Las haploides (14 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
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—Entonces, ¿cómo piensa darles la noticia? —No podemos usar la radio.

—Las familias numerosas no podrán abandonar sus hogares —dijo el capitán Tomkins, gravemente.

—Podríamos dar la noticia al «Star» y a los demás diarios —declaró Travis—. Pero, aun así, sería demasiado tarde. Si no he comprendido mal, el doctor Leaf acaba de decir que la Dirección de Comunicaciones tardó uno o dos meses en localizar la máquina de diatermia. ¿Qué podemos hacer?

—Veamos —dijo el doctor Leaf—, ¿qué nos sugiere usted?

—En esta ciudad hay una gran cantidad de radioaficionados. Lo sé porque en cierta ocasión me ocupé de ese tema para un reportaje. Admito que no sé nada de electricidad ni de radio, pero creo que estos jóvenes conocen bien la materia. Quizás ellos podrían localizar la máquina que estamos buscando.

—Podemos agruparlos y dar a cada uno de ellos una zona de la ciudad para investigar —sugirió el capitán Tomkins.

—¿No les parece que nos olvidamos de algo, caballeros? —dijo el doctor Stone con calma—. Estamos todos aquí discurriendo acaloradamente sobre la forma de evacuar la ciudad, pero de momento no llega ni un solo paciente nuevo al hospital. Sin duda, está ocurriendo ahora lo mismo que sucedió el lunes, pero parece como si la radiación fuera menos intensa, o bien se trata de otro tipo de radiación. Quiero decir que no tenemos la seguridad de que esto vaya a tener consecuencias tan graves.

—No, pero es mejor estar preparado para lo peor —dijo Travis—. Recuerde que conozco a las dos muchachas; he visto el brillo de sus ojos… No hay duda de que se traen algo entre manos. Estas radiaciones tienen una finalidad. Sugiero que actuemos sin pérdida de tiempo. Si luego no ocurre nada, al menos habremos estado preparados para hacer frente a lo que pueda suceder.

—Estoy de acuerdo con el señor Travis —dijo el doctor Leaf.

—Yo también —agregó el doctor Wilhelm.

El capitán Tomkins asintió.

En aquel momento sonó el timbre del teléfono. El doctor Stone contestó.

—Es para usted, capitán —dijo extendiendo el receptor al policía.

—Sí, señor alcalde —dijo el capitán. Permaneció unos minutos a la escucha y luego colgó el aparato.

—El alcalde Barnston dice que hay que aclarar este asunto cuanto antes —explicó el capitán—. Pone a nuestra disposición todos los recursos a su alcance para extirpar la causa de las radiaciones. Ah…, quiere hablar con usted, Travis, cuando salga de aquí.

Diez minutos después Travis llegaba al despacho del alcalde Harvey Barnston. Era un hombre corpulento, apuesto, de sienes plateadas. Tenía un aspecto impresionante cuando vestía de etiqueta en las ocasiones señaladas. Pero ahora parecía muy preocupado.

—Es probable que presenciemos graves acontecimientos si llega a suceder lo que usted prevé —dijo el alcalde en tono sombrío—. En ese caso, habrá que hacer alguna declaración e informar al público sobre lo que ocurre. Usted podría entonces ocuparse de eso. ¿Lo haría?

—Desde luego, señor Barnston —dijo Travis—. Aunque espero, como usted, que no sea necesario. De todos modos, quisiera tener el privilegio de continuar realizando mis propias investigaciones.

—Me parece que usted ya tiene la clave de este asunto. Su deseo es muy lógico; quizás estemos todavía a tiempo de detener la plaga. No quiero verle encerrado entre cuatro paredes, pero le ruego que cuando se encuentre cerca de aquí, venga a verme. Otra cosa, Travis —añadió el alcalde con verdadera emoción—. Sepa que si consigue tener éxito en esta empresa, toda la ciudad le estará agradecida… Por supuesto, siempre que suceda lo que usted predice.

—Comprendo, señor alcalde.

El jefe de policía Riley dio unos golpes en la puerta y entró en el despacho sin esperar respuesta.

—Varios radioaficionados están instalando equipos especializados en un local cercano —informó—. He enviado al capitán Tomkins, con dos patrullas, para ayudarlos. ¡Ah!, Travis, esa muchacha, Rosalee Turner, de la que usted habló con el capitán Tomkins, no se ha presentado hoy en su oficina. Además, parece que ha cambiado de domicilio.

—Gracias, Riley —expresó Travis—. Era de esperar algo semejante. ¿Me permite que acompañe a la patrulla?

—Por supuesto —replicó el jefe—. Pero debe apurarse. Los dos coches acaban de salir. Si corre aún podrá alcanzarlos.

—Hasta luego —dijo Travis mientras salía de la oficina.

9

—Le presento a Bill Skelley —dijo el capitán Tomkins, señalando a un hombre alto y huesudo, a quien Travis reconoció como el radiotécnico al que había visto por la mañana.

—Parece que mis datos les han sido útiles —dijo Bill, mientras llevaba un cable al camión estacionado frente al taller de reparaciones.

