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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (13 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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—Yo le diré a qué viene —aplastó con violencia el cigarrillo en el montoncito de clips, sin apiadarse de la pesadumbre con que el otro siguió su gesto—. Yo no tengo el menor inconveniente en contestar a sus preguntas. Lo que pasa es que, antes de continuar, voy a pedirle que me diga si Álvaro se cayó en la bañera o no.

—Realmente —Feijoo parecía cogido de través— no cuento con indicios…

—Entonces la conversación está de más. Pero si cree que hay algo turbio en esa muerte, e intenta tirarme de la lengua, quiero saber ahora mismo si me está interrogando como sospechosa… Porque de ser así, o salgo inmediatamente de esta comisaría o pido un abogado.

El policía levantó las palmas de las manos, conciliador.

—Eso sería prematuro —sonrió torcidamente mientras se removía en la silla como si estuviese otra vez buscando las palabras—. Lo oficial, hasta ahora, es que el profesor Ortega sufrió un accidente.

—¿Y si sus maravillosos forenses terminan decidiendo lo contrario?

—En ese caso… —Feijoo hizo un gesto impreciso—. Usted no sería más sospechosa que cualquiera de las personas relacionadas con el fallecido. Imagínese la lista de candidatos…

—Ese es el problema. Que no consigo imaginar a nadie capaz de matar a Álvaro.

—Bueno, esa es su opinión. Yo lo veo de otra forma: alumnos suspendidos, colegas celosos, amantes despechadas, maridos intransigentes… —había estado contando con el pulgar sobre los dedos de una mano y dejó el gesto en el aire cuando le faltaron dedos—. No. Lo que ocurre es que, y eso tendrá que reconocerlo, su testimonio es muy valioso.

—¿Por qué? ¿Me sitúa en el apartado de amantes despechadas?

—No iré tan lejos, señorita. Pero usted se vio con él horas antes de que se rompiera el cráneo… O se lo rompieran.

—¿Horas? —esta vez Julia sí estaba realmente desconcertada—. ¿Cuándo murió?

—Hace tres días. El miércoles, entre las dos de la tarde y las doce de la noche.

—Eso es imposible. Debe de haber un error.

—¿Un error? —la expresión del comisario había cambiado. Ahora miraba a Julia con abierta desconfianza—. No hay error posible. Es el dictamen forense.

—Tiene que haberlo. Un error de veinticuatro horas.

—¿Por qué cree eso?

—Porque el jueves por la tarde, al día siguiente de mi conversación con él, me envió a casa unos documentos que yo le había pedido.

—¿Qué tipo de documentos?

—Sobre la historia del cuadro en que trabajo.

—¿Los recibió por correo?

—Por mensajero, aquella misma tarde.

—¿Recuerda la agencia?

—Sí. Urbexpress. Y fue el jueves, alrededor de las ocho… ¿Cómo se explica eso?

Bajo el bigote, el policía emitió un resoplido escéptico.

—No se explica. El jueves por la tarde, Álvaro Ortega llevaba veinticuatro horas muerto, así que no pudo hacer ese envío. Alguien… —Feijoo hizo una breve pausa, para que Julia asimilase la idea—. Alguien tuvo que hacerlo por él.

—¿Alguien? ¿Qué alguien?

—Quien lo mató, si es que lo mataron. El hipotético asesino. O
la
asesina —el policía miró a Julia con curiosidad—. No sé por qué atribuimos de buenas a primeras una personalidad masculina a quien comete un crimen… —pareció caer en la cuenta de algo—. ¿Había alguna carta, o una nota que acompañara ese informe supuestamente enviado por Álvaro Ortega?

—Sólo documentos; pero es lógico pensar que los envió él… Estoy segura de que hay un error en todo esto.

—Nada de errores. Murió el miércoles, y usted recibió esos documentos el jueves. Salvo que la agencia retrasara la entrega…

—No. De eso estoy segura. La fecha era del mismo día.

—¿Había alguien con usted aquella tarde? Quiero decir un testigo.

—Dos: Menchu Roch y César Ortiz de Pozas.

El policía se la quedó mirando. Su sorpresa parecía sincera.

—¿Don César? ¿El anticuario de la calle del Prado?

—El mismo. ¿Lo conoce?

Feijoo aún dudó antes de hacer un gesto afirmativo. Lo conocía, dijo. Por motivos de trabajo. Pero ignoraba que fuesen amigos.

—Pues ya ve.

—Ya veo.

El policía tamborileó con el bolígrafo sobre la mesa. Parecía repentinamente incómodo, y tenía motivos. Como Julia supo al día siguiente de labios del propio César, el inspector jefe Casimiro Feijoo estaba lejos de ser un funcionario modelo. Su relación profesional con el mundillo del arte y las antigüedades le permitía, cada fin de mes, redondear con ingresos extraordinarios la nómina policial. De vez en cuando, al recuperar una partida de piezas robadas alguna de ellas desaparecía por la puerta falsa. Ciertos intermediarios de confianza participaban en estas operaciones, dándole un porcentaje de los beneficios. Y, piruetas de la vida, César era uno de ellos.

