La reina de la Oscuridad (4 page)

Read La reina de la Oscuridad Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
3.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Debemos irnos hoy mismo —repuso Tanis con expresión sombría—. Aunque sea a nado, abandonaremos Flotsam.

Los compañeros intercambiaron fugaces miradas antes de centrar su atención en Tanis que, asomado a la ventana, no les vio enarcar las cejas ni encogerse de hombros pese a tener en todo momento conciencia de ser observado.

Estaban reunidos en la habitación de los hermanos. Faltaba aún una hora para que amaneciese, pero Tanis los despertó al oír que cesaba el salvaje aullido del viento.

El semielfo inhaló una bocanada de aire, antes de dar media vuelta para decir:

—Lo lamento. Sé que mis palabras os parecerán arbitrarias, pero existen peligros que no tengo tiempo de explicaros en este momento. Lo único que puedo aseguraros es que corremos un riesgo al que nunca en nuestras vidas hemos tenido que enfrentamos. Debemos abandonar la ciudad sin perder un instante —sintió que una nota histérica teñía su última frase, y optó por callar.

Se produjo un breve silencio, que interrumpió Caramon para decir con desazón:

—Por supuesto, Tanis, estamos de acuerdo.

—Nuestros hatillos están a punto —coreó Goldmoon—. Partiremos cuando tú quieras.

—En ese caso, vámonos —ordenó Tanis.

—Tengo que ir a recoger mis cosas —anunció Tika, un poco asustada.

—Hazlo, pero apresúrate —la urgió el semielfo.

—Te ayudaré —ofreció Caramon.

El fornido hombretón ataviado, como Tanis, con la armadura que habían robado a los oficiales del ejército de los Dragones, siguió a Tika hasta su habitación, quizá ansioso de disfrutar los últimos instantes de soledad con la muchacha. También Goldmoon y Riverwind corrieron en busca de sus pertenencias. Raistlin permaneció en la estancia, in—móvil como una estatua. Lo único que necesitaba, sus saquillos llenos de valiosos ingredientes mágicos, su Bastón de Mago y el Orbe, estaban embutidos en su indescriptible bolsa.

Tanis percibió la insistente mirada de Raistlin, y tuvo la sensación de que el mago podía traspasar la penumbra que anidaba en su alma con la enigmática luz de sus dorados ojos. Sin embargo, se obstinaba en callar. «¿Por qué?», se preguntaba enfurecido el semielfo. Casi hubiera agradecido que Raistlin lo interrogase, lo acusara, pues de ese modo le daría la oportunidad de descargarse del peso de su conciencia al confesar la verdad... aunque no ignoraba las consecuencias de tal acción.

Pero Raistlin permanecía mudo, no emitiendo más sonido que el de su tos pertinaz.

Unos minutos más tarde, los otros regresaron a la estancia y Goldmoon declaró en tonos apagados:

—Estamos a tu entera disposición, Tanis.

Por unos instantes, Tanis fue incapaz de articular palabra. «Se lo contaré», decidió. Tragó saliva, se volvió hacia ellos y en sus caras vio confianza, una fe ciega en su honradez. Estaban dispuestos a seguirle sin titubeos y no podía fallarles, no podía traicionar aquella entrega incondicional. Se había convertido en su único agarradero, de modo que lanzó un suspiro y se tragó las frases que casi habían aflorado a sus labios.

—De acuerdo —se limitó a farfullar, a la vez que echaba a andar en dirección hacia la puerta.

Maquesta NarThon se despertó de su profundo sueño a causa de unos fuertes golpes en la puerta de su camarote. Acostumbraba a que interrumpieran su descanso a todas horas, se desperezó al instante y estiró el brazo para recoger sus botas.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Antes de recibir una respuesta se apresuró a ponerse en situación. Una mirada por el ojo de buey le reveló que el vendaval había cesado, pero por el balanceo de la nave comprendió que la mar estaba gruesa.