—Así es —contestó Travis.

—Los que están en el camión son Thornton Rhoades, a quien llamamos Thorny, y Bob Donn —dijo Bill, señalando a los dos hombres que trasladaban el equipo de radio al vehículo.

Ambos saludaron a Travis.

—¿Estamos listos, capitán?

—Estamos esperándoles —repuso el capitán Tomkins—. Si no se oponen, iré en la parte trasera del camión. Los tres hombres que van en cada coche patrulla ya saben lo que tienen que hacer.

El capitán subió al camión, con Travis y Bill. Thorny conducía. Poco después, el camión que transportaba un equipo de radio, flanqueado por los dos coches de la policía se dirigió hacia el centro de la ciudad. El capitán, Travis y Bill se agarraban de los costados del vehículo, que iba sorteando el tráfico ayudado por las sirenas de los coches patrulla. A cada salto del camión, Travis contemplaba el equipo, rogando que soportara mejor que él las peripecias del viaje.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó a gritos.

—Hacia el campo —replicó Bill—. Aquí hay demasiados edificios y antenas.

Travis echó un vistazo al equipo: algunas baterías, un sistema de altavoces y una antena circular. Estaba montado en una caja que le permitía moverse en cualquier dirección. Cuando llegaron a la avenida que conducía a las afueras de la ciudad, el camión suavizó su marcha y entonces pudieron hablar en un tono más normal.

—¿Para qué sirve esa antena redonda? —preguntó Travis.

—Es un circuito rotativo —contestó Bill—. Un detector corriente de ondas. Cuando lleguemos a nuestro destino lo haremos funcionar. Las líneas de fuerza, esa interferencia que estamos buscando, cortarán el circuito, produciendo energía eléctrica. Afortunadamente, la onda que nos preocupa es una onda polarizada verticalmente.

Travis asintió.

—Eso está bien, ¿verdad?

—Sucede lo mismo que cuando se envuelve un imán con un alambre y se consigue de este modo encender una lámpara —explicó Bill—. Pero nuestra corriente es más débil y tendremos que amplificarla. Haremos girar el circuito hasta obtener una señal máxima y otra mínima. Una aguja indicadora nos señalará de qué dirección proviene.

Travis asintió de nuevo.

—Observe cuando comencemos. Thorny y Bob se colocarán auriculares para detectar la interferencia. Pero también usamos un tubo de rayos catódicos. ¿Ve esa célula eléctrica? —Señaló una abertura redonda en el amplificador—. Sirve para indicar el máximo y el mínimo.

»Tal vez tendremos que cambiar la extensión del circuito, si tropezamos con dificultades, pero a juzgar por el tipo de ondas, confío en que no las tendremos. La interferencia parece estar producida simplemente por una fuente de alta tensión. Es probable que se manifieste en toda la amplitud de la banda, porque ya lo hemos comprobado en las bandas de radiodifusión, televisión y frecuencia modulada. Sabemos que se extiende desde los cien kilociclos hasta los mil megaciclos, cubriendo la totalidad del espectro, ya sea directa o armónicamente. Creo que nadie ha tratado de comprobar estos datos.

—Una vez que está en las cercanías de una onda, ¿resulta fácil localizarla? —preguntó el capitán Tomkins.

—Ése es el gran problema. Si obtenemos una línea clara y definida y sabemos que sólo existe una fuente, podemos situarla rápidamente con mucha aproximación, en un radio que abarque una o dos casas. En caso contrario, necesitaríamos explorar una zona bastante extensa.

El camión y los dos coches patrulla avanzaron rugiendo hasta que llegaron a un lugar en el fin del límite de velocidad. Se detuvieron a un lado de la carretera y los radiotécnicos se pusieron a trabajar.

Travis observaba el circuito rotativo que brillaba a la luz del sol, mientras giraba lentamente alrededor de su eje. Thorny y Bob escuchaban atentamente con sus auriculares. Cuando la célula eléctrica se cerró, ambos alzaron los brazos.

—Ya está —dijo Thorny.

Bill Skelley desplegó un plano de la ciudad y lo extendió sobre el suelo del camión. Mientras Bob buscaba la dirección con un cuadrante, Bill trazaba una línea que iba de un extremo al otro, pasando por el mismo corazón de la ciudad.

Pocos minutos después, los tres vehículos se ponían nuevamente en movimiento, levantando una nube de polvo antes de entrar nuevamente en el asfalto. Avanzaron aproximadamente kilómetro y medio hacia el oeste de la ciudad, luego doblaron en dirección norte, y desembocaron en otra carretera hormigonada.

—Por ahora vamos bien —dijo Bill, que se unió a Travis y al capitán Tomkins, en la parte posterior del camión—. No hay desviaciones, ni efectos nocturnos, ni cuadraturas. En la marina era muy diferente. Nunca hacíamos observaciones en un día soleado. Siempre con el peor tiempo.

Travis advirtió que Bill hablaba más consigo mismo que con ellos, de modo que prefirió no hacer comentarios.

