—Jocelyn, aquí hay veinte mil hectáreas que quedarán intactas para siempre. El resto entrará en un proceso de sucesión ecológica dentro de unos años. Creo que hemos tomado muy buenas decisiones.
—En ese caso, me temo que no estamos de acuerdo.
—Plantéate en serio venir a Washington el lunes. Y dile a tu amigo del Gazette que me telefonee hoy. —Walter le entregó una tarjeta de visita que sacó de su cartera—. Dile que con mucho gusto lo llevaremos también a Washington, si le interesa.
De las montañas, más arriba, llegó el murmullo de un trueno que sonó como una detonación, probablemente en Forster Hollow. Zorn se guardó la tarjeta en un bolsillo de la parka impermeable.
—Por cierto —dijo—, he hablado con Coyle Mathis. Ya sé qué estáis haciendo.
—Coyle Mathis tiene prohibido legalmente hablar del tema —respondió Walter—. Pero yo mismo me sentaré a charlar contigo encantado.
—El hecho de que viva en un rancho de cinco habitaciones recién construido en Whitmanville habla por sí solo.
—Es una casa bonita, ¿eh? —terció Lalitha—. Mucho, mucho más bonita que la que tenía antes.
—Puede que quieras hacerle una visita y ver si está de acuerdo contigo en eso.
—Sea como sea —dijo Walter—, tenéis que apartar los coches del camino para dejarnos pasar.
—Mmm —respondió Zorn sin el menor interés—. Supongo que podríais llamar a la grúa para que se los lleve si aquí hubiera cobertura para el móvil. Pero no la hay.
—Vamos, Jocelyn. —La ira de Walter empezaba a rebasar las barricadas que había levantado para contenerla—. ¿Podríamos al menos tratar esto como adultos? Reconocerás que en el fondo estamos en el mismo bando, aunque discrepemos en cuanto a los métodos, ¿no?
—Lo siento, pero no. Mi método consiste en cortar el camino.
Temiendo soltar algún despropósito, Walter repechó la cuesta con paso enérgico y dejó que Lalitha corriera tras él. Una calamidad, la mañana entera estaba convirtiéndose en una calamidad. El capataz del casco, que no parecía mucho mayor que Jessica, explicaba a las otras mujeres, con notable cortesía, por qué debían retirar sus coches.
—¿Tienes una radio? —le preguntó Walter con brusquedad.
—Perdone. ¿Usted quién es?
—Soy el director de la Fundación Monte Cerúleo. Nos esperaban al final de este camino a las seis.
—Entiendo, caballero. Pero me temo que eso va a ser complicado si estas señoras no retiran sus coches.
—Ya, ¿y si llamamos por radio y pedimos que vengan a buscarnos?
—Por desgracia, aquí estamos fuera de alcance. Estos condenados valles son zonas muertas.
—Vale. —Walter respiró hondo. Vio una pickup aparcada al otro lado de la verja—. Entonces, podrías llevarnos hasta allí arriba.
—Me temo que no estoy autorizado a abandonar la verja.
—Pues préstanos la pickup.
—Tampoco puedo hacerlo, caballero. El seguro no los cubre en el recinto del yacimiento. Pero si estas señoras se apartan un segundo, podrá usted seguir adelante libremente con su propio vehículo.
Walter se volvió hacia las mujeres, ninguna de las cuales aparentaba menos de sesenta años, y sonrió con una vaga expresión de súplica.
—Por favor —dijo—, no somos de la compañía minera. Somos conservacionistas.
—Sí, conservacionistas, ¡y una mierda! —dijo la de mayor edad.
—No, en serio —intervino Lalitha con tono apaciguador—. Si nos permitieran el paso, redundaría en beneficio de todos. Hemos venido aquí para supervisar los trabajos y asegurarnos de que se llevan a cabo de una manera responsable. Puede decirse que estamos en el mismo bando, y compartimos su preocupación por el medio ambiente. De hecho, si una o dos de ustedes quisieran acompañarnos…
—Me temo que para eso no tienen autorización —intervino el capataz.
