Authors: Anne Rice
Y detrás de él se produjo la risa casi inocente de los demás, salvo de Eleni, que se quedó mirando por encima del hombro de Nicolás, esforzándose en tratar de entender qué estaba sucediendo realmente entre nosotros.
Nicolás se acercó aún más, sonriendo con una media risa, y me dio unos golpecitos en el pecho con el dedo muy rígido.
—Bien, habla. ¿No ves qué espléndida burla, qué genialidad? —Se golpeó a sí mismo en el pecho con el puño y continuó—: Vendrán a nuestras representaciones, llenarán de oro nuestras arcas y no adivinarán nunca qué acogen, qué florece justo en el rabillo del ojo parisiense. Nos alimentamos de ellos en las callejas y ellos vienen a aplaudirnos ante el escenario...
Oí la risa del muchacho a su espalda, el tintineo de la pandereta, el leve murmullo de la otra mujer cantando. Una larga risa del hombre como una cinta desenrollándose, trazando sus movimientos en rápidos círculos entre ruidosos juncos.
Nicolás se acercó tanto, que la luz desapareció detrás de él. Dejé de ver a Eleni.
—¡Una maldad espléndida! —exclamó. Su voz estaba llena de amenazas, y sus blancas manos parecían las zarpas de una criatura marina dispuesta a saltar en cualquier momento para despedazarme—. Servir al dios del bosque oscuro como no ha sido servido nunca, ¡y justo aquí, en el centro mismo de la civilización! ¡Para esto has salvado tu teatro! ¡Y de tu gentil patronazgo ha nacido esta sublime ofrenda!
—No hay para tanto —respondí—. Sólo es una idea hermosa e inteligente, y nada más.
Mi réplica no había sido en voz muy alta, pero le hizo callar, como hizo callar a los demás. Y la sorpresa que me embargaba dio paso lentamente a otra emoción, no menos dolorosa, sino sólo más fácil de contener.
De nuevo, no hubo otro sonido que el procedente del bulevar. Una rabia sorda brotaba de Nicolás. Las pupilas le bailaban al mirarme.
—Eres un mentiroso, un falso despreciable —masculló.
—Tu plan no posee el menor esplendor —repliqué—. No tiene nada de sublime. Sólo se trata de engañar a esos indefensos mortales, de burlarse de ellos, para luego salir del teatro por la noche y, con la misma sencillez, quitarles la vida (muerte tras muerte, con toda su inevitable crueldad y vileza) para seguir viviendo. ¡Cualquier hombre puede matar a otro! Sigue tocando el violín eternamente, baila como gustes. ¡Compénsales el dinero que paguen, si eso te mantiene ocupado y te ayuda a pasar la eternidad! Es, simplemente, una idea hermosa e inteligente. Una arboleda en el Jardín Salvaje. Nada más.
—¡Vil mentiroso! —repitió entre dientes—. Eres un bendito necio, eso es lo que eres. Tú poseías el secreto oscuro que se alzaba por encima de todas las cosas, que hacía comprensible todo lo inexplicable, ¿y qué hiciste con él durante los meses que pasaste a solas, yendo y viniendo de la torre de Magnus? ¡Tratar de vivir como un buen hombre! ¡Como un buen mortal!
Acercó su rostro al mío lo suficiente para besarme; la sangre de su saliva me salpicaba la cara.
—¡Mecenas de las artes! —exclamó en tono burlón—. ¡Tú que ofreces regalos a tu familia, que nos ofreces regalos a nosotros!
Retrocedió unos pasos mientras me dirigía una mirada de desprecio. Luego, continuó hablando:
—Pues bien, nos haremos cargo de este teatro que pintaste de dorado y que llenaste de cortinajes de terciopelo; con él, serviremos al diablo, mejor y más espléndidamente que lo que lo hizo nunca la vieja asamblea. —Se dio la vuelta y miró a Eleni. Después, observó de nuevo a los demás—. Haremos burla de todo lo sagrado. Conduciremos al público a una vulgaridad y a una irreverencia cada vez mayores. Le asombraremos. Le seduciremos. Pero, por encima de todo, nos apropiaremos de su oro igual que de su sangre, y nos haremos fuertes en medio de ellos.
