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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (47 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—¿Cómo puede haber sucedido algo así? —preguntó Gil.

—No ha sucedido. Os encargaréis de que arreglen el cuerpo para que sea exhibido como de costumbre. De hecho, todo sucederá como de costumbre. Porque no ha sucedido nada que no sea normal.

—¿Y si hubiera otras?

—Entonces, la amenaza para la única Fe Verdadera sería letal. Prepararéis una investigación sobre esa posibilidad, pero lo haréis dentro del más estricto secreto. Prepararéis además una encíclica declarando que es un pecado mortal, castigado con el fuego eterno del infierno, debatir sobre la cuestión femenina.

—¿La cuestión femenina?

—Por supuesto.

Hubo un segundo de silencio.

—¿Qué es la cuestión femenina?

Bosco lo miró, pero no quedó claro si bromeaba o no.

—¿No lo sabéis?

—Necesito ayuda.

Bosco lo miró un instante:

—La tendréis.

—Y los tres redentores de la sala mortuoria, ¿qué hacemos con ellos?

Bosco lanzó un suspiro.

—¿Recordáis la historia de Urías el hitita?

—Sí.

—Aseguraos de que no cuentan nada. No quiero mancharme las manos con más sangre inocente, pero tenéis que aseguraros. No digáis nada. No permitáis que se diga nada. No permitáis a nadie decir nada.

Al otro lado de la ventana, algo llamó la atención del padre Gil. Por la gran chimenea de la Capilla de las Lágrimas emergía a la húmeda atmósfera una mustia fumata blanca.


Habemus Papam
—le dijo a Bosco—. Mis felicitaciones, Santidad.

26

E
l Canciller Vipond entró corriendo en sus aposentos, seguido por IdrisPukke. Tal vez la frase suene demasiado .grandiosa para alguien que ya no era Canciller de nada más que en la imaginación, y cuyos aposentos eran ya sólo dos habitaciones, más bien pequeñas. Las pesadas aunque mugrientas cortinas se hallaban corridas pese a que era pleno día, y a que ya las había descorrido él mismo aquella mañana. IdrisPukke, que siempre estaba más alerta a los detalles extraños, estaba a punto de impedírselo, pero su hermanastro fue más rápido, y descorrió las cortinas con un movimiento repentino y brioso.

¡Santo Dios! —gritó Vipond.

IdrisPukke se había llevado la mano a la empuñadura en cuanto la cortina había empezado a abrirse, y ya había sacado y levantado la espada para cuando Vipond retrocedía presa del espanto. Ambos se quedaron asombrados al ver a Cale sentado en el ancho alféizar de la ventana con un cuchillo en el regazo, y mirándolos atentamente.

—Tened cuidado con eso —dijo mirando a IdrisPukke—, o le sacaréis un ojo a alguien.

—¿A qué demonios estáis jugando vos? —le gritó Vipond.

Cale se bajó del alféizar y retiró el cuchillo.

—Me hubiera gustado que el mayordomo me anunciara adecuadamente, pero no me gustó la pinta que tiene. Tiene los ojos demasiado juntos.

—Lo habéis hecho a propósito —dijo Vipond sentándose.

Cale no respondió.

—¿Sabéis, Cale, que los gurkhas juran que nunca envainarán la espada hasta que haya probado la sangre?

—Entonces tenéis suerte de que yo no sea un gurkha.

—¿Dónde está Henri el Impreciso?

—Está herido..., malherido. Recibió una flecha en pleno rostro al pasar la frontera. No se la he podido sacar. Necesitamos un cirujano.

—Aquí con nosotros hay dos, me parece. Veré...

—Un cirujano Materazzi no. Y no pretendo ofender.

—Veré lo que puedo hacer. ¿Dónde está?

—Está con tres de mis hombres en una granja, a unos quince kilómetros de aquí.

—¿O sea que no estáis solos él y vos?

—No exactamente.

