Authors: Anne Rice
»Estaba loco, pero sabía que la locura pasaría. Era preciso que encontrara a los viejos dioses. Y tú sabes por qué tenía que encontrarlos. No era sólo la amenaza de la calamidad, el sol buscándome en la oscuridad de mi sueño diurno, o visitándome con un fuego arrasador bajo la completa negrura de la noche.
»Tenía que encontrar a los viejos dioses porque no podía soportar mi vida solitaria entre los hombres. Todo el horror de mi vida me pesaba encima y, aunque sólo mataba al asesino, al malhechor, mi conciencia estaba demasiado despierta como para engañarse a sí misma. No podía soportar la idea de que yo, Marius, que había conocido y disfrutado de tanto amor en mi vida, fuera ahora el incansable portador de la muerte.
»Alejandría no era una ciudad muy antigua. Apenas tenía poco más de tres siglos de existencia, pero poseía un gran puerto y albergaba la biblioteca más grande del mundo romano, a la que acudían a investigar estudiosos de todo el Imperio. Yo mismo había sido uno de ellos en otra vida, y allí volvía a encontrarme ahora.
»Si el dios no me hubiera dicho que viajara a la ciudad, habría preferido adentrarme más en Egipto, “descender a sus entrañas”, por usar la frase de Mael, pues sospechaba que la respuesta a todos los acertijos se hallaba en los templos más antiguos.
»Pero una curiosa sensación me asaltó en Alejandría. Supe que los dioses estaban allí. Supe que ellos guiaban mis pasos cuando buscaba los callejones de las casas de prostitución y los tugurios de los ladrones, los lugares donde iban los hombres a perder sus almas.
»Por la noche, acostado en el lecho de mi casita romana, llamaba a los dioses. Luchaba con mi locura. Buscaba, como tú has buscado, una respuesta a los interrogantes sobre la fuerza, los poderes y las arrasadoras emociones que ahora poseía. Y una noche, poco antes de amanecer, cuando sólo la luz de una lámpara brillaba tras los finos velos del lecho, volví los ojos hacia la puerta del jardín y vi una figura negra y quieta bajo el dintel.
»Por un momento, me pareció un sueño, pues la figura no despedía ningún olor, no parecía respirar y no hacía el menor sonido. Entonces supe que era uno de los dioses. Pero ya se había desvanecido y permanecí sentado en el lecho, con la vista fija en la puerta, tratando de recordar lo que había visto: una figura negra y desnuda de cabeza calva y penetrantes ojos encarnados, un ser que parecía perdido en su propio silencio, extrañamente tímido, sólo concentrado en moverse en el último momento antes de quedar completamente al descubierto.
»La noche siguiente, en las callejuelas de la ciudad, escuché una voz que me invitaba a seguirla. Pero era una voz menos inteligible que la que había oído surgir del árbol, y se limitaba a indicarme que la puerta estaba cerca. Finalmente, llegó el momento en que, silencioso y tranquilo, me encontré ante la puerta.
»Fue un dios quien la abrió. Fue un dios quien me indicó que entrara.
»Sentí miedo mientras descendía la inevitable escalera y recorría un túnel en pronunciada pendiente. Prendí la vela que había llevado conmigo y advertí que estaba penetrando en un templo subterráneo, un lugar más antiguo que la ciudad de Alejandría, un santuario construido tal vez en tiempos de los antiguos faraones, con los muros cubiertos de pequeñas escenas coloreadas que describían la vida en el antiguo Egipto.
»Y vi entonces la escritura, los espléndidos jeroglíficos con sus pequeñas momias y aves y brazos sin cuerpo abrazando objetos, y serpientes enroscadas.
Continué avanzando y llegué a un inmenso recinto de columnas cuadradas y techo altísimo. Hasta la última piedra de aquel lugar estaba decorada con imágenes idénticas a las anteriores.
»Entonces vi, por el rabillo del ojo, algo que al principio me pareció una estatua. Era una figura negra, de pie junto a una de las columnas, con la mano levantada y apoyada en la piedra. Pero supe que no era una estatua. Ningún dios egipcio hecho de diorita aparecía jamás en aquella postura ni llevaba una falda de tela auténtica cubriéndole las piernas.
»Me volví lentamente, preparándome para soportar la primera visión directa de aquel ser, y descubrí la misma carne quemada que ya conocía, el mismo cabello largo, aunque negro azabache, los mismos ojos amarillentos. Sus labios marchitos dejaban al descubierto los dientes y las encías, y el aliento que salía de su garganta estaba lleno de dolor.
»—¿Cómo y cuándo has venido? —me preguntó en griego.
»Me vi a mí mismo como él me percibía, fuerte y luminoso, con mis ojos azules como un circunstancial misterio más, y vi mi indumentaria romana, mi túnica de lino sujeta a los hombros con hebillas de oro y mi capa roja. Con la larga melena rubia, mi aspecto debía ser el de un vagabundo de los bosques del norte, “civilizado” sólo en la superficie; y quizá tal cosa era cierta, ahora.
