Fuimos a misa, digo, aunque el móvil distara de ser piadoso. La iglesia, como sin duda habrán maliciado vuestras mercedes, era la del convento de las Adoratrices Benitas, cercano a Palacio y casi frontero al de la Encarnación, junto a la plazuela del mismo nombre. La misa de ocho de las Benitas estaba de moda, pues acudía allí a sus devociones doña Teresa de Guzmán, legítima del conde de Olivares; y además el capellán, Don Juan Coroado, tenía fama de clérigo de gentil talle ante el altar y buen verbo en el púlpito. De modo que el lugar se veía frecuentado no sólo por beatas, sino también por damas de calidad que acudían al reclamo de la condesa de Olivares o del capellán, y por otras que, sin tener calidad, la pretendían. Hasta tusonas y comediantas de tronío —tan piadosas en materia de preceptos como la que más—, se dejaban caer por allí con la devoción de rigor, caríazogadas de afeites bajo los pliegues del manto de humo o la mantilla, todas encajes, puntas y picadillos de Lorena y Provenza, que los de Flandes quedaban para damas de más fuste. Y como, de calidad o sin ella, donde menudean damas acuden más varones que liendres al jubón de un arriero, la famosa misa de ocho ponía la pequeña iglesia de bote en bote, con las madamas unas orando y otras lanzando dardos de Cupido por encima del abanico, los galanes al acecho tras las columnas o junto a la pila para darles agua bendita, y los mendigos en las gradas de la puerta, exhibiendo llagas, pústulas y supuestas mutilaciones de Flandes, y hasta de Lepanto, riñendo para conseguir los mejores sitios a la salida de misa y dispuestos a increpar, con muchos fueros, a los señores que se daban aires pero no aflojaban de la mosca un triste cobre.
Nos situamos los tres cerca de la puerta, en un lugar desde el que podían avizorarse tanto la nave de la iglesia, en ese momento atestada de gente —y tan estrecha que a poco más, en vez de crucificado, al Cristo del altar mayor hubieran tenido que representarlo ahorcado—, como el coro y la reja que comunicaba el lugar con el convento. Vi que el capitán, sombrero en mano y capa al brazo, estudiaba muy por lo menudo el lugar; del mismo modo que, llegando a la iglesia, sus ojos atentos habían registrado todos los detalles de la fachada del convento y las tapias del jardín. Andaba la misa por el evangelio, y cuando el oficiante se volvió a los feligreses tuve ocasión de verle el rostro al famoso capellán Coroado, que decía sus latines con buena parola y fineza, y mucho aplomo. Parecía hombre favorecido, gallardo bajo la casulla, y sus cabellos tonsurados en el colodrillo, al uso clerical, eran negros y fuertes. Los ojos se veían, oscuros, penetrantes; sin que fuera extraño imaginar su efecto entre las hijas de Eva, en especial tratándose de monjas cuya regla cercenaba todo contacto con el siglo, o sea, con el mundo y con el sexo opuesto. Incapaz de considerar su persona sin cuanto sabía de él y del convento donde hacía de su sotana un sayo, excuso referir el malestar y la indignación que me produjeron sus movimientos pausados y la fatua unción con que celebraba el sacrificio de Cristo. Maravillóme que nadie entre el público le gritara sacrílego e hipócrita, y no vislumbrar a mi alrededor más que expresiones devotas e incluso admiración en los ojos de muchas mujeres. Pero así son las cosas de la vida, y aquélla fue sólo una de las primeras veces, entre no pocas, que hube lección provechosa de cuánto suelen las apariencias imponerse a la verdad, y cómo gente en extremo ruin disimula sus vicios bajo máscaras de piedad, honor o decencia. Y que denunciar a los malvados sin pruebas, atacarlos sin armas, confiar a ciegas en la razón o en la justicia, es a menudo el mejor camino para encontrar la propia perdición, mientras los bergantes que se abroquelan de influencias o dineros siguen a salvo. Pues otra lección que aprendí temprano es que resulta muy gran yerro ajustar nuestras fuerzas con las de los poderosos, con quienes lléganos más cierto el perder que el ganar. Mejor es aguardar sin prisas y sin aspavientos, hasta que el tiempo o el azar nos pongan al adversario a tiro de daga: lance que en España —aquí todos subimos y bajamos tarde o temprano por la misma escalera—, resulta regular y hasta muy cierto y obligado. Y si no, paciencia; que a fin de cuentas Dios tiene la última palabra, y él baraja sus naipes y los de todos.
