Las cuatro postrimerías (49 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Ahora tengo mayordomo. Él os dará cita.

—Eso es bastante insolente, mi niño. A mi señor no le gusta que le hagan esperar. Además, tenéis pinta de que os vendría muy bien sentaros y descansar. Os habéis desmejorado mucho desde nuestro último encuentro. Si Kitty la Liebre quisiera haceros algún daño, no estaríamos hablando ahora. —Cadbury señaló el rumbo, y Cale lo tomó andando con toda la dignidad posible.

Afortunadamente, no tenían que ir lejos. Tras doblar algunas esquinas se dirigieron a las ricas casas del distrito del canal, que tenían abiertos sus enormes ventanales para dejar pasar la luz, y la envidia de los transeúntes. Se detuvieron ante una de las más pretenciosas, en la que los hicieron pasar de inmediato, como si los estuvieran esperando. Cadbury le hizo una indicación para que pasara más adentro, a una estancia espaciosa y aireada que daba a un hermoso jardín con su laberinto de boj y sus frutales en espaldera que seguían cordones verticales y horizontales, estos últimos a la altura de la rodilla, del ombligo, del pecho y de la nariz.

—Sentaos antes de que os desploméis —dijo Cadbury trayéndole una silla.

—¿Están cociendo cebollas? —preguntó Cale.

—No.

Se abrió la puerta y entró un criado a encender varias velas. A continuación corrió las cortinas, pero con cierto esfuerzo, porque eran tan altas y gruesas que más parecían el telón de un teatro que cortinas de una casa.

Poco después, volvió a abrirse la puerta y entró en la estancia Kitty la Liebre. Ningún otro apodo le hubiera encajado tan bien como aquél. En la penumbra de la estancia, la capucha que llevaba era lo bastante amplia para esconder su rostro, y la túnica era como una bata de adulto que le viniera demasiado grande a un niño. Sin embargo, no había en él nada de aspecto monjil. Su olor también era diferente. Los redentores olían a algo indefiniblemente agrio, a causa del escaso lavado; Kitty la Liebre olía a algo no exactamente desagradable, y no sólo extraño, sino extrañamente extraño.

Cadbury le acercó una silla, sin dejar de observar atentamente a Cale para ver cómo reaccionaba ante aquel ser inquietante. Nadie dijo nada ni se movió. Tan sólo se oía el ritmo extraño de la respiración de Kitty, que se parecía al jadeo de un perro, pero tampoco era eso exactamente.

—Vos queríais... —empezó a decir Cale.

—Veníos hacia la luz para que os pueda ver bien —le interrumpió Kitty. Su invisibilidad, la gran escenificación de su llegada a la estancia casi oscura, le hacían a Cale esperar una voz acorde con todo aquel augurio, una voz fatal, oscura y amenazante. Sin embargo, se trataba de una voz de susurros ceceantes, con un deje líquido, casi femenino aunque no llegaba a serlo, un deje que a Cale le erizó el vello de los brazos, pese a tenerlo empapado en sudor—. Tened la bondad de hacer lo que os pido —añadió Kitty.

Tembloroso, con esfuerzo, Cale avanzó unos pocos metros arrastrando los pies. Tenía que tener cuidado porque se sentía muy débil. Aunque el sentirse tan mal también le permitía una cierta libertad. No estaba en condiciones de nada que resultara atrevido. Le habría costado llegar andando hasta la puerta, no digamos ya salir corriendo. En las condiciones en que se encontraba, le hubiera costado hasta poner en el suelo a un gatito.

—Veamos: ése es el aspecto de la ira de Dios —dijo Kitty—. Muy curioso. ¿No os lo parece, Cadbury?

—Sí, Kitty.

—Pero tiene sentido, si se piensa bien, hacer a un niño representante de la furia del Todopoderoso, teniendo en cuenta lo que tantos inocentes tienen que soportar. Me parece que no os encontráis bien.

—No es más que un resfriado.

—Bueno, pues no nos lo peguéis. ¿Eh, Cadbury?

Ése tal vez fuera un comentario jovial. Pero a Cale le resultaba imposible decirlo.

—He oído hablar mucho de vos, señor —comentó Kitty—. ¿Es verdad la mitad de lo que he oído?

—Más de la mitad.

—Es vanidoso, Cadbury: es una cualidad que me gusta en un dios.

—¿Qué queréis? —El olor dulce y extraño que al principio no le había molestado, le empezaba a resultar a Cale más y más desagradable, y le hacía sentirse aún peor.

—¿Tenéis información?

—¿Sobre qué...?

—Me interesaría enterarme de muchas cosas, sin duda. Pero no os insultaré intentando compraros información sobre vuestros amigos. Por muchas ganas que tenga de saber dónde andan metidos Vipond y su hermano, lo que quiero ahora es información que me resulte útil, y que supongo que estaréis dispuesto de buen grado a compartir.

—¿Sobre...?

—Sobre los redentores. Sobre Bosco. Ahora que es Papa...

Si no se hubiera encontrado tan mal, Cale habría podido ocultar mejor su sorpresa.

