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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (43 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
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El sabio efectuó una entrada majestuosa. A su lado, Niko Bludd vestía una túnica azul y un jubón escarlata sujeto sobre el pecho. Se había rizado la barba rojiza. En las comisuras de los párpados destacaban pequeños círculos tatuados, similares a burbujas.

Bludd reparó en Norma y le dedicó una sonrisa condescendiente y paternal. Norma hizo una reverencia y tomó su mano acicalada y perfumada.

—Sabemos que vuestro tiempo es valioso, lord Bludd. Por lo tanto, todo está dispuesto. —Holtzman enlazó las manos—. El nuevo aparato nunca ha sido probado, y en la presentación de hoy seréis el primero en ser testigo de sus posibilidades.

La voz de Bludd era profunda, pero musical.

—Siempre esperamos lo mejor de vos, Tio. Si las máquinas pensantes tienen pesadillas, no me cabe duda de que sois el protagonista de ellas.

El séquito rió, y Holtzman hizo un esfuerzo por ruborizarse. Se volvió hacia los esclavos y empezó a gritar órdenes. Media docena de trabajadores sostenían aparatos para grabar datos, situados en puntos importantes alrededor del simulacro.

Habían trasladado mullidas butacas desde la residencia principal para acomodar a los invitados. Holtzman se sentó al lado de lord Bludd, y Norma tuvo que quedarse junto a la puerta. Su mentor parecía confiado y concentrado, pero ella sabía que estaba muy preocupado. Si hoy fracasaba, su gloria quedaría empañada a los ojos de los poderosos nobles de Poritrin.

Holtzman contempló el generador y paseó la vista a su alrededor como si estuviera rezando en silencio. Dedicó una mirada tranquilizadora a Norma, y después ordenó que activaran el prototipo.

Un esclavo accionó un interruptor, tal como le habían instruido. El voluminoso generador empezó a zumbar, y dirigió su rayo invisible hacia el simulacro de robot.

—Si se utiliza con fines prácticos —dijo Holtzman, con un temblor en la voz apenas perceptible—, encontraremos formas de hacer el generador más compacto, con el fin de instalarlo más fácilmente en naves pequeñas.

—O bien podemos construir naves más grandes —dijo Bludd con una risa profunda.

El zumbido aumentó de intensidad, una rítmica vibración que hizo castañetear los dientes de Norma. Observó que una fina capa de sudor se formaba sobre la frente de Holtzman.

—Ya se ve —indicó el científico. El robot empezó a temblar—. El efecto continuará aumentando.

Bludd estaba muy complacido.

—Ese robot ya debe estar arrepentido de haberse rebelado contra la raza humana, ¿verdad?

El simulacro empezó a emitir un brillo rojizo, y su metal se recalentó cuando las aleaciones se sintonizaron con el campo destructivo proyectado sobre él. Viró a un tono amarillento, combinado con manchas de un blanco rutilante.

—A estas alturas, la estructura interna de un robot ya habría sido destruida —dijo Holtzman, que parecía contento por fin.

De pronto, las pesadas vigas del techo empezaron a vibrar, una resonancia secundaria transmitida desde el robot al entramado estructural de la cúpula. Las gruesas paredes gimieron y se estremecieron. Un zumbido agudo recorrió la estructura.

—El campo de resonancia está desbordando de sus límites —gritó Norma.

Las vigas del techo se tensaron como serpientes airadas. Una grieta se abrió en la cúpula.

—¡Desconectadlo! —gritó Holtzman, pero los aterrorizados esclavos huyeron despavoridos a un rincón de la sala, lo más lejos posible del generador.

El robot onduló y se retorció, al tiempo que su núcleo corporal se fundía. Los puntales de apoyo que lo sostenían se combaron.

La máquina de combate se precipitó hacia delante, hasta caer al suelo convertida en un amasijo de metal ennegrecido.

Holtzman agarró la manga de Niko Bludd.

—Mi señor, corred por el puente hasta mis aposentos principales. Parece que tenemos un… pequeño problema.

Los demás nobles ya estaban cruzando el puente de alta tensión. Norma se hallaba entre ellos. Miró atrás y se dio cuenta de que los esclavos zenshiítas no sabían qué hacer. Tio Holtzman no les había dado indicaciones.

Desde un lugar seguro, Norma vio que seis esclavos presas del pánico entraban en el puente. Detrás, el hombre del pelo oscuro les animaba a seguir adelante, gritando en su extraño idioma. El puente empezó a ondular, cuando la resonancia del proyector se sintonizó con las conexiones metálicas del puente.

El barbudo líder zenshiíta volvió a gritar. Norma ardía en deseos de ayudar a aquellos desgraciados. ¿Acaso los dragones no podían hacer algo? Holtzman se había quedado sin habla, paralizado por la sorpresa.

Antes de que el primer grupo de esclavos pudiera cruzarlo, el puente se partió por la mitad, con un chirrido de metal agonizante. Las infortunadas víctimas se precipitaron desde doscientos metros de altura hasta la base del acantilado, y luego fueron a parar al río.

