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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (36 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—No.

—No le creo. —Fabel le dirigió a Margarethe una mirada penetrante, o que pretendía ser penetrante sin serlo.

—Me tiene sin cuidado que me crea o no.

—Tengo a una colega de Jespersen en la habitación de al lado, presenciando el interrogatorio. Su inmediata superior. Ella me ha explicado que el Politiinspektør Jespersen vino aquí para tratar de encontrar a Georg Drescher. También porque le había llegado el rumor de que una asesina a sueldo llamada la Valquiria trabajaba desde Hamburgo. Son un montón de coincidencias, Margarethe. —Ella no hizo comentarios ni se encogió de hombros siquiera—. Vino aquí para localizar al hombre al que usted quería dar caza. Y a la vez, quería darle caza a una asesina llamada la Valquiria, y acabó muerto bajo los efectos de la misma droga que usted empleó con Drescher. Mató a Jens Jespersen, ¿no es así? Él se interponía en su camino. Un objetivo secundario. ¿O cómo lo llamaría usted: un «encuentro imprevisto»?

Margarethe no le hizo caso y se volvió hacia Susanne.

—¿Es usted psicóloga criminal?

—Ya se lo dicho antes.

—¿Y ha hablado con el doctor Köpke?

—Sí.

—Así que cree que soy una psicópata.

—Creo que padece un trastorno disocial de la personalidad, sí. Pero creo que en su caso se añade algo más. No es solo psicópata, sino también psicótica. Delirante.

—¿De veras? —dijo Margarethe—. Entonces sabrá que me mantendrán seguramente en una institución el resto de mi vida.

—No creo que pueda volver a integrarse en la sociedad, no. Ni que pueda curarse. Quizá la psicosis, con la medicación adecuada. Pero no: pasará el resto de su vida encerrada.

—Aunque disiento de su diagnóstico, Frau doctor Eckhardt, coincido con su previsión. Nunca quedaré en libertad. Y si soy una psicópata, no tengo ninguna noción de responsabilidad. Y el castigo carece de significado para mí. Así pues, ¿podría explicarle a Herr Fabel que para mí no tiene absolutamente ningún sentido mentirle sobre qué asesinatos he cometido o no?

—Existen otros motivos para mentir —dijo Fabel—. Para proteger a otros, por ejemplo. Quizá no trabajaba usted sola. Quizá decidió celebrar una reunión de ex alumnas con las otras Valquirias. Lo cual explicaría todo el dinero y los recursos que tenía a su disposición. Tal vez fue una de sus hermanas la que mató a Jespersen.

—Tal vez —dijo Margarethe—. Pero no sé nada sobre eso; ni tendría por qué ocultarlo si lo supiera. No les debo ninguna lealtad. Ellas me abandonaron. Solo mi hermana permaneció a mi lado. Me prometió que lo arreglaría todo.

«Ahí —pensó Fabel—; ahí hay algo». Por primera vez en todo el interrogatorio vislumbró una brecha: apenas una fisura, pero algo que se podía trabajar, agrandar haciendo palanca.

—Sí, Margarethe —dijo, comprensivo—. Ellas la abandonaron. La traicionaron. Siguieron adelante para convertirse en verdaderas Valquirias mientras a usted la rechazaban y la dejaban tirada. Después de todo el horror, de todo el dolor, de todas aquellas cosas terribles que le metieron en la cabeza. ¿Es esa la verdadera razón por la que torturó y mató a Drescher? ¿Para alcanzar una realización que a usted le había sido negada? ¿Se hace una idea del dinero que deben de haber ganado gracias a sus encuentros? Ah, sí… Tras la caída del Muro, Drescher y ellas abrazaron con entusiasmo el capitalismo. Se han dedicado a matar como una empresa privada.

—Ella… —dijo Margarethe.

—¿Cómo?

—Ella; no ellas. Georg Drescher tenía una favorita. Trabaja solo con una mujer. La otra no toma parte en ello. Lleva otra vida.

