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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La vidente de Kell (49 page)

BOOK: La vidente de Kell
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—Sadi el eunuco, mi reina —anunció Issus con una reverencia.

Garion notó que Issus no se postraba ante el trono, como solían hacer los demás nyissanos.

—Ah —siseó Salmissra—, también la hermosa Polgara y el rey Belgarion. Te tratas con gente importante desde que no estás a mi servicio, Sadi.

—Pura casualidad, mi reina —respondió Sadi con soltura.

—¿Cuál es ese asunto urgente que te lleva a arriesgar tu vida presentándote ante mí?

—Sólo esto, eterna Salmissra —respondió Sadi. Dejó su maletín rojo en el suelo, lo abrió y sacó un pergamino doblado. Luego pateó con naturalidad a un eunuco en las costillas—. Llévale esto a la reina —le ordenó.

—No estás acrecentando tu popularidad aquí, Sadi —le advirtió Garion en voz baja.

—No tengo intenciones de proponerme para ningún cargo público, de modo que puedo ser tan desagradable como desee.

Salmissra examinó rápidamente los acuerdos de Dal Perivor.

—Interesante —siseó.

—Estoy seguro de que sabrás apreciar las oportunidades implícitas en este documento —dijo Sadi—. Creí que era mi responsabilidad presentarlo ante ti.

—Por supuesto que entiendo lo que esto significa, Sadi. Aunque sea una serpiente, no soy estúpida.

—Entonces me despido, mi reina. Ya te he prestado mi último servicio.

Salmissra había fijado la vista en el vacío con aire pensativo.

—Todavía no, Sadi —dijo ella en un murmullo que era casi un ronroneo—. Acércate un poco.

—Me has dado tu palabra, Salmissra —protestó él con aprensión.

—Oh, Sadi, sé razonable. No pienso morderte. Fue una conspiración, ¿verdad? Habías descubierto la posibilidad de que se firmaran estos acuerdos e hiciste que te despidiera para marcharte a investigar al respecto. Debo decir que tus negociaciones en mi nombre fueron brillantes. Lo has hecho muy bien, Sadi, aunque para ello tuvieras que engañarme. Estoy orgullosa de ti. ¿Aceptarías volver a tu antiguo cargo aquí en el palacio?

—¿Que si aceptaría? —exclamó él con una alegría infantil—. Estaría encantado de hacerlo. Sólo vivo para servirte.

Salmissra giró la cabeza hacia ambos lados, para mirar a los eunucos postrados en el suelo.

—Ahora os iréis todos de aquí —ordenó—. Quiero que divulguéis por todo el palacio la noticia de que Sadi ha sido rehabilitado y de que vuelve a ocupar su cargo. Si alguien se atreve a criticar mi decisión, traedlo ante mí. Yo le daré las explicaciones pertinentes.

Todos la miraron fijamente y Garion notó que más de una cara reflejaba un profundo malestar.

—¡Qué agotador! —suspiró Salmissra—. Están demasiado complacidos con la noticia como para moverse. Por favor, ayúdalos a salir, Issus.

—Como gustes —respondió Issus mientras desenvainaba su espada—. ¿Quieres supervivientes?

—Alguno que otro, Issus, pero sólo los más dóciles.

La sala del trono se vació de inmediato.

—No sé cómo expresar mi gratitud —dijo Sadi.

—Ya se me ocurrirá algo, mi querido Sadi. En primer lugar, ambos fingiremos que los motivos que mencioné hace un momento son reales, ¿verdad?

—Lo entiendo perfectamente, Salmissra.

—Después de todo, debemos proteger la dignidad del trono —añadió ella—. Reanudarás tus tareas habituales en tus antiguas oficinas. Más adelante hablaremos de honores y recompensas. —Hizo una pausa—. Te he echado de menos, mi querido Sadi. No sabes cuánto. —Movió la cabeza con lentitud y fijó sus ojos en Polgara—. ¿Cómo fue tu encuentro con Zandramas, Polgara? —preguntó.

—Zandramas ya no está entre nosotros, Salmissra.