—¡Qué autorización ni qué puñetas! —saltó Walter—. ¡Tenemos que cruzar esta verja! ¡Soy el dueño de estas putas tierras! ¿Lo entiendes? Soy el dueño de todo lo que ves.
—¿Y ahora qué? ¿Qué te parece? —le preguntó la mujer de mayor edad a Walter—. Esto ya no te gusta tanto, ¿verdad que no? Verte al otro lado de la alambrada.
—Es usted muy libre de entrar a pie, caballero —dijo el capataz—, aunque aquello queda un poco lejos. Calculo que, con todo este barro, será una caminata de un par de horas.
—Tú déjame la pickup, ¿vale? Te indemnizaré, o puedes decir que la he robado, lo que tú prefieras, pero déjame la puta pickup.
Walter notó la mano de Lalitha en el brazo.
—Walter… Vamos a sentarnos en el coche un momento. —Se volvió hacia las mujeres—. Estamos en el mismo bando, y les agradecemos que hayan venido a expresar su preocupación por este bosque maravilloso, a cuya conservación nos dedicamos de pleno.
—Interesante manera de conservarlo, la suya —dijo la mujer de mayor edad.
Mientras Lalitha llevaba a Walter de regreso al coche de alquiler, oyeron más abajo el retumbo de máquinas pesadas que subían por el camino. El rumor se convirtió en estruendo, y al cabo de un momento éste cobró la forma de dos excavadoras gigantes, tan anchas como el propio camino, con las orugas embarradas. El conductor de la primera dejó el motor expulsando humo de escape mientras bajaba de un salto para cruzar unas palabras con Walter.
—Oiga, va a tener que seguir subiendo con su coche hasta algún sitio donde podamos adelantarlo.
—¿Y usted cree que eso es posible? —preguntó Walter, fuera de sí—. ¿Eso cree, joder?
—No sabría decirle. Pero nosotros no podemos dar marcha atrás. Hay casi dos kilómetros hasta el próximo ensanchamiento.
Antes de que Walter pudiera enfurecerse aún más, Lalitha lo cogió por los brazos y lo miró muy seria.
—Déjame esto a mí. Estás muy alterado.
—¡Estoy alterado, y con razón!
—Walter, ¡siéntate en el coche! Ahora mismo.
Obedeció. Se quedó allí sentado más de una hora, jugueteando con su BlackBerry sin cobertura y escuchando el absurdo derroche de combustibles fósiles de la excavadora al ralentí detrás de él. Cuando al conductor se le ocurrió por fin apagar el motor, oyó un coro de motores más abajo: otros cuatro o cinco camiones pesados y bulldozers formaban cola detrás. Alguien tenía que llamar a la policía estatal para que se ocupara de Zorn y sus fanáticas. Entretanto, por increíble que pareciera, Walter se hallaba en lo más recóndito del condado de Wyoming, inmovilizado en un atasco. Lalitha corría cuesta arriba y cuesta abajo, conversando con las distintas partes, haciendo lo posible por difundir buena voluntad. Para matar el tiempo, Walter calculaba mentalmente todo lo que había ido mal en el mundo durante las horas transcurridas desde que se había despertado en el Days Inn. Aumento neto de la población: 60.000. Hectáreas recién urbanizadas en Estados Unidos: 400. Aves muertas a garras de gatos domésticos y felinos salvajes en Estados Unidos: 500.000. Barriles de petróleo consumidos en todo el mundo: 12.000.000. Toneladas métricas de dióxido de carbono vertidas a la atmósfera: 11.000.000. Tiburones sacrificados por sus aletas y dejados flotando en el agua sin aletas: 150.000… Los cálculos, que repitió conforme la hora se alargaba aún más, le produjeron una extraña satisfacción perversa. Hay días tan malos que sólo su empeoramiento, sólo un descenso hacia una orgía absoluta de maldad, puede redimirlos.
