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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (16 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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Brooke se obligó a tener paciencia. Cynthia era una buena persona y sólo pretendía recolectar dinero para los menos favorecidos. Hizo una inspiración lenta y profunda, procurando que Cynthia no la oyera.

—Puede que sea cierto lo de los juanetes, o puede que no le apetezca viajar de Shaker Heights a Filadelfia, no lo sé. Además, ¿quién soy yo para juzgar? Probablemente yo estaría dispuesta a sacrificar a mi propia madre, si alguien se ofreciera a quitarme gratis los michelines. —Hizo una pausa—. ¡Cielos! Eso ha sonado horrible, ¿verdad?

Brooke hubiese querido tirarse de los pelos, pero en lugar de eso, forzó una risita.

—Estoy segura de que más de una haría lo mismo, pero a ti no te hace falta. Estás estupenda.

—¡Eres un encanto!

Brooke esperó unos segundos a que Cynthia recordara para qué la había llamado.

—¡Ah, sí! Supongo que Julian estará ocupadísimo en estos días, pero si hubiera alguna posibilidad de que hiciera una aparición en nuestra comida benéfica, sería fantástico.

—¿Una aparición?

—Sí, bueno, una aparición o una pequeña actuación, lo que él prefiera. Quizá podría cantar esa canción con la que se ha hecho famoso. El almuerzo empezará a las once, con una subasta a sobre cerrado en el auditorio y unos aperitivos ligeros, y después pasaremos a la sala principal, donde Gladys y yo hablaremos del trabajo que la comisión de mujeres ha hecho durante todo el año y de la situación general del Beth Shalom; a continuación, señalaremos las fechas de los próximos…

—Sí, sí, ya te entiendo. Entonces ¿lo que tú quieres es que Julian… actúe? ¿En una comida benéfica de señoras? Ya sabes que la canción habla de su hermano muerto, ¿no? ¿Te parece adecuado? ¿Les gustará a las señoras?

Afortunadamente, Cynthia no pareció ofendida.

—¿Que si les gustará? ¡Oh, Brooke! ¡Quedarán encantadas!

Si dos meses antes alguien le hubiese dicho que iba a mantener aquella conversación, Brooke no se lo habría creído; pero para entonces, después de recibir propuestas similares de la directora de Huntley, de una compañera de colegio, de un antiguo compañero de trabajo y no de uno, sino de dos primos (todos los cuales querían que Julian cantara o enviara un autógrafo o un saludo), ya no se sorprendía de nada. Aun así, la propuesta de Cynthia era la más increíble de todas. Intentó imaginar a Julian cantando una versión acústica de
Por lo perdido
en la bimá del templo Beth Shalom, ante un público de quinientas madres y abuelas judías, después de una presentación desbordante de elogios a cargo del rabino y de la presidenta de la comisión. Al final, todas las mujeres se volverían para hablar entre ellas y comentarían: «Bueno, no ha llegado a médico, pero al menos con eso se gana la vida», o «Me han dicho que empezó la carrera de medicina, pero la dejó. ¡Qué pena!». Después, se arremolinarían a su alrededor, y al ver el anillo de casado, querrían saberlo todo acerca de su mujer. ¿Sería también una buena chica judía? ¿Tendrían hijos? ¿Por qué no? Y más importante aún, ¿cuándo empezarían a intentarlo? Comentarían entre ellas que seguramente el muchacho haría mejor pareja con una de sus hijas o sobrinas, y aunque todas vivían en la región de Filadelfia y Julian había nacido y crecido en Manhattan, al menos una docena de las mujeres presentes descubrirían algún parentesco o relación con los padres o los abuelos de Julian. El pobre volvería a casa aquella noche aquejado de estrés postraumático, veterano de una guerra que sólo unos pocos podrían comprender, y no habría nada que Brooke pudiera hacer o decir para ayudarlo a recuperarse.

—Bueno, se lo preguntaré. Sé que te agradecerá mucho que hayas pensado en él y estoy segura de que le encantaría ir, pero me parece que tiene todos los días ocupados las próximas semanas.

—Si crees que le encantará venir, entonces quizá pueda hablar con las otras integrantes de la comisión, para cambiar la fecha. Tal vez pudiéramos…

—Oh, no, por favor, no cambies nada por él —se apresuró a interrumpirla Brooke. Era la primera vez que veía aquella faceta de Cynthia y no sabía muy bien qué hacer—. Estos días es muy impredecible. Se compromete para ir a un sitio y después tiene que suspenderlo. Detesta tener que cancelar compromisos, pero su tiempo ya no le pertenece. Lo entiendes, ¿verdad?

—Por supuesto —murmuró Cynthia, y Brooke intentó no pensar en la ironía de que ella usara con Cynthia la misma excusa que Julian usaba con ella.

Se oyó al fondo el timbre de la puerta, Cynthia se disculpó y Brooke le envió al visitante anónimo un telepático agradecimiento. Leyó otros dos capítulos de su libro (una crónica del secuestro del niño Etan Patz, que le estaba haciendo ver potenciales pedófilos en todos los tipos más o menos siniestros con los que se cruzaba por la calle), y acompañó hasta la puerta al instalador de persianas bloqueadoras de paparazzi, en cuanto el hombre terminó su trabajo.