—Espléndido, nunca me cayó bien. Entonces ¿el universo ya ha sido reparado?

—Así es, Salmissra.

—Me alegro. Ya sabes que el caos y la confusión resultan irritantes para una serpiente. Nosotros amamos la paz y el orden.

Garion notó que una pequeña serpiente verde se deslizaba desde debajo del trono de Salmissra hacia el maletín que Sadi había olvidado abierto sobre el suelo de mármol. La pequeña serpiente alzó la cabeza para espiar en el interior de la botella de cerámica mientras ronroneaba con tono seductor.

—¿Y has recuperado a tu hijo, Belgarion? —preguntó Salmissra.

—Así es, Majestad.

—Enhorabuena. Dale mis recuerdos a tu esposa.

—Lo haré, Salmissra.

—Ahora debemos irnos —dijo Polgara—. Adiós, Sadi.

—Adiós, Polgara —respondió Sadi y luego se volvió hacia Garion—. Adiós, Garion —saludó—. Nos hemos divertido mucho, ¿verdad?

—Así es —respondió Garion mientras estrechaba la mano del eunuco.

—Despídeme de los demás. Supongo que nos veremos de vez en cuando por asuntos oficiales, pero ya no será lo mismo, ¿verdad?

—Supongo que no.

Garion caminó hacia la salida de la sala del trono, detrás de Polgara y de Issus.

—Un momento, Polgara —dijo Salmissra de repente—. Tú cambiaste muchas cosas aquí. Al principio estaba muy enfadada contigo, pero ahora que he tenido tiempo para pensar creo que todo es mejor así. Te lo agradezco. —Polgara inclinó la cabeza—. Y enhorabuena por la gracia que recibirás pronto.

Polgara no pareció extrañarse de que Salmissra hubiera adivinado su estado.

—Gracias, Salmissra —dijo ella.

Se detuvieron en Tol Honeth para dejar al emperador Varana en su palacio. Garion había notado que aquel militar profesional de hombros corpulentos parecía un poco distraído. Mientras el grupo se dirigía al palacio, Varana intercambió unas palabras con un oficial y éste se marchó con rapidez.

La despedida fue breve, casi fría. Varana se mostraba tan cortés como siempre, pero era obvio que tenía otras cosas en mente.

Ce'Nedra estaba furiosa. Como de costumbre, llevaba a su pequeño en brazos y le acariciaba los rizos rubios con aire ausente.

—Se ha mostrado casi grosero —dijo, indignada.

Seda contempló el sendero de mármol que conducía al palacio. La primavera se acercaba en aquellas latitudes nórdicas y las hojas comenzaban a brotar en los viejos y enormes árboles que flanqueaban el camino. Varios tolnedranos elegantes corrían por aquel sendero en dirección al palacio.

—Tu tío, o tu hermano, como prefieras llamarlo, tiene asuntos muy importantes que atender —le dijo el hombrecillo a Ce'Nedra.

—¿Qué podría ser más importante que las reglas de cortesía?

—En estos momentos, Cthol Murgos.

—No te entiendo.

—Si Zakath y Urgit firman un tratado de paz, habrá todo tipo de oportunidades comerciales en Cthol Murgos.

—Eso lo entiendo —dijo ella con acritud.

—Por supuesto que sí. Después de todo, eres tolnedrana.

—¿Y cómo es posible que tú no estés haciendo nada al respecto?

—Ya lo he hecho, Ce'Nedra —sonrió él mientras sacaba brillo a la piedra de un enorme anillo contra su chaqueta gris perla—. Es probable que Varana se enfade conmigo cuando se entere.

—¿Qué has hecho exactamente?

—Te lo contaré cuando estemos en alta mar. Sigues siendo una Borune y podrías guardar algún vestigio de lealtad hacia la familia. No me gustaría que estropearas la sorpresa que se va a llevar tu tío.

Navegaron hacia el norte, bordeando la costa oeste, y ascendieron por el río Arend hasta los bajíos situados en las cercanías de Vo Mimbre. Una vez allí, desembarcaron y se dirigieron a caballo hacia la legendaria ciudad de los mimbranos.

