Libertad (59 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—Hay que ver si Espacio Libre ya está registrado —recordó Lalitha.

—A la mierda las marcas registradas —saltó Katz—. No hay frase conocida por el hombre que no esté registrada.

—Podríamos añadir un espacio entre las palabras —sugirió Walter—. Lo contrario de EarthFirst!, digamos, y sin el signo de exclamación. Si nos demandan por la marca registrada, podemos basar nuestra defensa en que somos reacios a perder el espacio de más. Eso suena bien, ¿no? Somos Reacios a Perder el Espacio.

—Mejor que no nos demanden, creo —dijo Lalitha.

Por la tarde, después de encargar y comer unos bocadillos y llegar Patty a casa y marcharse de nuevo sin haber hablado con ellos (Katz alcanzó a ver sus vaqueros negros de recepcionista de gimnasio cuando sus piernas se alejaban por el pasillo), los cuatro miembros del consejo asesor de Espacio Libre fraguaron un plan para los veinticinco estudiantes en prácticas de verano a quienes Lalitha ya había empezado a captar y contratar. Había ideado un festival de música y concienciación a finales del verano en una granja de cabras de ocho hectáreas ahora propiedad de la Fundación Monte Cerúleo en el límite meridional de la reserva de la reinita, idea a la que Jessica puso pegas de inmediato. ¿Acaso Lalitha no entendía absolutamente nada de la nueva relación de los jóvenes con la música? ¡No bastaba con incorporar a una figura de renombre! Tenían que enviar a veinte estudiantes en prácticas a veinte ciudades de todo el país y encargarles la organización de festivales a nivel local. «La batalla de las bandas», dijo Katz. «Sí, exacto, veinte versiones locales de "la batalla de las bandas"», confirmó Jessica. (Había estado fría con Katz todo el día, pero pareció agradecer su ayuda para aplastar a Lalitha.) Ofreciendo premios en metálico, atraerían a cinco bandas muy buenas en cada una de las veinte ciudades, todas compitiendo por el derecho a representar su movida musical local en una batalla entre bandas de todo un fin de semana en Virginia Occidental, bajo los auspicios de Espacio Libre, con la presencia de grandes figuras para emitir la votación final y prestar su imagen a la causa de invertir el crecimiento demográfico global y difundir la idea de que tener hijos es poco guay.

Katz, que incluso para lo habitual en él había consumido cantidades colosales de cafeína y nicotina, acabó en un estado casi maníaco en el que accedió a todo lo que se le pidió: escribir canciones para Espacio Libre, volver a Washington en mayo para reunirse con los estudiantes en prácticas de Espacio Libre y colaborar en el adoctrinamiento, hacer una aparición estelar sorpresa en la batalla entre bandas de Nueva York, actuar como maestro de ceremonias en el festival de Espacio Libre en Virginia Occidental, acometer la labor de reunir a
Walnut Surprise
para que pudiera actuar allí, y dar la vara a grandes figuras para que aparecieran con él y se incorporaran también al jurado final. A su modo de ver, no hacía más que extender cheques con cargo a una cuenta sin fondos, porque, pese a las sustancias químicas reales que había ingerido, la verdadera sustancia de su estado era la obsesión palpitante de apartar a Patty de Walter: ésa era la base rítmica, todo lo demás era sofisticación irrelevante. Acaba con la Familia: otro título para una canción. Y en cuanto acabase con la familia, no tendría que cumplir ninguna de sus promesas.

Estaba tan acelerado que cuando la reunión terminó a eso de las cinco, y Lalitha regresó a su despacho para empezar a materializar los planes y Jessica desapareció en el piso de arriba, accedió a salir con Walter. Pensó que ésa sería la última vez que saldrían juntos. Daba la casualidad de que el grupo
Bright Eyes
, que había saltado a la fama recientemente y estaba encabezado por un joven de talento llamado Conor Oberst, tocaba esa noche en un conocido local de Washington. Se habían agotado las entradas, pero Walter tenía mucho interés en ir a ver a Oberst en el camerino y venderle Espacio Libre, y Katz, recurriendo a sus contactos de altos vuelos, hizo las llamadas telefónicas un tanto degradantes necesarias para conseguir un par de pases en la entrada. Cualquier cosa era mejor que quedarse en la mansión, esperando a que llegara Patty.

