Hacía mucho tiempo que Walter no se reía, pero ahora se reía continuamente, y luego gemía porque le dolían las costillas. Una tarde salió y volvió a casa con una furgoneta Econoline blanca de segunda mano y un bote de pintura verde en espray y, sin especial cuidado, escribió ESPACIO LIBRE en los flancos y la parte de atrás de la furgoneta. Quería seguir adelante y destinar su propio dinero, que obtendría de la inminente venta de la casa, a financiar el equipo de trabajo durante ese verano, a imprimir folletos y pagar una pequeña cantidad a los estudiantes en prácticas y ofrecer premios en metálico a los grupos contendientes, pero Lalitha previó posibles complicaciones legales en relación con el divorcio y no se lo permitió. Ante lo cual Joey, después de conocer los planes para el verano de su padre, inesperadamente extendió un cheque por valor de cien mil dólares a nombre de Espacio Libre.
—Esto es absurdo, Joey —dijo Walter—. No puedo aceptarlo.
—Claro que puedes —insistió Joey—. El resto irá a los veteranos de guerra, pero Connie y yo opinamos que tu causa también es interesante. Tú me cuidaste cuando era pequeño, ¿no?
—Sí, porque eras mi hijo. Eso hacen los padres. No esperamos que nos lo devuelvan. Tú al parecer nunca entendiste del todo ese concepto.
—Pero ¿no es gracioso que yo pueda hacer esto? ¿No es una broma de las buenas? Esto es sólo dinero del Monopoly. Para mí no significa nada.
—Tengo mis propios ahorros, que podría gastar si quisiera.
—Bueno, pues guárdatelos para cuando seas viejo —sugirió Joey—. Tampoco es que vaya a entregarlo todo a la caridad cuando empiece a ganar dinero de verdad. Éstas son circunstancias especiales.
Walter estaba tan orgulloso de Joey, tan agradecido de no seguir peleándose con él, y tan predispuesto, por tanto, a dejarle hacerse el mayor, que aceptó el cheque sin oponer resistencia. Su único verdadero error fue mencionárselo a Jessica. Habían hablado por fin mientras estaba internado en el hospital, pero ella dejó claro con su tono que aún no estaba dispuesta a ser amiga de Lalitha. Por lo demás, sus declaraciones en Whitmanville tampoco la habían convencido. «Aun dejando de lado el hecho de que "cáncer del planeta" es precisamente una de esas expresiones que todos consideramos contraproducentes —dijo—, creo que no has elegido el enemigo adecuado. Cuando pones en bandos opuestos la ecología y a las personas ignorantes que intentan mejorar sus vidas, envías un mensaje que no hace ningún bien. Es decir, me consta que esa gente no te inspira simpatía. Pero eso debes procurar disimularlo, no utilizarlo como elemento de partida.» En una llamada posterior, aludió con cierta impaciencia al republicanismo de su hermano, y Walter insistió en que Joey no era el mismo desde que se había casado con Connie. De hecho, añadió, Joey era ahora uno de los principales donantes de Espacio Libre.
—¿Y de dónde ha sacado el dinero? —preguntó Jessica.
—Bueno, tampoco es gran cosa —rectificó Walter, dando marcha atrás consciente de su error—. Somos pocos, ya lo sabes, así que todo es relativo. Es sólo el hecho simbólico de que nos dé algo… eso dice mucho de cómo ha cambiado.
—Mmm.
—O sea, no es nada comparable a tu contribución. La tuya fue enorme: pasar ese fin de semana con nosotros, ayudarnos a elaborar la idea. Eso fue extraordinario.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella—. ¿Vas a dejarte crecer el pelo y ponerte un pañuelo en la cabeza? ¿Ir de aquí para allá en tu furgoneta? ¿Montar todo ese número de la mediana edad? ¿Es eso lo que debemos esperar en adelante? Porque a mí me gustaría ser la vocecilla tranquila que dice que te prefería como eras antes.