—Han llegado los pasajeros —anunció una voz que reconoció como la de su primer oficial.

«Marineros de agua dulce», pensó desdeñosa, suspirando y quitándose la bota que había empezado a calzarse. En voz alta ordenó, mientras volvía a acostarse:

—Mandadlos a tierra. Hoy no navegaremos.

Al parecer se produjo un altercado en cubierta, pues oyó la voz encolerizada de su oficial seguida por otra que le respondía en el mismo tono. Maquesta se puso en pie, no sin una elevada dosis de esfuerzo. El segundo de a bordo, Bas Ohn-Koraf, era un minotauro, miembro de una raza que no se distinguía por su temperamento pacífico. Era muy fuerte y podía matar sin ser provocado. Esa fue una de las razones por las que se había hecho a la mar. En una nave como el
Perechon
nadie se molestaba en indagar sobre el pasado de sus compañeros.

Abriendo bruscamente la puerta de su camarote, Maq se dirigió con grandes zancadas al lugar donde atronaban las voces.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó con el tono más severo que era capaz de asumir, a la vez que miraba de hito en hito a su subordinado y el rostro barbudo del que se le antojó un oficial del ejército de los Dragones. No obstante, pronto reconoció los ojos pardos y ligeramente almendrados del falso soldado, y clavó en él unos ojos llenos de frialdad.

—He dicho que hoy no navegaríamos, semielfo, y cuando yo...

—Maquesta —se apresuró a interrumpirla Tanis—, tengo que hablar contigo. —Quiso hacer a un lado al minotauro para aproximarse a ella, pero el musculoso individuo lo sujetó con firmeza y lo lanzó hacia atrás. A sus espaldas otro oficial del ejército de los Dragones rugió amenazador y dio un paso al frente. Los ojos del minotauro despedían fulgurantes destellos cuando, con gran destreza, extrajo una daga de la abigarrada banda que rodeaba su cinto.

La tripulación se congregó en cubierta, ansiosos sus miembros por ver pelear a los dos colosos.

—Caramon —dijo Tanis, extendiendo su mano en un intento de contener al guerrero.

—¡Koraf! —exclamó Maquesta con una iracunda mirada, destinada a recordar a su primer oficial que se enfrentaba a pasajeros de pago que no debían ser maltratados, al me— nos mientras se hallasen cerca de tierra.

El minotauro gruñó, pero su daga desapareció con la misma rapidez con que había salido a la luz. Un instante después dio media vuelta y se alejó un poco con ademán despreciativo entre los murmullos decepcionados pero aún alegres de la tripulación, que anticipaba una travesía interesante.

Maquesta ayudó a Tanis a incorporarse, escrutándolo con la misma atención con la que habría observado a un hombre deseoso de enrolarse como tripulante de su nave. Al , instante se percató de que el semielfo había cambiado desde la última vez que lo viera cuatro días atrás, cuando él y el hombretón que lo protegía habían zanjado el precio de sus pasajes a bordo del
Perech6n.

«Parece que haya atravesado el Abismo y luego regresado a tierra firme. Sin duda la atenaza algún problema grave —concluyó— y no seré yo quien se lo resuelva. No estoy dispuesta a arriesgar mi barco.» Sin embargo, tanto él como sus amigos habían pagado la mitad de la suma estipulada para el viaje, y Maq necesitaba el dinero. En los tiempos que corrían, a una bucanera le resultaba difícil competir con los Señores de los Dragones.

—Ven a mi camarote —le invitó la capitana con tono arisco, mostrándole el camino.

—Quédate junto a los otros, Caramon —ordenó Tanis a su compañero. El fornido humano asintió con la cabeza y lanzó una lóbrega mirada al minotauro mientras retrocedía para situarse al lado de sus amigos, que permanecían arracimados en silencio en torno a sus escasas pertenencias.