Empezaba a acostumbrarse a estar sola. Como Julian pasaba mucho tiempo fuera, Brooke solía decir en broma que volvía a sentirse como en sus tiempos de soltera, sólo que con menos vida social. Salió a dar un paseo, bajó por la Novena Avenida, y cuando pasó delante de la pastelería italiana de la esquina, con su rótulo de pasticceria pintado a mano y sus cortinas caseras, no pudo contenerse y entró. Era un lugar adorable con una máquina de café al estilo europeo, donde la gente pedía capuchinos por la mañana y espressos el resto del día, y los bebía de pie.

Brooke contempló la enorme vitrina de bollos y pasteles, y casi pudo saborear las pastas de mantequilla, los croissants rellenos de mermelada y los pastelitos de queso con frutos del bosque. No le cabía la menor duda. Si se hubiese visto obligada a elegir una sola de aquellas delicias, se habría decidido por uno de los
cannoli
, con su exquisito relleno y su envoltorio pecaminosamente frito. Lo primero que haría sería lamer la crema que llevaba por encima, y después, tras un sorbo de café para limpiarse el paladar, se permitiría un mordisco en uno de los extremos, parándose un momento para saborear el…


Dimmi
! —dijo la señora italiana del mostrador, interrumpiendo así la fantasía alimentaria de Brooke.

—Un descafeinado con leche desnatada, por favor, y una de esas de ahí —respondió Brooke con un suspiro, mientras señalaba las pastas sin crema, sin relleno y sin ningún adorno que reposaban tristemente en una bandeja, junto a la caja registradora. Sabía que las pastas de almendra estaban recién hechas, eran sabrosas y tenían el punto justo entre tiernas y crujientes, pero eran un pobre sustituto de los
cannoli
. Sin embargo, no podía elegir. Había engordado dos kilos desde el fin de semana en Austin y, con sólo pensarlo, se habría puesto a gritar. El par de kilos de más en la cintura habrían pasado prácticamente inadvertidos en cualquier mujer, pero en ella (que no sólo era nutricionista, sino que era una nutricionista casada con un famoso) resultaban completamente inaceptables. Nada más volver de Austin, había empezado a llevar un diario de los alimentos que consumía, combinado con una dieta estricta de 1.300 calorías al día. Ninguna de las dos medidas estaba obrando grandes efectos de momento, pero ella no se daba por vencida.

Pagó el café y la pasta, y estaba de pie junto a la barra, cuando oyó que la llamaban por su nombre.

—¡Brooke! ¡Eh, aquí!

Se volvió y vio a Heather, una de las asesoras vocacionales de Huntley. Sus despachos estaban uno frente al otro, y aunque al principio sólo se reunían muy de tanto en tanto para hablar de alguna estudiante atendida por ambas, en los últimos tiempos se habían estado viendo más a menudo, a causa de Kaylie. De hecho, Heather había sido la primera en notar la obsesión de Kaylie por el peso y había sido ella quien le había aconsejado que viera a Brooke. Desde entonces, ambas compartían la preocupación por la niña, y si bien era cierto que en los últimos meses se habían visto con bastante frecuencia, no podía decirse que fueran amigas. Por eso, a Brooke le resultó un poco extraño encontrarse con su colega en un café, en sábado.

—¡Hola! —dijo Brooke, mientras se sentaba en un taburete de madera junto a Heather—. No te había visto. ¿Cómo estás?

Heather sonrió.

—¡Muy bien! Encantada de que sea sábado. ¿Te puedes creer que sólo nos quedan dos semanas de trabajo y después tendremos tres meses de vacaciones?

—Sí, cierto. ¡Qué ganas de que pase el tiempo! —respondió Brooke, decidida a no mencionar que ella seguiría trabajando a tiempo completo en el hospital.

Sin embargo, Heather lo recordaba.

—Por mi parte, daré un montón de clases particulares, pero al menos puedo elegir los horarios. No sé si será por el invierno tan crudo que hemos tenido o porque el trabajo me está quemando, pero estoy deseando que lleguen las vacaciones.

—Yo igual —dijo Brooke, un poco incómoda, porque se daba cuenta de que no tenían nada más de que hablar.

Heather pareció leerle el pensamiento.

—Resulta extraño vernos fuera del colegio, ¿verdad?

—Sí, desde luego. Yo siempre tengo la paranoia de encontrarme con una de las chicas por la calle o en un restaurante. ¿Recuerdas cuando eras pequeña y te encontrabas con uno de tus profesores en el centro comercial y de pronto comprendías que ellos también tenían una vida fuera de las aulas?

Heather se echó a reír.

—¡Es verdad! Por suerte, en general no solemos movernos en los mismos círculos.

Brooke suspiró.

—Así es, sí. —Y después añadió—: Tuve una conversación muy productiva con Kaylie a finales de la semana pasada. Todavía no me gusta la idea de permitirle que adelgace, pero acordamos que llevará un diario de todo lo que come, para ver qué clase de alimentos consume y tratar de que coma más sano. Pareció gustarle la idea.