Varios kilómetros más adelante el camión detectó otra interferencia de alto voltaje, y los técnicos procedieron con la misma eficacia. Una tercera lectura mostró que la línea, después de atravesar un camino lateral, se desviaba hacia el este.

Bill sonrió cuando Bob le dictó los números. Trazó la tercera línea y exclamó:

—¡Creo que ya lo tenemos!

El capitán Tomkins y Travis se arrodillaron para observar el mapa con mayor comodidad. El otro técnico los imitó.

—¿Ven? Las tres líneas se cortan exactamente aquí —dijo Bill, señalando un punto sobre el mapa.

—Queda en la calle Wright, justo en la mitad de la manzana comprendida entre Major y Hennepin, en el mismo centro del distrito comercial.

—Ahí hay un almacén, ¿verdad? —preguntó Bob.

—Me parece que tiene razón —contestó Travis.

—Y bien, ¿qué hacemos aquí? —terció el capitán Tomkins—. Vamos inmediatamente hacia ese lugar.

Regresaron a la ciudad sin hacer sonar las sirenas. Los tres vehículos entraron en la calle Wright y luego continuaron lentamente su marcha hacia Major, por donde giraron y siguieron hasta llegar a un callejón. Avanzaron un poco más y se detuvieron.

Los seis policías que ocupaban los dos automóviles se acercaron al camión. Los técnicos, Travis y el capitán Tomkins bajaron.

—Johnson, Barwinkle y Evans que vigilen la parte delantera del edificio —ordenó Tomkins—. Los demás, ocúpense de la parte posterior.

—¿Qué es lo que estamos buscando, capitán?

—Supongo que nos interesa encontrar una especie de emisora de radio, ¿no es cierto, Bill? —preguntó el capitán Tomkins.

—Algo semejante —replicó Bill—. Observe si hay aparatos o instalaciones de aspecto poco común. Si tiene dudas, pregúntenos.

La entrada del edificio señalado en el mapa y situado en el callejón, estaba obstruida por una gran cantidad de bidones con desperdicios, cubos de basura y materiales de derribo que se extendían en la pequeña zona situada detrás del almacén. Una desvencijada escalera de madera surgía de la planta baja, cerca de la entrada trasera.

El capitán Tomkins envió a tres policías a la parte frontal y los demás se dirigieron a la parte posterior. Uno de ellos se apostó cerca de la entrada para evitar que alguien entrara al edificio.

La parte trasera del almacén estaba bastante ordenada. Había allí las acostumbradas cajas de embalaje, mostradores, recipientes para contener mercancías y estantes con géneros diversos. También había una máquina de picar carne y una mesa con materiales expuestos.

Travis observaba minuciosamente los movimientos de Bill, el cual se fijaba en todos los detalles, pero el técnico no descubrió allí nada anormal.

Entonces el policía llamado Johnson asomó la cabeza por una de las puertas frontales.

—¿Han encontrado algo por ahí? —preguntó el capitán Tomkins.

—Absolutamente nada, capitán.

El grupo salió por la puerta posterior y subió por las escaleras hacia el primer piso. El capitán de la policía franqueó la puerta sin vacilar.

Era la cocina de un apartamento. Sorprendieron allí a una mujer de cabellos grises que estaba lavando platos. Ella dejó lentamente el plato que lavaba, se secó las manos con una toalla, apartó un mechón de pelo que le caía sobre la oreja y miró a los intrusos con sincera sorpresa.

—Discúlpenos, señora —dijo el capitán Tomkins—. Estamos buscando algo.

—¿Algo? —preguntó temblando la mujer—. ¿Qué ha hecho Roscoe?

—Roscoe no ha hecho nada malo —repuso el capitán—. ¿Es su marido?

—Sí. Me han asustado… ¿Qué desean?

—Queremos echar un vistazo. ¿Quién vive aquí?

—Nosotros, con una chica. Nadie más.

—¿Nosotros? ¿Quiénes son?

—Roscoe y yo. El señor y la señora Tredding.

—¿Y la chica?

—Se llama Alice Gilburton. Es encantadora. No creo que esté metida en algún lío.

—¿Me permite que dé una ojeada?

—Por supuesto. Pero, ¿qué están buscando?

—Si lo encontramos, le explicaremos de qué se trata.

Los hombres recorrieron el apartamento inspeccionándolo de un modo superficial. En la habitación delantera se encontraron con los agentes que venían del otro lado del edificio. Entonces el grupo se puso a trabajar individualmente, examinando la instalación eléctrica, el sofá, la radio y las vitrinas del comedor.

A Travis le parecía que estaba procediendo algo tontamente. La casa parecía un hogar corriente y era ridículo pensar que pudiera encerrar algo capaz de perturbar a toda una ciudad.

Pasaron a la cocina. No dejaron un mueble sin revisar. La señora Tredding los seguía, frotándose nerviosamente las manos; ayudaba algunas veces, pero más bien estorbaba con su charla ininterrumpida sobre asuntos domésticos.

—No encontrarán nada en ese jarrón —dijo—. Es un regalo de mi tía Marta. No se nos ocurriría guardar ahí nada que la policía tuviera interés en encontrar.

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