Meditando, pues, el doctor, mientras caminaba, iba diciendo entre sí de esta manera:
—Por complacer a mi madre he acometido una empresa que por mi propio consejo e iniciativa no hubiera yo acometido jamás. ¿Qué voy a ofrecer a doña Costanza de Bobadilla, si gusto de ella, si ella gusta de mí, y llega el caso de pedirla en matrimonio? Mi casa solariega del lugar y unas cuantas fincas, cuyos productos se consumen en pagar los intereses del capital en que están empeñadas. Todo esto es ridículo. Valiera más no tener nada que tener esto. Lo ilustre de mi nombre no importa para ella, que es tan ilustre como yo. Además, en España apenas hay nadie que no sea ilustre. En cuanto alguien tiene dinero y da valor a estas vanidades, prueba que desciende del rey Wamba si se le antoja. Si yo tuviese un título, aunque fuera el de conde de las Esparragueras, que me han dado las hijas del escribano, ya sería otra cosa; ya habría algo que ofrecer. Siempre tiene vivo aliciente para una muchacha el pensar que la van a llamar condesa y que en las tarjetas va a poder escribir
La condesa de tal
. Es cierto que yo tengo el título de doctor y el de alcaide perpetuo; pero no se estila que el esposo transmita estos títulos a la esposa por legítima que sea. Doña Costanza de Bobadilla, si llegase a ser mi mujer, no podría escribir en las tarjetas:
La doctora y alcaldesa perpetua de la fortaleza y castillo de Villabermeja
. Vamos… está visto; yo no tengo que ofrecer sino esperanzas. Pero si Costancita las acepta por buenas y me da en cambio su corazón, su mano y cinco o seis mil duros de renta, que dicen que puede y quiere darle su padre, ¿por qué no aceptarlo todo? Además de tener por marido a un joven de mis prendas, el dinero que dé a Costancita su padre será como dado a usura o más bien como puesto en una aparcería en que pongo yo el saber, el ingenio y el trabajo.
Aquí se encumbraba la meditación, pero con tal rapidez que no es fácil seguirla y menos encerrarla dentro de un lenguaje hablado o escrito. El doctor, ora se veía coronado en el Liceo de Madrid, después de haber leído una fantasía o un poema oriental; ora salía a la escena en el teatro del Príncipe, donde acababa de representarse un portentoso drama suyo; ora estaba despachando o dando audiencia en la silla ministerial; ora venían a pedirle albricias sus numerosos amigos porque la reina tenía a bien concederle el título de duque, libre de lanzas y medias anatas
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, en pago de sus relevantes servicios; ora llegaba a París de embajador, y el rey Luis Felipe y toda su corte se quedaban encantados de su mucha discreción y finura; y ora inventaba un nuevo sistema de filosofía, para que informase todas las demás ciencias secundarias, creando así la ciencia primera, una y toda, con general asombro y contentamiento de los nacidos.
Estos triunfos y otros mil, que pasaban refulgentes, arrebatadores, estruendosos, ricos en color, llenos de armonía y de belleza, por la mente entusiasta, se tocaban con la mano, tomaban cuerpo, se iban a realizar, una vez dueño el doctor Faustino de los cinco o seis mil duros de renta de doña Costanza de Bobadilla.
—Pero no —proseguía el doctor—, no me casaré con doña Costanza, si no me enamora, o al menos si no tiene talento y hermosura, por donde la gente llegue a presumir que pude enamorarme de ella, aunque no sea tal el caso. No me casaré, aunque pierda y desbarate todos mis ensueños.
