—No; iré mañana —respondió Patty.
—Con un poco de suerte, Galina se olvidará de quitarle el collar y la correa a Edgar antes de que llegues; así está muuuy guapo. Muuuy masculino y religioso. De una cosa puedes estar segura: no se molestará en limpiar la mierda de vaca del suelo de la cocina.
Entonces Patty le explicó su propuesta, que consistía en que Joyce vendiera la finca, diera la mitad de las ganancias a los hermanos de Ray y dividiera el resto entre Abigail, Verónica, Edgar y ella misma (es decir, Joyce, no Patty, cuyo interés económico era nulo). Abigail negaba con la cabeza continuamente mientras Patty lo explicaba.
—Para empezar —dijo—, ¿no te ha hablado mamá del accidente de Galina? Atropelló a un vigilante de tráfico en un paso de peatones delante de un colegio. A ningún niño, gracias a Dios, sólo al viejo con su chaleco naranja. La distrajo su prole, que iba en el asiento de atrás, y embistió al hombre sin más. De eso hace sólo dos años y, como era de esperar, Edgar y Galina no habían renovado el seguro del coche, porque ellos son así. Da igual la ley del estado de Nueva Jersey, da igual que hasta papá tuviera seguro del coche. Edgar no le veía la necesidad, y Galina, pese a vivir aquí desde hace quince años, dijo que en Rusia todo era distinto, que ella no tenía ni idea. El seguro del colegio indemnizó al vigilante, que ahora prácticamente no puede caminar, pero la compañía de seguros ha presentado una reclamación de embargo de bienes, por una cantidad inmoral. Todo el dinero que reciban ahora irá directo a la compañía de seguros.
Joyce, curiosamente, no había mencionado ese detalle a Patty.
—Bueno, probablemente es lo correcto —dijo Patty—. Si ese hombre se ha quedado lisiado, es ahí adonde debe ir el dinero, ¿no?
—Ésa es una razón más para que huyan a Israel, ya que no tienen un centavo. Cosa que a mí ya me parece bien: sayonara. Pero intenta colárselo a mamá. Ella le tiene más cariño a la prole que yo.
—¿Y eso por qué supone un problema para ti?
—Porque —contestó Abigail— Edgar y Galina no deberían recibir nada, porque han tenido el usufructo de la finca durante seis años y la han dejado en un estado lamentable, y porque el dinero volará de todos modos. ¿No crees que debería ir a manos de gente capaz de darle un buen uso?
—A mí me parece que el vigilante le daría un buen uso.
—A él ya le han pagado. Ahora es la compañía de seguros la única a la que le falta cobrar, y las compañías tienen sus propios seguros para estas cosas.
Patty frunció el entrecejo.
—En cuanto a los tíos —prosiguió Abigail—, hay que joderse. Con ellos pasó un poco lo mismo que contigo: se largaron. No tuvieron que soportar los pedos del abuelo en vacaciones como nosotros. Papá iba allí prácticamente cada semana y comía las espantosas galletas de nueces pasadas de la abuela, y eso durante toda su vida. Desde luego, que yo recuerde, sus hermanos no lo hacían.
—¿Estás diciendo que, en tu opinión, merecemos cobrar por eso?
—¿Por qué no? Es mejor que no cobrar. Además, los tíos no necesitan el dinero. Se las apañan muuuy bien. Mientras que a mí, y a Ronnie, nos cambiaría la vida.
—¡Por favor, Abigail! —prorrumpió Patty—. Nunca nos vamos a entender, ¿verdad que no?
Tal vez captando un amago de lástima en su voz, Abigail adoptó una mueca de estúpida, una mueca cruel.
—No soy yo quien se largó —dijo—. No soy yo quien se daba aires y nunca podía soportar una broma, ni quien se casó con Don Buen Tío Sobrehumano de Minnesota y Bicho Raro Moralista Amante de la Naturaleza, y ni siquiera fingía no odiarnos. Te crees que te va muy bien, te crees muy superior, y de pronto Don Buen Tío Sobrehumano te deja plantada por alguna razón inexplicable que obviamente no tiene nada que ver con tus maravillosas cualidades personales, y entonces te crees que puedes volver y ser la Adorable y Simpática Señorita Florence Nightingale Embajadora en Misión de Buena Voluntad. Es todo muuuy interesante.
