Authors: Anne Rice
»Todas estas cosas aprendí. Todo esto comprendí. Pero lo que realmente conocí durante esas horas fue lo que todos descubrimos en el momento de Beber la Sangre: que ya no era un hombre mortal; que había dejado atrás todo cuanto conocía y me había convertido en algo tan poderoso que las viejas enseñanzas apenas podían concebirlo o explicarlo; que mi destino, por utilizar las palabras de Mael, estaba más allá de los conocimientos que cualquiera —mortal o inmortal— pudiera poseer.
«Finalmente, el dios me preparó para salir del árbol. Me extrajo tanta sangre que apenas logré sostenerme en pie. Ahora, era un espectro. Lloraba de sed, veía y olía sangre y, de haber tenido las fuerzas necesarias, me habría lanzado sobre él, le habría inmovilizado y le habría sorbido hasta la última gota. Pero las fuerzas, por supuesto, las tenía él.
»—Estás vacío, como lo estarás siempre al inicio de la celebración —me dijo—, para que puedas saciarte con la sangre del sacrificio. Pero recuerda lo que te he dicho. Después de presidir la ceremonia, debes encontrar un modo de escapar. En cuanto a mí, trata de salvarme. Diles que debo ser mantenido a tu lado. Aunque, con toda probabilidad, mi tiempo ha llegado a su fin.
»—¿Cómo? ¿A qué te refieres? —inquirí.
»—Ya lo verás. Aquí basta con que haya un dios, un dios bueno —declaró—. Si pudiera ir contigo a Egipto, podría beber la sangre de los antiguos y me curaría. Tal como estoy, tardaría siglos en sanar y no se me concederá tanto tiempo. Pero recuerda, desciende a las entrañas de Egipto. Haz todo lo que te he dicho.
»El ser me dio la vuelta y me empujó hacia las escaleras. La antorcha ardía aún en un rincón y, cuando la ascensión me llevó cerca de la puerta del tronco, capté el olor de la sangre de los druidas que me aguardaban y estuve a punto de romper a llorar.
»—Ellos te proporcionarán toda la sangre que puedas beber —dijo el ser detrás de mí—. Ponte en sus manos.
»Puedes imaginar el aspecto que ofrecía cuando surgí del tronco del roble. Los druidas habían aguardado a que llamara a la puerta y, con mi voz silenciosa, les había dicho:
»
Abrid. Soy el dios.
»Mi muerte humana había terminado hacía mucho. Estaba famélico, y, con seguridad, mi rostro no era sino una calavera animada. Sin duda, los ojos me sobresalían de las órbitas y mostraba los dientes desnudos. La túnica blanca me colgaba como si tuviera debajo un esqueleto. No habría podido presentar una prueba más fehaciente de mi divinidad a aquellos druidas, que me contemplaron llenos de asombro y veneración mientras salía del tronco del árbol.
»Pero yo no sólo vi sus rostros, sino también sus corazones. Vi en Mael el alivio de comprobar que el dios del árbol aún había tenido fuerzas suficientes para crearme. Vi en su mente la confirmación de todas sus creencias.
»Y me di cuenta entonces de esa otra visión que nos ha sido dada y que nos permite observar el fondo del espíritu de cada hombre, enterrado profundamente en un crisol de carne y sangre calientes.
»La sed era una pura agonía, y, reuniendo todas mis nuevas fuerzas, dije:
»—Llevadme a los altares. La celebración del Samhain va a empezar.
»Los druidas emitieron unos gritos escalofriantes. Se pusieron a aullar en el bosque. Y a lo lejos, más allá de la arboleda sagrada, se alzó el rugido ensordecedor de la multitud que había estado aguardando aquel alarido.
» Avanzamos rápidamente en procesión hacia el claro, y un número cada vez mayor de aquellos sacerdotes de blancas túnicas salieron a recibirnos y me encontré bajo una lluvia de flores frescas y fragantes por todas partes, de capullos que aplastaba bajo mis pies mientras era saludado con himnos.
»No preciso decirte el aspecto que tenía el mundo para mí con la nueva visión, cómo veía cada matiz de color y cada superficie bajo el fino velo de la oscuridad, cómo asaltaban mis oídos aquellos himnos y cánticos.
»Marius, el hombre, estaba desintegrándose dentro de aquel nuevo ser.
»Las trompetas resonaron en el claro cuando subí los peldaños del altar de piedra y extendí la mirada sobre los miles de mortales reunidos allí sobre el mar de rostros expectantes, sobre las gigantescas figuras de madera con sus víctimas condenadas agitándose y gritando todavía en su interior.
»Ante el altar había dispuesto un gran caldero de plata con agua, y, bajo el cántico de los sacerdotes, una cuerda de presos era conducida hacia el caldero con los brazos atados a la espalda.
»Las voces cantaban a coro en torno a mí mientras los sacerdotes me echaban flores sobre el cabello y los hombros y a mis pies.
»—Hermoso y poderoso, dios de los bosques y los campos, bebe ahora los sacrificios que te ofrecemos para que, como tus miembros marchitos se llenan de vida, también la tierra se renueve. Bebe y perdónanos por segar la espiga que nos da la cosecha, y bendice la semilla que sembramos.