—Te prometo que no me dejaré crecer el pelo. Te prometo que no me pondré un pañuelo en la cabeza. No te abochornaré.
—Me temo que es un poco tarde para eso.
Tal vez por fuerza tenía que suceder: Jessica hablaba cada vez más como Patty. Su ira le habría dolido más a Walter si no hubiese estado disfrutando, cada minuto de cada día, del amor de una mujer que lo deseaba tal como era. Su felicidad le recordaba los primeros años con Patty, sus días de trabajo en equipo para criar a los hijos y reformar la casa, pero ahora él se percibía mucho más presente en su propia vida, apreciaba su felicidad de una manera más vivida, en toda su textura, y Lalitha no era la preocupación ni el enigma ni la terca desconocida que Patty, a cierto nivel, había sido siempre para él. Con Lalitha no había ni trampa ni cartón. El tiempo que pasaban en la cama, una vez recuperado él de sus heridas, se convirtió en lo que siempre le había faltado sin saber que le faltaba.
Cuando los transportistas eliminaron todo rastro de los Berglund en la mansión, Lalitha y él partieron en la furgoneta hacia Florida, con la intención de desplazarse hacia el oeste por la franja meridional del país antes de que apretara el calor. Walter estaba empeñado en enseñarle un avetoro, y encontraron el primero en la reserva de Corkscrew Swamp, en Florida, junto a una charca umbría y una pasarela que crujía bajo el peso de jubilados y turistas, pero era un avetoro que no se comportaba como un avetoro, posado claramente a la vista mientras los destellos de las cámaras de los turistas reverberaban en su irrelevante camuflaje. Walter insistió en recorrer los diques sin asfaltar de Big Cypress en busca de un avetoro de verdad, uno esquivo, y obsequió a Lalitha con una larga diatriba acerca de los daños ecológicos causados por los conductores de los todoterrenos recreativos, gente de la misma ralea que Coyle Mathis y Mitch Berglund. De algún modo, pese a los daños, el monte bajo y las charcas de aguas negras seguían repletos de aves, así como de innumerables caimanes. Walter por fin divisó un avetoro en una marisma salpicada de cartuchos de escopeta y latas de Budweiser desteñidas por el sol. Lalitha frenó en medio de una nube de polvo y admiró debidamente el ave con los prismáticos hasta que pasó atronadoramente un camión de plataforma cargado con tres todoterrenos.
Lalitha nunca había ido de acampada, pero mostraba buena predisposición y Walter la veía increíblemente sexy con su ropa transpirable de safari. Contribuía el hecho de que fuera inmune a las quemaduras solares y de que repelía a los mosquitos tanto como él los atraía. Walter intentó enseñarle los rudimentos culinarios, pero ella prefería otras tareas, como el montaje de la tienda y la planificación de la ruta. Él se levantaba todas las mañanas antes del amanecer, preparaba un café exprés en su cafetera de seis tazas y le llevaba a ella a la tienda un café con leche de soja. Después salían a pasear entre el rocío y la luz de color miel. Ella no compartía los sentimientos de él por la fauna, pero tenía un don para avistar pájaros pequeños en el denso follaje, estudiaba las guías de fauna y flora locales y se pavoneaba con deleite cuando lo pillaba a él en un error de identificación y lo corregía. Más avanzada la mañana, cuando la vida aviar se apaciguaba, conducían hacia el oeste unas horas más y buscaban aparcamientos de hotel con redes inalámbricas sin código de seguridad, para que ella pudiera coordinarse mediante el correo electrónico con sus futuros estudiantes en prácticas y él pudiera escribir textos para el blog que ella le había creado. Luego otro parque estatal, otra cena al aire libre, otra ronda extática de revolcones en la tienda.
—¿No te has hartado de esto? —le preguntó él una noche en una zona de acampada especialmente bonita y vacía en la tierra de mezquites del sudoeste de Texas—. Podríamos alojarnos en un motel durante una semana, nadar en la piscina, trabajar.