El líder de los esclavos maldijo desde el borde del abismo. Detrás de él, una sección de la cúpula se vino abajo, destruyó el prototipo y detuvo por fin la pulsación incesante.

El polvo se aposentó. Algunas llamas y un hilillo de humo se alzaron en el aire, entre los aullidos de los hombres que seguían atrapados en el interior del edificio.

Norma estaba mareada. A su lado, Holtzman sudaba profusamente y parecía enfermo. Parpadeó repetidas veces, y luego se secó la frente. Su piel se había teñido de un tono grisáceo.

—No se puede considerar uno de vuestros esfuerzos más conseguidos, Tio —dijo Bludd en tono irónico.

—Pero debéis admitir que la idea es prometedora, lord Bludd. Pensad en su potencial destructivo —repuso Holtzman, mientras miraba a los impasibles nobles, sin pensar siquiera en los esclavos muertos y heridos—. Podemos dar gracias de que nadie haya resultado lesionado.

64

Ciencia: la creación de dilemas mediante la solución de misterios.

N
ORMA
C
ENVA
, notas de laboratorio inéditas

En el interior del centro de experimentos destruido, las manchas de sangre se limpiaban con facilidad, pero cicatrices más profundas se negaban a desaparecer. Mientras un nuevo grupo de esclavos retiraba los escombros, Tio Holtzman cruzó un puente provisional y no demasiado sólido. Contempló con tristeza las ruinas de su laboratorio.

Desde el lugar donde trabajaba, Bel Moulay, el líder de los esclavos zenshiítas, traspasó con la mirada al inventor. Odiaba la piel pálida, el cabello corto y las ropas de colores arrogantes del hombre. Las frívolas medallas de honor del científico no significaban nada para Bel Moulay, y ofendía a todos los cautivos zenshiítas que un hombre tan inútil y despistado se pavoneara de su riqueza al tiempo que pisoteaba a los fieles.

El líder dio instrucciones a sus compañeros y les consoló. Moulay siempre había sido algo más que una figura carismática. Era también un líder religioso, educado en Anbus IV en las leyes más estrictas de la interpretación zenshiíta del budislam. Había estudiado las verdaderas escrituras y sutras, analizado cada párrafo. Los demás esclavos pedían a Bel Moulay que se las interpretara.

Pese a su fe, estaba tan indefenso como sus compañeros, obligado a obedecer el menor capricho de los infieles, que se negaban a dejar vivir a los zenshiítas según sus normas, y además insistían en arrastrarles a una guerra desesperada contra los demonios mecánicos. Era un castigo terrible, una serie de tribulaciones kármicas que Budalá les había enviado.

Pero las superarían, y a la larga saldrían fortalecidos…

Bajo la guía de Bel Moulay, los esclavos apartaron escombros hasta desenterrar los cadáveres aplastados de compañeros con los que habían trabajado codo con codo, hermanos zenshiítas que habían sido capturados cuando los negreros de Tlulaxa atacaron las ciudades de Anbus IV.

Con el tiempo, Budalá les enseñaría el camino de la libertad. Durante veladas junto a las hogueras, el líder había prometido que los opresores serían castigados…, si no en esta generación, en la siguiente, o en la otra. Pero ocurriría. Un simple hombre como Bel Moulay no podía dar prisas a Dios.

Con gritos de alarma, dos esclavos apartaron la sección derrumbada de una pared y descubrieron a un hombre que todavía se aferraba a la vida, aunque tenía las piernas aplastadas y el torso acuchillado por fragmentos del plaz de las ventanas. Holtzman, preocupado, se acercó y examinó al herido.

—No soy médico, pero creo que hay pocas esperanzas.

Bel Moulay le miró con sus ojos oscuros y penetrantes.

—No obstante, hemos de hacer lo que podamos —dijo en galach.

Tres obreros zenshiítas retiraron los escombros y transportaron al hombre a través del puente. Los médicos se ocuparían de las heridas en los alojamientos de los esclavos.

Después del accidente, Holtzman había proporcionado suministros médicos básicos, aunque un gesto similar no había impedido que la fiebre se extendiera entre la población esclava. El científico supervisaba el trabajo de los obreros que despejaban los cascotes, pero estaba concentrado en sus prioridades.

El sabio hizo un ademán impaciente en dirección a los esclavos que seguían buscando posibles supervivientes.

—Tú y tú, dejad de desenterrar cuerpos y recuperad lo que quede de mi aparato.

Los hoscos cautivos miraron a Moulay en busca de consejo. El hombre meneó la cabeza.

—No vale la pena resistirse ahora —murmuró en su idioma misterioso—. Pero os prometo que el día llegará.

