Con el tiempo los invasores encontraron sin duda un hueco más imperecedero en el corazón de Zeal, pues los perennes demonios de sus vidas febriles, el cáncer y el infarto, se cobraron sus derechos, acompañando a sus víctimas a esa tierra recién descubierta. Como los romanos, como los normandos, como todos los invasores que les precedieron, estos viajeros dejaron su huella más honda sobre ese césped usurpado no por sus edificaciones, sino por quedar enterrados en sus cimientos. A mediados de septiembre, el último septiembre de Zeal, hacía un tiempo frío y húmedo.
Thomas Garrow, hijo único del difunto Thomas Garrow, se estaba haciendo con una sed saludable mientras cavaba en un rincón del Campo de los Tres Acres. El día anterior, jueves, había caído un violento chaparrón y el suelo estaba empapado. Limpiar el terreno para sembrarlo el año próximo no había sido una tarea tan fácil como creía Thomas, pero había jurado por sus muertos que habría preparado el campo antes del fin de semana. Quitar las piedras y apartar los detritos de máquinas pasadas de moda que el vago bastardo de su padre había dejado que se oxidaran al aire libre resultó un trabajo agotador. Debieron ser buenos años, pensó Thomas, años jodidamente buenos, para que su padre pudiera permitirse dejar que se deterioraran máquinas tan buenas. En realidad, para que pudiera permitirse dejar yerma la mayor parte de los tres acres; pero es que era buena tierra. Después de todo, éste era el vergel de Inglaterra: el suelo era dinero. Dejar tres acres en barbecho era un lujo que nadie se podía permitir en estos tiempos de tanta apretura. Pero como hay Dios que era un trabajo agotador; el tipo de trabajo que le encomendaba su padre cuando era joven y que desde entonces odiaba profundamente.
Pero eso no quitaba que hubiera que hacerlo.
Y el día había empezado bien. Después de la revisión, el tractor parecía más alegre y el cielo matinal estaba repleto de gaviotas venidas desde la costa para desayunar gusanos recién desenterrados. Le habían hecho compañía, estridentes, en su trabajo: su insolencia y su impaciencia siempre resultaban entretenidas. Pero luego, al volver al campo después de tomar un tentempié en The Tall Man, las cosas empezaron a salir mal. El motor empezó a ratear por el mismo problema por el que se acababa de gastar doscientas libras; y después, cuando sólo llevaba unos cuantos minutos trabajando, encontró la piedra.
Era un pedazo de materia completamente anodino: sobresalía del suelo unos treinta centímetros quizá, su diámetro visible tenía menos de un metro y la superficie era suave y lisa. Ni siquiera líquenes; sólo unas pocas hendiduras que una vez quizá fueran palabras. A lo mejor una frase de amor, más probablemente un mensaje del tipo «Kilroy estuvo aquí» o, lo más seguro, una fecha y un nombre. Fuera lo que fuese, monumento o mojón, ahora le estorbaba. Lo tendría que desenterrar o el año que viene perdería tres buenos metros de tierra cultivable. Un arado no podía de ninguna manera abarcar un canto rodado de ese tamaño.
A Thomas le sorprendió que hubieran dejado esa maldita piedra en el campo tanto tiempo sin que nadie se preocupara por quitarla. Pero hacía mucho tiempo que se cultivaba el Campo de los Tres Acres: seguro que más de los treinta y seis años que tenía. Y tal vez, se le ocurrió, antes de que su padre viniera al mundo. Por alguna razón (si alguna vez supo cuál, se le había olvidado) esta parcela de las tierras Garrow llevaba en barbecho muchas temporadas, a lo mejor incluso generaciones. De hecho, le asaltó la sospecha de que alguien, probablemente su padre, había dicho que en ese lugar no crecería nunca ningún cultivo. Pero eso era completamente absurdo. Por el contrario, las plantas, aunque se tratara de ortigas y de enredaderas, eran más tupidas y exuberantes en esos tres acres abandonados que en el resto de la comarca. Así que no acertaba a comprender por qué no habría de florecer el lúpulo en ese lugar. Tal vez incluso un huerto: aunque eso requería más paciencia y cariño del que Thomas creía disponer. Plantara lo que plantase, seguramente brotaría de un suelo tan rico con un entusiasmo desconocido y él habría aprovechado tres acres de tierra excelente para sanear su depauperada economía.