Ya eran casi las nueve cuando Lalitha regresó al coche. Uno de los conductores, dijo, había encontrado un punto en el camino, unos doscientos metros más atrás, donde un automóvil podía hacerse a un lado y dejar paso a las máquinas. El conductor del último vehículo iba a dar marcha atrás hasta la autovía y telefonear desde allí a la policía.
—¿Quieres intentar subir a pie hasta Forster Hollow? —le preguntó Walter.
—No —respondió Lalitha—. Quiero que nos vayamos de inmediato. Jocelyn tiene una cámara. No nos conviene que nos fotografíen cerca de una intervención policial.
A eso siguió media hora de chirridos de caja de cambios y de frenos, y nubes negras de humo de gasóleo, y después cuarenta y cinco minutos respirando el fétido humo de escape del último camión mientras retrocedía centímetro a centímetro valle abajo. Por fin, ya en la autovía, en la libertad de la carretera abierta, Lalitha condujo de regreso a Beckley a velocidades descabelladas, pisando el acelerador a fondo incluso en las rectas más cortas, dejando caucho en las curvas.
Cuando estaban en los decrépitos aledaños del pueblo, la BlackBerry de Walter entonó su canto cerúleo, haciendo oficial su retorno a la civilización. La llamada era desde un número de las Ciudades Gemelas, quizá conocido, quizá no.
—¿Papá?
Walter frunció el entrecejo en una mueca de asombro.
—¿Joey? ¡Vaya! Hola.
—Sí. Eh, hola.
—¿Todo bien? Hacía tanto que no llamabas… ni siquiera he reconocido tu número.
La línea pareció perderse, como si la llamada se hubiera cortado, o quizá Walter había dicho algo que no debía. Pero de pronto Joey volvió a hablar, con una voz que parecía la de otra persona. La de un niño tembloroso y vacilante.
—Sí, esto, el caso es… papá, mmm, ¿tienes un segundo?
—Adelante.
—Sí, bueno, esto, supongo que la cuestión… es que estoy metido en una especie de lío.
—¿Qué?
—He dicho que estoy metido en un lío.
Era la clase de llamada que todo padre temía recibir; pero Walter, por un momento, no se sintió como el padre de Joey. Dijo: —¡Vaya, igual que yo! ¡Igual que todo el mundo!
Pocos días después de que el joven Zachary colgara la entrevista en su blog, el buzón de voz del móvil de Katz empezó a llenarse de mensajes. El primero era de un alemán pesadísimo, Matthias Dróhner, a quien Katz recordaba vagamente porque había tenido que esforzarse para quitárselo de encima durante la breve gira de
Walnut Surprise
por la patria teutona. «Ahora que vuelves a conceder entrevistas —decía Dróhner—, espero que tengas la amabilidad de concederme una a mí, como prometiste, Richard. ¡Me lo prometiste!» En su mensaje, Dróhner no explicaba cómo había conseguido el número de móvil de Katz, pero bien podía haber sido por una filtración blogosférica a partir de una servilleta de papel entregada en un bar a alguna tía que se hubiese ligado en la gira. Sin duda, ahora mismo estaba recibiendo solicitudes de entrevistas por correo electrónico, probablemente en mayor cantidad, pero desde el verano anterior no había tenido la fortaleza moral de aventurarse en la red. Al mensaje de Dróhner siguieron las llamadas de una tía de Oregon llamada Euphrosyne; una periodista musical bulliciosa y jovial de Melbourne, Australia; y un DJ de la radio universitaria de Iowa City que parecía tener diez años. Todos querían lo mismo. Querían que Katz repitiera —pero con palabras un poco distintas, para poder colgarlo o publicarlo firmado por ellos— exactamente lo que le había dicho a Zachary.