—Sí —le apoyó el muchacho, detrás de él—. Nos haremos invencibles. —En su rostro había un aire desquiciado, y en sus ojos, vueltos hacia Nicolás, brillaba el fanatismo—. Tendremos nombres y lugares en su propio mundo.
—Y tendremos poder sobre ellos —añadió la otra mujer—, y una atalaya desde la cual estudiarles y conocerles y perfeccionar nuestros métodos para destruirlos cuando queramos.
—Quiero este teatro —me dijo Nicolás—. Quiero que me lo des. Quiero la escritura y dinero para reabrirlo. Mis ayudantes, estos que aquí ves, están dispuestos a seguirme.
—Si lo deseas, quédatelo —respondí—. Es tuyo, si con eso quedo liberado de tu malevolencia y de tu quebrantada razón.
Me incorporé de la mesilla y avancé hacia él, y creo que, por un instante, Nicolás trató de cerrarme el paso. Sucedió entonces algo inexplicable: cuando vi que no se movía, la cólera surgió de mi interior y le golpeó como si fuera un puño invisible. Le vi retroceder tambaleándose, como si el puño le hubiera dado de lleno, hasta ir a dar con súbita fuerza contra el tabique.
Habría podido abandonar el lugar al instante, y sabía que Gabrielle sólo estaba esperando a que lo hiciera para seguirme, pero no me marché. Me detuve y volví la vista hacia Nicolás, que seguía aún aplastado contra la pared como si no pudiera moverse. Me estaba mirando, y su expresión de odio seguía siendo tan pura, tan poco moderada por el recuerdo de nuestro viejo amor, como lo había sido desde que el violín le hiciera revivir.
No obstante, yo deseaba comprender, conocer realmente qué había sucedido. De nuevo, me acerqué a él en silencio y, esta vez, fui yo quien ofreció un aspecto amenazador, con mis manos como zarpas. Pude captar el miedo en Nicolás. Todos, salvo Eleni, estaban llenos de temor.
Cuando estuve muy cerca de Nicolás, me detuve y le miré directamente a los ojos; fue como si él comprendiera perfectamente lo que le estaba preguntando.
—No lo has entendido nunca, amor mío —murmuró con voz cáustica. Volvía a sudar gotitas sanguinolentas y le brillaban mucho los ojos, como si los tuviera acuosos—. Si allá en el pueblo tocaba el violín, era para herir a los demás, para irritarles, para procurarme una isla donde los demás no pudieran mandar. Quería que fueran testigos de mi ruina, incapaces de hacer nada por evitarla.
No respondí. Deseaba que siguiera hablando.
—Y cuando decidimos venir a París, creí que íbamos a pasar hambre, que caeríamos cada vez más bajo. Esto era lo que yo buscaba, mientras que ellos deseaban que yo, el hijo más dotado, contribuyera a enaltecerlos. ¡Y yo que pensaba que nos hundiríamos! Se suponía que debíamos caer cada vez más bajo.
—¡Oh, Nicolás...! —exclamé en un susurro.
—Pero tú no te hundiste, Lestat —continuó, enarcando las cejas—. El hambre, el frío..., nada consiguió detenerte. ¡Eras un triunfo! —La rabia le espesó la voz una vez más—. No terminaste alcoholizado en el arroyo, sino que lo volviste todo al revés. Y en cada aspecto de nuestra presunta condenación, tú encontraste una nueva alegría. La pasión y el entusiasmo que irradiabas no tenían fin... Y la luz, siempre esa luz... Y, en la misma medida exacta en que surgía de ti esa luz, aumentaba en mí la oscuridad. ¡Cada muestra de alegría me desgarraba y creaba su calco exacto de tinieblas y desesperación! Y entonces vino la magia; cuando poseíste la magia, ironía de ironías, ¡decidiste protegerme de ella! ¡Y no se te ocurrió otra cosa que utilizar tus poderes satánicos para fingir un comportamiento de caballero mortal!