Sólo le hacía falta desenterrar esa maldita piedra.
Se le ocurrió la posibilidad de alquilar una de las excavadoras de la obra que se estaba haciendo al norte del pueblo, traerla aquí y recurrir a sus mandíbulas mecánicas para resolver el problema. Desenterrar y quitar de en medio la piedra en dos segundos. Pero, por orgullo, no quiso echarse a correr en busca de ayuda ante la primera dificultad. A fin de cuentas no había para tanto. La desenterraría solo, igual que habría hecho su padre. Estaba decidido. Dos horas y media más tarde, empezaba a arrepentirse de sus prisas.
El agradable calor de la tarde se había agriado y el aire, sin brisa que lo dispersara, se volvía sofocante. Se oyó en las lomas el redoble entrecortado de un trueno y Thomas sintió la electricidad estática en el cogote, erizándole los pelos. El cielo encima del campo se había quedado vacío: las gaviotas, demasiado veleidosas para seguir sobrevolándolo una vez que la diversión se había terminado, se alejaron tras una corriente térmica salina.
Hasta la tierra, de la que se había desprendido un fuerte aroma dulce cuando las hojas la removieron por la mañana, olía ahora a tristeza; y según cavaba la tierra negra de alrededor de la piedra, sus pensamientos volvieron sin darse cuenta a la putrefacción que la volvía tan rica. Ociosamente, sus ideas volvían una y otra vez sobre las incontables pequeñas muertes que causaba cada una de sus paletadas. Ésa no era su forma habitual de pensar y le molestó la morbosidad del tema. Se detuvo un momento, apoyándose sobre la pala, y lamentó el cuarto vaso de Guinness que había bebido con la comida. Normalmente era una ración completamente inofensiva, pero hoy le daba vueltas en el estómago, lo oía, estaba tan negro como la tierra que tenía sobre la pala, preparaba un amasijo de acetona y comida a medio digerir.
Piensa en otra cosa, se dijo, o devolverás. Para olvidarse de su estómago se puso a mirar el campo. No era nada extraordinario: un simple cuadrado de tierra limitado por una descuidada valla de espinos. Había uno o dos animales muertos a la sombra del espino: un estornino y algo demasiado podrido para que pudiera reconocerse. Daba cierta sensación de soledad, pero eso no era tan raro. Pronto llegaría el otoño, y el verano había sido demasiado largo y demasiado caluroso para resultar agradable.
Levantando la vista de la valla vio a una nube con forma de cabeza de mongólico soltar un rayo sobre las colinas. El brillo de la tarde iba quedando reducido a una pequeña franja de azul en el horizonte. Pronto caería la lluvia, pensó, y la idea le gustó. Lluvia fresca; quizás un chaparrón, como el día anterior. A lo mejor esta vez dejaba el aire limpio y sano.
Thomas bajó los ojos a la piedra irreductible y la golpeó con la pala. Despidió un pequeño arco de llama blanca.
Blasfemó en voz alta e imaginativamente: maldijo a la piedra, a sí mismo y al campo. La piedra se quedó asentada en el foso que había cavado en torno a ella, desafiándolo. Había agotado casi todas las posibilidades: había hecho un agujero de unos sesenta centímetros alrededor del pedrusco, le había clavado postes debajo, los había encadenado y luego trató de izarlo con el tractor. Sin suerte. Obviamente, tendría que hacer más hondo el foso, clavar más profundamente las estacas. No iba a dejarse vencer por aquel maldito objeto.
