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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (31 page)

BOOK: Las hormigas
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Chli-pu-kan trata de recordar la batalla de las Amapolas, la única que ella conoce. Le parece que fue la artillería lo que más destrozos causó entre las tropas enemigas. Ordena inmediatamente que se sitúen en primera línea tres hileras de artilleras.

Las legiones esclavistas se lanzan ahora contra el muro de planta carnívoras. Los vegetales salvajes se inclinan a su paso, atraídos por el olor de la carne caliente. Pero son mucho más lentos, y todas las guerreras enemigas pasan antes de que ninguna dionea llegue siquiera a pellizcarlas.

¡Madre estaba equivocada!

A punto ya de producirse el encuentro, la primera línea chlipukaniana lanza una primera descarga de aproximación que no elimina más que a una veintena de asaltantes. La segunda línea no tiene tiempo siquiera de situarse; todas las artilleras son decapitadas sin que hayan podido lanzar una sola gota de ácido.

La gran especialidad de las esclavistas es atacar sólo a la cabeza. Y lo hacen muy bien. Los cuerpos sin cabeza siguen a veces combatiendo a ciegas o corren aterrorizando a las supervivientes.

Al cabo de doce minutos no queda ya gran cosa de las tropas rojas. La segunda mitad del ejército bloquea todas las puertas. Como Chli-pu-kan no ha instalado aún su cúpula, aparece en la superficie como una serie de pequeños cráteres rodeados de arena triturada.

Todo el mundo está abrumado. ¡Tantos esfuerzos para construir una ciudad moderna, y verla a merced de una banda de bárbaras tan primitivas que ni siquiera saben alimentarse solas!

Ya puede Chli-pu-ni multiplicar las CA, que no encuentra cómo ofrecer resistencia. Los bloques colocados en las puertas aguantarán como mucho unos segundos. Y en cuanto al combate en las galerías, las chlipukanianas están tan preparadas para eso como para luchar al descubierto.

Fuera, las últimas soldados rojas luchan como diablos. Algunas han podido batirse en retirada, pero la mayoría han visto cerrarse las puertas a sus espaldas. Para ellas todo está perdido. Sin embargo, resisten con tanta más eficacia cuanto que ya no tienen nada que perder, y porque piensan que cuanto más dificulten el avance de los invasores, más podrán consolidarse los cerrojos de las puertas.

La última chlipukaniana cae decapitada, y su cuerpo, por un reflejo nervioso, se coloca ante una salida y se aferra con las garras, como un escudo irrisorio.

En el interior de Chli-pu-kan, todo el mundo está a la espera.

Esperan a las esclavistas con triste resignación. La fuerza física tiene finalmente una eficacia que la tecnología no ha podido superar.

Pero las esclavistas no atacan. Como Aníbal ante Roma, dudan de la victoria. Todo parece demasiado fácil. Ha de haber una trampa. Si su reputación de asesinas las precede por todas partes, las rojas también tienen su fama. En el campo esclavista se las considera hábiles en la invención de sutiles trampas. Se dice que saben establecer alianzas con mercenarias que aparecen en el momento más inesperado. También se dice que saben domar animales feroces, fabricar armas secretas que provocan dolores insoportables. Además, así como las esclavistas se encuentran a sus anchas en campo abierto, odian sentirse rodeados de paredes.

En todo caso, no hacen saltar las barricadas colocadas en las salidas. Esperan. Pueden tomarse todo el tiempo del mundo. Y en cualquier caso, la noche no caerá antes de quince horas.

Hay sorpresa en el hormiguero. ¿Por qué no atacan? A Chli-pu-ni eso no le gusta. Lo que le inquieta es que el enemigo actúe «de una manera que escapa a su facultad de comprensión», cuando no tiene ninguna necesidad de ello, ya que es el más fuerte. Algunas de sus hijas emiten tímidamente la opinión de que lo que quizá intentan es vencerlas por hambre. Tal eventualidad presta un valor renovado a las rojas: gracias a sus establos del subsuelo, a sus criaderos de setas, a sus graneros, a las hormigas cisterna rebosantes de melado, pueden soportar meses de asedio.

Pero Chli-pu-ni no piensa en un asedio. Lo que quieren las de ahí arriba es un nido para la noche. Vuelve a pensar en la sentencia de la Madre:
Si el enemigo es más fuerte, actúa de manera que escapes a su capacidad de comprensión.
Sí, ante esas bárbaras lo adecuado es la tecnología de punta, he ahí la salvación.

Las quinientas chlipukanianas se enlazan en una CA. Finalmente emerge un debate lleno de interés. Una pequeña obrera emite:

El error ha consistido en intentar reproducir armas o estrategias utilizadas por nuestras mayores de Bel-o-kan. No debemos copiar, hemos de inventar nuestras propias soluciones para resolver nuestros propios problemas.

En cuanto se lanza esta feromona, los ánimos se desbloquean y se toma rápidamente una decisión. Todo el mundo se pone manos a la obra.

