Y desde entonces, concluía Fermín ante los hermanos, la Iglesia oficial está al servicio del Imperio. Si Cristo, el carpintero hijo de Dios, volviese hoy al mundo, con sus discípulos incultos y de clase obrera, con sus amistades peligrosas de putas, leprosos y vagabundos, no lo dudéis, la Iglesia oficial lo condenaría. Se callaría como una gran zorra ante su crucifixión. Y todos asentían, porque lo que proclamaba Fermín era de sentido común y hasta un obispo, en confianza y con franqueza, suscribiría estas palabras, pues a la Iglesia le había sucedido lo que al oro de ley cuando se funde con el falso, que todo se convierte en impuro.
Pero ellos, la comunidad, creían de verdad. Eran la rama dorada. Y entre ellos, Ana y él, los más ardientes, los más activos en la fe renovada.
Entre las incontables motas de polvo suspendidas en el aire, intenta distinguir dos que se hagan notar, que se singularicen. Ve ahora a Ana que se levanta. Lleva un traje de chaqueta rojo, con una blusa blanca orlada de encaje, un bordado hilado en la piel, como virguería de santero sobre torso hermosamente tallado. En el tic del labio inferior, como una delación corporal, le tiemblan las antaño enigmáticas metáforas del
Cantar de los Cantares
. Cual cinta carmesí es tu boca. Medias granadas tus mejillas. Atalaya davídica es tu cuello, bien dotada de almenas. Va Ana decidida, casi enérgica, hacia el atril y procede a la lectura del Evangelio según Mateo.
Subió Dios a la barca, y le siguieron sus discípulos. De repente, se levantó tan gran temporal que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Los discípulos fueron a despertarlo, exclamando:
—¡Señor, sálvanos que perecemos!
Él les dijo:
—¿Por qué os acobardáis, hombres de poca fe?
Y poniéndose en pie increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres, asombrados, decían:
—¿Quién será este, al que incluso los vientos y el mar obedecen?
No abandonar la barca, a pesar del temporal. Ésa era la conclusión a la que finalmente llegaban cuando en aquellas misas en forma de asambleas discutían la conveniencia de abandonar o no la Iglesia oficial, empezar de nuevo, de la misma manera que él, Fermín, había sustituido con alivio la sotana por los pantalones vaqueros. Sólo en circunstancias especiales, como la visita a un moribundo, y por no causarles turbación a los feligreses más conservadores que no pertenecían a la comunidad de base, vestía
clergyman,
con aquel cuello rígido que le oprimía como argolla la nuez de la garganta.
Como ahora, en Vetusta.
Había ido allí para visitar a un moribundo. A su tío Jaime, aquejado de un cáncer.
De joven iba a cazar con él. Recordaba aquellas jornadas como un suplicio. Toda caza requiere un silencio, decía el tío Jaime, pero la de las volátiles exige un silencio absoluto. Total. Y lo decía clavándote el carámbano de su mirada. Fermín nunca disparó. Se dejaba ir por las charcas y marismas como un leño muerto. Temía que si lo hacía y erraba el disparo, su propio tío le reventaría la cabeza de un tiro con la misma frialdad que a un pato salvaje.
¿Por qué le acompañaba, si nadie quería hacerlo?
El tío Jaime representaba todo lo que él odiaba. Representaba la impiedad. También se la había encontrado en el Seminario, pero de otra forma, disfrazada, cínica, resabiada. La primera lección, la lección inolvidable, fue cuando ocupó su habitación de interno y colocó en la estantería, demorándose, su más preciado tesoro. Los libros de Guillermo Brown y aquellos escritos por Emilio Salgari, Julio Verne, Mark Twain y Stevenson. Cuando acudió el padre Escolano, el que sería su tutor, empezó a blasfemar como sólo un cura lleno de furor puede hacerlo. Nunca más supo de sus libros de aventuras. Quizá la razón que lo empujaba a acompañar a Jaime, el alférez cazador, tenía algo que ver con aquel episodio del Seminario. Mejor estar cerca de la brutalidad sin matices, aniquilar de una vez la nostalgia de la aventura.