Patty se aseguró de respirar hondo varias veces antes de contestarle.
—Como he dicho —dijo—, me parece que tú y yo nunca nos entenderemos.
—La única razón por la que tengo que llamar a mamá a diario —aclaró Abigail— es que tú estás allí, intentando echarlo todo a perder. Dejaré de molestarla en cuanto tú te vayas y te ocupes de tus asuntos. ¿Trato hecho?
—¿En qué sentido no es asunto mío?
—Tú misma has dicho que te da igual el dinero. Si quieres quedarte una parte y dársela a los tíos, allá tú. Si eso te sirve para sentirte más superior y moralista, allá tú. Pero no nos digas a los demás lo que tenemos que hacer.
—Vale, me parece que con eso ya casi está todo dicho. Pero sólo una última duda, para ver si lo he entendido bien: ¿crees que aceptando cosas de Ray y Joyce has estado haciéndoles un favor durante toda tu vida? ¿Crees que Ray hacía un favor a sus padres aceptando cosas de ellos? ¿Y que mereces una recompensa por todos esos grandes favores?
Abigail hizo otra mueca peculiar y pareció detenerse a pensarlo.
—¡Pues la verdad es que sí! —afirmó—. La verdad es que lo has expresado muy bien. Eso es lo que creo. Y el hecho de que por lo visto, te extrañe tanto es la razón por la que esto no es asunto tuyo. A estas alturas, tú ya no formas parte de la familia más que Galina. Quizá lo creas, pero sólo es una impresión tuya. Así que ¿por qué no dejas a mamá en paz y le permites tomar sus propias decisiones? Tampoco quiero que hables con Ronnie.
—La verdad es que no es asunto tuyo si hablo o no con ella.
—Sí es asunto mío, y te digo que la dejes en paz. No hará más que confundirla.
—Estamos hablando de la misma persona que tiene un coeficiente de inteligencia de… ¿cuánto? ¿Ciento ochenta?
—No anda muy fina desde que murió papá, y no hay motivo para atormentarla. Dudo que me hagas caso, pero sé de qué hablo, porque he pasado aproximadamente mil veces más tiempo con Ronnie que tú. Ten un mínimo de consideración.
La finca de los Emerson, en otro tiempo primorosamente cuidada, parecía, cuando Patty fue allí la mañana siguiente, un cruce entre Walker Evans y la Rusia decimonónica. Había una vaca en medio de la pista de tenis, ahora sin red y con la cinta de plástico que la delimitaba despegada y retorcida. Edgar araba el antiguo prado de los caballos con un pequeño tractor, reduciendo la marcha hasta detenerse cada quince metros cuando el tractor se hundía en la tierra primaveral empapada por la lluvia. Vestía una camisa blanca embarrada y botas de goma también cubiertas de barro; había acumulado grasa y desarrollado músculo y por alguna razón, al verlo, Patty se acordó del Pierre de Guerra y paz. Dejó el tractor peligrosamente inclinado en el campo y se abrió paso entre el barro hasta el camino de acceso, donde ella había aparcado. Le explicó que estaba plantando patatas, muchas patatas, con el objetivo de que la familia gozara de una autosuficiencia más plena al año siguiente. En ese momento, llegada ya la primavera, con la cosecha del año anterior y las existencias de carne de venado agotadas, la familia dependía en gran medida de las donaciones de comida de la Congregación Beit Midrash: ante la puerta del establo, en el suelo, había cajas de cartón con alimentos envasados, cereales secos a granel y palés retractilados con su carga de comida para bebés. En algunos palés el plástico estaba rasgado y faltaba parte del contenido, lo que indujo a Patty a pensar que la comida llevaba un tiempo a la intemperie sin que nadie se preocupara de entrarla en el establo.