—No me puedo creer que hagas todo esto por mí —dijo Walter en el restaurante tailandés, cerca de Dupont Circle, donde entraron a cenar de camino al concierto.

—No es nada, tío. —Katz cogió un pincho de satay, se planteó si su estómago lo aguantaría y decidió que no. Seguir con el tabaco era una pésima idea, pero sacó la lata de todos modos.

—Es como si por fin hubiéramos conseguido hacer las cosas de las que hablábamos en la universidad —continuó Walter—. Para mí, significa mucho.

Katz recorrió el restaurante con mirada desasosegada, posándola en todo excepto en su amigo. Tenía la sensación de haberse lanzado desde lo alto de un precipicio, de que seguía agitando las piernas, pero estaba a punto de estamparse contra el suelo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Walter—. Se te ve un poco crispado.

—No; estoy bien, estoy bien.

—No se te ve bien. Hoy te has pulido una lata entera de esa mierda.

—Es sólo por no fumar delante de ti.

—Pues te lo agradezco.

Walter se acabó el satay mientras Katz escupía en el vaso de agua, sintiéndose momentáneamente tranquilo, a la falsa manera de la nicotina.

—¿Cómo van las cosas entre tú y la chica? —preguntó—. Hoy emitías unas vibraciones extrañas.

Walter, sonrojado, se abstuvo de contestar.

—¿Ya te acuestas con ella?

—¡Por Dios, Richard! Eso no es asunto tuyo.

—¡Vaya! ¿Me estás diciendo que sí?

—No; no es asunto tuyo, no me jodas.

—¿Estás enamorado de ella?

—¡Por Dios! ¡Ya está bien!

—¿Lo ves?, ese nombre me parece mejor: ¡Ya está bien! Con signos de exclamación. Espacio Libre suena a canción de
Lynyrd Skynyrd
.

—¿Por qué te interesa que me acueste con ella? ¿A qué viene eso?

—Yo sólo me guío por lo que veo.

—Bueno, tú y yo somos distintos. ¿Lo entiendes? ¿Es que no sabes que hay valores superiores a echar un polvo?

—Sí, eso lo entiendo. En abstracto.

—Pues entonces corta ya el rollo con eso, ¿vale?

Katz miró alrededor con impaciencia en busca del camarero. Estaba de un humor de perros, y lo irritaba todo lo que decía o hacía Walter. Si Walter no tenía huevos para ir a por Lalitha, si quería dárselas de hombre recto, a Katz le traía sin cuidado.

—Vámonos de aquí de una puta vez —dijo.

—¿Y si antes esperamos a que me llegue el segundo? Puede que tú no tengas hambre, pero yo sí.

—No, claro. Por supuesto. No me había dado cuenta.

Al cabo de una hora, su ánimo empezó a desmoronarse, en medio del apiñamiento de jóvenes a las puertas del Club 9:30. Hacía años que Katz no iba como espectador a un concierto, no había ido a ver a un ídolo de chavales desde que él mismo era chaval, y se había acostumbrado tanto a los espectadores de cierta edad de los bolos de
Traumatics
y
Walnut Surprise
que se había olvidado de lo distinto que podía ser un ambiente de chavales, casi religioso por su seriedad colectiva. A diferencia de Walter, quien, como entusiasta cultural que era, tenía la obra completa de
Bright Eyes
y los había ensalzado hasta la saciedad en el restaurante tailandés, Katz sólo conocía al grupo por reputación osmótica. Walter y él casi doblaban la edad a todos los presentes en el local: los chicos de pelo lacio y las chicas que, como dictaba la moda, no estaban precisamente en los huesos. Se sintió observado y reconocido, aquí y allá, mientras se abrían paso hacia la pista, que había quedado vacía durante el intermedio, y pensó que difícilmente podría haber tomado una decisión peor que la de aparecer en público y otorgar así, con su mera presencia, aprobación a un grupo del que prácticamente no sabía nada. No sabía qué podía ser peor en esas circunstancias: si verse señalado y adulado o pasar inadvertido en el anonimato de la mediana edad.