Gruñendo entre dientes se puso a cavar de nuevo. Unas gotas de lluvia le salpicaron el dorso de la mano, pero casi no se dio cuenta. Sabía por experiencia que una tarea como ésa exigía una determinación especial: agachar la cabeza e ignorar toda distracción. Se quedó con la mente en blanco. Sólo existía la tierra, la pala, la piedra y su cuerpo.
Hundir, sacar. Hundir, sacar. Un ritmo de trabajo hipnótico. El trance era tan absoluto que, cuando la piedra empezó a moverse, no recordaba con seguridad cuánto tiempo llevaba trabajando.
El movimiento le despertó. Se levantó con un chasquido de las vértebras, sin estar completamente seguro de que el cambio de posición fuera algo más que una ilusión óptica. Posando el pie sobre la piedra, hizo presión, Sí, giraba sobre su fosa. Estaba demasiado exhausto para sonreír, pero sentía cercana la victoria. Había vencido a aquella cabrona.
La lluvia empezaba a caer más intensamente, y le gustaba esa sensación sobre el rostro. Metió un par de estacas más bajo la piedra para que descansara sobre una base menos sólida: iba a destrozarla. «Ya verás, dijo, ya verás.» La tercera estaca caló más hondo que las dos anteriores y pareció pinchar una burbuja de gas por debajo de la piedra, una nube amarillenta que olía tan mal que le obligó a apartarse para aspirar una bocanada de aire puro. Ya no quedaba aire puro. Todo lo que pudo hacer fue expectorar una bola de flema para aclararse la garganta y los pulmones. Fuera lo que fuera lo que había debajo de la piedra —y la fetidez tenía algo de animal—, estaba muy podrido.
Se obligó a seguir trabajando, respirando por la boca y no por la nariz. Sentía una presión en la cabeza, como si el cerebro se le estuviera hinchando y chocara contra la cúpula de su cráneo, esforzándose por salir.
—¡Que te jodan! —dijo, y metió otra estaca bajo la piedra.
Tenía la espalda a punto de partirse. En su mano derecha acababa de estallar una burbuja. Un tábano se le posó en el brazo y se regaló con él, feliz de que no lo espantaran.
—Hazlo. Hazlo. Hazlo.
Clavó la última estaca sin ser consciente de lo que hacía.
Y entonces la piedra empezó a rotar.
Sin que él la tocara. La estaban sacando de su asiento empujándola por debajo. Cogió la pala, que seguía encajada bajo la piedra. De repente se sentía su dueño; era suya, formaba parte de él y no quería que se quedara cerca del agujero; y ahora aún menos, ahora que la piedra se agitaba como si tuviera un géiser debajo a punto de estallar, ahora que el aire estaba amarillo y el cerebro se le hinchaba como un calabacín en agosto.
Tiró de ella con fuerza, pero no se desenterraba.
La maldijo y lo volvió a intentar con las dos manos, manteniéndose a prudente distancia, pues la agitación creciente de la piedra lanzaba ráfagas de tierra, piojos y guijarros.
Volvió a tirar de la pala, pero no quería ceder. No se paró a analizar la situación. El trabajo le tenía obsesionado; sólo quería recuperar la pala, su pala, sacarla del agujero y salir pitando.
La piedra daba sacudidas, pero no por eso dejó de sujetar la pala; se le había metido entre ceja y ceja la idea de que tenía que recuperarla para poder largarse. Sólo cuando la tuviera entre las manos, sana y salva, obedecería a sus tripas y saldría corriendo.
Bajo sus pies el suelo comenzó a hacer erupción. La piedra salió rodando del sepulcro como si pesara menos que una pluma. Una segunda nube de gas, más repugnante que la primera, pareció arrastrarla consigo. Al mismo tiempo salió la pala del hoyo, y Thomas pudo ver qué era lo que la sujetaba.
De repente todo dejó de tener sentido, así en la tierra como en el cielo.