—Me alegro. Creo que las dos sabemos muy bien que su problema no es el peso, sino la muy comprensible sensación de no encajar entre unas compañeras que pertenecen a otro universo socioeconómico. Sucede a menudo con las becarias, por desgracia, pero la mayoría acaban encontrando su lugar…

Brooke no estaba del todo de acuerdo. Ya había trabajado con unas cuantas adolescentes y, en su opinión, Kaylie estaba demasiado preocupada por su peso; sin embargo, no quería empezar una conversación. Por eso, se limitó a sonreír, y dijo:

—¡Cómo somos! ¡Hasta en sábado tenemos que hablar de trabajo! ¡Debería darnos vergüenza!

Heather dio un sorbo a su café.

—Ya lo sé. No me lo puedo quitar de la cabeza. De hecho, estoy pensando en volver a la escuela primaria por uno o dos años. Con los niños pequeños estoy más cómoda. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo más piensas quedarte?

Brooke buscó en la expresión de Heather alguna señal que confirmara su impresión de que indirectamente le estaba preguntando por Julian. ¿Le estaría queriendo decir que ya podía dejar el colegio, puesto que Julian había empezado a ganar dinero con la música? ¿Le habría contado Brooke alguna vez que por eso había aceptado el empleo al principio? Se dijo que estaba siendo demasiado paranoica y que si ella no hablaba de Julian de una manera normal y distendida, ¿cómo iba a esperar que los demás lo hicieran?

—En realidad, no lo sé. Ahora mismo, todo está… hum… un poco en el aire.

Heather la miró con simpatía, pero tuvo la amabilidad de no preguntar nada. Brooke se dio cuenta entonces de que era la primera vez en tres o cuatro semanas que una persona (cualquier persona) no le preguntaba por Julian nada más verla. Se sintió agradecida hacia Heather y quiso orientar la conversación hacia un tema menos incómodo para ella. Miró a su alrededor en busca de algo que decir, y finalmente preguntó:

—¿Qué planes tienes para hoy?

Rápidamente, le dio un bocado a la pasta de almendra, para no tener que hablar durante unos segundos.

—No muchos, a decir verdad. Mi novio se ha ido a pasar el fin de semana a casa de su familia, así que estoy sola. Supongo que daré una vuelta y nada más.

—Ah, muy bien. Me encantan esos fines de semana —mintió Brooke, que además consiguió reprimirse para no proclamar que se estaba convirtiendo en la mayor experta en pasar el fin de semana de la mejor manera posible sin su media naranja—. ¿Qué lees?

—Ah, ¿esto? —dijo Heather, señalando con un gesto la revista que tenía boca abajo junto al codo, sin levantarla—. Nada, una revista tonta de cotilleos. Nada interesante.

Brooke supo de inmediato que tenía que ser «ese» número de
Last Night
, y se preguntó si Heather sabría que iba con dos semanas de retraso.

—¡Ah! —exclamó, con una risa forzada que no resultaba demasiado convincente y ella lo sabía—. ¡La famosa foto!

Heather se retorció las manos y bajó la vista, como si acabaran de sorprenderla contando una mentira espantosa. Abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor, y finalmente dijo:

—Sí, es una foto un poco rara.

—¿Rara? ¿Qué quieres decir?

—Oh, no, yo… No he querido decir nada. ¡Julian está estupendo!

—Sé exactamente lo que has querido decir. Has dicho que se ve algo raro en la foto.

Brooke no sabía muy bien a qué venía tanta insistencia con una chica que apenas conocía, pero de pronto le pareció de crucial importancia saber lo que pensaba Heather.

—No es eso. Creo que la tomaron justo en esa rara fracción de segundo en que él la está mirando de ese modo, como hechizado.

Era eso, entonces. Otras personas habían hecho comentarios similares, usando palabras tales como «adoración» o «fascinación», todo lo cual era absolutamente ridículo.

—¡Claro! Mi marido encuentra guapísima a Layla Lawson, lo que significa que no se diferencia del resto de hombres con sangre en las venas de este país —rió Brooke, intentando con todas sus fuerzas parecer despreocupada.

—¡Desde luego! —asintió Heather con excesivo entusiasmo—. Además, seguro que todo esto ha sido muy bueno para su carrera y para darse a conocer.

Brooke sonrió.

—De eso puedes estar segura. En una sola noche, esa foto lo cambió todo.

La expresión de Heather se volvió más seria tras oír aquel reconocimiento. Miró a Brooke y le dijo:

—Ya sé que todo es muy emocionante, pero también debe de ser muy difícil para ti. Imagino que nadie hablará de otra cosa. Cada segundo de cada día, todo girará alrededor de Julian.

Ese último comentario sorprendió a Brooke con la guardia baja. Nadie (ni Randy, ni sus padres, ni siquiera Nola) había podido concebir que la reciente fama de Julian pudiera tener algún aspecto mínimamente negativo. Miró a Heather con agradecimiento.

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