»Pero en aquel instante era él quien me interesaba. Le vi con más claridad, la carne lacerada, quemada en la caja torácica y enmohecida en las clavículas y los huesos que sobresalían de sus caderas. Aquel ser no estaba famélico, sino que había bebido sangre humana recientemente. Sin embargo, su agonía era como si despidiera calor, como si el fuego aún le estuviera cociendo por dentro, como si su figura fuera un infierno encerrado en sí mismo.
»—¿Cómo has escapado al fuego? —me preguntó—. ¿Qué te ha salvado? ¡Responde!
»—Nada me ha salvado —respondí, también en griego.
»Me acerqué a él y aparté la vela a un lado cuando advertí que el ser rehuía la pequeña llama. En su vida había sido enjuto, ancho de espaldas como los viejos faraones, y llevaba su largo cabello en un flequillo recto sobre la frente, al estilo antiguo.
»—Cuando sucedió esa calamidad, yo no había sido creado —le expliqué—. Fui hecho inmortal después, por el dios del bosque sagrado de las Galias.
»—¡Ah!, entonces no ha sido afectado, ese creador tuyo.
»—Al contrario. Estaba quemado como tú, pero aún conservaba las fuerzas suficientes para hacerlo. Una y otra vez me dio y me quitó la sangre. Me dijo que viniera a Egipto y descubriera por qué ha sucedido esta catástrofe. Me dijo que los dioses de los bosques habían estallado en llamas, unos mientras dormían y otros mientras estaban despiertos. Me dijo que así había sucedido por todo el norte.
»—Sí. —El ser movió la cabeza y emitió una carcajada seca y ronca que estremeció todo su cuerpo—. Y sólo el anciano tuvo las fuerzas suficientes para sobrevivir, para heredar la agonía que sólo la inmortalidad puede mantener. Y por eso sufrimos. Pero ahora tú has sido creado y has venido. Harás más como nosotros. Pero, ¿es justo que los crees? ¿Acaso el Padre y la Madre habrían permitido que nos sucediera esto si no hubiera llegado la hora?
»—¿Quiénes son el Padre y la Madre? —quise saber, consciente de que no se refería a la Tierra cuando decía
Madre.
»—Los primeros de nosotros —respondió el ser—. Aquellos de quienes descendemos todos nosotros.
«Intenté penetrar en sus pensamientos, hurgar en la veracidad de lo que me decía, pero él advirtió lo que estaba haciendo y su mente se cerró como una flor al atardecer.
»—Ven conmigo —dijo, y echó a andar con pasos pesados. Dejamos atrás el gran recinto y seguimos un largo corredor, decorado igual que la cámara.
«Aprecié que estábamos en un lugar aún más antiguo, construido con anterioridad al templo que acabábamos de dejar atrás. Ignoro cómo supe que así era. Allí no existía ese aire helado que has podido sentir en la escalera aquí, en la isla. En Egipto, uno no nota esas cosas. Nota otra. Uno nota la presencia de algo vivo en el propio aire.
«Con todo, al continuar caminando, aparecieron otras pruebas más tangibles de esa antigüedad. Las pinturas de aquellos muros eran más antiguas, los colores eran más apagados y, aquí y allá, había partes dañadas donde el estuco de color se había desprendido y había caído. El estilo de las imágenes había cambiado. El cabello negro de las figurillas era más largo y más abundante y el conjunto parecía más hermoso y encantador, más lleno de luz y de complejos dibujos.
»A lo lejos se oía el goteo del agua sobre la piedra. El sonido producía un eco melodioso en el corredor. Las paredes parecían haber captado la esencia de la vida en aquellas figuras delicadas y pintadas con amor; daba la impresión de que la magia invocada una y otra vez por los antiguos pintores religiosos emitía un leve efluvio de mortecino poder. Escuché susurros de vida donde no los había. Percibí la gran continuidad de la historia aunque no hubiera nadie que tuviese conciencia de ella.
«La figura oscura que avanzaba a mi lado se detuvo mientras yo contemplaba las paredes. Hizo un vago gesto de que le siguiera por una puerta y entramos en una larga cámara rectangular cubierta por entero con aquellos artísticos jeroglíficos. Era como estar encerrado en un manuscrito. Y vi allí dos sarcófagos egipcios, de la misma época que la sala, colocados cabeza con cabeza contra la pared.
»Eran dos piezas de piedra talladas con la forma de las momias para las que habían sido realizadas, y perfectamente modeladas y pintadas para representar a los difuntos, con los rostros de oro batido y los ojos de lapislázuli.
«Sostuve en alto la vela y, con gran esfuerzo, mi guía abrió la tapa de los sarcófagos y las retiró para que pudiera ver el interior.
«Descubrí lo que, a primera vista, me parecieron dos cuerpos. Sin embargo, al acercarme un poco más, comprobé que eran montones de cenizas con forma humana. No quedaba de ellos tejido alguno, salvo algún colmillo muy blanco y algún que otro fragmento de hueso.
»—Ahora ya no hay sangre que pueda devolverles la vida —murmuró mi guía—. No hay para ellos esperanza de resurrección. Los vasos sanguíneos han desaparecido. Los que han podido levantarse, lo han hecho. Y pasarán siglos antes de que curemos, de que conozcamos el final de nuestro dolor.
