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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (17 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—¿Qué demonios está haciendo?

Una voz masculina a su espalda.

Todo sucedió en un solo movimiento. Birta se puso de pie, giró en redondo y, desabrochando la vaina, trazó con el cuchillo un arco hacia arriba para hundírselo al hombre en el pecho, justo bajo el esternón. Deliberadamente imprimió al golpe un poco más de fuerza para atravesar la parka y las capas de ropa. El hombre no reaccionó. Ni siquiera debió ver el cuchillo: su superficie negra y antirreflejante de policarburo y la velocidad del golpe lo volvía prácticamente invisible en la oscuridad. Todavía en el mismo movimiento continuo, Birta retorció el cuchillo. El hombre abrió los ojos y la boca, con indignación o perplejidad repentina, y cayó de rodillas. Ella se hizo a un lado y dejó que se derrumbara de bruces por sí solo. Le dio la vuelta y sacó dos conclusiones en un segundo: estaba muerto; no era su cliente. El hombre rondaba los cincuenta años. No era fácil asegurarlo con tantas capas de ropa, pero parecía fornido. Le abrió la parka y notó el calor de un cuerpo que ya no volvería a generar su propia temperatura. Lo registró para comprobar si llevaba un arma; ninguna. No parecía un guardaespaldas ni un policía. Había aparecido con una gran pala de nieve en las manos, y Birta dedujo que debía de tratarse de un empleado de mantenimiento. ¿Cómo era que no lo había visto cuando había reconocido el terreno? Se maldijo a sí misma y limpió la hoja en el hombro del muerto, al tiempo que escrutaba el sendero y la linde del bosque. Volvió a enfundar el cuchillo, bajó la cremallera de su parka y desenfundó su automática con silenciador. No se veía a nadie más.

Examinó el bosque y el montículo que bordeaba el sendero. Escogió un punto para cruzarlo y arrastró el cadáver por allí a través de la nieve y luego entre los árboles.

De vuelta en el sendero, tomó la mirilla telescópica suelta y la utilizó para observar los recuadros iluminados de las ventanas de la casa. Sabía dónde estaba el estudio de su cliente y que este seguiría trabajando allí hasta alrededor de las nueve. Las persianas estaban abiertas y veía el estudio entero, pero no al cliente. Revisó las otras habitaciones iluminadas. Nada.

Aquello tenía mal aspecto. Birta notó una vaga sensación de pánico en el pecho y la reprimió con un esfuerzo de voluntad, como le habían enseñado. Cuando te asustabas, cuando te ponías nerviosa, era cuando las cosas se torcían. Entonces cometías un desliz en el encuentro, o la gente se fijaba en ti mientras emprendías la retirada. «Calma. Mantén la calma».

Escrutó otra vez el sendero. Nada. Permaneció inmóvil, conteniendo la respiración, absorbiendo los ruidos del bosque y de la noche. Soltó de nuevo una maldición. Iba a tener que acortar la distancia forense. Era una regla muy simple: cuanto mayor era la distancia forense, menores eran las posibilidades de ser detectada o interceptada. El rifle de francotirador de larga distancia constituía un ejemplo perfecto: la bala, que solía superar con éxito la primera barrera de madera o cristal, que atravesaba la carne y el hueso para impactar por fin en el ladrillo o acabar deformada en la piedra, era el único vínculo forense entre ella y el cliente muerto. Si mantenías la distancia forense con el punto y el momento de la muerte, contabas con muchas más posibilidades de escabullirte totalmente inadvertida.

Pero como no veía al cliente, no podía utilizar el rifle. Desde luego, era posible que estuviera en la cocina preparándose un sándwich. Pero la aparición inesperada de aquel sujeto secundario había trastocado las cosas. Ya no podía permitirse el lujo de entretenerse. Si no la hubiera sorprendido el empleado y no hubiera tenido que ocuparse de él, se habría apostado allí durante una hora, o tal vez más, esperando a que reapareciese el cliente. Ahora, en cambio, habría de acercarse más. Quizás incluso tendría que entrar en la casa. Lo cual significaba que ya no mantendría una distancia forense con el punto de encuentro.