—Segunda capilla a la izquierda —susurró Don Francisco—. Tras la reja.
El capitán Alatriste, que miraba el altar, se mantuvo así un momento y luego volvióse un poco para observar en la dirección sugerida por el poeta. Yo también seguí su mirada hasta la capilla que comunicaba la iglesia con el convento, donde las tocas negras y blancas de monjas y novicias se vislumbraban tras la espesa celosía de hierro, a la que el aparente rigor del claustro añadía aguzados clavos para impedir que hombre alguno, desde el exterior, se acercase más de lo conveniente. Eso era nuestra España: mucho rigor y ceremonia, mucho clavo preventivo, mucha reja y mucha fachada —en plenos desastres en Europa, las cortes de Castilla discutían sobre el dogma de la Inmaculada Concepción—, mientras los clérigos apicarados, las monjas sin vocación, los funcionarios, los jueces, los nobles y todo hijo de vecino cardaban la lana bajo cuerda, y la nación dueña de dos mundos no era sino patio de Monipodio, ocasión para el medro y la envidia, paraíso de alcahuetes y fariseos, zurcido de honras, dinero que compraba conciencias, mucha hambre y mucha bellaquería para remediarla.
—¿Cómo lo veis, capitán?
El poeta había hablado en voz muy baja, entre dientes, aprovechando el momento en que los asistentes empezaban a rezar el Credo. Tenía en una mano el sombrero y la otra en el pomo de la espada, y miraba ante si con recogimiento, el aire equívocamente abstraído, cual si estuviese atento a la liturgia.
—Difícil —respondió Alatriste.
El suspiro profundo del poeta se confundió con el
Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero
que rezaban a coro los feligreses. Un poco más lejos, al resguardo de una columna e intentando pasar tan inadvertido entre la mucha gente como ladrón en corro de escribanos, vi al hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, el mismo que me había descubierto a causa del gato traidor cuando yo escuchaba de tapadillo. Estaba medio embozado y miraba la reja de las monjas. Me pregunté si Elvira de la Cruz estaría allí, y si podría ver a su hermano. La novelería natural en un mozo de mis pocos años se disparó tras la imagen de aquella joven a la que no conocía, pero a la que imaginé bella, prisionera, atormentada, esperando la liberación. Debían de hacérsele interminables las horas en su celda, a la espera de una señal, un mensaje, un billete anunciándole que estuviese prevenida para escapar. Empujado por mi imaginación, que se desbordaba por momentos y hacíame sentir cual héroe de libro de caballerías —al fin y al cabo el azar me había convertido en parte de la empresa—, forcé la vista intentando distinguirla tras los hierros que la encarcelaban del mundo; y a poco me pareció ver una mano blanca, apenas unos dedos apoyados un instante entre barrotes. Así estuve largo rato suspenso y con la boca abierta, atento a si veía aparecer de nuevo la mano; hasta que sentí en mi cogote un disimulado pescozón del capitán Alatriste. Entonces, precavido a mi pesar, volví a mirar al frente con toda la circunspección del mundo. Y cuando el oficiante se volvió a nosotros para decir
Dominus vobiscum
, miré sin pestañear su rostro hipócrita y respondí
Et cum spiritu tuo
con una devoción y una piedad tan aparentes que hubieran hecho feliz, de poder verme y oírme, a mi buena y pobre madre.
