Las haploides (15 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
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—¿Quién ocupa esa habitación? —preguntó el capitán Tomkins, señalando una puerta cerrada.

—Es la habitación de Alice. Pero no podrán entrar ahí.

—¿No? ¿Por qué?

—A Alice no le gustaría. No deja que nadie entre. Siempre cierra la puerta con llave.

—Ah, ¿sí?

—Es una muchacha muy tímida. Se molestaría muchísimo si supiera que alguien ha entrado en su cuarto… especialmente si lo hiciera Roscoe. Ella y Roscoe no se llevan bien.

—Déme la llave. Tendremos que abrirla.

—No, no puede hacer eso. Además, Alice tiene las dos llaves. Hizo que le entregara todas las llaves cuando vino aquí, hace un año.

—Creo que entonces tendremos de derribarla, señora Tredding —dijo el capitán.

—¡No lo permitiré!

Las manos de la señora Tredding no cesaban de moverse y su mirada expresaba un gran temor. Balbuceó nerviosamente algo que ninguno pudo comprender. Dos de los policías golpearon la puerta con sus hombros hasta que se abrió con un ruido de madera astillada. La señora Tredding ocultó el rostro entre sus manos.

La habitación era decepcionante. Estaba tan limpia que resultaba imposible descubrir una mota de polvo en ningún sitio. Un impecable cubrecama de color verde se extendía sobre el lecho; encima de la cómoda había un tapete marrón. Las cortinas eran transparentes, primorosas. Por segunda vez, desde que entrara en el apartamento, Travis se sintió muy molesto. Seguramente los demás experimentaron la misma incomodidad, pues vacilaron antes de entrar en la habitación.

Bill se adelantó el primero. Abrió los cajones de la cómoda; luego se dirigió hacia el ropero. En cuanto lo abrió dijo con sencillez:

—Aquí está.

Se agachó para ver algo que estaba sobre el suelo del guardarropa.

Era una caja cuya forma recordaba la de una maleta, pero era metálica y tenía una abertura en cada lado, por donde se distinguía el resplandor de una lamparilla. Todos se acercaron para observar el objeto. Los dedos de Bill trabajaban velozmente tratando de descubrir la conexión principal. Al mover el aparato, advirtió que su base estaba unida al suelo por medio de dos alambres conductores.

De un tirón, los desconectó. Instantáneamente la lucecita se extinguió. Bill alzó la caja y la colocó sobre la cama.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó el capitán Tomkins.

Bill no contestó. Comenzó a palpar la tapa superior, consiguiendo levantarla finalmente. No pudo contener un silbido.

—Alice es incapaz de hacer mal a nadie —dijo la señora Tredding.

—¿Tiene un receptor de radio, señora Tredding? —preguntó Bill.

—No funciona. No funciona desde ayer por la mañana. Nadie quiere venir a arreglarlo.

Uno de los policías trajo un pequeño receptor. Bill lo enchufó.

—No oirá absolutamente nada —dijo la señora Tredding—. Sólo se escucha un zumbido constante.

En pocos instantes la radio se calentó. Pero era imposible escuchar nada. Bill hacía girar los mandos, pero únicamente conseguía sintonizar muy mal algunas emisoras lejanas.

—Ya lo tenemos —dijo Bill—. Por fin hemos encontrado la causa de todos estos inconvenientes.

—Señora Tredding —dijo el capitán Tomkins avanzando hacia la confundida mujer—, ¿dónde trabaja Alice Gilburton?

—En la compañía Acmé Furnace. Es secretaria.

—Johnson —dijo el capitán, dirigiéndose al policía—, vaya con otros tres hombres y traigan a esa muchacha para que la interroguemos. Barwinkle y Jones, quédense aquí para acompañar a la señora Tredding. La muchacha podría aparecer en cualquier momento. No le permitan usar el teléfono ni comunicarse con el exterior.

Aunque apenas había transcurrido la mitad de la tarde, el taller de reparación de radios estaba ya casi a oscuras. Llegaba la débil luz de una lámpara eléctrica colocada sobre la mesa de trabajo; además, penetraban algunos rayos de sol por la única ventana, situada en la parte trasera del local y también por debajo de una puerta que separaba el taller de la oficina que daba a la calle.

La luz eléctrica iluminaba un círculo de rostros: el capitán Tomkins, Gibson Travis, Bill Skelley, Thorny Rhoades, Bob Donn y el doctor Leaf, a quien localizaron en el hospital. Todos contemplaban fascinados cómo Bill desmontaba algunas piezas del equipo que contenía la caja metálica y las colocaba sobre un banco.

—Como les iba diciendo —explicó Bill—, este aparato parece un generador Van de Graaff de juguete. El silbido que escucharon cuando comencé a destornillar esta pieza se debió a un escape de gas que se hallaba a cierta presión.