Volvió a guardar el rifle en su estuche y, desenfundando otra vez la pistola, avanzó hacia la casa.

2

A
nna Wolff se había pasado tres noches rastreando los pasos ebrios de Armin Lensch. También había dedicado bastante tiempo a pensar en la situación en la que se había metido. Ella había intervenido en diecisiete casos de asesinato desde que Fabel la había escogido para su equipo. Diecisiete muertes diferentes provocadas en su mayoría por motivos tan banales como un berrinche de borracho o unos celos sexuales.

Algunas, como las más recientes, habían obedecido sin embargo a motivos tan retorcidos y abstractos que Anna estaba segura de que por mucho tiempo que pasara en la brigada jamás llegaría a hacerse una idea cabal de las mentes que había detrás. Fabel sí, en cambio. Era sin duda un pensamiento espeluznante: Fabel entendía a esa gente. Quizás era cierto lo que él pensaba, a fin de cuentas: tal vez ella no estaba hecha para ser agente de la Mordkommission.

Anna aún no lograba asimilar que el tipo al que le había propinado el rodillazo en la ingle estuviera muerto. Por algún motivo indefinido, sentía como si ella hubiera contribuido a provocar su muerte. O no tan indefinido. Por lo que había averiguado entre sus amigos, todos se habían puesto a burlarse de su encuentro con la mujer policía y él se había largado por su cuenta y había desaparecido en la noche. A continuación alguien lo había asesinado. El último eslabón de una secuencia de hechos que —podría decirse— ella había desencadenado.

Todo demasiado seguido para quedarse tranquila.

—¿Adónde quiere ir ahora, comisaria? —le preguntó Theo.

Anna se volvió hacia él. Theo Wangler era el agente uniformado de la Davidwache que le habían asignado para acompañarla mientras hacía su ronda por los bares y clubes. El uniforme le sentaba bien: Wangler medía dos metros y era evidente que hacía ejercicio. Pesas, supuso Anna. Poseía una mandíbula ancha y poderosa, y cuando se quitó la gorra para echarse el pelo hacia atrás con los dedos, ella advirtió que lo tenía espeso, oscuro y ondulado. Los tipos tan atractivos como él solían ser unos gilipollas. Cuando lo vio por primera vez decidió que no le caía bien, pero que no descartaría un revolcón con él. Aquella primera impresión, sin embargo, resultó equivocada: Wangler era un tipo silencioso, casi tímido. Pero a medida que habían ido de un bar a otro, había observado en él una callada firmeza que lograba mantener en su sitio a los revoltosos, y sin ser agresivo, lo cual le permitía hacer entrar en razón a todo el mundo, salvo a los borrachos perdidos o a los que tenían fobia a la policía. Era el temperamento ideal para un agente, pensó Anna. Un temperamento que ella —lo sabía muy bien— no poseía. Decidió de nuevo que Wangler le caía mal.

La Reeperbahn era una calle larga, ancha y recta: ideal para tejer
reep
, «cuerda» en bajo alemán, cosa que la había convertido en una cordelería durante varios siglos y que explicaba el origen de su nombre. Durante el día tenía un aire gris y chabacano; por la noche se convertía en una de las calles más iluminadas de Alemania. Había algo, no obstante, en los enormes y destellantes neones de la Reeperbahn, por donde ahora avanzaban los dos, que resultaba profundamente deprimente: una animación forzada, malsana. Anna y Wangler habían visitado un bar tras otro, a cual más sórdido, sin sacar gran cosa de los empleados. La mayor parte de las veces hablaban con los encargados de seguridad apostados en la puerta y la mayoría, igual que los camareros y las chicas, recibían a Wangler con un caluroso apretón de manos o al menos con un gesto de saludo.