Jenízaro:
en el siglo XIV, el sultán Murad I creó un cuerpo de ejército un tanto especial, al que llamaron los jenízaros (del turco
yeni cheri,
nueva milicia). El ejército jenízaro tenia una peculiaridad: estaba formado sólo por huérfanos. En efecto, los soldados turcos, cuando entraban en una ciudad armenia o eslava, recogían a los niños de muy corta edad y los encerraban en una escuela militar especial en la que no podían averiguar nada del resto del mundo. Educados tan sólo en el arte de la guerra, esos niños demostraban ser los mejores combatientes del Imperio otomano y asolaban sin vergüenza ninguna las poblaciones en que habitaban sus verdaderas familias. A los jenízaros nunca se les ocurrió atacar a sus raptores junto con sus parientes. Aunque como su fuerza no dejaba de crecer, ello acabó inquietando al sultán Mahmut II, que los hizo matar e incendió su escuela en 1826.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

El profesor Leduc llevó dos grandes maletas. De una sacó un modelo sorprendente de martillo pilón alimentado con gasolina. Inmediatamente inició la demolición del muro levantado por los policías, hasta formar en él un agujero circular que permitía pasar al otro lado.

Cuando cesó el ruido, la abuela Augusta fue a ofrecerle una tisana, pero Leduc no se la aceptó explicando que eso podía darle ganas de orinar. Se volvió hacia la otra maleta y sacó de ella un equipo completo de espeleólogo.

—¿Cree usted que es tan profundo?

—Para serle franco, querida señora, antes de venir a verla hice una investigación sobre este edificio. Durante el Renacimiento vivían en él unos sabios protestantes que abrieron un pasadizo secreto. Estoy casi seguro de que ese pasadizo lleva hasta el bosque de Fontainebleau. Era por ahí por donde esos protestantes escapaban de sus perseguidores.

—Pero si la gente que ha bajado por ahí ha salido en el bosque, no comprendo por qué no se ha vuelto a saber de ellos. Fueron mi hijo, mi nieto, mi nuera… y una decena larga de bomberos y guardias. Ninguna de esas personas tenia motivos para ocultarse. Tienen familia, amigos. No son Protestantes, y ya no hay guerras de religión.

—¿Está usted segura, señora?

El hombre la miró con aire divertido.

—Las religiones han adoptado nuevos nombres. Se presentan como filosofías o como… ciencias. Pero siguen siendo igualmente dogmáticas.

Pasó a la habitación de al lado para ponerse el traje de espeleólogo. Cuando volvió a aparecer, bastante molesto con sus aparejos, con la cabeza bajo un casco rojo que llevaba una lámpara, Augusta estuvo a punto de echarse a reír.

Él siguió hablando como si nada.

—Después de los protestantes, este apartamento lo ocuparon sectas de toda laya. Algunas practicaban antiguos cultos paganos, otras adoraban la cebolla… En fin…

—La cebolla es muy buena para la salud. Entiendo muy bien que se la adore. La salud es lo más importante que hay… Mire, estoy sorda, pronto estaré senil, y me muero cada día un poco más.

Él quiso mostrarse tranquilizador.

—No sea usted pesimista, aún tiene muy buen aspecto.

—Pues mire, ¿qué edad cree que tengo?

—No lo sé… sesenta, setenta años.

—¡Cien años, señor mío! Hace una semana que cumplí cien años, y estoy enferma toda yo, y la vida me resulta cada día más difícil de soportar, sobre todo al haber perdido a todos los seres que amaba.

—La comprendo, señora; la vejez es una prueba difícil.

—¿Le quedan aún muchas frases como ésa?

—Señora…

—Venga, baje usted de prisa. Si mañana no ha aparecido, llamaré a la Policía y ellos levantarán una pared que ya nadie más podrá derribar…

Constantemente corroída por las larvas de icneumón, la 4.000 no consigue conciliar el sueño, ni siquiera durante las noches más frías.

Así que lo que hace es esperar tranquilamente la muerte, dedicándose a actividades apasionantes y arriesgadas que nunca hubiese tenido el valor de abordar en otras circunstancias. Como descubrir el fin del mundo, por ejemplo.

Las dos están aún en camino hacia los campos de las segadoras. La 103.683 aprovecha para ir recordando algunas lecciones de sus nodrizas. Éstas le habían explicado que la Tierra es un cubo, y que en él sólo hay vida en la cara superior.

¿Qué verá si llega por fin al borde del mundo? ¿Ese borde? ¿Agua? ¿El vacío de otro cielo? Su compañera ocasional y ella misma sabrán entonces más que todas las exploradoras, que todas las rojas desde el principio de los tiempos.

Bajo la mirada sorprendida de la 4.000, la marcha de la 103.683 se convierte de repente en un paso decidido.