Extrajo una parte del aparato y, sonriendo, prosiguió:

—Sí. Miren esto. ¿Ven? Hay una envoltura de material aislante en el interior. Al ser bombardeado con electrones adquiere una carga eléctrica. Se halla ajustado a esta esfera de metal por el otro extremo y, a medida que el cinturón aislante se mueve, sin duda a una velocidad enorme, la carga pasa al interior del aparato. Es un dispositivo asombroso. El gas a presión permite crear rápidamente una carga tremenda dentro del aparato, que podrá suministrar una fuente permanente de iones al tubo de rayos X.

—Es increíble —susurró el doctor Leaf—. Es del todo increíble. ¿Cómo puede trabajar así un aparatito de este tamaño? He visto máquinas semejantes en el hospital y en laboratorios de investigación; hasta he manejado yo mismo alguna de ellas, pero este tubo de rayos X tiene sólo veinticinco centímetros de largo. Los que yo conozco tienen por lo menos tres metros.

—¿Recuerdan los primeros aparatos de radio? —preguntó Bill—. Ahora son completamente distintos. Reconozco que esto es, sin duda, algo especial. Ni siquiera podría decir con qué material están hechas algunas piezas. El cinturón aislante, que ordinariamente se hace con seda, parece confeccionado con un material aún mejor. Además, ¿ven esos pequeños ganchos para recoger la carga?… Indiscutiblemente no conocemos nada semejante, a juzgar por los efectos que ha producido sobre los receptores de radio durante las últimas veinticuatro horas.

—Estoy tratando de calcular el voltaje, Bill —dijo Bob—. ¿Cuántos voltios dirías tú que necesita esta máquina?

—Para poseer un poder semejante, debería tener más de un millón de voltios.

—¡Con un tubo tan pequeño! —exclamó Thorny.

—Miren lo que hay en el extremo del tubo —comentó Bill—. Es un pequeño motor de inducción; nunca vi uno tan diminuto y tan perfecto. Posiblemente es lo que hace girar a gran velocidad el tungsteno insertado en el ánodo. Pero no…, no podría ser tungsteno; debe ser algo mucho más resistente, ya que el tungsteno no resistiría tantos choques de electrones. El pequeño motor, al girar, actúa como distribuidor de la radiación. Y, hablando de radiaciones, quizá sea imposible medirlas, a causa del voltaje que debe tener.

—¿Qué significan esos discos que rodean al tubo por arriba y por abajo? —preguntó Travis.

—Son para unificar el voltaje, ¿verdad, Bill? —inquirió Bob.

—Creo que sí. Hacen que la tensión se distribuya en forma regular a lo largo del tubo. Por lo que veo, también están construidos de un material diferente.

—Muy bien, Bill —dijo el capitán Tomkins—. Todos hemos observado ya el aparato. Pero, ¿qué significa? ¿para qué sirve?

—Es una mera suposición, capitán —dijo Bill—, pero ya que estamos jugando a plantear hipótesis, le propondré la mía: creo que este pequeño aparato puede irradiar al exterior rayos gamma de longitud de onda mucho menor que la conocida; diría que sobrepasa ampliamente el campo conocido de los rayos X, o sea, un cuatrillón de megaciclos. Me imagino que una longitud de onda tan pequeña debe resultar imposible de medir; la estimaría en unas tres centísimas a quince milésimas de unidades Angstrom en el espectro electromagnético, junto a los rayos cósmicos. Ya saben que en tales magnitudes es posible hablar de una creación de materia. Creo que todo esto debe estar bastante relacionado.

—Perdonen mi ignorancia —dijo Travis—. Me gustaría saber qué es una unidad Angstrom.

—Es una medida igual a la cienmillonésima parte de un centímetro. Cuanto mayor es el valor de la unidad, tanto mayor es la longitud de onda. Por ejemplo, los rayos que podemos ver a simple vista oscilan entre siete mil seiscientas y tres mil ochocientas unidades Angstrom. Los que sobrepasan el valor máximo se denominan infrarrojos; los más cortos son los ultravioleta.

El doctor Leaf se agitó nerviosamente.

—Aunque comprendo a grandes rasgos el sentido de este aparato —dijo—, no por eso me produce menos horror. Es como si alguien tomara una máquina productora de rayos X y la hiciera funcionar ante la gente que camina por la calle. Pero esto es mucho peor, pues no sabemos nada acerca del tipo de radiación que produce. Sólo conocemos sus efectos.

—¿Podría usted explicarnos eso? —preguntó el capitán Tomkins.

—Con mucho gusto. En medicina se usan rayos comprendidos entre una y quince centésimas de unidades Angstrom, yendo de los más largos a los más cortos. Los rayos gamma, emitidos por el radio y otros cuerpos radiactivos, poseen una longitud de onda que varía entre cuatro y siete centésimas de unidades Angstrom, sobrepasando a los rayos X de pequeña longitud de onda. Esto —dijo señalando la caja de metal— funciona en otro sentido y resulta imposible comprender lo que sucede en su interior… aunque hayamos tenido abundantes pruebas durante esta semana.