Hubo una pausa electrizante. Fabel sintió que se le aceleraba el pulso. Notó que Anna y Susanne se habían quedado totalmente inmóviles.

—Nombres, Margarethe —le dijo—. ¿Cómo se llaman? La mujer con la que trabajaba Drescher, la asesina profesional, ¿cómo se llama?

—Éramos amigas —dijo Margarethe. Ahora había algo de emoción; no mucha, solo un atisbo de tristeza—. Tan amigas como podíamos llegar a serlo. Las tres éramos solitarias; era una de las cosas que se requerían de nosotras. Pero a nuestro modo éramos amigas.

—La abandonaron, Margarethe. No les debe nada.

—No hace falta que me diga eso ni que intente manipularme. Yo le diré lo que quiera decirle. No lo que usted cree que puede inducirme a decir. —Hizo una pausa—. Una de las reglas era que no sabíamos nuestros nombres. Eran muy estrictos en este punto. Nos conocíamos como Una, Dos y Tres. Yo era Dos.

Fabel sintió que se desvanecían sus esperanzas. Suspiró.

—Congeniábamos —continuó Margarethe—. Nos supervisaban la mayor parte del tiempo. Nos observaban y monitorizaban. Nuestros dormitorios estaban separados. Pero nos entrenaban juntas para la mayoría de las cosas.

—¿Las otras chicas le dijeron algo que le diera un pista sobre su verdadera identidad?

—Ellos creían que podían controlarnos por completo. Convertirnos en máquinas. Pero no podían. —Margarethe sonrió. Ya no con una sonrisa postiza, ni con una mueca que le hubieran enseñado a usar en los momentos adecuados, no. Con su sonrisa. A Fabel lo dejó helado—. Liane Kayser. Anke Wollner. Era nuestra manera de rebelarnos, de mantenernos un poco fuera de su control. Nos dijimos nuestros verdaderos nombres.

Fabel mantuvo la mirada fija en Margarethe, pero oyó a su izquierda que Anna Wolff anotaba los nombres en su cuaderno y salía precipitadamente de la sala de interrogatorios.

—Había algo más. Sabíamos que nos enviarían a lugares distintos. Que tal vez no volveríamos a vernos. Así que ideamos un plan, un lugar donde nos reuniríamos.

—¿Dónde? —Fabel trató de mantener un tono desapasionado.

—Debe recordar que vivíamos en el Este. No sabíamos que el Muro caería. No sabíamos que una o más de una sería enviada al Oeste para infiltrarse de incógnito. Así que escogimos un lugar que las tres conocíamos. Halberstadt.

—¿En Sajonia-Anhalt?

Margarethe asintió.

—Una de las chicas, Liane, procedía de Halberstadt. Ella propuso que si nos necesitábamos nos encontráramos en la catedral de Halberstadt.

—¿Cómo sabrían que habían de acudir?

—A través de dos periódicos, uno de la RDA y otro de Alemania Occidental. Publicaríamos en ellos un anuncio con una cita de la
Saga de Njál
: «Los cielos están manchados con la sangre de los hombres mientras las valquirias cantan su canción». Si veíamos el anuncio sabríamos que debíamos de encontrarnos en Halberstadt, a las ocho de la mañana, el primer lunes después de su publicación.

Fabel se echó hacia delante.

—O sea que si sacáramos ese anuncio en los periódicos adecuados, ¿podríamos conseguir que las otras dos Valquirias fueran a Halberstadt?

Margarethe meneó la cabeza.

—Descubrieron nuestro secreto. Nos pillaron hablando de ello. Fuimos estúpidas. Era la Stasi quien nos adiestraba y no se nos ocurrió que podían grabar nuestras conversaciones.

—¿Así que usted cree que las otras no responderían al anuncio? —preguntó Fabel.

—No. Y no acordamos otro código. Inmediatamente después de aquello nos separaron. No volvimos a vernos.

—¿Y no ha tenido contacto con ninguna de las otras dos Valquirias?

