Lestat el vampiro (77 page)

Read Lestat el vampiro Online

Authors: Anne Rice

BOOK: Lestat el vampiro
3.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sé que recuerdas haber querido que se supiera —dije—. Que se hiciera público el monstruoso secreto.

—Tal vez, al principio —reconoció él—, sentí una cierta pasión desesperada por comunicarlo.

—Sí, comunicarlo —repetí, paladeando la palabra. Y recordé aquella lejana noche en el escenario, cuando había causado el espanto del público parisino.

—Pero eso fue en la confusión del principio —continuó Marius en voz baja, hablando para sí mismo. Sus ojos entrecerrados y ausentes parecían mirar a través de los siglos—. Sería una estupidez, una locura. Si la humanidad se convenciera realmente de nuestra existencia, nos destruiría. Y yo no quiero ser destruido. Esos peligros y calamidades no me interesan.

No respondí.

—Tú tampoco sientes la necesidad de revelar estas cosas —añadió en un tono casi tranquilizador.

«Sí que la siento», pensé. Noté sus dedos en el revés de mi mano. No le estaba viendo a él, sino que mis ojos repasaban mi breve pasado: el teatro, mis fantasías de cuentos de hadas. Me sentí paralizado de tristeza.

—Lo que notas es la soledad y la condición de monstruo —apuntó Marius—. Y eres impulsivo y desafiante.

—Tienes razón.

—Pero, dime: ¿de qué serviría revelarle esto a alguien? No hay nadie que pueda otorgar el perdón, la redención. Pensar lo contrario es una fantasía infantil. Date a conocer y serás destruido. ¿Qué conseguirás con ello? El Jardín Salvaje engullirá tus restos en silencio y con toda la fuerza de la vida. ¿Dónde quedan, entonces, la justicia o la comprensión?

Asentí con la cabeza.

Noté que su mano se cerraba sobre la mía. Se puso en pie lentamente y yo le imité, a regañadientes pero obediente.

—Es tarde —dijo con voz suave y los ojos llenos de compasión—. Ya hemos hablado bastante por ahora. Además, debo bajar a ver a mis gentes. Hay problemas en el pueblo cercano, como temía que sucedería. El asunto me llevará todo lo que queda hasta el alba, y parte de mañana por la noche. Es posible que no podamos continuar conversando hasta pasada la medianoche...

Una vez más, se distrajo y, bajando la cabeza, se concentró en la escucha.

—Sí, tengo que marcharme —dijo a continuación, y nos dimos un ligero y relajado abrazo.

Y aunque deseé acompañarle y ver qué sucedía en el pueblo, cómo llevaba a cabo sus asuntos allí, también tuve ganas de buscar mi habitación, contemplar un rato el mar y, finalmente, dormir.

—Cuando despiertes estarás hambriento —me dijo Marius—. Tendré una víctima para ti. Hasta que regrese, ten paciencia.

—Sí, desde luego...

—Y mañana, mientras me esperas, haz lo que quieras en la casa. Los viejos papiros están en las vitrinas de la biblioteca. Puedes consultarlos. Recorre las estancias. El único sitio al que no debes acercarte es el santuario de Los Que Deben Ser Guardados. No debes bajar a la cripta a solas.

Asentí.

Quise hacerle una pregunta más. ¿Cuándo cazaba? ¿Cuándo bebía? Su sangre me había mantenido durante dos noches, tal vez más, pero, ¿cuál le mantenía a él? ¿Había hecho alguna víctima antes de ofrecerme su sangre? ¿Se propondría ahora ir de caza? Tuve la creciente sospecha de que Marius ya no necesitaba la sangre tanto como yo, de que había empezado, igual que Los Que Deben Ser Guardados, a beber cada vez menos el rojo líquido. Y deseé con desesperación saber si tal cosa era cierta.