El doctor se decía esto, porque los hombres nos complacemos en engañarnos a nosotros mismos, poniéndonos en trances apurados, que no existen, y saliendo de ellos de un modo heroico. ¿Quién no se ha fingido alguna vez que le acometen seis o siete enemigos y que él les hace cara y los vence y aterra? Y con todo, si los seis o siete, o tal vez si uno solo le acomete de verdad, es probable que ponga pies en polvorosa. ¿Cuántas costurerillas y cuántas fregatrices no dan por seguro en el fondo del alma, que ni el propio Fúcar las seduciría, aunque les ofreciese el oro y el moro? Y sin embargo, sabe Dios con cuán ligero empuje suele luego el interés derribar su entereza.
El doctor no ignoraba que doña Costanza era bonita, y, por consiguiente, no había para qué hacer del heroico y del desprendido, diciendo que no se casaría con ella, si no fuese bonita. Pero esto, que llaman ahora
darse charol
no es sólo para deslumbrar a los otros, sino para deslumbrarnos y deleitarnos en nuestras propias perfecciones.
Verdad es que el soliloquio del doctor era más candoroso, era profundamente sincero y noble, cuando continuaba:
—¿Y si Costancita no me quiere? ¿Y si me halla poco ameno, encogido y sin chiste? ¿Y si no comprende el valor de mi alma? ¿Y si no cree en mi porvenir, como yo creo? ¿Y si, a pesar de su falta de fe en mí, y de sus desdenes, soy yo quien me enamoro de ella? Entonces será menester matarla. Pero ¿qué culpa adquiere, si no le caigo en gracia? ¿Por qué, no digo matar, pero ni tan sólo odiar a una mujer que nos desdeña? En este último caso desesperado, ya sé lo que debo hacer. Desoiré los consejos de mi madre: me iré a Madrid sin recursos, a la ventura; lucharé; no reposaré hasta ganar dinero, posición y nombradía; hasta probar a doña Costanza que soy digno y más que digno de ella; que no necesito de su dinero para elevarme; que mis ensueños de ambición no son vanos. Casi estoy por irme ya a Madrid derechito, y entrar por la puerta de Toledo con todo este aparato y estruendo de mulos, y con los alfajores, el piñonate y demás presentes, que no faltará allí quien se los coma.
El doctor, no obstante, seguía caminando en pos de Respetilla, hacia el pueblo y casa de su tía doña Araceli, sin poner la proa hacia Madrid sino por un instante y con la imaginación sólo.
—Eso sí —añadía—, si doña Costanza no me ama y yo la amo, me siento capaz de algo más grande y poético que lo que hizo Marcilla por Isabel. Aquél fue por esos mundos, para ganar la mano de su amada. Yo iré por esos mundos, a dar razón de quién soy, a llenarlos de mi gloria, y a ganar al cabo el desdeñoso corazón de Costancita. Si ahora no me amase, oscuro y desconocido ¿cómo no había de amarme y aun de idolatrarme cuando me viese descollar entre la multitud con la frente ceñida en oro y lauro, y grabado mi nombre, con indelebles y gruesas letras, en las páginas de la historia?
Tomando este giro la meditación, el doctor se representaba tan a lo vivo que amaba ya a Costancita y que no era amado de ella, que empezó a suspirar con furia, como si se hubiese puesto enfermo. Respetilla iba muy adelante y no le oyó, que si no se hubiera asustado.
En esto llegaron todos a un visillo, y desde allí descubrieron la ciudad a donde iban a parar. Blancas eran las casas por el mucho enjalbiego y con grandes patios, desde cuyo centro se alzaban las verdes copas de naranjos, acacias, adelfas, azofaifos y cipreses. Un riachuelo, que corre por delante de la ciudad, regaba no pocas huertas en una fértil llanura que se extendía a los pies de los viajeros.
A la bajada del cerrillo, tomaron éstos la carretera, saliendo de la vereda o camino de herradura.
Diez minutos más tarde se divisó una nubecilla blanca sobre la carretera. Después, un bulto que se movía.
Respetilla, con vista de águila, lo advirtió y reconoció todo, y volviendo riendas vino hacia su amo gritando:
—Señorito, señorito, ahí vienen a recibir a su merced. Ese es el birlocho del Sr. D. Alonso.