Tanis siguió a Maq hasta su cabina y se introdujo como pudo en el interior de la pequeña estancia, pues dos personas eran suficientes para abarrotarla por completo. El
Perechon
era una nave de firme construcción, diseñada para navegar a gran velocidad y realizar rápidas maniobras. Resultaba idónea para los menesteres de Maquesta, en los que era imprescindible entrar y salir diligentemente de los puertos a fin de descargar o recoger mercaderías que no siempre le pertenecían y más tarde entregarlas o bien hacerse con otras. En algunas ocasiones redondeaba sus ganancias sorprendiendo a los buques mercantes que zarpaban de Palanthas o Tarsis y apoderándose de sus cargamentos antes de que acertaran a comprender lo ocurrido. Era una experta en los abordajes, los saqueos y las huidas rápidas.

Era, asimismo, capaz de alcanzar en alta mar a las sólidas embarcaciones de los Señores de los Dragones, pero se había hecho el firme propósito de no atacarlas. La complicación radicaba en que en los últimos tiempos esas naves solían «escoltar» a las mercantes, de modo que Maquesta había perdido dinero en sus viajes más recientes. Este motivo y no otro la había impulsado a transportar pasajeros, algo que nunca habría hecho en circunstancias normales.

Tras desprenderse del yelmo, el semielfo se sentó frente a la mesa, o mejor dicho se derrumbó, porque no estaba acostumbrado al vaivén que las olas infligían a la nave. Maquesta permaneció de pie, equilibrándose sin esfuerzo.

—¿Puede saberse qué deseas? —preguntó entre bostezos—. Ya te he dicho que hoy no podemos zarpar. El mar está...

—Tenemos que hacerlo —la atajó Tanis.

—Mira —replicó la capitana recordándose ahora a sí misma que era un pasajero de pago para conservar la calma—, si tienes problemas no estoy dispuesta a que me utilices para resolverlos. No arriesgaré ni mi barco ni mi tripulación...

—No soy yo quien está en apuros, sino tú —replicó el semielfo paralizándola con los ojos.

—¿Yo? —repitió perpleja.

Tanis juntó las manos sobre la mesa y bajó la mirada. Las bruscas e incesantes sacudidas de la embarcación amarrada a su ancla, combinadas con el agotamiento de los últimos días, le producían náuseas. Al ver el tono verdoso que adquiría su tez oculta tras la barba, y los oscuros cercos que enmarcaban sus ausentes ojos, Maquesta pensó que había visto cadáveres de aspecto más saludable que el que presentaba el semielfo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó tensa.

—F-fui capturado por un Señor del Dragón ha—hace tres días —balbuceó Tanis en un susurro, sin apartar la vista de sus manos—. No, «capturado» no es la palabra exacta. Su— puso que era uno de sus hombres a causa de este uniforme, y me ordenó que lo acompañara a su campamento. Estuve con él t—tres jornadas completas, y d—descubrí algo. Sé por qué el Señor del Dragón y su ejército están registrando todo Flotsam. He averiguado qué o, mejor dicho,
a quién
buscan.

—¿De verdad? —lo atajó Maquesta, sintiendo que el temor la invadía como una enfermedad contagiosa—. No creo que sea a ningún tripulante del
Perechon.

—Te equivocas, persiguen al timonel. —al fin Tanis levantó la vista—. A Berem.

—¡A Berem! —exclamó Maquesta sin dar crédito a lo que oía—. ¿Por qué? Es un pobre mudo, ¡un retrasado! No niego su habilidad como piloto, pero eso es todo. ¿Qué puede haber hecho para provocar semejante despliegue de fuerzas contra él?

—Lo ignoro —confesó Tanis sin cesar de luchar contra sus náuseas—. No logré enterarme, ni estoy seguro de que ellos lo sepan tampoco. Pero han recibido órdenes de encontrarlo a cualquier precio y llevarlo vivo a presencia de —cerró los ojos para evitar los efectos de los agitados fanales—, la Reina de la Oscuridad.