—No; me encanta ver lo mucho que disfrutas buscando animales —dijo ella—. Me encanta verte feliz, después de haber sido infeliz durante tanto tiempo. Me encanta viajar en coche contigo.
—Pero quizá ya te has hartado.
—Todavía no —aseguró ella—, aunque me parece que en realidad no entiendo la naturaleza. No como tú. Yo la veo como algo muy violento. Ese cuervo que se comía las crías de gorrión, esos papamoscas, el mapache que se comía los huevos, los halcones que lo mataban todo. La gente habla de la paz de la naturaleza, pero a mí me parece todo lo contrario de pacífica. Es una matanza continua. Es incluso peor que los seres humanos.
—Para mí —dijo Walter—, la diferencia está en que las aves sólo matan porque tienen que comer. No lo hacen con ira, no lo hacen gratuitamente. No es un acto neurótico. Para mí, la naturaleza es pacífica por eso. Los seres viven o no viven, pero no está todo emponzoñado por el resentimiento y la neurosis y la ideología. Alivia mi propia ira neurótica.
—Pero ahora ya ni siquiera se te ve enfadado.
—Eso es porque paso contigo todos los minutos del día y no estoy en una situación tan comprometida; además, no tengo que tratar con gente. Sospecho que la ira volverá.
—A mí me da igual si vuelve —afirmó ella—. Respeto tus razones para sentirla. En parte te quiero precisamente por eso. Pero me hace muy feliz verte feliz.
—No dejo de pensar que no podrías ser más perfecta —dijo él, cogiéndola por los hombros—. Y de pronto dices algo aún más perfecto.
En realidad, lo inquietaba lo irónico de su situación. Desahogando por fin su ira, primero con Patty y luego en Whitmanville, y liberándose de su matrimonio y de la fundación, había eliminado dos causas básicas de esa ira. Durante un tiempo, en su blog, había intentado matizar y restar importancia a su «heroísmo» en la denuncia del cáncer del planeta y hacer hincapié en que el villano era el sistema, no los habitantes de Forster Hollow. Pero sus admiradores lo habían reprendido tan categórica y copiosamente por ello («échale huevos, tío, tu discurso fue una pasada», etcétera) que llegó a pensar que les debía una exposición sincera de todas las ideas venenosas que había ido acumulando mientras iba de un lado a otro en Virginia Occidental, todas las opiniones más radicales contra el crecimiento que siempre se había guardado en nombre de la profesionalidad. Había estado reuniendo argumentos incisivos y datos condenatorios desde los tiempos de la universidad; lo mínimo que podía hacer ahora era compartirlos con los jóvenes a quienes, milagrosamente, parecía importarles de verdad. Sin embargo, la rabia delirante de sus lectores era preocupante y desentonaba con el ánimo apacible de Walter. Lalitha, por su parte, no daba abasto con la selección entre los centenares de nuevos aspirantes para las prácticas y las llamadas telefónicas a aquellos que en apariencia eran más responsables y menos violentos; casi todos los que consideró en sus cabales eran chicas. El compromiso de Lalitha en la lucha contra la superpoblación era tan práctico y humanitario como el de Walter era abstracto y misantrópico, y una medida de su amor por ella, cada vez más profundo, era lo mucho que la envidiaba y deseaba parecerse a ella.
El día antes del último destino de su viaje de placer —condado de Kern, California, hábitat natural de un número asombroso de aves canoras reproductoras—, se detuvieron a visitar al hermano de Walter, Brent, en el pueblo de Mojave, cerca de la base aérea donde estaba destinado. Brent, que no se había casado, y cuyo héroe personal y político era el senador John McCain y cuyo desarrollo emocional parecía haber terminado cuando se alistó en las Fuerzas Aéreas, no podría haber mostrado más perfecto desinterés por la separación de Walter y Patty o su relación con Lalitha, a quien se dirigió en más de una ocasión con el nombre de «Lisa». No obstante, pagó el almuerzo, y les dio noticias de su otro hermano, Mitch.
