La tabla de Flandes (18 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La tabla de Flandes
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—Tienes que ver su último cuadro —estaba diciendo César, y Julia, distraída en sus pensamientos, tardó en darse cuenta de que se refería a Sergio—… Es algo notable, querida —movió una mano cerca del brazo del joven, como si se dispusiera a apoyarla en él, pero sin consumar el gesto—. La luz en estado puro, desbordándose sobre el lienzo. Bellísimo.

Julia sonrió, aceptando el juicio de César como un aval indiscutible. Sergio miraba al anticuario entre conmovido y confuso, entornando los ojos de pestañas rubias como un gato que recibiese una caricia.

—Naturalmente —continuó César— el talento por sí solo no basta para abrirse camino en la vida… ¿Comprendes, jovencito? Las grandes formas artísticas requieren cierto conocimiento del mundo, una experiencia profunda de las relaciones humanas… Otra cosa puede decirse de aquellas actividades abstractas donde el talento es clave y la experiencia sólo un complemento. Me refiero a la música, las matemáticas… El ajedrez.

—El ajedrez —repitió Julia. Ambos se miraron, y los ojos de Sergio se movieron inquietos del uno al otro, desconcertados y con un punto de celos chispeando como polvo de oro en las pestañas doradas.

—Sí, el ajedrez —César se inclinaba para beber un largo trago de su copa. Sus pupilas habían empequeñecido, absortas en el misterio que evocaban—. ¿Te has fijado en cómo mira Muñoz
La partida de ajedrez
?

—Sí. Mira diferente.

—Exacto. Diferente de como puedes mirarlo tú. O yo. Muñoz
ve
en el tablero cosas que los demás no ven.

Sergio, que escuchaba en silencio, frunció el ceño rozando intencionadamente el hombro de César. Parecía sentirse desplazado, y el anticuario lo miró, benévolo.

—Nos referimos a cosas demasiado siniestras para ti, querido —deslizó el dedo índice por los nudillos de Julia, levantó un poco la mano, como dudando entre dos inclinaciones, y terminó por dejarla entre las de la joven—. Mantente en tu inocencia, mi rubio amigo. Desarrolla tu talento y no te compliques la vida. Muá.

Le dedicó el beso a Sergio con un mohín de los labios, justo en el momento en que por el extremo del pasillo hacía su entrada Menchu, toda visón y piernas, escoltada por Max y pidiendo noticias de Montegrifo.

—El muy cerdo —dijo, cuando Julia terminó de contar—. Mañana mismo hablaré con don Manuel. Contraatacamos.

Sergio se retraía, rubio y tímido, ante la verbosidad en que Menchu se embarcó a continuación, pasando de Montegrifo al Van Huys, del Van Huys a diversos lugares comunes, y de ahí a una segunda y una tercera copa que sostuvo ya con menos firmeza. A su lado, Max fumaba en silencio, con aplomo de semental moreno y bien trajeado. Sonriendo distante, César humedecía los labios en ginebra con limón y se los secaba con el pañuelo que extraía del bolsillo superior de su chaqueta. De vez en cuando parpadeaba como si regresara de lejos, e inclinado hacia Julia le acariciaba distraídamente una mano.

—En este negocio —le decía Menchu a Sergio— hay dos clases de gente, cariño: los que pintan y los que cobran… Y rara vez son los mismos —emitía largos suspiros, enternecida por la juventud del muchacho—. Y vosotros, los artistas jóvenes, tan rubios y todo eso, amor —dedicó a César una venenosa mirada de soslayo—. Tan apetitosos.

César se creyó obligado a regresar lentamente de su lejanía.

—No escuches, mi joven amigo, esas voces que emponzoñan tu dorado espíritu —dijo despacio y lúgubre, como si, en vez de un consejo, a Sergio le diera el pésame—. Esa mujer argumenta con lengua de serpiente, como todas —miró a Julia, inclinándose para besarle la mano, y recobró la compostura—. Perdón. Como casi todas.