Al borde de la muerte, su tío lo hizo llamar. Hacía mucho tiempo que no se hablaban. Para el ex alférez y notario franquista, Fermín era algo peor que un cura rojo. ¡Es que es bobo!, exclamaba, ¿no veis que es bobo? No conozco a nadie que sea inteligente y bueno al mismo tiempo. Y aún añadía, entre dientes: Soporto a los que fingen creer en algo, pero no a los que creen de verdad. Lo que resultaba coherente con la idea que Fermín tenía de su tío y que se lo hizo aborrecible con el tiempo, cuando tuvo la valentía de decirle: Tu alma es el punto de mira de un fusil.
Es cierto, le dijo ahora su tío con voz ahogada por la enfermedad, es cierto aquello que me echaste en cara. Sus ojos de hielo tenían un insólito brillo de paz.
Siempre he sido un cabrón, dijo el tío Jaime, pero quiero contarte algo.
¿Es una confesión?, preguntó el sobrino en tono profesional.
¡No me jodas!, exclamó el tío Jaime volviendo al estilo que le era habitual. ¡No me seas cura! Escucha, lo que tienes que hacer es escuchar. Tú sabes escuchar. Yo hice algo bueno, ¿sabes? Maté a cinco tipos.
Fermín lo miró con horror. No pensaba en las cinco muertes. Su tío era capaz de eso y de mucho más. Pensaba en la locura de confesarlo ahora. En la estupidez de interrumpir con ese arranque el curso natural de la muerte.
Tuvo el valor de decir: ¡Me importa un carajo lo que hayas hecho!
¡Escucha, Fermín, no seas tonto!, balbució el tío Jaime. Siempre has sido un poco tonto. Por eso te lo cuento, porque eres tonto y bueno. Escucha. Fue durante la guerra. Para mí, la guerra era la guerra. Procuraba apuntar bien, no lo dudes. No sé a cuántos maté del otro bando. Muchos, probablemente, dijo como abriendo un paréntesis de cazador bravucón. Pero lo que sí sé es a cuántos maté de mi bando. Cinco, exactamente. Los cinco que se ofrecían siempre voluntarios para fusilar a los prisioneros. Esperaba a que les tocase el turno de guardia y así, en plena noche, me los cepillé. Me los cargué uno a uno. A los cinco. Ni Dios podría saber que quien los mandaba al infierno era uno de sus oficiales.
Fermín miraba de frente el vaso de agua en la mesita.
Hipón afirma que el alma es agua. Aristóteles, en
Acerca del alma,
no le concedía mucho crédito a esta teoría. Según él, Hipón tenía una mentalidad algo tosca.
Diles que no hagan ruido, o que se larguen, dijo el tío Jaime mirando hacia la puerta que daba a la sala en la que se congregaban las visitas. No hay manera de morirse en paz.
Expiró esa noche. El tío Jaime tenía un hijo que lo odiaba. En su confusión, Fermín pensó que quizá aquella confidencia en realidad iba dirigida a su hijo.
Entre los de pensamiento tosco, Aristóteles también citaba a Critias. Para éste, el alma es la sangre.
Tu padre, le dijo Fermín al hijo de Jaime, Isaac, a la hora de los pésames, tu padre tenía, en el fondo, un buen corazón.
Isaac lo miró con incredulidad. Agradezco que vinieses, dijo. Él quería que tú oficiases el funeral. Insistió mucho, ya sabes cómo era. Lo siento por las molestias.
Por favor, no es molestia. Este viaje me ha venido bien.
Lamentó haber dicho eso. No se deducía en absoluto de su tono, pero para cualquiera que, como el propio Isaac, estuviese al tanto de la historia familiar, era como si el enterrador dijese: Lo siento mucho, pero hoy es un gran día.