No se había engañado Respetilla. Ya se estaba oyendo el sonar de los cascabeles y campanillas de plata que adornaban los pretales y colleras de los lindos caballos negros que tiraban del birlocho.
El doctor se gallardeó sobre el aparejo redondo, se limpió el polvo con el pañuelo, se ladeó el sombrero con donaire y puso espuelas a la jaca, que llegó pronto cerca del coche, haciendo mil escarceos.
El birlocho se paró entonces, y el doctor pudo ver a dos damas que en él venían.
La una era vieja y seca como una pasa, pero con ojos muy vivos y semblante bondadoso y alegre. Vestía de negro y traía en la cabeza una papalina con moños morados.
La otra era menudita, pero graciosa. Negro el cabello como la endrina y más negros los ojos. Los labios como el carmín: sonriendo siempre y dejando ver unos dientes blanquísimos e iguales. La nariz caprichosamente respingada, lo cual daba a su rostro cierto aire atrevido, burlón y de malicia infantil. La tez, fresca, limpia y brotando salud y juventud. El color, trigueño. El talle flexible, no como una palma, sino como una culebra. Y por último, todo lo que de las formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse, artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte, y en consonancia con la edad de diez y ocho años y la condición de señorita principal y cuidadosa de su persona y no de descuidada aldeana.
Vestía la dama gentil un traje de seda de color de lila, y en la cabeza no llevaba más tocado que sus negros cabellos ni más adorno que seis o siete rosas, alternando con la clara púrpura de sus pétalos la alegre verdura de varias hojas de tallo.
Ambas señoras conocían al doctor por el retrato, y no había miedo de equivocarse. Así es que doña Araceli, pues no era otra la viejecita que venía en el birlocho, exclamó apenas se acercó al doctor:
—Buenos días, sobrino; bien venido seas.
—Bien venido, señor primito —dijo doña Costanza.
El doctor saludó con la mayor cordialidad. Bajó del caballo y dio un abrazo muy cariñoso a su tía, y a la primita un apretón de manos, advirtiendo, a pesar del guante, que la mano de la primita era pequeña y los dedos largos, afilados y aristocráticos, y no aporretadillos y plebeyos.
—Mira, sobrino —dijo doña Araceli—, yo he querido salir a recibirte, y he pedido prestado el birlocho a Costancita, que ha tenido la bondad de acompañarme. Tu tío Alonso no ha podido venir, porque anda afanadísimo apartando el ganado que quiere presentar y vender en la feria; pero no te puedes quejar cuando viene en cambio su hija.
El doctor se deshizo en cumplimientos, y hasta formuló algunas frases bonitas a pesar de que estaba cortado y de que naturalmente era algo tímido.
Costancita llamó lisonjero a su primo, y se puso colorada.
—Oye, sobrino —dijo doña Araceli—, ¿quieres creer que Costancita tenía miedo de verte y hablarte, figurándose que estabas siempre de doctor, tan serio como en el retrato, y temerosa de cometer alguna falta de prosodia o de soltar una patochada? Ahora que te ve de majo, me parece que ya no se asusta.
—Siempre me asusto, tía… ¡Y qué cosas dice usted! ¡Válgame Dios! ¿Cómo había yo de creer que mi primo viniese a caballo, vestido de doctor, con su muceta, borla y bonete? ¡Vamos, no me haga Vd. tan simple! Lo que yo creía es que mi primo es muy entendido e instruido, esté o no con el traje doctoral, y que quizás me tuviese en menos cuando notase lo ignorante que soy. No… y lo que es este miedo no se me ha quitado todavía.
El doctor volvió a deshacerse en cumplidos, alambicando mucho y devanándose los sesos para demostrar, en lenguaje corriente, sin aparato ni términos científicos, que la mujer todo lo sabe y penetra por intuición, aunque nada estudie, y que en la cara y en los ojos de su prima se columbraba y traslucía más ciencia que en Aristóteles, en Platón y en Santo Tomás de Aquino.