Salimos con el
ite misa est
, y en la calle había un sol espléndido que avivaba los colores de los geranios y las alcaraveas que las monjas de la Encarnación tenían en sus ventanas, al otro lado de la calle. Don Francisco se retrasó un poco, pues conocía a todo el mundo en la Corte —era tan popular de amigos como de enemigos—, y se entretuvo de parla con unas damas y sus acompañantes, echándonos miradas por entre ellos al capitán y a mí, que íbamos a lo largo de la tapia del huerto de las Benitas. Observé que el capitán prestaba especial atención a una puertecilla cerrada desde dentro, y también a la pared de ladrillo y a los diez pies de altura que alcanzaba ésta, así como a cierto guardacantón que, en la esquina, hacía posible que alguien con la agilidad adecuada pudiera encaramarse a lo alto. Y vi que sus ojos perspicaces estudiaban la puertecita como habituados a buscar brechas en murallas enemigas. Pareció interesarle en extremo, pues hizo aquel ademán tan suyo de pasarse dos dedos por el mostacho; gesto que traslucía en él, por lo general, o reflexión o talante de meter mano a la blanca cuando alguien empezaba a amostazarle la paciencia. En esas estábamos cuando nos adelantó el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, bien calado el fieltro, sin hacernos el menor gesto de reconocimiento; pero observé, por su modo de caminar y de volverse con cautela, que también él tomaba medidas a la tapia de las Benitas.
En ese momento ocurrió un pequeño incidente, que refiero porque no supone ejemplo baladí del talante de Diego Alatriste. Nos habíamos detenido un poco, fingiendo el capitán que se arreglaba algo en el cinto, para ver de cerca el cerrojo de la puerta; y en ésas nos alcanzó gente que también salía de misa, un par de pisaverdes que acompañaban a dos damas algo ordinarias pero hermosas. Uno de ellos, jubón de terciopelo con mangas acuchilladas, todo lazos, cintas y toquilla con hilo de plata en el sombrero, tropezó conmigo y me apartó luego con malos modos, llamándome bellaco. Un par de años más tarde, aquel desafuero le hubiera costado al fulano, por muy galán que anduviese, una buena mojada en la ingle con la daga que yo aún no cargaba encima por mis pocos años; aunque pronto, en Flandes, empezaría a llevarla como si tal cosa. Pero en ese tiempo yo seguía siendo demasiado mozo, y las afrentas no tenía otra que comérmelas sin aderezos y sin remedio, salvo que el capitán Alatriste decidiera ocuparse de mi honra. Ése fue el caso; y debo decir que aquello dióme que discurrir sobre cómo, a pesar de sus modales a menudo hoscos y sus silencios, el capitán me apreciaba de veras. Y si me lo disimulan vuestras mercedes, diré que algún motivo debía de tener, pardiez, después de ciertos pistoletazos que yo había disparado por él poco tiempo atrás, en el portillo de las Ánimas.
El caso es que, cuando oyó al lindo afrentarme con tan escasa política, el capitán volvióse despacio, muy sereno, con aquella calma glacial que quienes lo conocían bien consideraban pregón de que eran aconsejables tres pasos atrás y precaver la herreruza.
—Vive Dios, Íñigo —el capitán parecía dirigirse a mi, aunque miraba muy por lo fijo al caballero—, que sin duda este gentilhombre te confunde con algún perillán que él conoce.
Yo no dije palabra alguna, pues resultaba evidente el caso. Por su parte, al sentirse interpelado, el pisaverde se había detenido con sus acompañantes. Era de esos que utilizan la propia sombra a modo de espejo. El
vive Dios
del capitán le había hecho apoyar una mano blanca, con grueso anillo de oro y brillantes, en la guarnición de la espada; y el evidente repuntín del
gentilhombre
, tamborilear con los dedos sobre ésta. Su mirada arrogante recorría de arriba abajo a Diego Alatriste, y debo decir que cuando terminó la inspección, tras observar la espada con la cazoleta marcada de arañazos de acero, las cicatrices del rostro y los ojos fríos bajo la ancha falda del sombrero, la firmeza de aquella mirada no era la misma que al comienzo.
—¿Y qué pasa —repuso aun así, desabrido— si no me confundo con nadie y ando cierto en lo que digo?