Di media vuelta y vi a las criaturas dispersándose en las sombras y, más allá, la figura de Gabrielle. Vi la luz de su mano cuando la alzó para llamarme a su lado con un gesto.
Nicolás extendió los brazos y me tocó los hombros. Pude notar el odio que me transmitía con el contacto. Ser tocado por aquel odio me resultó repugnante.
—¡Como un descuidado rayo de sol, desperdigaste a los vampiros de la vieja asamblea! —añadió en un susurro—. ¿Con qué propósito? ¿Qué significa este monstruo asesino lleno de luz?
Me di la vuelta, le solté un bofetón y le mandé rodando al otro extremo del camerino. Su mano derecha rompió el espejo mientras la cabeza golpeaba el tabique del fondo.
Por un instante, quedó entre el amasijo de viejas ropas como un juguete roto; después, sus ojos recuperaron el brillo de la determinación, y sus facciones se relajaron en una leve sonrisa. Se enderezó y, lentamente, como haría un indignado mortal, se arregló la ropa y se atusó el cabello desgreñado.
Sus gestos fueron parecidos a los míos bajo les Innocents, cuando mis captores me arrojaron al suelo. Luego, Nicolás avanzó hacia mí con similar dignidad, y su sonrisa era la más espantosa que había visto nunca.
—Te desprecio —declaró—. Pero he terminado contigo. Tengo el poder que tú mismo me has dado y sé utilizarlo, al contrario que tú. ¡Por fin estoy en un reino donde yo escojo el triunfo! Ahora, en las tinieblas, somos iguales. Y me vas a dar el teatro, porque me lo debes y porque te gusta dar cosas, ¿verdad?, te gusta dar monedas de oro a los niños hambrientos... Y cuando lo tenga, nunca más volveré a dirigir una mirada a tu luz.
Pasó a mi lado, y luego abrió los brazos hacia las otras criaturas:
—Venid, hermosos míos, tenemos obras que escribir y negocios que atender. Tenéis que aprender muchas cosas de mí. Yo sé cómo son de verdad los mortales. Tenemos que ponernos a trabajar en el perfeccionamiento de nuestro oscuro y espléndido arte. Formaremos una asamblea que rivalice con todas las demás. Haremos lo que nadie ha hecho hasta hoy.
El cuarteto me miró, asustado y titubeante, y, en aquel instante de tensión y silencio, me oí a mí mismo tomando aire profundamente. La visión se me amplió. Volví a ver las bambalinas a nuestro alrededor, las altas vigas, las cortinas de los decorados cortando la oscuridad y, más allá, el pequeño resplandor al pie del escenario cubierto de polvo. Vi el local envuelto en sombras, y comprendí, en un único e ilimitado segundo, todo lo que había sucedido allí. Y vi cómo una pesadilla daba a luz otra pesadilla, y vi cómo una historia llegaba a su final.
—El Teatro de los Vampiros —susurré—. Hemos obrado el Rito Oscuro sobre este lugar.
Ninguna de las criaturas se atrevió a responder. Nicolás apenas mostró una sonrisa.
Y, al tiempo que daba media vuelta para abandonar el teatro, alcé las manos en un gesto de invitación al cuarteto para que se acercaran a él. Fue mi despedida.
No estábamos lejos de las luces del bulevar cuando me detuve en seco. Mil horrores acudieron a mí sin palabras: que Armand se presentaba para destruirle, que sus nuevos hermanos y hermanas se cansaban de su frenesí y lo abandonaban, que la mañana lo sorprendía dando tumbos por las calles, incapaz de encontrar un lugar donde ocultarse del sol. Levanté los ojos al cielo. No era capaz de hablar o de respirar siquiera.