—Trabajé aquí cuatro años —le explicó Wangler, mientras recorrían la calle y pasaban frente a un sex shop en cuyos escaparates se exhibían consoladores de proporciones improbables—. Acabas conociendo a la gente.

—¿Te gustaba trabajar en esta zona? —preguntó Anna.

—No estaba tan mal… La gente tiene una idea equivocada del Kiez. Una idea anticuada, supongo. Incluso el superintendente Kaminski. Él hacía la ronda por aquí en los viejos tiempos, y me da la sensación de que es de los que piensa que la zona se está echando a perder porque los burdeles cierran y los bares de moda, los teatros musicales y los pisos de lujo cada vez abundan más. Una agencia de publicidad va a abrir aquí sus oficinas.

—Eso está bien, ¿no?

—Bueno, también tiene su lado malo. La Reeperbahn ofrecía antes sexo barato: ahora ofrece bebida barata. Todo el Kiez se ha infectado con la Enfermedad Británica: beber a lo loco, a toda prisa, hasta perder el sentido. Especialmente en los clubes. Eso ha cambiado el tipo de delito con el que nos enfrentamos. Menos robos, más violencia.

—¿No funciona la prohibición?

Anna se refería a la reciente orden judicial que prohibía llevar armas en la Reeperbahn y en toda la zona del Kiez. Se había delimitado una zona libre de armas, con carteles amarillos que marcaban el perímetro.

—Un poco. Pero parece que tu Ángel se la está saltando…

Anna se echó a reír. Interrumpieron su conversación al acercarse a otro club. Había dos neandertales de cuello de toro plantados frente a la puerta, con las manos cruzadas delante, en la típica pose de los empleados de seguridad.

—¿Por qué se ponen siempre así? —le preguntó Anna a Wangler—. Ya me entiendes, como protegiéndose los huevos.

—Quizás hayan oído hablar de ti —dijo él con una risotada.

—¿Estás enterado?

—Todo el mundo lo sabe. —Wangler abordó al primer portero—. Hola, Heiner.

—¿Qué tal, Theo? —El gigantón hablaba con una voz de una suavidad llamativa, un poco aguda—. ¿Cómo va eso?

—Como siempre. Oye una cosa, Heiner, esta es la comisaria criminal Wolff, de la brigada de Homicidios. Quiere hacerte un par de preguntas.

—Lo que quiera y cuando quiera… —dijo él, dedicándole una sonrisa a Anna.

Su compañero lo imitó, aunque ella tuvo la impresión de que era una acción refleja; no parecía lo bastante evolucionado para poseer pensamiento independiente. Anna correspondió a la sonrisa con una mueca cansada y le mostró al portero una foto de Armin Lensch.

—Supongo que no habrás visto a este tipo, ¿no?

El portero miró la foto, encogió sus hombros de coloso y se la devolvió. Pero de repente pareció vacilar.

—Espera un momento. Déjame verla otra vez… —Anna le tendió la fotografía de nuevo—. Sí… sí, le he visto. Lo vi el viernes… no, el sábado noche. Ahí. —Señaló el otro lado de la calle—. Subiéndose a un taxi.

—¿Te acuerdas de cada persona que se sube a un taxi? —le dijo Anna.

—No. Pero me acuerdo de este tipo porque no me pareció que fuera un taxi. O un taxi de servicio, vamos. Tenía pinta chunga.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, era el modelo que tenía que ser, un Mercedes clase E, y del color correcto, beis marfil. Pero no tenía el rótulo del techo. Me fijé porque vi que el coche se acercaba por detrás de él. No creo que el tipo se diera cuenta de que no era un taxi. He de estar pendiente de esta clase de mierdas, ya me entiendes, pervertidos que se hacen pasar por taxistas y recogen a chicas y tal. O que recogen a borrachos y los desvalijan. No pasa mucho porque nadie tiene un coche del mismo color que un taxi.

—¿Y tú dirías que fue este hombre el que se subió al taxi? ¿Al falso taxi? —dijo Anna dando un golpecito a la foto.