Ya había demostrado el doctor dicha tesis por dos métodos distintos, e iba a demostrarla por el tercero, cuando le interrumpió doña Araceli, diciéndole que sin duda vendría cansado, y que cabalgase de nuevo, a fin de llegar pronto a su casa, donde podría reposarse.
El doctor montó otra vez a caballo; y trotando al estribo del birlocho, del lado en que iba su prima unas veces, y otras por cortesía del lado de la vieja, llegó con ellas a la ciudad y a la casa de doña Araceli.
En los veinte minutos que duró este dulce complemento del viaje, el doctor lanzó veinte mil miradas incendiarias a su prima: a millar de miradas por minuto.
Constancita recibió el bombardeo de un modo delicioso, aunque difícil de explicar. Ya parecía que penetraba toda la intensidad y significación de aquellas miradas y bajaba la suya con un pudor lleno de agüeros dichosos: ya que en su inocencia no consideraba aquellas miradas sino como muestras del cariño propio de parientes y las pagaba con otras miradas de afecto puro y sin pasión de amor; ya se reía, con risa sonora y franca, como si la provocase a reír el súbito y volcánico enamoramiento del primo; ya, por último, lanzaba ella también, de vez en cuando, alguna mirada tan semejante a la del doctor, que no parecía sino que era la misma, que volvía a él de rechazo, haciéndose mil y mil veces más bella al reflejar en los negros ojos de Costancita.
El doctor llegó algo mareado a la puerta de la casa de doña Araceli. Todo se le volvía cavilar si doña Costanza era un angelito o un diablito: pero, angelito o diablito, siempre le hechizaba.
Se apeó el doctor de su caballo, que tomó de la brida un criado para llevarle a la caballeriza, y dio la mano a doña Araceli para bajar del birlocho. Apenas bajó doña Araceli, acudió el doctor a dar la mano a Costancita para que bajase también.
—No, primito. Yo no bajo; me voy a casa. Adiós, primito. Adiós, tía.
Y diciendo —¡a casa!— al cochero, se fue doña Costanza, dejando al doctor tan embobado, siguiéndola con los ojos hasta que la perdió de vista. Ella volvió la cara dos o tres veces, antes de desaparecer, y al ir a pasar la esquina disparó la última mirada, que por la distancia no pudo ya el doctor distinguir de qué clase era.
Primera impresión
Doña Araceli instaló al doctor en un cuarto muy alegre y bonito, con balcón a un patio interior, cuyos muros estaban entapizados con las siempre verdes y frondosas ramas de varios naranjos y limoneros, y en cuyo centro se alzaba un surtidor de agua cristalina, derramándose en una taza de mármol con peces colorados. Todo alrededor se veían arriates con flores. Su aroma y el apacible murmullo de la fuente lisonjeaban a la vez olfato y oído.
En el cuarto había cama, sillas, tocador, sofá y mesa de escribir: todo limpio y bueno.
Allí dijo al doctor el ama de la casa que podría descansar un rato, hasta las tres de la tarde, hora de la comida.
Luego le dejó entregado a sus propias reflexiones.
Faltaba poco tiempo para las tres, y el doctor no tenía gana de descanso. Púsose, pues, a pasear y a hacer examen de conciencia.
Hombres hay que la tienen clara, y otros que la tienen confusa. La del doctor era de la última clase. No quiere decir esto que viese menos y peor que otros en el fondo de su alma. Tal vez nace la confusión de la conciencia de ver demasiado. Los que no ven más que aquello que les conviene, agrada o adula, lo ven o creen verlo con gran claridad. Los que ven también lo que los contraría, vacilan y se enredan. El pro y el contra de sus propias acciones y un tropel tumultuoso de encontrados sentimientos y propósitos, pelean sin tregua allá dentro.