Era una mano, una mano viva, la que se aferraba a la pala, una mano tan grande que podía sujetarla por la hoja sin dificultad.
Thomas conocía aquel momento perfectamente bien. La tierra hendiéndose; la mano; la fetidez. Sentado en el regazo de su padre, había oído que alguien lo describía en una pesadilla.
Pensó en abandonar la pala, pero ya no le quedaba fuerza de voluntad. Sólo pudo obedecer a un mandato procedente del subsuelo que le instaba a estirar hasta que se le desgarraran los ligamentos y le sangraran los tendones.
Por debajo de la delgada corteza de tierra, el hombre-lobo olió el aire libre. Fue como éter purificado para sus adormecidos sentidos; tanto placer le dio arcadas. Sólo unos centímetros más y tendría reinos a su disposición. Después de tantos años, de aquella interminable asfixia, sus ojos volvían a ver la luz y su lengua paladeaba el sabor del terror humano.
Por fin asomó su cabeza a la superficie, con el pelo negro coronado de gusanos y el cuero cabelludo cubierto de pequeñas arañas rojas. Esas arañas que llevaban cien años irritándolo, perforándole la medula espinal, y que tanto ansiaba aplastar. Tira, tira, le ordenaba al hombre, y Thomas Garrow tiró hasta que no le quedaron más fuerzas en el lamentable cuerpo y centímetro a centímetro Rex fue arrancado de su sepultura, de su mortaja de plegarias.
La piedra que le había tenido tanto tiempo aprisionado ya no le retenía; salía con facilidad a la superficie, mudando de sepulcro como de piel las serpientes. Ya tenía el torso fuera. Sus hombros eran el doble de anchos que los de un hombre; sus brazos, flacos y llenos de cicatrices, más fuertes que los de cualquier ser humano. La sangre le palpitaba en las extremidades como si fueran las alas de una mariposa, pletórica ante la resurrección. Fue clavando rítmicamente los dedos, largos y letales, en la tierra a medida que recuperaban energía.
Thomas Garrow se quedó de pie, mirándolo. No sentía más que reverente temor. El miedo estaba hecho para quienes tenían aún alguna posibilidad de sobrevivir: a él no le quedaba ninguna.
Rex había salido definitivamente de su sepultura. Empezó a erguirse por vez primera desde hacia siglos. Le cayeron terrones de arena húmeda del torso al estirarse en toda su altura, un metro más que la de Garrow, que media un metro ochenta.
Éste se quedó a la sombra del hombre-lobo con los ojos fijos en el hoyo de donde había salido el Rey. Seguía aferrando la pala con la mano derecha. Rex lo levantó del pelo. El cuero cabelludo se le desgarraba por el peso del cuerpo, de forma que el hombre-lobo lo agarró por el cuello, que pudo rodear con facilidad con su inmensa mano.
La sangre del cuero cabelludo le resbaló a Garrow por el rostro, y esa sensación lo espabiló. Sabía que la muerte era inminente. Se miró las piernas, que pataleaban inútilmente, y luego levantó la vista y contempló detenidamente el rostro despiadado de Rex.
Era inmenso, como la luna de septiembre, inmenso y ambarino. Pero esa luna tenía ojos; ojos ardientes sobre una cara pálida y picada de viruela. Aquellos ojos eran como heridas del mundo, como si se los hubieran arrancado a Rex de la cara y en su lugar hubieran colocado dos velas que le parpadearan en las cuencas.
Garrow estaba extasiado por la inmensidad de esa luna. La observó de ojo a ojo, bajó luego la vista hasta las húmedas rajas que tenía por nariz, y por fin, con una sensación de terror infantil, hasta la boca. Dios mío, qué boca. Era tan ancha y tan cavernosa que pareció dividirle la cabeza en dos cuando se abrió. Ésa fue la última idea de Thomas. Que la luna se estaba partiendo en dos y que se caía del cielo encima de él.