Aunque la casa era un caos de juguetes y platos sucios y en efecto olía vagamente a estiércol, el bosquejo de Degas y el lienzo de Monet y el pastel de Renoir colgaban aún donde siempre habían estado. Al instante, Patty se encontró entre los brazos a un bebé de un año, guapo, cálido, adorable y no demasiado limpio, entregado por Galina, que estaba visiblemente embarazada y supervisaba la escena con la mirada apagada de un aparcero. Patty había conocido a Galina el día del oficio fúnebre de Ray, pero apenas había hablado con ella. Era una de esas madres abrumadas, abstraídas en los hijos; despeinada, con las mejillas encendidas, vestida con desaliño y con las carnes escapando azarosamente por debajo de la ropa, pero sin duda aún podría haber estado guapa si se hubiera dedicado unos minutos a sí misma.
—Gracias por venir a vernos —dijo—. Ahora para nosotros movernos es un suplicio, con eso de organizar los desplazamientos y demás.
Antes de exponer el asunto en cuestión, Patty sintió la necesidad de disfrutar del niño que tenía en brazos, frotarle la nariz con la suya, hacerlo reír. Concibió la disparatada idea de adoptarlo, para aligerar la carga de Galina y Edgar e iniciar una nueva forma de vida. Como si el pequeño le adivinara el pensamiento, le tocó toda la cara con las manos, pellizcándosela jubilosamente.
—Le gusta su tía —dijo Galina—. Su tía Patty, desaparecida hace mucho tiempo.
Edgar entró por la puerta de atrás sin las botas, con unos gruesos calcetines grises también sucios de barro y agujereados.
—¿Quieres salvado con pasas o algo así? —preguntó—. También tenemos cereales Chex.
Patty rechazó el ofrecimiento y se sentó a la mesa de la cocina con su sobrino en una rodilla. Los otros niños no eran menos maravillosos —curiosos, atrevidos sin ser groseros, de ojos oscuros—, y entendió por qué Joyce estaba tan prendada de ellos y no quería que se fueran del país. En conjunto, después de su desagradable conversación con Abigail, a Patty le costaba ver a aquella familia como los villanos. Le parecieron más bien, literalmente, los protagonistas de un cuento de niños perdidos en el bosque.
—Contadme, pues, cómo veis el futuro —dijo.
Edgar, obviamente acostumbrado a dejar que Galina hablara por él, se sentó a quitarse las costras de barro de los calcetines mientras su mujer explicaba que las labores agrícolas iban cada vez mejor, que el rabino y la sinagoga les proporcionaban un apoyo extraordinario, que Edgar estaba a punto de recibir autorización para producir vino kosher a partir de las vides del abuelo, y que había caza abundante.
—¿Caza? —preguntó Patty.
—Ciervos —contestó Galina—. Una cantidad increíble de ciervos. Edgar, ¿cuántos cazaste el otoño pasado?
—Catorce.
—¡Catorce en nuestra propiedad! Y siguen viniendo y viniendo, es magnífico.
—Veréis, el caso es que —dijo Patty, intentando recordar si comer ciervo era siquiera kosher— esto en realidad no es propiedad vuestra. Ahora podríamos decir que es de Joyce. Y sólo me preguntaba, ya que a Edgar se le dan tan bien los negocios, si no sería más lógico, quizá, que él volviera a trabajar y tuviera un sueldo de verdad para que Joyce pueda tomar su propia decisión sobre esta finca.
Galina negaba con la cabeza porfiadamente.
—Están los seguros. Los seguros quieren quedarse con todo lo que gane Edgar, hasta cubrir una cantidad de no sé cuántos cientos de miles.
—Ya, bueno, pero si Joyce vendiera esto, podríais saldar los seguros, quiero decir la deuda con las compañías de seguros, y así empezar de cero.
—¡Ese hombre es un farsante! —protestó Galina, echando chispas por los ojos—. Ya conocerás la historia, supongo. Ese vigilante es un auténtico farsante. Yo apenas lo toqué, apenas lo rocé, ¿y ahora resulta que no puede andar?