—Ninguno.

—Dice que Drescher tenía una favorita. Sería la mujer con la que usted cree que ha continuado trabajando. ¿Cuál, Margarethe? ¿Quién era su favorita? ¿Liane Kayser o Anke Wollner?

—Anke Wollner. Liane… bueno, era diferente. Ella no se sometía tan fácilmente a la disciplina; quería hacer las cosas a su modo. Era Anke la protegida de Drescher.

Anna Wolff volvió a entrar y ocupó su sitio. Ante la mirada inquisitiva de Fabel, respondió meneando la cabeza.

—Se lo pregunto otra vez, —dijo Fabel, volviéndose hacia Margarethe—. ¿Fue una de las otras dos Valquirias la que le facilitó todo lo necesario para matar a Drescher? —Volvió a descender la máscara vacía sobre el rostro de la mujer—. ¿Fue otra persona de la Stasi? ¿Quizá alguien que trabajaba con Drescher y que lo consideraba una amenaza?

Nada.

—¿Le dice algo el nombre Thomas Maas? ¿Ulrich Adebach?

Fabel repasó, uno por uno, todos los nombres que había obtenido de la Comisión Federal BStU. Era obvio que se encontraban en un punto muerto, como si Margarethe se hubiera dado cuenta de que se había abierto demasiado y estuviera cerrándose otra vez. No, pensó Fabel. Tenía demasiado control para eso. Toda la información la había suministrado de forma controlada.

Al concluir el interrogatorio, Margarethe fue trasladada a su celda entre grandes medidas de seguridad. Una celda con cámara de vigilancia, tal como había ordenado el propio Fabel.

—¿Así que nada sobre esos dos nombres? —le preguntó a Anna en cuanto salieron al pasillo.

—Nada. Aunque tampoco es de extrañar,
Chef
. Si esas chicas fueron escogidas por la Stasi, sobre todo si eran huérfanas o de hogares rotos, me figuro que lo primero que debió de hacer la Stasi fue borrar de los registros públicos cualquier rastro de su verdadera identidad. Algo muy fácil de hacer si eres tú mismo quien controla esos registros.

—Vuelve a ponerte en contacto con la Comisión Federal BStU en Berlín. —Fabel se recostó contra la pared—. Dales los nombres y a ver qué sale. La gente de la Stasi se creía invulnerable. A lo mejor pensaron que la mención de la identidad real de las chicas en algún expediente del cuartel general de la Stasi no representaba ningún peligro.

—Me parece muy improbable,
Chef
—dijo Anna.

—Es lo mejor que tenemos, por ahora.

Se les unieron Karin Vestergaard y Werner Meyer, que habían presenciado el interrogatorio desde la habitación contigua.

—¿Y bien? —le preguntó Fabel a Vestergaard.

—No sé —dijo ella, suspirando—. Es difícil descifrar la expresión y el lenguaje corporal a través de un monitor de televisión.

—No había nada que descifrar, se lo aseguro. Le falta un buen pedazo de humanidad a Margarethe Paulus. Pero ya ha oído lo que ha dicho sobre la muerte de Jespersen. Según ella, no tuvo nada que ver. Y no deja de tener razón cuando sostiene que no gana nada mintiendo al respecto.

—En efecto —dijo Vestergaard—. Y me inclino a creerla.

—Y yo —dijo Fabel—. Lo cual… ¿en qué punto nos deja?

—Bueno —dijo Anna—, tenemos un asesinato profesional en Noruega, el de Jørgen Halvorsen, y la muerte de Jens Jespersen en Hamburgo. Parece bastante seguro deducir que están directamente relacionados.

—Luego tenemos los asesinatos cometidos en el Kiez: el británico Westland y Armin Lensch —dijo Werner—; el llamado regreso del Ángel de Sankt Pauli. Tienen que estar conectados.