La noticia de que habían descubierto a un grupo de mimbranos arendianos en los confines del mundo sacudió a la corte del rey Korodullin. Diversos cortesanos y funcionarios corrieron a las bibliotecas a redactar respuestas adecuadas a los saludos enviados por el rey Oldorin.

Sin embargo, la copia de los Acuerdos de Dal Perivor, que fue presentada por Lelldorin, produjo expresiones de preocupación en los rostros de los más selectos miembros de la corte.

—Mucho me temo, Majestades —les dijo un anciano cortesano a Korodullin y a Mayaserana—, que nuestra pobre Arendia ha vuelto a quedar marginada del mundo civilizado. En el pasado, siempre hemos encontrado consuelo en el eterno conflicto entre alorns y angaraks, o en el más reciente entre malloreanos y murgos, considerando, quizá, que su discordia justificaba la nuestra. Sin embargo, ya no tendremos ni siquiera este pobre consuelo. ¿Permitiremos que se diga que sólo en este trágico reino prevalecen aún rencores e incivilizadas guerras? ¿Cómo podremos mantener las cabezas altas en un mundo pacífico mientras las pueriles disputas y las estúpidas luchas internas siguen malogrando nuestras relaciones?

—Vuestras palabras me parecen enormemente ofensivas, mi señor —respondió un joven y presuntuoso barón—. Ningún mimbrano auténtico puede negarse a responder a las serias exigencias de su honor.

—No hablo sólo de los mimbranos, mi señor —respondió el anciano—, sino de todos los arendianos, tanto asturios como mimbranos.

—Los asturios no tienen honor —dijo el barón con una risita despectiva.

Lelldorin se llevó la mano a la espada de inmediato.

—No, mi joven amigo —dijo Mandorallen, conteniendo al impulsivo joven—. El insulto ha sido pronunciado aquí, en suelo mimbrano, por lo tanto es mi responsabilidad, y un placer para mí, responder a él. —Dio un paso al frente—. Quizá vuestras palabras fueran demasiado precipitadas, mi señor —dijo con cortesía al arrogante barón—. Os ruego que las reconsideréis.

—He dicho lo que pienso —respondió el joven fanático.

—Habéis hablado con descortesía a un honorable consejero del rey —dijo Mandorallen con firmeza— y habéis proferido un grave insulto a nuestros hermanos del norte.

—Yo no tengo hermanos asturios —declaró el caballero—. No reconozco ningún parentesco con seres ruines y traidores.

Mandorallen suspiró.

—Os ruego que me perdonéis, Majestad —le dijo al rey—. Pero ¿podríais, quizás, hacer retirar a las damas? Me propongo hablar con crudeza.

Sin embargo, no había fuerza en la tierra capaz de sacar a las damas de la sala del trono en un momento como aquél.

Mandorallen se volvió hacia el barón, que sonreía con expresión insolente.

—Mi señor —dijo el gran caballero con frialdad—. Vuestra cara se asemeja a la de un simio y vuestra figura es deforme. Además, vuestra barba es una ofensa contra la decencia, pues se parece más al áspero pelaje que decora el trasero de un perro mestizo que a un apropiado adorno para un rostro humano. ¿Es acaso posible que vuestra madre, en un momento de fervorosa lujuria, se divirtiera en el pasado con alguna cabra extraviada? —El barón empalideció y balbuceó algo, incapaz de hablar—. Parecéis enfadado, mi señor —dijo Mandorallen con la misma serenidad engañosa—. ¿O tal vez vuestros impropios orígenes han robado a vuestra lengua la posibilidad de articular la lengua humana? —Miró al barón con aire crítico—. Creo percibir, barón, que a la desgracia de vuestro dudoso origen se suma también la de la cobardía, pues ningún hombre de honor habría soportado tan graves insultos sin reaccionar. Por lo tanto, me temo que tendré que seguir provocándoos.

Como todo el mundo sabía, la tradición exigía arrojar el guante de la armadura al suelo para retar a alguien a duelo. Sin embargo, no fue allí donde lo arrojó Mandorallen. El joven barón retrocedió con paso tambaleante, escupiendo dientes y sangre.