Pero el hijo del difunto añadió, sin pizca de suspicacia: Eres muy amable, Fermín.
Cuando falleció el marido de Ana, y eso había sucedido un año antes, a punto estuvo de darse de puñetazos en los ojos para hacerles llorar. Hasta que asumió la realidad de que no estaba triste y pidió perdón a Dios.
Tales decía que el alma es un principio motor. Según esta suposición, el imán posee alma puesto que mueve el hierro.
Era cruel pero honesto reconocerlo. Desde aquel día había sentido que lo que había entre él y Ana era un campo magnético, y que el obstáculo que los separaba, y que respetaban fraternalmente, había desaparecido. Como una mota de polvo. En cada eucaristía, al acercarse a ella, ya viuda, para darle la paz, su piel de imán desprendía una declaración bélica, de deseo y conquista. En el tic del labio inferior pandereteaban, como renacidas, todas las metáforas del
Cantar de los Cantares
. Con una yegua de carros faraónicos yo te comparo, mi amada.
Había ido a Vetusta para darle el último adiós a un moribundo, antaño enemigo implacable. Aquella llamada de Jaime que vivió como una victoria. Y había ido con Ana. Pasaron la noche en un motel de carretera, en las afueras. Su primera noche.
El alma, pensó él sentado en la cama, mientras Ana se desvestía, es como un valle verde con un río orlado de abedules.
Después, el tic del labio inferior contagió a todo su cuerpo, a sus carnes blancas y asustadas. A media noche, insomne, tenía la sensación feliz de que había recuperado sus libros, pero luego, a medida que la luz definía los objetos y expulsaba los cuerpos de su refugio, le acosó un remordimiento viscoso y turbio como agua de un lamazal. Ana intuía lo que estaba pasando y se mantuvo en silencio. En el campo magnético había surgido un nuevo obstáculo, imprevisto y posiblemente invencible. Él mismo. En la habitación entraba, lleno de furor, el padre Escolano, y nuevamente le arrebataba los libros al niño.
Y luego están los que afirman que el alma es el frior, ya que el alma
(psyche)
deriva su denominación de
psychron,
que significa frío.
La confesión de Jaime le dejó trastornado. Estaba pagado de sí mismo, pero no tanto como para ignorar la amarga burla que contenían sus palabras. En el lenguaje de su tío, ser tonto era ser cobarde. Si eres bueno, Fermín, venía diciendo, es por tu cobardía y no por tu valor. Tu bondad empieza donde tu miedo.
Brotó otro recuerdo perturbador: El recuerdo de Xistra, la pelirroja de los Ancares. Ella había estado en Barcelona, emigrante, con un pasado que se le suponía agitado, y retornó con una cierta fatalidad en los ojos que no velaba del todo el brillo de la vida.
El alma de Xistra, pensó, era como un carcaj de flechas llevado en bandolera por una amazona superviviente.
Xistra abrió una taberna justo enfrente de la iglesia a la que Fermín había sido destinado. En cierta forma, ambos competían por el alma de los feligreses. Pero se hicieron amigos, no sin cierto escándalo. Sin embargo, pese a las habladurías, era una amistad pura. Él no estaba enamorado de Xistra. Admiraba sus gestos osados, su libertad. Adoraba su pelo rojo y rizado por la misma razón que adoraba las bayas del acebo que crecía silvestre en una sombra del bosque.
El obispo acudió a la montaña para la fiesta de la confirmación. Se celebró un gran banquete campestre. Las gaitas sonaron como gorjeos carnales de la tierra. Pero a los postres, cuando todos paladeaban el almíbar de los melocotones, se hizo un silencio y Mundo, el patriarca de aquel lugar, se dirigió a monseñor.
Tenemos un buen cura, señor obispo. Lástima que no esté capado como los bueyes.
Al día siguiente, Fermín tenía un nuevo destino.
