecían de repente. Esclavizadas, vendidas a subasta, llevadas por las carreteras secundarias de Europa de antro en antro, de jaula en jaula. Risco lo sabía. Risco no hablaba de eso. Ellas tampoco. En aquel territorio dominado por los hombres lobo no estaba permitido el lujo de los porqués.