Pero Marius se iba. La llamada de la gente del pueblo era imperiosa. Le vi salir a la terraza y, de pronto, desapareció. Por un momento pensé que se había desviado a la derecha o a la izquierda detrás de las puertas. Avancé hasta ellas y comprobé que la terraza estaba vacía. Llegué a la barandilla, miré hacia abajo y vi la mota de color de su levita entre las rocas, muy abajo.

«Así que esto es lo que nos espera» pensé: «dejar de sentir la necesidad de la sangre, que nuestros rostros pierdan gradualmente toda expresión humana, poder desplazar objetos con la fuerza de nuestra mente, ser casi capaces de volar. Terminar alguna noche, dentro de miles de años, sentados en absoluto silencio como lo están hoy Los Que Deben Ser Guardados». ¿Cuántas veces, aquella noche, Marius había tenido el mismo aspecto que ellos? ¿Cuánto tiempo pasaría allí sentado, inmóvil, cuando nadie rondaba el refugio?

¿Y qué representaría para él medio siglo, el tiempo durante el cual me disponía a vivir esa existencia de mortal al otro lado del océano?

Di media vuelta, regresé al interior de la casa y acudí a la alcoba que me había indicado Marius. Me senté mirando al mar y al cielo hasta que empezó a llegar la luz. Cuando abrí el pequeño escondite del sarcófago, había en él flores recientes. Me puse el tocado y la máscara de oro, así como los guantes, y me introduje en el sepulcro... Cuando cerré los ojos, aún percibía el olor a flores.

El temible momento estaba llegando. La pérdida de conciencia. Y, al borde de un sueño, oí una risa de mujer. Una risa ligera y sostenida como si la mujer estuviera muy contenta y en mitad de una conversación. Y, justo antes de caer en la inconsciencia, la vi echando la cabeza hacia atrás y dejando al descubierto su blanquísima garganta.

15

Cuando abrí los ojos, tuve una idea. Me llegó de pronto e, inmediatamente, me obsesionó hasta el punto de que apenas me di cuenta de la sed, de la comezón que sentía en las venas.

«Vanidad», musité para mí. Pero la idea tenía una belleza seductora.

No; mejor olvidarlo. Marius había dicho que me mantuviera lejos del santuario y, además, volvería a medianoche y entonces podría plantearle la idea. ¿Y él, podría...? ¿Podría qué? Mover la cabeza con gesto de tristeza.

Salí de la cámara y, deambulando por la casa, vi que todo seguía como la noche anterior; velas encendidas y ventanas abiertas al suave espectáculo de la luz agonizante. Parecía imposible que pronto tuviera que irme de allí. Y que no fuera a volver nunca, que Marius pensara evacuar aquel lugar extraordinario.

Me sentí apesadumbrado y abatido. Y entonces me llegó la idea.

No hacerlo en presencia de Marius, sino en silencio y en secreto para no sentirme un estúpido. Bajar yo solo.

No. No debía hacerlo. Al fin y al cabo, no serviría de nada. No sucedería nada cuando lo hiciera.

Pero, si así había de ser, ¿por qué no probarlo? ¿Por qué no hacerlo enseguida?

Hice una nueva ronda por la biblioteca y los pasadizos y la sala llena de aves y monos, para continuar luego por otras estancias que aún no había visto.

Pero la idea continuó rondándome la cabeza. Y la sed me irritó, volviéndome un poco más impulsivo, un poco más inquieto, un poco menos capaz de reflexionar sobre todas las cosas que Marius me había contado y lo que significarían con el transcurso del tiempo.

De una cosa estuve seguro: Marius no estaba en la casa. Al final, había husmeado en todas las habitaciones, aunque seguía siendo un secreto el lugar donde dormía. También comprendí que debía haber varias puertas de entrada y salida a la casa que Marius conservaba en secreto.

No me costó volver a encontrar la puerta de la escalera que llevaba hasta Los Que Deben Ser Guardados. Y no estaba cerrada.

Volví al salón de paredes empapeladas y bello mobiliario. Consulté el reloj. Eran sólo las siete; quedaban cinco horas para la medianoche. Cinco horas con aquella sed ardiente. Y la idea..., la idea...