—¿Quieres que intentemos llegar al camerino? —preguntó Walter.

—Soy incapaz, colega. No estoy de humor.

—Sólo para las presentaciones. No tardaremos. Ya les soltaré mi discursito en otro momento.

—No estoy de humor. No conozco a esa gente de nada.

El mix del intermedio, cuya selección era prerrogativa del grupo principal, era impecablemente estrafalario. (Katz, cuando actuaba encabezando el grupo principal, siempre dejaba eso en manos de sus compañeros, porque detestaba las poses y la manipulación y la petulancia a la hora de elegir el mix, la presión para demostrar que uno estaba en la onda en cuanto a gustos musicales.) Los utileros estaban instalando un sinfín de micrófonos e instrumentos mientras Walter, deshaciéndose en elogios, contaba la historia de Conor Oberst: que si había empezado a grabar a los doce años, que si seguía viviendo en Omaha, que si su grupo parecía más un colectivo o una familia que un grupo de rock al uso. Los chavales irrumpían en la pista desde todos los accesos, con sus ojos brillantes (como el nombre del grupo,
Bright Eyes
, menudo nombrecito irritante y condescendiente con los jóvenes, pensó Katz) y sus pubis afeitados. Su sensación de haberse desmoronado no se debía a la envidia exactamente, ni siquiera del todo al hecho de haberse sobrevivido a sí mismo. Era más bien desesperación por el astillamiento del mundo. El país libraba sucias guerras terrestres en dos países, el planeta estaba calentándose como un gratinador, y allí, en el 9:30, en torno a él, había centenares de chicos cortados por el mismo patrón que Sarah, la del pan de plátano, alimentando todos sus dulces anhelos, sintiéndose inocentemente con derecho a… ¿a qué? A la emoción. A la adoración sin adulterar de un grupo superespecial. A que durante una o dos horas, un sábado por la noche, los dejaran a sus anchas para repudiar ritualmente el cinismo y la ira de sus mayores. Como Jessica había insinuado en la anterior reunión, parecían no albergar malevolencia hacia nadie. Katz lo veía en su indumentaria, que revelaba la ausencia de la rabia y desafección de los ambientes a los que él había pertenecido en su juventud. No se reunían movidos por la ira, sino en celebración por haber encontrado, como generación, una manera de ser más delicada y más respetuosa. Una manera, no por casualidad, más en armonía con el consumo. Y por tanto le decían a él: muérete.

Oberst salió al escenario solo, con un esmoquin azul pastel, se colgó al hombro una guitarra acústica y cantó con voz arrulladora un par de piezas largas en solitario. El era una figura de verdad, un joven genio, y por eso mismo tanto más insufrible para Katz. Su imagen de Artista Atormentado y Enternecedor, su propensión a llevar las canciones más allá de su límite natural, sus artificiosos crímenes contra las convenciones del pop: estaba interpretando la sinceridad, y cuando la interpretación amenazó con revelar la falsedad de esa sinceridad, interpretó su sincera angustia por la dificultad de la sinceridad. Luego salió el resto del grupo, incluidas tres jóvenes y encantadoras Gracias vestidas de vampiresas a modo de coro, y en conjunto fue una magnífica actuación: Katz no se rebajó a negarlo. Simplemente se sintió como la única persona sobria en una sala llena de borrachos, el único ateo en una reunión evangelista. Sintió una punzada de añoranza por Jersey City, por sus calles aniquiladoras de la fe. Le pareció que tenía algo que hacer allí, en su propio espacio astillado, antes de que el mundo se acabara del todo.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Walter atolondradamente, después en el taxi.