—Mirad quien habla —Menchu le hizo una mueca—. Ya salió nuestro Sófocles particular. ¿O era Séneca?… Me refiero al que manoseaba jovencitos entre trago y trago de cicuta.

César miró a la galerista, hizo una pausa para retomar el hilo del discurso y recostó la cabeza en el respaldo con los ojos teatralmente cerrados.

—El camino del artista, y te hablo a ti, mi joven Alcibíades, o mejor Patroclo, o tal vez Sergio… El camino es salvar obstáculo tras obstáculo hasta que pueda asomarse al interior de sí mismo… Ardua tarea, si no tiene a mano un Virgilio que lo guíe. ¿Captas la fina parábola, jovencito?… Es así como el artista conoce, por fin, la libre delicia del más dulce gozo. Su vida se convierte en pura creación y ya no necesita de las miserables cosas exteriores. Está lejos, muy lejos, del resto de sus despreciables semejantes. Y el espacio y la madurez anidan en él.

Hubo algunos aplausos socarrones. Sergio los miraba, sonriente y desconcertado. Julia se echó a reír.

—No le hagas caso. Seguro que eso que acaba de decir se lo ha robado a alguien. Siempre fue un tramposo.

César abrió un ojo.

—Soy un Sócrates que se aburre. Y rechazo con indignación que me acuses de plagiar citas ajenas.

—En el fondo es muy gracioso, de verdad —Menchu le hablaba a Max, que había escuchado todo aquello con el ceño fruncido, mientras le cogía un cigarrillo—. Dame fuego, anda. Condottiero mío.

El epíteto afiló la malicia de César.


Cave canem
, fornido joven —le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín,
canem
podía ser tanto masculino como femenino—. Según las referencias históricas, de nadie tienen que cuidarse tanto los condottieros como de aquellos a quienes sirven —miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él—. Burckhardt —aclaró.

—Tranquilo, Max —decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto—. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno… ¿O son laureles?

—Acanto —dijo Julia, riéndose.

César le dirigió una mirada compungida.


Et te, Bruta?
… —se volvió a Sergio—. ¿Captas el fondo trágico del asunto, Patroclo? —después de paladear un largo trago de ginebra con limón miró dramáticamente a su alrededor, como si buscara un rostro amigo—. No sé que tenéis contra el laurel ajeno, queridísimos… En el fondo —añadió tras meditarlo un instante— todo laurel tiene algo de ajeno. La creación pura no existe; lamento daros esa mala noticia. No somos, o debo decir no sois, puesto que yo no soy creador… Ni tú tampoco, Menchu, mona… Tal vez tú, Max, no me mires así, guapísimo
condottiero feroce
, seas aquí el único que realmente crea algo… —hizo un gesto elegante y cansado con la mano derecha, como expresando un profundo hastío, incluso, de su propia argumentación, y lo terminó muy cerca de la rodilla izquierda de Sergio, con aire casual—. Picasso, y me pesa citar a ese farsante, es Monet, es Ingres, es Zurbarán, es Brueghel, es Pieter Van Huys… Incluso nuestro amigo Muñoz, que sin duda se encuentra en este momento inclinado sobre un tablero, intentando conjurar sus fantasmas al tiempo que nos libra de los nuestros, no es él, sino Kasparov, y Karpov. Y es Fisher, y Capablanca, y Paul Morphy, y aquel maestro medieval, Ruy López… Todo constituye fases de la misma historia, o quizá sea la misma historia que se repite a sí misma; de eso ya no estoy muy seguro… Y tú, Julia, bellísima, ¿te has parado a pensar, cuando estás delante de nuestro famoso cuadro, en qué lugar te encuentras, si dentro o fuera de él?… Sí. Estoy seguro de que sí porque te conozco, princesa. Y sé que no has encontrado una respuesta —soltó una breve carcajada sin humor y los miró uno a uno—… En realidad, hijos míos, feligreses todos, componemos una bizarra tropa. Tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas —levantó su copa en una especie de brindis dirigido a nadie en particular—. Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver que hay detrás del azogue… ¿No os da así, queridos, como un poco de repelús?