Le puso al corriente sobre los purgatores.

—¿Me estáis diciendo —preguntó Vipond— que habéis introducido aquí ciento cincuenta redentores?

—No son realmente redentores.

—¿Y qué esperáis que haga yo con esos ciento cincuenta no redentores?

—Bueno, yo no le diré a nadie qué son si no lo hacéis vos. ¿Habéis visto alguna vez a un mercenario khazak?

—No —respondió Vipond.

—Entonces serán mercenarios khazak. ¿Quién va a pensar otra cosa?

—La estratagema es un poco endeble —comentó IdrisPukke.

—Pues tendrá que valer. Ya me preocuparé de eso más tarde. Ahora el problema es Henri.

—Tiene que estar sufriendo horrores.

—No realmente.

—Todos los filósofos pueden soportar el dolor de muelas, salvo el que lo padece, ¿no es así?

—No se trata de eso. ¿No me habéis visto ese equipo que tengo para coser las heridas y tal?

—Lo recuerdo, sí.

—Pues llevo en él una galleta de opio.

—No lo dijisteis nunca.

—¿Por qué iba a decirlo?

—¿Permitían tal cosa los redentores? —preguntó IdrisPukke.

—Los redentores pueden ser muy comprensivos cuando se trata de sus propias heridas. A nadie le gusta la idea de morir entre tremendos dolores si eso puede evitarse. De cualquier modo, como tenemos ciento cincuenta equipos de ésos, podremos mantenerlo drogado hasta que las ranas críen pelo. Le hemos sacado el asta de la flecha, pero se partió, y la punta se le ha quedado metida muy dentro.

Al final, IdrisPukke convenció a Cale de que llevara a Henri al Leeds Español mientras él elegía al cirujano. Cale hizo cargar en uno de los dos carros comida para dos días, y lo envió, con los dos purgatores que habían estado cuidando a Henri, a cierto bosque que se encontraba a unos treinta kilómetros de allí. Entonces, junto con Hooke, que creía tener él mismo algo de médico, regresó al Leeds Español con el semiconsciente Henri el Impreciso acostado en la parte de atrás del carro. Siempre que no le diera por ponerse a gritar como un loco (cosa que le ocurría de vez en cuando), tendrían bastantes posibilidades de que les dejaran entrar en la ciudad. En las fronteras los ánimos podían estar de punta, pero el Leeds Español era una ciudad comercial, y los hombres que la enriquecían no veían que fuera necesario empezar a molestar a los clientes ni animar a las autoridades a meter las narices en asuntos que no eran de su incumbencia. Así que Hooke le dio a Henri el Impreciso media ración extra de opio para mantenerlo tranquilo, y le echó un montón de mantas por encima. Entraron en la ciudad sin ningún problema. Henri el Impreciso no tardó en encontrarse en el dormitorio de Vipond, roncando, de nuevo en un estado de superficial inconsciencia. Lo examinaba, preocupado, un cirujano, un tal John Bradmore al que IdrisPukke había logrado sobornar para que fuera a darle su opinión.

El cirujano pasó veinte minutos examinando a Henri el Impreciso y dictando a un secretario:

—La punta de la flecha ha penetrado en la cara del paciente justo por debajo del ojo. —Palpó por un lado el cuello de Henri. De la garganta se elevó un gemido—. Afortunadamente se trata, según parece, de un tipo de punta estrecha y alargada, tal vez de unos doce o quince centímetros. Sería imposible extraerla a través del orificio de la herida, pues arrancaríamos con ella la mitad del cerebro. —Aspiró ruidosamente e hizo una mueca—. Está muy cerca de la yugular. ¡Peliagudo! —Durante otros tres o cuatro minutos, el cirujano anduvo tocando y apretando, aparentemente indiferente a los continuos gritos apagados del pobre Henri. Dictó algunas notas más antes de volverse hacia IdrisPukke—. ¿Qué os ha dicho Painter?