Gabrielle me pasó los brazos alrededor de la cintura y me apreté contra ella, hundiendo el rostro en sus cabellos. Su piel, su cara, sus labios, eran como frío terciopelo, y su amor me envolvió con una monstruosa pureza que no tenía nada que ver con los corazones humanos, con la carne humana.
La levanté del suelo sin dejar de abrazarla y, en la oscuridad, fuimos dos amantes tallados en la misma piedra, que no guardaban recuerdo de una vida anterior separados.
—Nicolás ha tomado una decisión, hijo mío —comentó—. Lo hecho, hecho está, y ahora estás libre de responsabilidades para con él.
—¿Cómo puedes decir eso, madre? —repliqué en un susurro—. El no sabía... Aún no sabe que...
—Déjale, Lestat —insistió ella—. Ya se ocuparán de él.
—Pero ahora tengo que encontrar a ese diablo de Armand, ¿no es eso? —añadí, abatido—. Tengo que lograr que les deje en paz.
La noche siguiente, cuando volví a París, supe que Nicolás ya había visitado a Roget.
Se había presentado una hora antes golpeando la puerta como un poseso, y, gritando desde las sombras, había exigido el título de propiedad del teatro y una cantidad de dinero que, según él, le había prometido. Había amenazado a Roget y a su familia y también le había dicho al abogado que escribiera a Renaud y su compañía, instalados en Londres, diciéndoles que volvieran, que había un nuevo teatro aguardándoles y que les esperaba enseguida. Ante la negativa de Roget, exigió la dirección de los artistas en Londres y empezó a registrar el escritorio de Roget.
Al enterarme de esto, monté en silenciosa cólera. Así que aquel demonio inexperto, aquel monstruo temerario y furioso, quería convertirles a todos en vampiros, ¿no era eso?
No toleraría que hiciera tal cosa.
Dije a Roget que enviara un correo a Londres con la advertencia de que Nicolás de Lenfent había perdido la razón. La compañía no debía regresar.
Después volví al boulevard du Temple y le encontré ensayando, más excitado y loco de lo que le había visto nunca. Volvía a lucir las ropas elegantes y las viejas alhajas de la época en que aún era el hijo predilecto de su padre, pero llevaba el lazo torcido, las medias arrugadas y el cabello más desgreñado y desaseado que un prisionero de la Bastilla que llevara veinte años sin mirarse a un espejo.
Delante de Eleni y los demás, le advertí que no conseguiría nada de mí a menos que me prometiera que la nueva asamblea de vampiros, el nuevo aquelarre, no mataría o seduciría jamás a ningún actor o actriz parisinos, que Renaud y su compañía no serían llevados nunca al Teatro de los Vampiros, ni entonces ni en los años futuros, y que Roget, quien se encargaría de las finanzas del teatro, no debía recibir nunca el menor daño.
Nicolás se rió de mí, ridiculizándome como hiciera la noche anterior, pero Eleni le hizo callar. La mujer estaba horrorizada al enterarse de sus impulsivos proyectos. Fue ella quien primero formuló la promesa y quien la arrancó a los demás. También fue ella quien intimidó a Nicolás y le dejó confuso con su atropellado lenguaje antiguo y quien le obligó a aceptar.
Y fue a Eleni a quien concedí finalmente el control del Teatro de los Vampiros, junto con los ingresos, revisados por Roget, que le permitieran hacer lo que quisiera con el local.
Esa noche, antes de dejar su compañía, pedí a la mujer que me contara lo que supiera de Armand. Gabrielle estaba con nosotros. Nos hallábamos de nuevo en el callejón, cerca de la puerta de artistas.
—Armand observa —respondió Eleni—. A veces deja que le vean.
Su rostro me resultó muy confuso, pesaroso. A continuación, la mujer añadió con voz temerosa:
—Pero sólo Dios sabe qué hará cuando descubra lo que está sucediendo aquí de verdad.