Eran las dos de la madrugada cuando Julia regresó a su casa. César y Sergio la habían acompañado hasta el portal e insistieron en subir los tres pisos, pero ella no lo permitió, despidiéndose con un beso de cada uno antes de ascender por la escalera. Lo hizo despacio y mirando a su alrededor con inquietud. Y cuando sacó las llaves del bolso, la tranquilizó rozar con los dedos el metal frío de la pistola.

A pesar de todo, mientras hacía girar la llave en la cerradura, se sorprendió de estarlo tomando con tanta calma. Sentía un miedo neto, preciso, para cuya valoración no necesitaba talento abstracto, como habría dicho César parodiando a Muñoz. Pero ese miedo no implicaba tormento envilecedor, ni deseo de fuga. Por el contrario, quedaba filtrado por una intensa curiosidad en la que había mucho de alarde personal, de desafío. Incluso de juego, peligroso y excitante. Como cuando mataba piratas en el País de Nunca Jamás.

Matar piratas. Estaba familiarizada con la muerte desde muy joven. El primer recuerdo de infancia era su padre, con los ojos cerrados, inmóvil sobre la colcha en el dormitorio, rodeado de personas oscuras y graves que hablaban en voz baja, como si temiesen despertarlo. Julia tenía seis años, y aquel espectáculo incomprensible y solemne quedó para siempre vinculado a la imagen de su madre, a la que ni siquiera entonces vio derramar lágrimas, enlutada y más inaccesible que nunca; a su mano seca e imperiosa cuando la obligó a dar un último beso en la frente del difunto. Fue César, un César al que ella recordaba más joven, quien la cogió después en brazos para alejarla de la ceremonia. Sentada en sus rodillas, Julia miró la puerta cerrada tras la que varios empleados de pompas fúnebres preparaban el ataúd.

«—No parece él, César —había dicho, conteniendo un puchero. No hay que llorar jamás, solía decir su madre. Era la única lección que recordaba haber aprendido de ella—. Papá no parece el mismo.

»—No, ya no es él —fue la respuesta—. Tu papá se ha ido a otra parte.

»—¿A dónde?

»—Da igual a dónde, princesa… Ya no volverá.

»—¿Nunca?

»—Nunca.

Julia había fruncido el ceño infantil, pensativa.

»—No quiero besarlo más… Tiene la piel fría.

La miró un rato en silencio, antes de estrecharla con fuerza. Julia recordaba la sensación cálida que experimentó entre aquellos brazos, el aroma suave de su piel y su ropa.

»—Cuando quieras, puedes venir y besarme a mí.»

Julia nunca supo exactamente en qué momento descubrió que él era homosexual. Tal vez se fue dando cuenta poco a poco, merced a pequeños detalles, a intuiciones. Un día, recién cumplidos doce años, entró en la tienda de antigüedades al salir del colegio y vio cómo César le tocaba la mejilla a un joven. Sólo eso; un breve roce con la punta de los dedos, y después nada. El joven pasó ante Julia, le dirigió una sonrisa y se fue. César, que encendía un cigarrillo, la miró largamente antes de ponerse a darle cuerda a los relojes.

Unos días después, mientras jugaba con las figuritas de Bustelli, Julia formuló la pregunta:

»—César… ¿A ti te gustan las chicas?

El anticuario revisaba sus libros, sentado frente al escritorio. Al principio pareció no haber oído. Sólo tras unos instantes levantó la cabeza y sus ojos azules se posaron tranquilamente en los de Julia.

»—La única chica que me gusta eres tú, princesita.

»—¿Y las otras?

»—¿Qué otras?»