En realidad, no tomé la decisión de hacerlo. Simplemente, volví la espalda al reloj y regresé a mi habitación. Sabía que otros cientos de seres debían haber tenido la misma idea antes que yo. Y Marius había descrito perfectamente el orgullo que había sentido al pensar que él podría despertarlos. Que podría hacerles moverse.

«No» me dije. «Quiero hacerlo aunque no suceda nada, que es precisamente lo que sucederá. Quiero bajar ahí a solas y hacerlo. Tal vez tiene algo que ver con Nicolás, no lo sé. ¡No lo sé!»

Entré en mi cámara y, a la luz que se alzaba del mar, abrí la funda del violín y contemplé el Stradivarius.

Naturalmente, no sabía tocar el instrumento, pero los vampiros somos grandes imitadores. Como me había dicho Marius, poseemos una concentración y unas facultades superiores. Y yo había visto tocar a Nicolás muchas veces.

Tensé el arco y froté las cerdas con un poco de resina, como le había visto hacer.

Sólo un par de noches antes, no habría soportado la idea de tocar aquel objeto. Oírlo habría sido un puro dolor.

Lo saqué de la funda y lo llevé por toda la casa igual que se lo había llevado a Nicolás entre los bastidores del Teatro de los Vampiros. Y, sin pensar siquiera en vanidades, corrí más y más deprisa hacia la puerta de la escalera secreta.

Era como si estuvieran atrayéndome hacia ellos, como si no tuviera voluntad propia. Ahora, Marius no importaba. Nada importaba gran cosa, salvo bajar los peldaños estrechos y húmedos lo más deprisa posible, dejando atrás las ventanas llenas de espuma marina y de luces crepusculares.

De hecho, mi estado de exaltación estaba alcanzando tal intensidad que me detuve de pronto, dudando de que su origen estuviera en mí mismo. Pero debía dejarme de tonterías. ¿Quién podría haberme puesto tal cosa en la cabeza? ¿Los Que Deben Ser Guardados? Esto sí que era auténtica vanidad y, además, ¿acaso sabían aquellas criaturas qué era aquel extraño y delicado instrumento de madera?

El violín emitió un sonido —fue el violín, ¿no?— que nadie en el mundo antiguo había oído; un sonido tan humano y lleno de tan profunda emoción que llevaba a los hombres a considerar aquel instrumento obra del diablo y acusar a sus mejores intérpretes de estar poseídos por él.

Me sentía ligeramente mareado, confuso.

¿Cómo había podido descender tantos peldaños sin recordar que la puerta inferior estaba cerrada por dentro. En quinientos años más, tal vez tendría las fuerzas necesarias para abrir la tranca, pero ahora...

Y, no obstante, continué bajando. Aquellos pensamientos estallaban y se desvanecían con la misma rapidez con que me asaltaban. Volví a estar ardiendo y la sed contribuía a empeorar las cosas, aunque la sed no tenía nada que ver con ello.

Y cuando doblé el último recodo, descubrí que las puertas de la capilla estaban abiertas de par en par. La luz de las lámparas se desparramó por el hueco de la escalera. El aroma de las flores y del incienso se hizo súbitamente abrumador y noté un nudo en la garganta.

Me acerqué un poco mas sosteniendo el violín contra el pecho con ambas manos, aunque no supe por qué. Y vi que las puertas del tabernáculo también estaban abiertas, y allí estaban sentados los dos.

Alguien les había traído flores y había colocado los panes de incienso sobre unos platillos dorados.

Penetré en la capilla, contemplé sus rostros y, como la otra vez, me pareció que me miraban directamente.

Blancos, tanto que no fui capaz de imaginármelos bronceados, y con aspecto de ser más duros que las piedras preciosas que lucían. Un brazalete en forma de serpiente en el brazo de la mujer. Varios collares superpuestos sobre su pecho. Un levísimo atisbo de carne en el pecho del hombre, rebosando sobre el borde de la limpia blusa de lino que vestía.