»Y vi ante mí a los escogidos para ser mis víctimas, tres hombres recios, atados como los demás pero limpios y vestidos también con túnicas blancas, y flores en el cabello y los hombros. Eran jóvenes, atractivos e inocentes, y aguardaban sobrecogidos de pavor a que se cumpliera la voluntad del dios.
»El sonido de las trompetas era ensordecedor. El rugido de la multitud era incesante.
»—¡Que empiecen los sacrificios! —exclamé. Y mientras el primero de los jóvenes era conducido hasta mí, mientras me disponía a beber por primera vez de esa copa en verdad divina que es la vida humana, mientras sostenía en mis manos la sangre cálida de mi víctima, la sangre dispuesta para mi boca abierta, vi prender las hogueras bajo los gigantes de mimbre y ramas, y vi a los dos primeros prisioneros sumergidos por la fuerza cabeza abajo en el agua del caldero de plata.
»Muerte por fuego, muerte por agua, muerte bajo los dientes penetrantes del hambriento dios.
»En un éxtasis ancestral, los himnos continuaron: dios de la luna creciente y menguante, dios de los bosques y campos, tú que eres la imagen misma de la muerte en tu ayuno, vuélvete fuerte con la sangre de las víctimas, vuélvete hermoso para que la Gran Madre te acoja con ella.
»No sé cuánto duró aquello. Una eternidad: las llamas de los gigantes de madera, el griterío de las víctimas, la larga procesión de los que iban a ser ahogados. Bebí y bebí, no sólo de los tres escogidos sino de una decena más, antes de que los introdujeran en el caldero o los arrojaran a la pira de los gigantes. Los sacerdotes decapitaban a los muertos con grandes espadas ensangrentadas, apilaban las cabezas en pirámides a ambos lados del altar y retiraban los cuerpos.
»Allí donde miraba, veía rostros sudorosos y extasiados; allí donde miraba, oía los cánticos y los gritos. Al fin, el frenesí empezó a decrecer. Los gigantes terminaron de caer en un montón de pavesas humeantes sobre las cuales los hombres arrojaron más brea y más leña menuda.
»Y llegó el momento de los juicios, de que los hombres se presentaran ante mí y expusieran sus intenciones de venganza contra otros, y de que yo viera en sus almas con mis nuevos ojos. La cabeza me daba vueltas. Había bebido demasiada sangre, pero sentía dentro de mí tal poder que podría haber cruzado de un salto el claro del bosque y perderme en su espesura. Me pareció que casi habría podido desplegar unas alas invisibles.
»No obstante, llevé a cabo mi “destino”, como Mael lo había denominado. Encontré a uno justo, a otro errado, a éste inocente; a aquél, merecedor de la muerte.
»No sé cuánto tiempo se prolongó aquello, pues mi cuerpo ya no medía el tiempo en términos de cansancio. Pero finalmente terminó y me di cuenta de que había llegado el momento de la acción.
»De algún modo, tenía que hacer lo que el viejo dios me había ordenado, y que era escapar a la prisión del roble. Y tenía muy poco tiempo para hacerlo, apenas una hora antes de que amaneciera.
»Respecto a lo que me aguardara en Egipto, todavía no había tomado una decisión, pero sabía que, si dejaba que los druidas me volvieran a encerrar en el árbol sagrado, permanecería allí famélico hasta la pequeña ofrenda de la siguiente luna llena. Y todas mis noches hasta entonces serían de sed y de tortura y de lo que el viejo había llamado “los sueños de los dioses”, en los que aprendería los secretos del árbol y de las hierbas que crecían y de la silenciosa Madre.
»Pero tales secretos no eran para mí.
»Los druidas me rodearon entonces y nos dirigimos de nuevo al árbol sagrado. Los himnos se apagaron, convirtiéndose en una letanía que me conminaba a permanecer en el interior del roble para santificar el bosque, a ser su guardián y a contestar bondadosamente a través del árbol a los sacerdotes que, de vez en cuando, acudieran a pedirme guía y consejo.
»Me detuve antes de llegar al roble. En medio de la arboleda ardía una gran hoguera cuya luz espectral iluminaba los rostros tallados en la madera y los montones de cráneos humanos. El resto de los sacerdotes estaba en torno a la pira, esperando. Un escalofrío de terror me recorrió con toda la nueva intensidad que tienen para nosotros tales sensaciones.
»Empecé a hablar apresuradamente. Con voz autoritaria, les dije que quería que todos abandonaran la arboleda. Que me encerraría en el roble al alba con el viejo dios. Sin embargo, pude percatarme de que no daba resultado. Los druidas seguían observándome fríamente e intercambiaban miradas entre ellos, con los ojos inexpresivos como cuentas de cristal.
»—¡Mael! —insistí—. Haz lo que te ordeno. Di a los sacerdotes que abandonen la arboleda.
»De pronto, sin el menor aviso, la mitad de la asamblea de druidas corrió hacia el árbol mientras la otra mitad me sujetaba por los brazos.