»Antes de cerrar los sarcófagos de las momias, vi que el interior estaba ennegrecido por el fuego que había inmolado a los dos seres. No lamenté que las tapas volvieran a su sitio.
»El guía dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Le seguí con la vela, pero hizo una pausa y echó otra mirada a los sarcófagos pintados.
»—Cuando las cenizas sean esparcidas —declaró—, sus almas serán libres.
»—Entonces, ¿por qué no las esparces? —dije yo, tratando de que mi voz no sonara tan desesperada, tan perturbada.
»—¿Debo hacerlo? —replicó, moviendo la piel quebradiza del contorno de sus ojos—. ¿Crees que debo hacerlo?
»—¡A mí qué me preguntas!
»El ser lanzó otra de sus secas risotadas y me condujo por el corredor hasta una estancia iluminada.
»Se trataba de una biblioteca en la que unas cuantas velas repartidas ponían a la vista las estanterías de madera en forma de rombo donde se amontonaban los rollos de papiro y de pergamino.
«Naturalmente, aquello me complació, pues una biblioteca era algo que me resultaba comprensible. Era el único lugar humano donde aún sentía cierto grado de mi vieja cordura.
»Pero me quedé desconcertado al ver a otro —a otro de nosotros—, sentado a uno de los lados tras un escritorio, con los ojos en el suelo.
»Aquel ser no tenía un solo cabello y, aunque completamente ennegrecida, su piel estaba tersa sobre unos músculos bien modelados, y relucía como si la hubiesen bañado en aceite. Los rasgos de su rostro eran hermosos, la mano que apoyaba en el regazo de su falda de tela blanca estaba entrecerrada en un delicado gesto y todos los músculos de su pecho desnudo se dibujaban con claridad.
»Se volvió y alzó los ojos hacia mí. Y, de inmediato, se produjo algo entre él y yo, algo más silencioso que el silencio, como puede suceder entre nosotros.
»—Este es el Viejo —dijo el débil ser que me había conducido hasta allí—. Puedes ver por ti mismo que ha resistido al fuego. Pero no habla. Ni ha dicho nada desde que sucedió la calamidad. Sin embargo, sin duda sabe dónde están la Madre y el Padre, y por qué han permitido que esto pasara.
»El Viejo se limitó a mirar de nuevo, pero en su rostro apareció una curiosa expresión, algo sarcástica y levemente divertida, y con un matiz de desdén.
»—Ya antes de la catástrofe —añadió el otro ser—, el Viejo no nos hablaba a menudo. El fuego no le ha cambiado, no le ha hecho más receptivo. Permanece sentado en silencio, cada vez más como la Madre y el Padre. De vez en cuando lee. De vez en cuando deambula por el mundo de arriba. Bebe la Sangre y escucha los cánticos. En ocasiones baila. Habla con mortales por las calles de Alejandría, pero a nosotros no nos dirige la palabra. No habla con nosotros. Pero él conoce..., conoce la razón de que nos haya sucedido esto.
»—Déjame con él —le indiqué.
»Sentí lo mismo que cualquiera en una situación semejante. Yo haría hablar a aquel ser, le arrancaría alguna palabra. Lograría lo que nadie había sido capaz de hacer. Pero no era la mera vanidad lo que me impulsaba. Tenía la certeza de que aquél era el ser que había acudido al dormitorio de mi casa, el que me había contemplado desde el umbral.
»Y había percibido algo en su mirada. Fuera inteligencia, interés o reconocimiento de algún saber compartido, en ella había algo.
»En ese instante supe que llevaba dentro de mí la posibilidad de un mundo distinto, desconocido para el Dios del Bosque e incluso para aquel ser débil y herido que, a mi lado, contemplaba con desesperación al Viejo.
»El guía se retiró como le había pedido. Me acerqué al escritorio y miré al Viejo.
»—¿Qué debo hacer? —pregunté en griego.
»Él alzó la mirada bruscamente y pude apreciar en su rostro eso que llamo inteligencia.
»—¿Tiene algún objeto que siga haciéndote preguntas? — continué.
»Había escogido cuidadosamente mi tono de voz. No había en él nada ceremonioso, nada reverencial. Era el más familiar posible.
»—¿Qué es lo que quieres saber? —respondió él, hablándome de pronto en latín. Su voz era fría, las comisuras de sus labios estaban curvadas hacia abajo y su actitud era retadora y cargada de brusquedad.
»Para mí, fue un alivio poder expresarme en latín.
»—Ya has oído lo que le he contado al otro —proseguí en el mismo tono informal—, que fui creado por el Dios del Bosque en el país de los celtas y que me ha sido encomendado descubrir por qué los dioses han muerto entre las llamas.
»—¡Tú no vienes de parte de los Dioses del Bosque! —exclamó, tan sardónico como antes. No había levantado la cabeza, sino sólo la mirada. Lo cual hacía que sus ojos parecieran aún más retadores y cargados de desprecio.