El rostro de ella era más fino que el del hombre, y su nariz era un poco más larga. Él tenía los ojos más grandes, y los pliegues de la piel los definían con un poco más de precisión. El cabello de ambos, largo y negro, era muy similar.

Yo estaba jadeando, inquieto. De pronto me sentí débil y dejé que el aroma de las flores y del incienso impregnara mis pulmones. La luz de las lámparas brillaba en un millar de reflejos dorados en los murales.

Bajé la vista al violín y traté de recordar mi idea; pasé los dedos por la madera y me pregunté qué les parecería el instrumento.

En un susurro, les expliqué qué era, les dije que quería que lo oyeran sonar, que en realidad no sabía tocarlo pero que iba a intentarlo. Hablaba en una voz tan baja que ni yo mismo podía oírme pero tenía la certeza de que ellos me entenderían, si decidían prestarme atención.

Y me llevé el violín al hombro, lo sujeté bajo la barbilla y levanté el arco. Cerré los ojos y recordé la música, aquella música de Nicolás, la manera en que su cuerpo se movía con ella y sus dedos pisaban las cuerdas con la fuerza de tenazas y el modo en que dejaba que el mensaje se transmitiera desde su alma hasta sus dedos.

Me sumergí en la interpretación; bajo mis yemas, la música subía hasta el aullido para volver a bajar y convertirse en un murmullo. Era una canción; sí, era capaz de crear una canción. Los tonos eran puros y exquisitos y se repetían en las paredes con un estruendo resonante hasta crear ese lamento suplicante que sólo puede producir un violín. Continué tocando furiosamente, moviéndome adelante y atrás, olvidándome de Nicolás, olvidándolo todo menos la sensación de los dedos al caer sobre la caja armónica y la constatación de que era yo quien estaba haciendo aquello, de que estaba saliendo de mí, y que el sonido se alzaba y descendía y rebosaba, cada vez más intenso, mientras yo me volcaba sobre el instrumento con el frenético rasgueo del arco.

Y, al tiempo que tocaba, me descubrí cantando. Tarareando al principio, y luego cantando en voz alta, y todo el oro del pequeño tabernáculo se hizo una mancha confusa. De pronto, me pareció que mi voz se hacía más potente, inexplicablemente fina, y emitía una nota aguda purísima que, me di perfecta cuenta, mi garganta no podía alcanzar. Y, a pesar de ello, allí estaba aquella nota maravillosa, sostenida e inalterable y subiendo todavía más, hasta causarme dolor de oídos. Toqué más fuerte, más frenéticamente, y escuché mis propios jadeos y, de pronto, ¡supe que no era yo quien estaba emitiendo aquella extraña nota aguda!

Si la nota no cesaba, iba a salirme sangre por los oídos. ¡Y no era yo quien la daba! Sin detener la música, sin ceder al dolor que me estaba partiendo en dos la cabeza, miré hacia adelante y vi que Akasha se había levantado y tenía los ojos muy abiertos y la boca en una O perfecta. El sonido procedía de ella, era obra suya, y la vi avanzar por los escalones del tabernáculo hacia mí, con los brazos extendidos y la nota lacerándome los tímpanos como una navaja acerada.

Se me nubló la visión. Oí que el violín caía al suelo de piedra. Noté las manos en los costados de la cabeza. Grité y grité, pero la nota apagaba mi voz.

—¡Basta! ¡Basta! —exclamaba rugiendo, pero toda la luz había vuelto y Akasha estaba delante de mí con los brazos extendidos al frente.

Other books

Snareville II: Circles by David Youngquist
Drops of Gold by Sarah M. Eden
Lillipilly Hill by Eleanor Spence
A Kind of Eden by Amanda Smyth
Yours Always by Rhonda Dennis
Where Heaven Begins by Rosanne Bittner
Shattered Justice by Karen Ball
Dark Rides by Rachel Caine
The Iron Admiral: Deception by Greta van Der Rol