—Y el asesinato de Georg Drescher —dijo Anna—. Tanto si Margarethe estuvo implicada en la muerte de Jespersen y Halvorsen como en el caso contrario, existe una conexión. Así que tenemos, de hecho, tres grupos de asesinatos con un vínculo común, y ese vínculo es la conspiración de la Stasi para enviar a las Valquirias asesinas al Oeste.

—Quizás haya uno más —dijo Fabel—. Peter Claasens: el suicidio que tal vez no sea un suicidio en el Kontorhaus Quarter. Quizás el vínculo esté ahí. —Se volvió hacia Karin Vestergaard—. Y creo que usted y yo deberíamos echarle otro vistazo a ese analista medioambiental, el tal Sparwald, que tenía cierto tipo de relación con Halvorsen.

—He estado pensando en eso —dijo Vestergaard—. Si se suponía que ambos se iban a China, y Halvorsen no llegó a emprender el viaje, ¿quién dice que Sparwald sí lo hizo?

Fabel se apartó de la pared, enderezándose de golpe.

—¿Todavía tiene la dirección?

Karin Vestergaard le enseñó la nota que el jefe de Sparwald le había dado.

—Vamos —dijo Fabel.

7

D
esde el coche, Fabel llamó al móvil de Sparwald.

—Número no disponible —le dijo a Vestergaard cerrando su teléfono.

—No es de extrañar si está en una zona remota de China.

—Exacto: si es que está allí —dijo Fabel. Miró la nota que Lüttig, el jefe de Sparwald, les había dado—. Quiera Dios que sea así. Si realmente iba a hacer este viaje con un amigo noruego y ese compañero de viaje era Halvorsen…

Sparwald no residía lejos de su trabajo. Aunque si uno apreciaba el medio ambiente, Poppenbüttel no era mal sitio para vivir. Incluso en invierno, con sus árboles de ramas desnudas y sus encantos deslucidos, la naturaleza hacía sentir allí su presencia. Sparwald vivía en una casita rodeada de una densa arboleda, cerca de la orilla del Alster. Era de madera, pero la mayor parte de la fachada sur estaba ocupada por ventanas, ahora con los postigos cerrados.

—Me recuerda a muchas de las casas de Dinamarca —dijo Vestergaard. Le señaló una zona del jardín donde habían cavado una zanja. Al fondo había algunos rollos de tubo tirados en la tierra fangosa—. Mire: estaba instalando un convertidor de energía geotérmica. Aún no ha terminado. Es bastante raro dejar algo así a medias cuando estás a punto de irte un mes a China. —Hizo un gesto hacia el tejado—. Y esos paneles solares son nuevos; diría que no están conectados. Sparwald estaba obviamente en mitad de un importante proyecto de reformas domésticas.

Fabel se acercó a la puerta principal, llamó al timbre y, por si fuera poco, dio unos golpes con los nudillos. Tal como esperaba, no hubo respuesta. Se volvió hacia Vestergaard.

—Voy a echar un vistazo detrás. Mire a ver si hay alguna ventana donde no estén echadas las persianas.

Fabel rodeó la casa por un lado. También allí se veían signos de una obra en marcha: materiales de construcción apoyados contra la pared, herramientas tiradas en el suelo. Trató de abrir la puerta trasera. Estaba cerrada con llave.

—¡Jan!

Vestergaard lo llamaba desde el otro lado de la casa. La rodeó a toda prisa, resbalando entre el barro removido para cavar la zanja de la bomba de calor.

—Eche un vistazo aquí —dijo Vestergaard—. Hay una rendija entre la persiana y el alféizar.

Fabel atisbó por la rendija, pero no vio nada. Sacó una linternita del bolsillo y enfocó hacia el interior.

—¿Lo ve? —dijo Vestergaard.

—Sí, sí —respondió. Por un instante trató de convencerse de que era solo un zapato. Pero no. Sabía muy bien que lo que había visto, asomando desde detrás del sofá: era un pie.

Llamó al Präsidium con el móvil y ordenó que enviaran un coche patrulla de la comisaría 35 de Poppenbüttel.

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