—Se me ha ocurrido —dijo— que, si la casa de mamá sigue vacía, quizá no te importaría dejársela a Mitch durante un tiempo. No tiene teléfono ni dirección fija, y me consta que todavía bebe, y arrastra una morosidad de unos cinco años en la pensión de alimentos de sus hijos. Ya sabrás que Stacy y él tuvieron otro niño poco antes de romper.
—¿Y con ése cuántos son? —preguntó Walter—. ¿Seis?
—No; sólo cinco. Dos con Brenda, uno con Kelly, dos con Stacy. No creo que sirva de nada enviar dinero, porque se lo gastará en bebida. Pero no le vendría mal tener un sitio donde vivir.
—Eso es muy considerado de tu parte, Brent.
—Sólo es una idea. Conozco tu conflicto con él. Lo digo sólo por si la casa está vacía, ya me entiendes.
Cinco era una prole adecuada para un ave canora, desde el momento en que, en todas partes, las aves eran perseguidas o expulsadas por la humanidad, pero no para un ser humano, y ante esa cantidad a Walter le costaba aún más sentir compasión por Mitch. Apenas oculto en el fondo de su mente se hallaba el deseo de que todo el mundo se reprodujese un poco menos, para que él pudiera reproducirse un poco más, una vez más, con Lalitha. Era un deseo vergonzoso, claro está: encabezaba un grupo anticrecimiento, ya había tenido dos hijos a una edad joven demográficamente deplorable, ya no se sentía defraudado por su hijo, casi podría ser abuelo. Y aun así, no podía dejar de imaginarse a Lalitha embarazada de él. Eso estaba en la raíz de todos sus polvos, era el significado cifrado en la belleza que él veía en su cuerpo.
—No, no, no, cielo —dijo ella, sonriente, rozándole la nariz con la suya cuando él sacó el tema en la tienda de campaña, en un camping del condado de Kern—. Así son las cosas conmigo. Tú ya lo sabías. No soy como las otras chicas. Soy un bicho raro, igual que tú, sólo que de otra manera. Lo dejé claro, ¿no?
—Absolutamente. Sólo estaba comprobándolo.
—Bueno, puedes comprobarlo, pero la respuesta será siempre la misma.
—¿Sabes por qué? ¿Por qué eres distinta?
—No, pero sé que lo soy. Soy la chica que no quiere un hijo. Ésa es mi misión en el mundo. Ese es mi mensaje.
—Me encanta cómo eres.
—Entonces deja que ése sea el detalle que no es perfecto para ti.
Pasaron junio en Santa Cruz, donde la mejor amiga de Lalitha en la universidad, Lydia Han, cursaba un doctorado en Literatura. Primero durmieron en el suelo de su casa, luego acamparon en el jardín de atrás, y más tarde acamparon en el bosque de secuoyas. Con el dinero de Joey, Lalitha había comprado billetes de avión para los veinte estudiantes en prácticas seleccionados. El director de tesis de Lydia, Chris Connery, un marxista desgreñado y sinólogo, dejó que los estudiantes en prácticas desplegaran sus sacos de dormir en su jardín y usaran sus cuartos de baño, y facilitó al cuadro directivo de Espacio Libre una sala de reuniones en el campus para tres días de formación y planificación intensivos. La aparente fascinación de Walter por las dieciocho chicas que había entre ellos —con rastas o rapadas, con angustiosos piercings y/o tatuajes, con una fertilidad colectiva tan intensa que casi se olía— lo llevaba a sonrojarse continuamente mientras predicaba los males del crecimiento demográfico descontrolado. Para él fue un alivio escapar e irse de excursión con el profesor Connery por los espacios libres de los aledaños de Santa Cruz, por los montes marrones y los húmedos claros en los bosques de secuoyas, escuchar las profecías optimistas de Connery sobre el hundimiento de la economía global y la revolución obrera, ver los pájaros desconocidos del litoral californiano, y conocer a algunos de los jóvenes
freegans
y colectivistas radicales que ocupaban tierras públicas y vivían en la miseria por principio. Debería haber sido profesor universitario, pensó.