—¿Cómo decís...? —preguntó IdrisPukke, intentando evadirse.

—Sé que le habéis consultado. Además, no necesitáis decírmelo, porque ya lo sé. Diría que había que dejar la herida durante catorce días, hasta que el pus la ablandara. ¿A que sí?

IdrisPukke se encogió de hombros.

—Eso será lo mejor. En cuanto la herida se haya putrefactado a causa de la flecha, será más fácil de extraer. Por supuesto, el paciente morirá, ya sea despacio, a causa de la corrupción de la sangre, o rápidamente, en el momento en que la extracción rompa la vena yugular putrefactada. —Bradmore lanzó un suspiro—. Es muy difícil, ya veis. La punta de la flecha está incrustada en el hueso. Es cuestión de agarrar la punta, pero está demasiado metida. Por eso Painter quiere dejar que el conducto de salida se putrefacte.

—¿Qué sugerís vos?

—Otra cosa muy diferente. La herida debe ser limpiada y en profundidad. La infección ya ha comenzado. Hay que pararla mientras se me ocurre algún modo de agarrar la punta de la flecha.

Hubo un breve silencio roto por Hooke, que había entrado en la habitación sin ser notado y había permanecido escondido en la parte de atrás.

—Creo que puedo ser de ayuda.

Henri profirió una serie de gemidos apagados. No eran palabras de dolor sino de protesta. Por desgracia, la herida y el opio hacían que nadie pudiera entender una palabra de lo que decía.

27

M
ientras Henri el Impreciso veía su vida puesta a su pesar en manos de un hombre en el que no tenía ninguna confianza, en las montañas Kleist luchaba también por su vida, al lado de menos de un centenar de cleptos.

Los redentores que habían asesinado a ancianos, mujeres y niños en la comitiva que intentaba escapar, habían regresado a las montañas para atacar por detrás a los hombres en el Desfiladero de Lydon. Incapaces de moverse hacia delante o hacia atrás, los cleptos empezaron a tener un número mucho mayor de bajas. Los redentores, ya sin prisas, iban eliminando a los cleptos con saetas o flechas, mediante incursiones de hombres de armadura pesada que duraban tan sólo unos minutos pero ocasionaban muchas bajas. En dos días más, habrían terminado el trabajo sin recibir apenas daños en sus propias filas. Sin embargo, los autores de la masacre cometieron el error de gritar en plena noche lo que les habían hecho a las mujeres y los niños tan sólo tres días antes.

Conducir a un hombre a la desesperación es algo muy deseable si la esperanza, o la libertad, o la seguridad, o el regreso ante una familia querida es lo que le mantiene luchando. Pero lo que hacía a los cleptos tan diferentes de casi todos los demás hombres era su actitud ante el sacrificio, o mejor dicho, ante el autosacrificio. Entonces, con sus terribles burlas, los sacerdotes liberaron sin pretenderlo a los cleptos de aquella esperanza que estaba por encima de todo. Embargados en la desesperación, los cleptos se veían liberados de la principal debilidad que tenían como soldados: la voluntad de matar, pero de no morir en el proceso.

Kleist se vio él mismo presa de una espantosa agitación. Conocía a los redentores y su propensión a emplear mentiras contra el enemigo. Así pues, se atormentaba con la esperanza de que su mujer y su hijo aún no nacido siguieran vivos. Pero no era el momento de imbuir esperanzas en los cleptos, pues sólo la creencia de que no les quedaba a nadie con vida podía convertirlos en mejores soldados. Los convenció de que no se abalanzaran de inmediato contra los redentores, y que esperaran hasta el alba para atacarles de tal modo que les hicieran pagar el precio más alto posible.