—Si me permite —dijo Bill—, agregaré que la teoría de los quanta estableció una correspondencia entre cada radiación de una longitud de onda y cierto número de voltios. Las radiaciones visibles y las ultravioleta corresponden a muy pocos voltios; en cambio, los rayos X representan cientos de millones de voltios. Para provocar un rayo gamma, es necesario emplear potenciales que sobrepasen el millón de voltios. Lo que nosotros detectábamos con nuestro equipo no eran los rayos gamma, sino la interferencia causada por un voltaje tan elevado.

Levantó la caja y la dejó caer. El metal sonó a hojalata.

—¿Ven? Ni siquiera trataron de protegerla con una armadura adecuada. Les debe de haber resultado imposible conseguir algo mejor y se arriesgaron a hacerla funcionar así. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido que la armadura sólo dejara pasar los rayos gamma… o lo que sea. A causa de este pequeño fallo hemos podido localizar el aparato.

—Esto no me gusta nada —dijo el doctor Leaf—. Si hemos encontrado un aparato, es posible que tengan varios más.

—Lo que no comprendo es qué tipo de organización se esconde detrás de este asunto —dijo Travis—. ¿Qué motivos tiene una chica encantadora, como dice la señora Tredding, para ocultar semejante artefacto en su habitación? El capitán Tomkins encendió su pipa.

—Aquí debe haber algo más de lo que se ve a simple vista. Seis mil dólares por seis meses alcanzan para alquilar un edificio completo. Si han colocado el aparato en esta habitación es porque no afecta a las mujeres. Esto me hace pensar en las derivaciones internacionales de este caso.

—Estoy muy preocupado por la acción de la radiación —dijo el doctor Leaf—. Por lo general —agregó— la radiación es selectiva; ataca intensamente ciertas áreas y deja intactas otras. Es lo que sucede con los rayos X, que afectan a aquellas células que se desarrollan rápidamente, como las cancerosas. El fundamento de la terapia de rayos X radica precisamente en este hecho. Pero los rayos producidos por este aparato atacan sin discriminación; o al menos, así me lo parece. Estoy por creer que esta máquina es la misma que comenzó a usarse moderadamente en la calle Winthrop.

Llamaron a la puerta. El capitán Tomkins se acercó a abrirla y uno de los patrulleros entró en la habitación.

—Encontraron a Alice Gilburton, capitán —dijo—. Se había encerrado en el tocador.

—Muy bien.

El capitán Tomkins, Travis y el doctor Leaf salieron apresuradamente del taller de reparaciones.

Cuando llegaron al departamento de policía, el capitán Tomkins pidió que llevaran a la muchacha a su despacho.

Al poco rato se presentó el sargento Webster. Su rostro estaba pálido.

—Creo que está muerta, capitán —dijo.

En una celda destinada a mujeres detenidas, el doctor Leaf examinaba a la muchacha que se encontraba tendida sobre un catre. Irradiaba juventud, tenía el cabello negro y rasgos delicados, pero su mirada estaba extraviada.

—No se le nota el pulso —dijo.

Abrió la boca de la joven y extrajo algo que mostró a Tomkins y a Travis. Eran fragmentos de una cápsula de plástico rosáceo.

—No me recuerda el olor de ninguna sustancia conocida —dijo el doctor Leaf—. Sin embargo, podría ser cualquier cosa.

Tomó una sábana de un estante y cubrió el cuerpo de la muchacha.

—Sea lo que fuere —continuó el médico—, era tan grande su fe en lo que estaba haciendo, que prefirió morir antes que revelar su secreto.

En aquel momento se acercó nuevamente el sargento Webster.

—Vuelvo a traer malas noticias —dijo al capitán—. Acabo de recibir una llamada del Union City Hospital. Han llevado a un nuevo enfermo; igual que los otros, tiene la piel grisácea. Se llama Roscoe Tredding.

Bill Skelley entró en ese mismo instante, presa de gran agitación.

—Capitán Tomkins —gritó, casi sin aliento—. Thorny… Usted conoce a Thorny. Se sintió enfermo y cuando quiso abandonar el taller apenas pudo llegar hasta la puerta. Allí yace… Se le ha puesto la piel de color gris.

Travis sintió que el estómago le daba un vuelco. Ahora sí que comenzaba lo peor.

—¡Capitán Tomkins!

Estas palabras fueron pronunciadas por el alcalde, que se acercaba a grandes zancadas por el corredor.

—Estaba escuchando la radio —prosiguió— y de repente volvió a oírse el mismo zumbido de antes. Pero ahora mucho más fuerte. ¿Ya han encontrado la causa? ¿O están todavía experimentando?

—Señor Barnston —dijo el capitán lentamente; le llevó a un rincón y comenzó a explicarle lo que sucedía.

Travis se sintió enfermo. No era su cuerpo lo que le molestaba, sino sus pensamientos. Temía por la suerte de la ciudad indefensa, por aquella ciudad que ciertas mujeres, o los hombres que las dirigían, querían aniquilar.

Una ciudad sin hombres no podría subsistir… ¿O tal vez podría? Trató de imaginar un mundo semejante, pero no lo consiguió.

Travis se dirigió, como en sueños, hacia el despacho del capitán. Ya estaba allí el doctor Leaf.

—… es una cuestión de tiempo.

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