—Sí, había estado aquí más temprano con un grupo de tipos. Un bocazas agilipollado. Lo reconocí cuando lo vi ahí enfrente.

—Dices que vigilas para que no desvalijen a nadie. ¿Por qué no informaste de que lo habías visto subirse al coche, ni hiciste nada para impedirlo? —preguntó Wangler.

—Podría haber sido un taxi auténtico. En todo caso, no me pareció en ese momento que el tipo corriera peligro.

—¿Por qué?

—Bueno —Heiner el neandertal volvió a encoger sus hombros gigantescos—, me pareció que no corría peligro. Conducía una mujer…

3

B
irta se aproximó a la casa, bordeando los gajos de luz amarillenta que derramaban sobre la nieve las ventanas sin cortinas. Pensó que bajar las persianas o correr las cortinas nunca se te pasaría por la cabeza, pensó, en un sitio como este. Los árboles del bosque eran tus postigos. Nadie más podía verte.

No había nadie en las habitaciones iluminadas. Examinó también las ventanas oscuras: nada. Se deslizó hacia el flanco de la casa. Había una puerta hacia la mitad: cerrada. Llegó a la parte trasera, avanzando siempre pegada a la pared. Allí había otra puerta. Giró el picaporte y tuvo suerte: se abrió con toda facilidad. Daba a la cocina, una estancia grande, revestida de madera de pino, con accesorios caros y un grupo de sillones de cuero y de sillas tapizadas en un rincón. El frigorífico, enorme, estaba adornado con dibujos infantiles, notas garabateadas e imanes. Birta cerró la puerta con cuidado a su espalda y se quedó totalmente inmóvil, concentrándose para captar cualquier sonido del interior de la casa. Nada. Mierda. Quizá no estaba. Esto normalmente no habría constituido un problema: siempre podía planear otra vez el encuentro, reprogramarlo. Pero ahora ya había dejado allí su huella: un hombre de mediana edad yacía entre los árboles con el corazón desgarrado.

Entró con cautela en el salón. Ninguna señal de vida. Se dirigió al estudio. Había recorrido la mitad del camino, no sin examinar cada habitación que pasaba, cuando se abrió la siguiente puerta de la izquierda y el sonido de la cisterna del lavabo inundó el pasillo. El cliente salió distraído y pegó un brinco al ver a Birta. Ella alzó la pistola y le apuntó a la cabeza.

—La estaba esperando —dijo él, con una sonrisa vacilante.

—¿A mí? —replicó Birta.

—Bueno, no a usted concretamente. Pero sí a alguien como usted. —Miró al fondo del pasillo, por detrás de ella—. Supongo que esperaba más bien a un hombre.

—No soy un hombre —dijo Birta.

«No me hace falta mirar a mi espalda —pensó—. Su empleado no va a presentarse. No va a haber ninguna sorpresa desagradable para mí. Ni tampoco indulto para usted».

—Veo que… oiga, no tiene por qué…

El cliente no acabó la frase. La bala le dio en el centro de la frente y el hombre se volcó hacia atrás todo rígido, como un árbol caído. Birta se acercó a donde yacía. Sabía que estaba muerto: salían ciertos ruidos de su cuerpo —ruidos post mórtem—, tenía los pantalones manchados de orina y le pareció que olía incluso a excrementos. La muerte violenta, bien lo sabía, no era demasiado limpia, ni estaba desprovista de olores. Le salía un hilo de sangre —rojo oscuro, casi negro— por una narina y por la oreja izquierda. Aun así, Birta se agachó a los pies del cadáver, apuntó desde allí a la base de su mandíbula e hizo un segundo disparo. La cabeza del cliente se retorció, como si estuviera meneándola en señal de protesta, pero ella sabía que solo se trataba de la punta hueca de baja velocidad del proyectil, abriéndose paso en el interior de su cráneo y destrozándole el cerebro.

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