—Patty —dijo Edgar con un tono asombrosamente parecido al de Ray cuando se ponía paternalista—, en realidad no entiendes la situación.
—Perdona, pero ¿qué hay tan difícil de entender?
—Tu padre quería que la granja se quedara en la familia —afirmó Galina—. No quería que fuera a parar a los bolsillos de productores teatrales espantosos e indecentes que supuestamente hacen «arte», o de esos psiquiatras de quinientos dólares la sesión que se embolsan el dinero de tu hermana pequeña sin lograr que mejore nunca. Así, al menos tendremos la granja, tus tíos se olvidarán de ella y si alguna vez surge una necesidad real, y no ese supuesto «arte», ese arte espantoso, ni esos psiquiatras farsantes, Joyce siempre puede vender una parte.
—¿Edgar? —dijo Patty—. ¿Ése es tu plan también?
—Básicamente, sí.
—Bueno, imagino que es muy desinteresado por tu parte: mantener viva la llama de los deseos de papá.
Galina se inclinó hacia Patty, como para ayudarla a comprender.
—Están los niños —dijo—. Pronto seremos seis bocas que alimentar. Tus hermanas creen que quiero ir a Israel; yo no quiero ir a Israel. Aquí disfrutamos de una buena vida. ¿Y no ves ningún mérito en tener los hijos que tus hermanas nunca tendrán?
—Desde luego, los niños tienen su gracia —admitió Patty. Su sobrino dormitaba entre sus brazos.
—Pues no le des más vueltas —dijo su cuñada—. Ven a ver a los niños siempre que quieras. No somos malas personas, no estamos chiflados, nos encanta tener visitas.
Patty regresó a Westchester con una sensación de tristeza y desaliento, y se consoló viendo baloncesto en la televisión (Joyce estaba en Albany). Al día siguiente por la tarde volvió a la ciudad y vio a Verónica, la menor de la familia, la más dañada de todos. Verónica siempre había tenido cierto aire de otro mundo. Durante mucho tiempo eso tuvo que ver con su aspecto de duendecillo del bosque, acentuado por su delgadez y sus ojos oscuros, imagen a la que se había adaptado por medio de diversos métodos autodestructivos, entre los que se incluía la anorexia, la promiscuidad y los excesos con la bebida. Ahora había perdido casi por completo su atractivo —se la veía más pesada, pero no en el sentido de gorda; a Patty le recordó a su antigua amiga Eliza, a quien había entrevisto, muchos años después de la universidad, en una delegación de Tráfico abarrotada de gente—, y su aire de otro mundo era más espiritual: una falta de conexión con la lógica corriente, una especie de bienestar distante frente a la existencia de un mundo exterior a ella. En su día prometía mucho (al menos a ojos de Joyce) como pintora y bailarina, y había recibido proposiciones de un sinfín de jóvenes meritorios y salido con ellos, pero después se había visto vapuleada por graves episodios de depresión en comparación con los cuales las depresiones de Patty parecían un agradable paseo otoñal en un carro de heno por un manzanar. Según Joyce, en ese momento trabajaba como auxiliar administrativa de una compañía de danza. Vivía en un apartamento de un solo dormitorio sin apenas muebles en Ludlow Street, donde Patty, pese a haber telefoneado previamente, tuvo la impresión de haberla interrumpido en medio de un profundo ejercicio de meditación. Le abrió por el interfono y dejó abierta la puerta delantera, para que Patty fuera a buscarla a su dormitorio, donde se hallaba sobre una colchoneta de yoga, vestida con un chándal del Sarah Lawrence College, ya muy desteñido; la elasticidad de bailarina de su juventud había evolucionado para convertirse en una asombrosa flexibilidad yóguica. Era evidente que habría preferido que Patty no la visitara, y ésta tuvo que quedarse sentada en su cama durante media hora, esperando una eternidad las respuestas a sus preguntas de elemental cortesía, hasta que Verónica por fin se concilió con la presencia de su hermana.