—¡Ya no sois joven, señor Mandorallen! —exclamó lleno de ira—. Durante mucho tiempo habéis aprovechado vuestra cuestionable reputación para evitar el combate. Creo que ha llegado el momento de poneros a prueba.

—Habla —dijo Mandorallen con fingida incredulidad—. ¡Contemplad este milagro, señoras y caballeros, un perro que habla! —Toda la corte rió—. Ahora salgamos al patio, mi querido señor de las pulgas —continuó Mandorallen—. Tal vez un duelo con un caballero tan anciano y débil pueda entreteneros.

Los diez minutos siguientes se hicieron interminables para el joven barón insolente. Mandorallen, que sin duda podría haberlo cortado en dos con una simple estocada, prefirió jugar un rato con él, infligiéndole numerosas y dolorosas heridas. Sin embargo, ninguno de los huesos que rompió fueron importantes y ninguna de las heridas o contusiones amenazaron funciones vitales. El barón saltaba de un sitio a otro con la intención de protegerse de los diestros golpes de Mandorallen pero, en pocos instantes, éste dejó su armadura reducida a una pila de chatarra. Por fin, obviamente aburrido de la pelea, el campeón de Arendia rompió las dos tibias del joven con un solo golpe. El barón se desplomó en el suelo, gimiendo de dolor.

—Os ruego, mi señor, que moderéis vuestros gritos para no alarmar a las damas —lo riñó Mandorallen—. Gemid en voz baja, si así os place, e intentad reducir al mínimo esas impropias contorsiones de vuestro cuerpo. —Se giró a mirar con seriedad a la multitud silenciosa, asustada—. Y si alguno de los presentes comparte los prejuicios de este impulsivo joven, que hable ahora, antes de que guarde mi espada, pues resulta fatigoso desenvainarla una y otra vez. —Miró alrededor—. Adelante, caballeros, pues estas trivialidades me agotan y podrían llegar a enfurecerme.

Cualesquiera que fuesen las opiniones de los caballeros de la corte, era obvio que preferían guardárselas para sí.

Ce'Nedra dio un paso al frente con expresión grave.

—Mi señor —le dijo a Mandorallen, orgullosa, aunque con un brillo pícaro en los ojos—. Veo que vuestro valor permanece inmutable pese a la cruel senectud que enlentece vuestros miembros y los hilos de plata que tiñen vuestros oscuros rizos.

—¿Senectud? —protestó Mandorallen.

—Sólo era una broma, Mandorallen —rió ella—. Ahora guarda tu espada. Es evidente que nadie más quiere jugar contigo.

Se despidieron de Mandorallen, Lelldorin y Relg, que se quedaba en Vo Mimbre para regresar desde allí a Maragor, junto a Taiba y los niños.

—¡Mandorallen! —gritó el rey Anheg cuando comenzaban a alejarse de la ciudad—. Ven a Val Alorn el próximo invierno. Iremos a cazar jabalíes con Barak.

—Lo haré, Majestad —prometió Mandorallen desde las almenas del palacio.

—Ese hombre me cae muy bien —dijo el rey Anheg con voz efusiva.

Volvieron a embarcar y navegaron hacia el norte, en dirección a la ciudad de Sendar, para comunicar al rey Fulrach los Acuerdos de Dal Perivor. Seda, Velvet, Barak y Anheg zarparían hacia el norte a bordo de La Gaviota, y los demás planeaban una placentera cabalgata a través de las montañas de Algaria hasta llegar al valle.

La despedida junto al muelle fue breve, en parte porque pensaban volver a verse pronto y en parte porque ninguno de ellos quería dejarse traicionar por las emociones. Garion, en particular, odiaba tener que despedirse de Seda y de Barak. Aquellos hombres, pese a sus marcadas diferencias, habían sido sus compañeros durante media vida y la perspectiva de separarse de ellos le producía un misterioso dolor. Las trepidantes aventuras habían acabado y ya nada sería igual.

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