»Grité a Mael, quien dirigía el asalto al árbol, que se detuviera. Traté de liberarme, pero una docena de sacerdotes me tenían sujeto ya por brazos y piernas.
»Si hubiera tenido idea de la magnitud de mi poder, me habría desembarazado de ellos sin dificultad. Pero desconocía mis fuerzas. Aún estaba casi ebrio tras el festín, y demasiado horrorizado por lo que sabía que iba a suceder a continuación. Mientras me debatía tratando de liberar los brazos y lanzando patadas a los que me agarraban, el viejo dios, aquel ser desnudo y negro, fue sacado del árbol y arrojado al fuego.
»Sólo alcancé a verle un instante, y lo único que percibí en él fue resignación. Ni una sola vez alzó los brazos para resistirse. Llevaba los ojos cerrados y no me miró, ni a mí ni a nadie, y en ese instante recordé lo que me había dicho acerca de su agonía, y me puse a llorar.
»Mientras le quemaban, yo fui presa de violentos temblores. Pero del centro mismo de las llamas me llegó su voz:
"Cumple lo que te he ordenado, Marius. Tú eres nuestra esperanza".
Y aquello significaba que debía salir de allí inmediatamente.
»Me hice pequeño y abatido bajo las manos de quienes me sujetaban. Sollocé y sollocé y me comporté como si fuera la triste víctima de toda aquella magia, el pobre dios bueno que debía llorar a su padre que acababa de desaparecer en las llamas. Y cuando noté que su presión se relajaba, cuando vi que todos y cada uno de ellos estaban mirando hacia la pira, giré sobre mí mismo con todas mis fuerzas, soltándome de sus manos, y eché a correr hacia los árboles lo más rápido que pude.
»En aquella carrera inicial, supe por primera vez qué eran mis poderes. Cubrí los cientos de metros en un instante, sin que mis pies rozaran apenas el suelo.
»Pero muy pronto se alzó el griterío: "EL DIOS HA HUIDO" y, en cuestión de segundos, la multitud del claro elevaba un rugido y miles y miles de mortales se lanzaron hacia los árboles.
»Me pregunté, mientras corría, cómo había podido suceder todo aquello. ¡De pronto, me había convertido en un dios, lleno de sangre humana, que huía de miles de bárbaros celtas a través de un bosque endemoniado!
»Ni siquiera me detuve a despojarme de la túnica blanca, sino que me la arranqué a pedazos sin dejar de correr, y luego salté a las ramas de los árboles y avancé aún más deprisa pasando de copa en copa de los robles.
»En cuestión de minutos, estaba tan lejos de mis perseguidores que ni siquiera me llegaban sus voces. Sin embargo, continué corriendo, saltando de rama en rama, hasta que no tuve nada que temer salvo el sol de la mañana.
»Y aprendí entonces lo que Gabrielle descubrió tan pronto en vuestras correrías: que podía sepultarme con facilidad bajo la tierra para protegerme de la luz.
»Cuando desperté, la intensidad de la sed me desconcertó. No podía imaginar cómo había hecho el viejo dios para soportar el ayuno ritual. Sólo podía pensar en sangre humana.
»Pero los druidas habían tenido el día para perseguirme. Tenía que avanzar con cautela.
»Y esa noche ayuné mientras corría por el bosque, sin calmar la sed hasta avanzada la madrugada, cuando topé con una banda de salteadores que me proporcionó la sangre de un malhechor y una buena indumentaria.
»En esas horas previas al alba, hice un repaso de la situación. Había aprendido mucho acerca de mis poderes, y descubriría mucho más. Y viajaría a las entrañas de Egipto, no por los dioses o por sus adoradores, sino para descubrir qué significaba todo aquello.
»Y así puedes ver, Lestat, que ya entonces, hace más de diecisiete siglos, nos hacíamos preguntas y rechazábamos las explicaciones que nos daban, que amábamos la magia y el poder por sí mismos.
»En la tercera noche de mi nueva vida, me introduje en mi vieja casa de Massilia y encontré allí mi biblioteca, la mesa de escribir y los libros. Y a mis fíeles esclavos, felices de verme. ¿Qué sentido tenía todo aquello para mí? ¿Qué significaba que hubiera escrito aquella historia, que hubiese dormido en aquel lecho?
»Supe que no podía seguir siendo Marius, el romano. Pero aprovecharía lo que pudiera de él. Envié a mis amados esclavos de vuelta a casa. Escribí a mi padre diciéndole que una grave enfermedad me obligaba a pasar el resto de mis días en el clima caluroso y seco de Egipto. Envié el resto de mi historia a las personas de Roma que la leerían y publicarían y, finalmente, zarpé para Alejandría con oro en los bolsillos, mis viejos documentos de viaje y dos esclavos de aspecto torvo que nunca hacían comentarios sobre el hecho de que sólo apareciera de noche.
»Y un mes después de la gran festividad de Samhain en las Galias, estaba deambulando por las oscuras callejas serpenteantes de la noche de Alejandría, buscando a los viejos dioses con mi voz silenciosa.