—¿No lo sabíais...? —observó Kitty, con evidente regocijo.

—Escapé de su lado a toda prisa en cuanto tuve la ocasión. Así que ya veis que no soy tan valioso como pensabais.

—Nada de eso. Las noticias se pueden obtener con facilidad. Información de inteligencia, eso ya es otra cosa. Vos estabais más que cercano a Bosco, y me podéis informar de sus planes con respecto a vos y a su fe, ahora que él es la roca en que ésta se asienta. Ésas son las cosas que tienen valor para mí. Sé que habrá guerra, pero será una guerra de un nuevo tipo, creo yo. Si es así, necesito saber de qué tipo. —Se echó hacia atrás en la silla—. Se os pagará bien, pero lo que es aún más importante que eso, es que a través de mí podréis lograr influencia en un mundo que ya no tiene mucho tiempo para dedicaros a vos. La influencia es más preciosa que los rubíes. En cuanto a vuestros purgatores, no tardéis en encontrar una excusa para justificar su presencia. —Se levantó al mismo tiempo que Cadbury se acercaba rápidamente para retirarle la silla—. En un par de días, cuando os sintáis mejor, hablaremos más extensamente. Cadbury os preparará una infusión. Una menta podría sentaros bien.

Diciendo esto, se fue hacia la puerta, que fue abierta desde el otro lado por alguien que debía de tener buen oído, y desapareció. Entró entonces el mismo criado de antes, descorrió las cortinas y, para enorme alivio de Cale, que temía que el olor le hiciera perder el conocimiento, abrió también la ventana para refrescar el ambiente. Cadbury pidió la infusión, y Cale se dirigió al marco de la ventana para aspirar el aire fresco como si hubiera estado en el fondo de un pozo sucio durante los anteriores diez minutos.

—¿Qué esperabais? —preguntó Cadbury.

Cale no respondió. Cadbury le entregó a Cale una pequeña jarra cuya etiqueta anunciaba en grandes letras: «CRISMA DE LA SEÑORA NOLTE».

—No os vendrá mal que os lo pongáis en la nariz la próxima vez que vengáis. Pero con cuidado de que no se note, porque a Kitty le ofende.

Cuando Cale regresó a su cuarto, sintiéndose algo más fuerte a causa de la menta, que resultó ser té negro acompañado con dos pasteles de nata, se quedó dormido. Durmió catorce horas de un tirón, que no está mal para alguien a quien normalmente le bastaban seis o siete. Cuando despertó vio un gran sobre que habían metido por debajo de la puerta. Era la invitación para una cena de gala en el Gran Salón del Castillo del Leeds Español. Apenas había terminado de leerla por tercera vez, cuando llamaron a la puerta.

—¡IdrisPukke!

Cale abrió, sosteniendo en la otra mano la invitación. Estaba tan pomposamente decorada y ribeteada que no podía dejar de verse, y desde luego IdrisPukke no era el tipo de persona al que le pasan desapercibidos los detalles llamativos.

—¿Puedo...? —preguntó, quitándole la invitación de la mano.

—Vos mismo.

Cale tenía curiosidad por saber de qué iba aquella gran cena, y por qué lo invitaban, pero antes de que pudiera preguntárselo a IdrisPukke, éste le ofreció un consejo rotundo:

—No podéis ir.

—¿Por qué?

—Es una trampa.

—Es una cena.

—Para otros. Para vos es una trampa.

—Explicaos: soy todo oídos.

—Esta invitación viene de Bose Ikard.

—Ahí dice el alcalde.

—Bose Ikard quiere que haya problemas allí para poder convencer al rey de que es peligroso albergar los amargos desechos de un imperio, abarrotando la segunda ciudad más grande del país. Amargos desechos que esperan que una guerra les permita recuperar la fortuna perdida.

—Algo de razón sí que tiene.

—Por supuesto que la tiene.

—Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?

—Vuestra reputación os precede.

¿Y eso qué quiere decir?

—Que adondequiera que vais, el desastre os sigue corno un perrito fiel. —Cale no se dejó despistar por esta comparación, aunque le asombró—. Bose Ikard quiere provocar una trifulca entre vos y los Materazzi, y sabe muy bien cómo prender la chispa. Os colocará enfrente de Arbell y de su marido.

Este comentario provocó un silencio de diferente índole.

—¿Sabe Vipond algo de esto?

—Vipond es quien me ha enviado.

—O sea que espera que yo haga lo que él me dice.

—¿Habéis hecho alguna vez lo que os ha dicho alguien? Hoy día todos sabernos que sois un dios y no sólo un antipático gamberrete con buenos puños.

—Yo no soy ningún dios, sino la ira de Dios. Ya os lo he explicado.

—Vipond simplemente os pide que no hagáis lo que quiere que hagáis alguien que os desea mucho mal. Mostrad algo de sensatez. —Se quedó un instante callado—. Os lo ruego.

A Cale le emocionaba la idea de asistir a un gran banquete, pero comprendía que IdrisPukke tenía razón. Sin embargo, era tan difícil dejar de ir como lo sería no caer al suelo después de tirarse de la torre más alta del Leeds Español.