—Creo que me estoy haciendo mayor —contestó.

—A mí me han parecido muy buenos.

—Quizá demasiados temas sobre dramones adolescentes.

—Todos tienen que ver con la fe —dijo Walter—. El último disco es uno de esos esfuerzos panteístas por mantener la fe en algo en un mundo lleno de muerte. Oberst introduce en cada canción la palabra
lift
(«elevar o levantar»), que además da título al disco: Lifted. Es como la religión sin las chorradas del dogma religioso.

—Admiro tu capacidad para admirar —respondió Katz. Y mientras el taxi avanzaba lentamente entre el tráfico en un complicado cruce en diagonal, añadió—: Creo que no voy a poder hacer esto para ti, Walter. Empiezo a experimentar altos niveles de vergüenza.

—Tú haz lo que puedas. Descubre tus propios límites. Si lo único que quieres es venir en mayo un par de días y conocer a los estudiantes en prácticas, quizá acostarte con alguna, por mí no hay problema. Eso ya sería mucho.

—Estoy pensando en volver a componer.

—¡Eso es genial! Una noticia excelente. Casi preferiría que hicieras eso a que trabajaras para nosotros. Pero deja lo de las terrazas, por el amor de Dios.

—Puede que necesite seguir con las terrazas. Puede que sea inevitable.

La mansión estaba a oscuras y en silencio cuando regresaron, con sólo una luz encendida en la cocina. Walter se fue derecho a la cama, pero Katz se quedó un rato en la cocina, pensando que quizá Patty lo oyera y bajara. Aparte de todo lo demás, ahora anhelaba la compañía de alguien con sentido de la ironía. Comió un poco de pasta fría y se fumó un cigarrillo en el jardín de atrás. Luego subió a la primera planta y fue a la pequeña habitación de Patty. Por las almohadas y las mantas que había visto en el sofá cama la noche anterior, tenía la impresión de que ella dormía allí. La puerta estaba cerrada y no se veía luz por el resquicio.

—Patty —dijo en un tono que ella oiría si estaba despierta. Aguzó el oído, resonante de acúfenos—. Patty —repitió.

Su polla no se creyó ni por un instante que ella dormía, pero era posible que tras la puerta hubiera una habitación vacía, y él sintió una curiosa reticencia a abrirla y mirar. Necesitaba una mínima incitación o confirmación de sus instintos. Volvió a la cocina, se acabó la pasta y leyó el Post y el Times. A las dos, todavía bullendo de nicotina, y empezando a cabrearse con Patty, regresó a la habitación, llamó a la puerta y abrió.

Ella estaba sentada en el sofá a oscuras, vestida aún con el uniforme negro del gimnasio, la mirada al frente, las manos entrelazadas en el regazo.

—Perdona —dijo Katz—. ¿Te importa?

—No —contestó sin mirarlo—. Pero deberíamos bajar.

Él sintió una tensión poco habitual en el pecho mientras descendía otra vez por la escalera de atrás, una expectación sexual de una intensidad que no experimentaba, pensó, desde el instituto. Después de entrar en la cocina detrás de él, Patty cerró la puerta que daba a la escalera. Llevaba unos calcetines de aspecto mullido, los de alguien cuyos pies no son ya tan jóvenes ni están bien almohadillados. Incluso sin los centímetros añadidos por unos zapatos, su estatura seguía causándole la misma grata sorpresa de siempre. Le vino a la cabeza la letra de una de sus propias canciones, aquella que decía que el cuerpo de ella era el cuerpo idóneo para él. Hasta ese extremo había llegado el viejo Katz: se conmovía con sus propias letras. Y el cuerpo idóneo para él seguía estando muy bien, sin ser visiblemente desagradable en nada: fruto, seguramente, de muchas horas de ejercicio en el gimnasio. En la pechera de la camiseta negra se leía, en mayúsculas blancas, la palabra
lift
.

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