Cuando en plena tarde los esclavistas se deciden a forzar las puertas les sorprende no encontrar resistencia alguna. Sin embargo, saben muy bien que no han destruido todo el ejército rojo, ni siquiera teniendo en cuenta la corta envergadura de la ciudad. Así que no hay que fiarse…

Avanzan con gran prudencia ya que, como están acostumbradas a vivir al aire libre y gozan de una vista excelente a la luz del día, bajo el suelo están completamente ciegas. Las asexuadas rojas tampoco ven, pero por lo menos están acostumbradas a moverse en las entrañas de ese mundo de tinieblas.

Las esclavistas llegan a la Ciudad prohibida. Está desierta. Incluso hay montones de alimentos tirados en el suelo, intactos. Siguen bajando; los graneros están llenos, y había gente en las salas poco antes.

En el nivel -5, encuentran feromonas recientes. Intentan descifrar las conversaciones que han tenido lugar ahí, pero las rojas han dejado una ramita de tomillo cuyos efluvios interfieren en todos los aromas.

Nivel -6. A las esclavistas no les gusta sentirse así, encerradas bajo tierra. ¡Hay tanta oscuridad en esa ciudad! ¿Cómo pueden las hormigas soportar quedarse de forma permanente en este espacio confinado y oscuro como la muerte?

En el nivel -8 descubren feromonas aún más frescas. Aceleran la marcha. Las rojas no deben ya de estar muy lejos.

En el nivel -10 sorprenden a un grupo de obreras que trasladan huevos. Éstas echan a correr ante las invasoras. ¡Así que eso era! Por fin lo comprenden: toda la ciudad ha bajado a los niveles más profundos con la esperanza de salvar a su preciosa progenie.

Como todo vuelve a resultar coherente, las esclavistas olvidan toda prudencia y corren lanzando su conocida feromona grito de guerra por las galerías. Las obreras chlipukanianas no consiguen deshacerse de ellas, y ya van por el nivel -13.

De pronto, las portadoras de huevos desaparecen inexplicablemente. El corredor por el que iban desemboca en una inmensa sala cuyo suelo está abundantemente cubierto por charcos de melado. Las esclavistas se precipitan instintivamente a lamer el precioso fluido, que si no podría ser absorbido por la tierra.

Otras guerreras se apretujan tras ellas, pero la sala es verdaderamente gigantesca, y hay lugar y melado para todo el mundo. ¡Qué dulce es, qué azucarado está! Ésta debe de ser una de sus salas para hormigas cisterna, una esclavista ha oído hablar de ello:
es una técnica al parecer moderna que consiste en obligar a una pobre obrera a pasarse toda la vida cabeza abajo y con el abdomen extremadamente tenso.

Las esclavistas se burlan una vez más de las ciudadanas mientras se atracan de melado. Pero un detalle atrae de repente la atención de una de ellas. Es sorprendente que una sala tan importante no tenga más que una entrada…

A las esclavistas no les da tiempo para seguir pensando. Las rojas han terminado de cavar. Un torrente de agua brota del techo. Las esclavistas tratan de huir por el corredor, pero éste aparece ahora obstruido por una gran piedra, Y el nivel del agua sube. Las que no han muerto debido al choque de la tromba de agua se debaten con todas sus fuerzas.

La idea se le había ocurrido a la guerrera roja que había observado que no había que copiar a los mayores. A continuación había formulado la siguiente pregunta:
¿Qué es lo específico de nuestra ciudad?
La respuesta fue una sola feromona:
¡El río subterráneo del nivel -12!

Entonces habían derivado un ramal a partir del arroyo y habían canalizado esa corriente impermeabilizando el suelo con dos hojas grasas. El resto estaba relacionado más bien con la técnica de las cisternas. Habían construido un gran depósito de agua en la estancia, y luego lo habían agujereado en el centro con una rama. Evidentemente, lo más complicado era mantener la rama perforadora por encima del agua. Fueron unas hormigas colgadas del techo de la estancia las que realizaron esta proeza.

Abajo, las esclavistas gesticulan y gimen. La mayoría están ya ahogadas, pero cuando toda el agua ya se ha trasvasado a la sala inferior el nivel de flotación es bastante alto para que algunas guerreras lleguen a salir por el agujero del techo. Las rojas acaban con ellas sin problemas con disparos de ácido.

Una hora después, la sopa de esclavistas ya no se mueve. La reina Chli-pu-ni ha vencido. Entonces emite su primera sentencia histórica:
Cuanto más alto es el obstáculo, más nos obliga a superarnos.

Un golpeteo sordo y regular atrajo a Augusta a la cocina justo cuando el profesor Leduc pasaba retorciéndose por el agujero de la pared. Y eso después de veinticuatro horas. Por una vez que se trataba de alguien antipático cuya desaparición le daba lo mismo, ¡tenía que volver!

Su traje de espeleólogo estaba desgarrado, pero el hombre aparecía indemne. Parecía decepcionado, eso estaba tan claro como su nariz en medio de la cara.

—¿Qué tal?

—¿Cómo, qué tal?

—¿Les ha encontrado?

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