Mientras tanto, las burlas de los redentores que los rodeaban en la oscuridad surtían en los cleptos el mismo efecto que surtiría un noble discurso pronunciado ante hombres honorables, en el sentido de que invitaban a los cleptos a morir causando todo el daño que fuera posible. Kleist sabía que los cleptos estaban perdidos, pero ya había hecho todo lo posible, y no tenía intención de morir con ellos. Hasta entonces había hecho cuanto estaba en su mano, pero ahora su intención era la de servirse del ataque a los redentores para cruzar las líneas enemigas, abrirse camino y comprobar si Daisy había muerto realmente o no. Él no terminaría sus días allí, en aquella montaña, en el culo del mundo.

Kleist reunió a los supervivientes, que eran unos noventa, y dibujó un mapa en la tierra de grava y arena. Su situación era bastante sencilla: estaban atrapados en un paso de unos cien metros de ancho, con lados escarpados, teniendo delante a unos cuatrocientos redentores y un número parecido por detrás.

—Tenemos que atacar a los hombres que han venido de la llanura. Es de esos de los que queremos vengarnos, ¿no?

Todos asintieron con la cabeza.

—Desde mi punto de vista, tenemos que atacar este frente en dos cuñas, una a cada lado, para atravesar sus fuerzas y reunirnos en su retaguardia. Es casi seguro que no lo conseguiremos, pero el ataque les llegará por sorpresa, de modo que podremos matar al mayor número posible de redentores. Si podemos llegar a reunirnos tras su retaguardia, entonces tendremos a todos los redentores delante. Será una sangría peor para ellos si lo logramos.

Su plan estaba desprovisto de toda esperanza. De hecho, al pronunciarlo en voz alta sonaba bastante endeble. Pero entre la velocidad, el factor sorpresa y aquella nueva desesperación que embargaba a los cleptos, Kleist lograría escapar. Estaba en deuda con aquellas gentes, pero no les debía la vida. Y ellos habrían opinado lo mismo. De hecho, ellos no le hubieran dado más vueltas.

«Es lo mejor que se me ocurre —pensó—.
Mea culpa. Mea culpa. Mea maxima culpa
. No los puedo salvar, pero puedo salvarme yo. No hay vuelta de hoja».

Casi se viene abajo al repasar el plan, pero no llegó a hacerlo. Una voz leve y tranquila lo impulsaba a sobrevivir.

Cuando terminó, dividió el grupo en dos, haciendo unos pocos cambios por razones familiares, y se colocó él mismo en el de la derecha porque le pareció que en aquel grupo estaban los mejores luchadores.

Como no quería que ningún grito ni ruido de ningún tipo diera la señal del ataque para no debilitar la sorpresa, tendieron un cordel entre los dos grupos. Kleist daría un fuerte tirón cuando juzgara que había luz suficiente para el ataque. La única concesión que hizo Kleist al incordio de su conciencia consistió en decirles que se dirigieran todos hacia una bandera que él colocaría por detrás de los redentores para mostrarles el punto en que debían reagruparse. Nada más hacer esa promesa, lamentó haberla hecho, pero al menos eso le daba una buena disculpa para tomarles la delantera a los demás. Y en cuanto hubiera plantado la bandera en el suelo, los dejaría solos.

Habría sido excesivo esperar que los redentores no estuvieran preparados, pero las circunstancias eran ideales para los cleptos, dado que el deseo de venganza los liberaba por una vez de la preocupación por la propia vida. Los cleptos eran rápidos, y estaban en su elemento. Era difícil juzgar lo que podía verse y lo que no a la escasa luz de aquella hora temprana, así que los cleptos se encontraron casi encima de los guardias redentores antes de que pudieran dar la voz de alarma. Cada uno mataba a uno o dos cleptos antes de morir. El resto de los cleptos hacía lo que se les había dicho: entrar aprisa y silenciosamente en el campamento, que ya despertaba pero aún se encontraba bajo el efecto de la sorpresa. Kleist, con el asta de bambú en la mano, iba ya por delante, atravesando el campamento al grito de «¡Retirada, retirada!», haciendo como si fuera uno de los redentores, que huía presa del pánico.

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