—Estuviste brillante, colega —comentó Zachary en la terraza de White Street una semana después de colgar la entrevista mientras esperaban la llegada del objeto de deseo de Zachary, Caitlyn. El tratamiento de «colega» era nuevo e irritaba a Katz, pero concordaba plenamente con su experiencia en materia de entrevistadores. En cuanto se sometía a ellos, dejaban de simular admiración.
—No me llames colega —dijo no obstante.
—Vale, como quieras —contestó Zachary. Recorría un largo tablón de Trex con sus brazos flacos en cruz, como si caminara sobre una barra de equilibrio. Era una tarde fresca y borrascosa.
—Sólo digo que mi contador de visitas ha enloquecido. Mi enlace aparece en webs de todo el mundo. ¿Miras alguna vez las páginas de tus fans?
—No.
—Ahora mismo soy el primero de la lista en la mejor de todas. Si quieres voy a buscar el ordenador y te lo enseño.
—Te aseguro que no me hace ninguna falta.
—Creo que la gente tiene unas ganas tremendas de cantarle las verdades al poder. Bueno, hay una pequeña minoría que dice que en la entrevista parecías un gilipollas y un quejica. Pero eso sólo son los cuatro gatos a los que les repatea el éxito ajeno. Yo no me preocuparía.
—Gracias por los ánimos —dijo Katz.
Cuando la tal Caitlyn apareció en la terraza, acompañada por un par de comparsas femeninas, Zachary siguió encaramado en su barra de equilibrio, demasiado impasible para encargarse de las presentaciones, mientras Katz dejaba su pistola de clavos y se sometía al examen de las visitantes. Caitlyn iba vestida de hippie, con un chaleco de brocado y un abrigo de pana como los que en su día llevaban Carole King y Laura Nyro, y sin duda habría sido un digno objetivo de Katz de no ser porque, en la semana posterior a su encuentro con Walter Berglund, se había renovado su interés por Patty. En ese momento, conocer a una adolescente de primera era como oler fresas cuando uno tenía hambre de filete.
—¿En qué puedo ayudaros, chicas? —preguntó.
—Te hemos hecho pan de plátano —dijo la comparsa más rolliza, blandiendo un pan envuelto en papel de aluminio.
Las otras dos miraron al cielo con cara de desesperación.
—Es ella la que ha hecho el pan —aclaró Caitlyn—. Nosotras no tenemos nada que ver con eso.
—Espero que te gusten las nueces —dijo la panadera.
—Ah, ya capto —dijo Katz.
Siguió un silencio en el posterior desconcierto. Las hélices de un helicóptero sacudían el espacio aéreo del sur de Manhattan y se producían efectos sonoros extraños a causa del viento.
—Somos grandes admiradoras de
Lago Sin Nombre
—declaró Caitlyn—. Nos hemos enterado de que estabas construyendo una terraza aquí.
—Pues, como ves, tu amigo Zachary hace honor a su palabra.
Zachary se balanceaba en el tablón de Trex con sus zapatillas naranja, simulando impaciencia por quedarse otra vez a solas con Katz y demostrando con ello buenas aptitudes básicas para el ligue.
—Zachary es un gran músico —afirmó Katz—. Cuenta con mi más sincero apoyo. Es un joven talento digno de tenerse en cuenta.
Las chicas se volvieron hacia Zachary con cierta expresión de aburrimiento triste.
—En serio —insistió Katz—. Deberíais pedirle que baje con vosotras para escucharlo tocar.
—A nosotras en realidad nos va más el country alternativo —explicó Caitlyn—. No tanto el rock de chicos.
—Tiene unas cuantas frases country excelentes —insistió Katz.
Caitlyn cuadró los hombros, alineando la postura como una bailarina, y lo miró a los ojos, como para darle la oportunidad de rectificar la indiferencia que le mostraba. Era evidente que no estaba acostumbrada a la indiferencia.