La respuesta había sonado firme, lo que decía algo en favor del caballero; aunque no se me escapó cierta vacilación final, con una rápida ojeada del lindo a su acompañante y a las dos damas. En aquel tiempo, un hombre podía perfectamente hacerse matar por su reputación, y todo se disculpaba menos la cobardía y la deshonra. A fin de cuentas, y en última instancia, el honor se suponía patrimonio exclusivo del hidalgo; y el hidalgo, a diferencia del pechero que soportaba todos los tributos y cargas, ni trabajaba ni pagaba tasas a la hacienda real. El famoso honor de las comedias de Lope, Tirso y Calderón, solía referirse a la tradición caballeresca de otros siglos, y lo que en verdad menudeaban eran los pícaros y truhanes de toda laya. De modo que, tras aquellas hipérboles del honor y la deshonra, lo que se disimulaba era el negocio, nada ligero por cierto, de vivir sin dar golpe ni pagar impuestos.
Muy despacio, tomándose su tiempo, el capitán se pasó dos dedos por el bigote. Y luego, con la misma mano, sin ostentación ni exagerar el gesto, desembarazó la capa dejando libres las empuñaduras de la espada y la daga que llevaba detrás, al costado izquierdo.
—Pues pasa —dijo en voz muy mesurada— que tal vez vuestras mercedes encuentren a ese que estoy seguro confunden con otro, si se vienen a dar un paseo a la puerta de la Vega.
La puerta de la Vega, que estaba cerca de allí, era uno de los lugares extramuros donde solían solventarse a estocadas las querellas. Y además, el gesto de desembarazar sin más preámbulos toledana y vizcaína no pasó inadvertido para nadie. Como tampoco el plural
vuestras mercedes
, que incluía al acompañante en el baile. Las mujeres enarcaron las cejas, interesadas, pues su condición las ponía a salvo, convirtiéndolas en privilegiadas espectadoras. Por su parte, el segundo individuo —otro lindo con perilla, amplia valona de puntas y guantes de ámbar—, que había asistido al prólogo con una sonrisa despectiva, dejó de sonreír de golpe. Una cosa era ser dos y trabarse de palabras bravuconeando ante unas damas, y otra muy distinta toparse con un fulano con aire de soldado que, de buenas a primeras, sugería ahorrar trámites y despachar el negocio de inmediato y por las bravas. Aquél no era un fanfarrón de la calle de la Montera, decía el gesto del acompañante, que se precavió llegando incluso a retroceder con algún disimulo. En cuanto al lindo, en la lividez del sobrescrito se veía que pensaba exactamente lo mismo, aunque su posición era más delicada. Había hablado un poco de más, y el problema de las palabras es que, una vez echadas, no pueden volverse solas a su dueño. De modo que a veces te las vuelven en la punta de un acero.
—No fue culpa del chico —dijo el acompañante.
Había hablado muy hidalgo, con voz firme y serena; pero la conciliación era evidente. Aquello era quedarse al margen y ofrecer además una salida al amigo, dándole pie a que se ahorrase finiquitar el lance con el jubón tan acuchillado como las mangas. Vi que el lindo abría los dedos de la mano derecha y los volvía a cerrar. Dudaba. A las malas eran, pura aritmética, dos contra uno; y si hubiese descubierto el menor signo de inquietud o de pasión en Diego Alatriste tal vez habría ido adelante, en la cuesta de la Vega o allí mismo. Pero había algo en la frialdad del capitán, aquella indiferencia tan absoluta que traspasaba su inmovilidad y sus silencios, que aconsejaba siempre andársele con mucho tiento. Supe lo que pasaba por la cabeza del lindo: un hombre que desafía a pares a unos desconocidos bien herrados de aceros, o está muy seguro de sí y de su espada, o está loco. Y ninguna de las dos eventualidades era ociosa. El caballero no parecía, sin embargo, pusilánime. Confiaba en no batirse, más tampoco quería perder la faz; de modo que aún sostuvo unos instantes la mirada del capitán. Después me echó un vistazo, cual si me viera por primera vez.