29

M
agnífico el cúmulo de incienso, puros los sopranos, rotundas las notas graves en la catedral que se alzaba en el corazón de Chartres, donde el nuevo Papa, Bosco XVI, era coronado en la vieja roca sobre la que se alzaba la única Fe Verdadera. Y las vestiduras festivas en oro y verde, naranja, amarillo y azul: truncados arcos iris de santidad.

Salvo, por supuesto, las veinte monjas a las que les había sido concedido el honor de participar, vestidas enteramente de un negro en el que tan sólo asomaba el blanco de fragmentos de rostros. ¡Pero qué rostros! Al alzar la vista hacia el Santo Padre, con las manos atadas a la espalda para evitar que las monjas contaminaran algo al tocarlo con sus manos impuras, sus sonrisas de éxtasis brillaban tan intensamente que parecía que iba a tener lugar otra santa expiración que añadir a la de la beata Imelda Lambertini, que había muerto de éxtasis en su Santa Comunión, a la edad espiritualmente preciosa de once años.

E igualmente grandiosa era la emoción de prelados, obispos y cardenales, nuncio, mandratos y gonfalonieros. Muchos habían sido ascendidos después de que sus predecesores en el cargo fueran enviados a la pira, o a las mazmorras, o a las zanjas del desierto para servir de alimento a los zorros. Aquél era su Papa, su oportunidad, su ocasión de hacerse personalmente responsables de aproximar el fin de los tiempos y la gran renovación.

El nuevo Papa Bosco XVI ascendió paso a paso el calumnion, obligado a pararse para reverenciar y prosternarse en cada peldaño, así que a Bosco le costó media hora de renuncias llegar a lo alto, ante el gran atril que salía en voladizo sobre el vasto espacio de la Capi lla Sixtina, y que le hacía parecer corno si estuviera a punto de saltar sobre la congregación que levantaba la mirada a la espera de oír hablar de una nueva vida y unos nuevos propósitos. Conocían bastante bien lo que se avecinaba: durante años habían sido preparados para las nuevas creencias. Sabían que Dios había vuelto a perder la paciencia, y que los que una vez habían sido sacrificados con el agua de la lluvia, ahora lo serían por el fuego y la espada puesta en manos de un muchacho que no era realmente un niño, sino la manifestación de la exasperación divina. Y esta vez no habría arca que ofreciera un indulto. Primero irían los antagonistas, después todos los demás, y por último la propia fe del Redentor se marchitaría hasta morir. Todo eso se ofrecía a una audiencia que a duras penas podía contener la alegre impaciencia ante la decisión de Dios de poner fin a su corrupta creación.

—Vientos de cambio soplan en todo nuestro mundo —decía el nuevo Papa—. Nada puede detener la fuerza de una idea que al fin ve llegado su momento. Así que debemos proceder a la cuestión femenina.

Hubo estremecimientos entre los monjes y sacerdotes:

«¿Qué cuestión femenina?».

Y la misma pregunta se hacían las monjas, si bien éstas con más inquietud, corno podréis comprender:

«¿Qué cuestión femenina?».

Había siempre algo empalagoso en el tono de voz de un redentor cuando hablaba bien de las mujeres, lo cual no ocurría tan raramente corno podría imaginar el ocasional seguidor de la fe. Las monjas, hechas un puro manojo de nervios, estaban a punto de recibir una dosis plena de unción sacerdotal. Cuando uno se pone a adular, es mejor cargar las tintas.

—¡Bendita sea la mujer cuyas palabras pueden animar pero no influir al hombre! ¿Cómo podríamos no respetar la fuerza de la obediencia femenina? ¿Cómo podríamos no admirar la obstinada sumisión que Dios (y el hombre a su semejanza) dispone que tenga la mujer? La Fe Redentora se distingue por su extraordinario respeto hacia el sexo femenino, que con su infatigable colaboración complementa y ayuda en su labor al hombre y al sacerdote.

»Pero la gran madre abadesa Kuhne está más acertada que nunca cuando dice que la virginidad es la verdadera liberación y el estado más apropiado a la mujer. En anticipación a la vida futura, el fiel redentor ya no dará ni tomará en matrimonio. Desde este día, tanto hombres como mujeres permanecerán vírgenes. He señalado los días en que la coyunda matrimonial, que tanto recuerda en nosotros la unión de las bestias, no podrá tener lugar entre el esposo y la esposa:

»Los jueves, en conmemoración del arresto del Ahorcado Redentor (cincuenta y cuatro días al año).

»Los viernes, en conmemoración de la muerte del Ahorcado Redentor (otros cincuenta y cuatro días al año).

»Los sábados, en honor de la Virgen Madre del Ahorcado Redentor (otros cincuenta y cuatro días al año).

»Los domingos, en honor a las almas que han partido (cincuenta y cuatro días).

Además de la prohibición del ayuntamiento marital durante doscientos setenta de los trescientos sesenta y cinco días del año, Bosco siguió prohibiendo el ayuntamiento en los treinta días antes de Pentecostés, Santos y Pascalia.

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