Más tarde, durante su breve rato de sueño, dedicarían a sus muertos los rituales que su religión observaba. Quemar los cuerpos de los fieles era algo que su credo no aceptaba con facilidad, pero era la costumbre de Poritrin. Bel Moulay estaba seguro de que Budalá no podía culparles por desobedecer las normas tradicionales, puesto que no tenían elección.

No obstante, su deidad podía enfurecerse mucho. Moulay confiaba en vivir lo suficiente para ver la venganza abatirse sobre estos opresores, aunque fuera en forma de máquinas pensantes.

Cuando el centro de experimentos se despejó, Holtzman empezó a hablar consigo mismo, planeando nuevos experimentos y pruebas. Pensaba comprar más esclavos para compensar las pérdidas recientes.

En total, se recuperaron doce esclavos del centro de experimentos, mientras los que habían caído desde el puente ya habían sido recogidos del río y conducidos a los hornos crematorios públicos. Bel Moulay conocía los nombres de todas las víctimas, y se encargaría de que los zenshiítas elevaran continuas plegarias por los fallecidos. Nunca olvidaría lo sucedido aquí.

Ni quién era el responsable: Tio Holtzman.

65

La mente impone un marco arbitrario llamado «realidad», que es independiente por completo de la información proporcionada por los sentidos.

P
ENSADORES
,
Postulados fundamentales

Nada es imposible,
le había dicho el cerebro incorpóreo.

En la quietud gris que precede a la aurora, Iblis Ginjo daba vueltas sin parar en su cama improvisada. Como hacía un calor propio de la época, había sacado la cama plegable al porche de la sencilla casa que los neocimeks le habían facilitado. Había permanecido despierto, contemplando las lejanas estrellas y preguntándose cuáles estaban todavía bajo el control de los humanos libres.

Muy lejos, la liga había conseguido mantener a Omnius a raya durante mil años. Prestando oídos, pero siempre temeroso de hacer preguntas o llamar la atención, Iblis se había enterado de que máquinas habían conquistado, y después perdido, Giedi Prime. Los humanos habían expulsado a las máquinas, liquidado al titán Barbarroja y destruido un nuevo Omnius. Un logro increíble. Pero ¿cómo? ¿Qué habían hecho para alcanzar tal victoria? ¿Qué clase de líderes tenían? ¿Cómo iba a hacer lo mismo él aquí?

Cansado y aturdido, Iblis se removió. Una vez más, pasaría el día convenciendo a esclavos de nivel inferior de que terminaran labores absurdas para sus amos mecánicos. Cada día era igual, y las maquinas pensantes podían vivir miles de años. ¿Qué objetivos podría alcanzar durante la mísera duración de su vida humana? Pero Iblis se confortaba con las palabras del pensador:
nada es imposible.

Abrió los ojos, con la intención de ver salir el sol. En cambio, vio un reflejo distorsionado, una pared curva de plexiplaz, contornos orgánicos rosados suspendidos en un contenedor de líquido cargado de energía.

Se incorporó al instante. El pensador Eklo descansaba sobre el suelo de la terraza. Al lado del contenedor estaba sentado el gigantesco monje, Aquim, que se mecía atrás y adelante con los ojos cerrados, meditando en un trance de semuta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Iblis en voz baja. El miedo atenazaba su garganta—. Si los cimeks os encuentran en el campamento, os…

Aquim abrió sus ojos nublados.

—Los humanos de confianza no son los únicos que mantienen acuerdos con los titanes, y con Omnius. Eklo desea hablar contigo sin intermediarios.

Iblis tragó saliva y paseó la vista entre el cerebro suspendido en el electrolíquido y el monje.

—¿Qué quiere?

—Eklo desea hablarte de anteriores revueltas humanas abortadas. —Apoyó una mano sobre el contenedor y acarició la lisa superficie, como si captara vibraciones—. ¿Has oído hablar de las Rebeliones Hrethgir?

Iblis miró a su alrededor con aire furtivo. No vio ningún ojo espía de Omnius.

—Ese tipo de historias están prohibidas a los esclavos, incluso a un capataz de mi nivel.

El subordinado se inclinó hacia delante y enarcó las cejas. Habló de cosas que había averiguado, sin necesidad de conectarse mediante el electrolíquido a la mente del pensador.

—Ocurrieron rebeliones sangrientas después de que los titanes se convirtieran en cimeks, pero antes de que Omnius despertara. Al creerse inmortales, los cimeks se fueron volviendo cada vez más brutales, en especial el llamado Ajax, que se mostró tan cruel a la hora de torturar a los humanos supervivientes, que su pareja Hécate le abandonó y desapareció.

—Los siglos no han cambiado mucho a Ajax —comentó Iblis.

Los ojos enrojecidos del monje brillaron. El cerebro de Eklo habló en el interior de su solución nutritiva.

—Debido a la excesiva brutalidad de Ajax, los humanos oprimidos se rebelaron, sobre todo en Walgis, pero luego la llama se extendió a Corrin y Richese. Los esclavos se alzaron y destruyeron a dos de los primeros titanes, Alejandro y Tamerlán.

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