—De todas formas —dijo Julia, que aún ignoraba el currículum de Feijoo— supongo que tener dos testigos no prueba nada. Los documentos me los podría haber enviado yo misma.

Feijoo asintió sin comentarios, aunque ahora en su mirada se traslucía mayor prevención. También un nuevo respeto que no respondía, como Julia comprendió más tarde, sino a razones prácticas.

—La verdad —dijo al fin— es que todo este asunto resulta muy extraño.

Julia miraba al vacío. Desde su punto de vista, aquello dejaba ya de parecer extraño, para convertirse en siniestro.

—Lo que no entiendo es quién podía estar interesado en que yo recibiera esos documentos.

Feijoo, con los incisivos mordiéndole el labio inferior, sacó una libreta del cajón. El mostacho le colgaba flácido y preocupado mientras parecía analizar los pros y los contras de la situación. Saltaba a la vista el escaso entusiasmo que sentía al verse envuelto en aquel embrollo.

—Esa —murmuró, tomando con desgana las primeras notas—. Esa es, señorita, también, otra buena pregunta.

Se detuvo en el umbral, sintiéndose observada con curiosidad por el policía uniformado que vigilaba la puerta. Al otro lado de los árboles de la avenida, la fachada neoclásica del museo se iluminaba con potentes reflectores ocultos en los jardines cercanos, entre los bancos, las estatuas y las fuentes de piedra. Caía una llovizna apenas perceptible, suficiente para reflejar en el asfalto las luces de los vehículos y la alternancia rigurosa del verde, ámbar y rojo de los semáforos.

Julia se subió el cuello de la cazadora de piel y caminó por la acera, escuchando el eco de sus pasos en los portales vacíos. El tráfico era escaso, y sólo a ratos los faros de un coche la iluminaban desde atrás, proyectando su silueta larga y estrecha, primero extendida ante sus pies y luego más corta, oscilante y fugitiva hacia un lado, a medida que el ruido del motor crecía a su espalda hasta rebasarla, aplastada y desvanecida la sombra contra la pared mientras el coche, ahora dos puntos rojos y otros dos gemelos sobre el asfalto mojado, se alejaba calle arriba.

Se detuvo en un semáforo. En espera del verde buscó otros verdes en la noche, y los encontró en las luces fugitivas de los taxis, en semáforos que parpadeaban a lo largo de la avenida, en el neón lejano, compartido con azul y amarillo, de una torre de cristal en cuyo último piso, de ventanas iluminadas, alguien limpiaba o trabajaba a aquellas horas. Se encendió el verde y Julia cruzó buscando ahora rojos, más abundantes en la noche de una gran ciudad; pero se interpuso el destello azul de un coche de la policía que pasaba a lo lejos, sin que Julia llegase a escuchar la sirena, silencioso como una imagen muda. Rojo automóvil, verde semáforo, azul neón, azul destello… Esa sería, pensó, la gama de colores para interpretar aquel extraño paisaje, la paleta necesaria en la ejecución de una pintura que podría llamarse, irónicamente,
Nocturno
, a exponer en la galería Roch aunque, sin duda, Menchu se haría explicar el título. Todo adecuadamente combinado con tonos de negro: negro oscuridad, negro tiniebla, negro miedo, negro soledad.

¿Sentía realmente miedo? En otras circunstancias, la cuestión hubiera sido buen tema de discusión académica; en la grata compañía de un par de amigos, en una habitación cómoda y caldeada, frente a una chimenea y con una botella a medio vaciar. El miedo como factor inesperado, como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre en un momento concreto, aunque siempre haya estado ahí. El miedo como final demoledor de la inconsciencia, o como ruptura de un estado de gracia. El miedo como pecado.

Sin embargo, caminando entre los colores de la noche, Julia era incapaz de considerar como cuestión académica lo que sentía. Había experimentado antes, por supuesto, otras manifestaciones menores de lo mismo: El cuentakilómetros que rebasa lo razonable mientras el paisaje desfila rápidamente a derecha e izquierda y la raya intermitente del asfalto parece una rápida sucesión de balas trazadoras, como en las películas de guerra, engullida por la voraz panza del automóvil. O la sensación de vacío, de hondura insondable y azul, al arrojarse de la cubierta de un barco en mar profunda y nadar, sintiendo cómo el agua resbala sobre la piel desnuda, con la desagradable certeza de que cualquier tipo de tierra firme está demasiado lejos de los pies. Incluso esos otros terrores inconcretos que forman parte de una misma durante el sueño, para establecer duelos caprichosos entre la imaginación y la razón, y a los que, casi siempre, basta un acto de voluntad para reducir al recuerdo, o al olvido, con sólo abrir los párpados hacia las sombras familiares del dormitorio.

Pero aquel miedo, que Julia acababa de descubrir, era diferente. Nuevo, insólito, desconocido hasta entonces, sazonado por la sombra del Mal con mayúscula, inicial de aquello que está en el origen del sufrimiento y del dolor. El Mal capaz de abrir el grifo de una ducha sobre el rostro de un hombre asesinado. El Mal que sólo puede pintarse con negro de oscuridad, negro tiniebla, negro soledad. El Mal con
M
de miedo. Con
M
de matar.