Ninguno de los dos dijo nada más. Pero aquella noche, al dormirse, Julia pensaba en las palabras de César y se sentía feliz. Nadie iba a quitárselo; no había peligro. Y nunca se iría lejos, al lugar de donde no se vuelve, como su padre.

Después vinieron otros tiempos. Largos relatos entre la luz dorada de la tienda de antigüedades; la juventud de César, París y Roma mezclados con historia, arte, libros y aventuras. Y los mitos compartidos.
La isla del tesoro
leída capítulo a capítulo entre viejos arcones y panoplias oxidadas. Los pobres piratas sentimentales que, en las noches de luna del Caribe, sentían conmoverse los corazones de piedra al pensar en sus ancianas madres. Porque también los piratas tenían madre; incluso canallas refinados como Jaime Garfio, a quien se le conocía la calidad en los desmanes, y que cada fin de mes enviaba unos doblones de oro español para aliviar la vejez de la autora de sus días. Y entre historia e historia, César sacaba un par de viejos sables de un baúl y le enseñaba la esgrima de los filibusteros: en guardia y atrás, no es lo mismo tajar que degollar, y un gancho de abordaje se lanza exactamente así. También sacaba el sextante para que se orientase por las estrellas. Y el estilete de mango de plata, labrado por Benvenuto Cellini, que además de ser orfebre mató al condestable de Borbón de un tiro de arcabuz, cuando el saco de Roma. Y la terrible daga de misericordia, larga y siniestra, que el paje del Príncipe Negro hundía a través de la celada de los caballeros franceses derribados en Crecy…

Pasaron los años, y fue el personaje de Julia el que empezó a tomar vida. Y le llegó a César el turno de callar mientras escuchaba sus confidencias. El primer amor, a los catorce. El primer amante, a los diecisiete. En esos casos, el anticuario escuchaba en silencio, sin opinar. Sólo cada vez, al final, una sonrisa.

Julia habría dado cualquier cosa por tener esta noche, ante sí, aquella sonrisa: la que le infundía valor y al mismo tiempo restaba importancia a los acontecimientos, dándoles su dimensión exacta en el girar del mundo y en el discurrir inevitable de la vida. Pero César no estaba, y tendría que apañárselas sola. Como el anticuario solía comentar, no siempre resulta posible escoger nuestra compañía, o nuestro destino.

Se entretuvo en preparar vodka con hielo y fue ella quien sonrió, a oscuras, frente al Van Huys. También, justo era reconocerlo, tenía la impresión de que si ocurría algo malo, eso iba a sucederle a los demás. Nunca le pasaba nada a la protagonista, recordó mientras bebía y el hielo tintineaba contra sus dientes. Sólo morían los otros, los personajes secundarios, como Álvaro. Ella, eso lo recordaba bien, había vivido ya cien aventuras parecidas, y siempre salió con la piel intacta, voto a Dios. O… ¿cómo era aquello? Voto al Chápiro Verde.

Se miró en el espejo veneciano, apenas una sombra entre las sombras, la mancha levemente pálida de su rostro, un perfil difuminado, unos ojos grandes y oscuros, Alicia asomaba al otro lado del espejo. Y se miró en el Van Huys, en el espejo pintado que reflejaba otro espejo, el veneciano, reflejo de un reflejo de un reflejo. Y volvió a sentir el vértigo que ya había sentido antes, y pensó que a aquellas horas de la noche los espejos y los cuadros y los tableros de ajedrez jugaban malas pasadas a la imaginación. O tal vez sólo era que el tiempo y el espacio se tornaban, después de todo, conceptos despreciables de puro relativos. Y bebió de nuevo, y el hielo volvió a tintinear contra sus dientes, y sintió que si alargaba la mano podía dejar el vaso sobre la mesa cubierta por el tapete verde, justo sobre la inscripción oculta, entre la mano inmóvil de Roger de Arras y el tablero.

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