¿Qué habría sido de Ana? Él se marchó del motel como un fugitivo, como un marido putero al que su mujer esperaba haciendo punto de cruz ante el televisor. Recogió precipitadamente su cepillo de dientes, su ropa interior y no dijo palabra, con el sabor del salitre del pecado en el labio inferior.
Mi alma, pensó, son esas piedras amontonadas tras la catedral. Los dados de Dios. Un póquer fallido.
Braceó en el aire, espantando las motas de polvo. Y después entró en la Santa Basílica para oficiar el funeral.
Cuando alzó el cáliz con el vino de la consagración, descubrió a Ana entre los fieles. Atalaya davídica es tu cuello, bien guarnecida de almenas. Tus pechos son como crías gemelas de gacela pastando en los lirios.
Al beber la sangre de Cristo, notó el tic tembloroso, incontrolable, en su labio inferior. Ahí está, pensó. Ella, el alma. La maldita alma.
Me llamo Antonio Ventura y soy alcohólico.
Ése era el ritual de presentación en la Unidad de Ayuda y Autoestima de Monelos. Todos habíamos dicho aquella frase como quien arranca un tapón de corcho atascado en la garganta. El tapón giraba en una fatídica ruleta que nos apuntaba con su flecha. Pero durante varios días sentías vértigo y, cabizbajo, posabas tus ojos de plomo en el eje, justo en el centro del círculo, rogándole a Dios que el puntero de la rueda no girase en tu dirección.
Alzar la mirada, ir descubriendo a los otros, decía el psicólogo, era subir un primer peldaño en el retorno a la vida. Hay quien introduce barcos en una botella. También he visto quien mete escaleritas. Pero el arte que más cautiva es el de meterse uno mismo. Cuando la botella se seca y tú estás dentro, echas de menos no tener la compañía de un barquito o una escalerita. La vida, desde el fondo de la botella, es como el haz de luz de una linterna de policía en los ojos.
A mí me costó mucho, muchísimo trabajo, alzar la mirada, quizá porque no tenía ningún interés en hacer esa ruta de regreso a la vida. Me daba más miedo la gente que la bebida. Lo que pasa es que había llegado a un punto en que la bebida me hacía ver cucarachas en todas partes, en las sábanas de la cama, en los posos del café y en las comisuras de las uñas. Y bien sabe el Demonio que le tengo más miedo a las cucarachas que a la gente. En un tiempo estuve en un barco en el Gran Sol, el
Lady Mary
. Era un nido de cucarachas. No dormí en quince días. Estaba convencido de que si me dejaba vencer por el sueño, un ejército de cucarachas me abrirían la boca y harían su guarida en mis vísceras.
Antonio Ventura no miró para abajo la primera vez que se presentó.
Me llamo Antonio Ventura y soy alcohólico.
Dijo que era alcohólico con la resuelta naturalidad de quien se declara dueño de una bodega o de una destilería. Aún más, como quien dice que es católico. Lo miramos con inquietud y prevención, convencidos todos de que efectivamente estaba borracho. Pero no. En realidad, nunca entendí muy bien qué rayos hacía Antonio Ventura en la Unidad de Ayuda y Autoestima, antes llamada Asociación de Exalcohólicos. Si yo fuese un tipo sano, si yo fuese como Dios manda, si yo volviese a nacer, me gustaría ser Antonio Ventura.
En las sesiones de terapia, cuando nos tocaba el turno, la mayoría de nosotros sufría para vencer la vergüenza. Yo me retorcía las manos sin querer y los dedos se me enroscaban dolorosamente como si fuesen serpientes heridas. Tenía un estropajo en la lengua y balbuceaba cosas que me arañaban los labios. Enfrente, Antonio Ventura deletreaba mis palabras con ansia. Permanecía al acecho, ayudando con los ojos, como un intérprete de sordomudos. Y cuando le tocaba a él la sesión de terapia, parecía que el mundo había dejado de ser un caos. La vida, en aquel preciso instante, tenía sentido. Y yo sentía sed. Sed de la fuente de la que nacen los ríos.