Matar. Era sólo una hipótesis, se dijo mientras observaba en el suelo su propia sombra. La gente resbala en las bañeras, rueda escaleras abajo, se salta un semáforo y muere. También los forenses y los policías se pasan de listos de vez en cuando, por deformación profesional. Todo eso era cierto; pero alguien le había enviado a ella el informe de Álvaro cuando Álvaro llevaba veinticuatro horas muerto. Eso no era una hipótesis: los documentos estaban en su propia casa, en un cajón. Y aquello sí era real.

Se estremeció antes de mirar sobre sus pasos para ver si la seguían. Y aunque no esperaba descubrir a nadie, vio, efectivamente, a alguien. Que la siguiese o no a ella, eso era difícil de establecer; pero una silueta caminaba a unos cincuenta metros, iluminada a intervalos cuando cruzaba los espacios de luz que, reverberando en la fachada del museo, pasaban entre las copas de los árboles.

Julia miró al frente, siguiendo su camino. Todos sus músculos contenían la necesidad imperiosa de correr, como cuando era niña y cruzaba el portal oscuro de su casa, antes de subir a saltos la escalera y llamar a la puerta. Pero se impuso la lógica de una mente acostumbrada a la normalidad. Salir corriendo, por el mero hecho de que alguien caminara en su misma dirección, cincuenta metros atrás, no sólo era desproporcionado, sino ridículo. Sin embargo, reflexionó después, pasear tranquilamente por una calle sólo a medias iluminada, con un potencial asesino a la espalda, por muy hipotético que fuese, no sólo era también desproporcionado, sino suicida. El debate entre ambos pensamientos ocupó su atención durante unos instantes en los que, ensimismada, relegó el miedo a un razonable segundo plano para decidir que su imaginación podía jugarle una mala pasada. Inspiró hondo, mirando atrás de reojo mientras se burlaba de sí misma, y en ese momento pudo observar que la distancia entre ella y el desconocido se había acortado unos metros. Entonces volvió a sentir miedo. Tal vez a Álvaro lo habían asesinado
realmente
, y quien hizo eso le había mandado después el informe sobre el cuadro. Se establecía un vínculo entre
La partida de ajedrez
, Álvaro, Julia y el presunto, posible o lo que diablos fuera, asesino. Estás hasta el cuello en esto, se dijo, y ya no fue capaz de encontrar pretextos para reírse de su propia inquietud. Miró a su alrededor, buscando alguien a quien acercarse en demanda de ayuda, o simplemente para colgarse de su brazo y rogarle que la acompañara lejos de allí. También pensó regresar a la comisaría, pero aquello planteaba una dificultad: el desconocido se interponía justo en mitad del camino. Un taxi, tal vez. Pero no había ninguna lucecita verde —verde esperanza— a la vista. Entonces sintió la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Calma, se dijo. Conserva la calma, estúpida, o estarás realmente en peligro. Y consiguió reunir la calma suficiente, justo para echar a correr.

Un quejido de trompeta, desgarrado y solitario. Miles Davis en el tocadiscos y la habitación en penumbra, sólo iluminada por un pequeño flexo orientado, desde el suelo, hacia el cuadro. Tic-tac del reloj en la pared, con un leve reflejo metálico cada vez que el péndulo alcanzaba su máxima oscilación a la derecha. Un cenicero humeante, un vaso con restos de hielo y vodka sobre la alfombra, junto al sofá; y sobre éste, Julia, con las piernas encogidas, rodeadas por los brazos, un mechón de pelo cayéndole sobre la cara. Sus ojos, de pupilas dilatadas, fijos ante sí, miraban la pintura sin verla exactamente, enfocados hacia algún punto ideal situado más allá de la superficie, entre ésta y el paisaje entrevisto al fondo, a mitad de camino entre los dos jugadores de ajedrez y la dama sentada junto a la ventana.

Había perdido la noción del tiempo que llevaba sin cambiar de postura, sintiendo la música moverse suavemente en su cerebro junto a los vapores del vodka el calor de sus muslos y rodillas desnudas entre los brazos. A veces, una nota de trompeta emergía con mayor intensidad entre las sombras y ella movía despacio la cabeza a uno y otro lado, siguiendo el compás. Te amo, trompeta. Eres, esta noche, mi única compañía, apagada y nostálgica como la tristeza que rezuma mi alma. Y aquel sonido se deslizaba por la habitación oscura y también por la otra, iluminada, donde los jugadores seguían su partida, para salir por la ventana de Julia, abierta sobre el resplandor de las farolas que iluminaban la calle, allá abajo. Donde tal vez alguien, en la sombra proyectada por un árbol o un portal, miraba hacia arriba, escuchando la música que salía también por la otra ventana, la pintada en el cuadro, hacia el paisaje de suaves verdes y ocres en que despuntaba, apenas esbozada por un finísimo pincel, la minúscula aguja gris de un lejano campanario.

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