Las primeras luces del alba se proyectaron en rayos rojizos sobre la embravecida superficie del océano. Por un instante iluminaron la bruñida tez negra de Maquesta, y un ígneo resplandor brotó de los pendientes de oro que le colgaban hasta casi rozar sus hombros. Nerviosa por la revelación del semielfo, la capitana se mesó la densa mata de cabello azabache. De pronto se le hizo un nudo en la garganta y balbuceó a la vez que un estremecimiento recorría sus vísceras.

—Nos desharemos de él. Lo dejaremos en tierra y contrataré a otro timonel.

—¡Escucha! —le urgió Tanis , agarrándola por el brazo para obligarla a mantener la calma—. Quizá ya sepan que está a bordo. Y, aunque no sea así, si lo capturan no te librarás de su castigo. Una vez descubran que ha navegado en esta embarcación, y te aseguro que lo descubrirán pues utilizan métodos capaces de hacer hablar incluso a un mudo, os arrestarán a ti y a toda tu tripulación. Puedes imaginarte que si caes en sus manos estás perdida.

Soltó su brazo, no le restaban fuerzas para inmovilizarlo por más tiempo.

—Siempre han actuado del mismo modo —continuó tras una breve pausa—. Lo sé porque me lo contó el Señor del Dragón. Han destruido pueblos enteros, torturado y asesinado a sus habitantes. Cualquiera que haya mantenido relación alguna con ese hombre está sentenciado, pues temen que el mortífero secreto que guarda con tanto celo haya sido revelado y eso es algo que no van a permitir.

—No puedo creer que te refieras a Berem —dijo Maquesta sentándose y observando, aún incrédula, a Tanis.

—No han podido entrar en acción a causa de la tormenta —explicó el semielfo con voz apagada—, y además, el Señor del Dragón tuvo que ir a Solamnia para librar una batalla. Pero esa... ese individuo volverá hoy de su misión, y entonces... —No fue capaz de concluir. Hundió la cabeza entre sus manos en el mismo instante en que un temblor incontrolable agitaba su cuerpo.

Maquesta lo miró sumida en un mar de dudas. ¿Era cierta su historia, o la había fraguado su imaginación para inducirla a que lo alejase de algún peligro? Al verle postrado en una condición lamentable sobre la mesa, pronunció un reniego. Era un juez avisado, no le quedaba otro remedio si quería controlar a sus toscos tripulantes, y comprendió que el semielfo no mentía. Al menos, no del todo. Sospechaba que le había ocultado ciertos detalles pero el relato de Berem, por extraño que resultase, revestía visos de verismo.

Pensó, incómoda, que todo aquello tenía sentido, y se maldijo a sí misma. Ella que presumía de su buen juicio, de su sapiencia, había permanecido ciega ante la enigmática figura de Berem. ¿Por qué? Sus labios se torcieron en una mueca burlona. Aquel hombre le gustaba, tenía que admitirlo. Era como un niño, cándido y alegre, y su peculiar carácter le había hecho pasar por alto su reticencia a desembarcar, su miedo a los extraños, su deseo de trabajar con piratas a pesar de haber renunciado siempre a los botines que capturaban. Se mantuvo unos momentos inmóvil, fundiéndose con el balanceo de su nave. Luego se asomó al exterior y contempló como el áureo reflejo del sol se borraba de la blanca espuma para desaparecer por completo, engullido por las densas nubes grisáceas. Sería peligroso salir a alta mar, pero si el viento soplaba en su dirección

—Prefiero hallarme en medio del océano —murmuró, más para sí misma que para el maltrecho Tanis—, antes que quedar atrapada en tierra como una rata.

Other books

Tymber Dalton by It's a Sweet Life
Bajo la hiedra by Elspeth Cooper
Splinters of Light by Rachael Herron
The Next Best Thing by Deidre Berry
Dying to Tell by T. J. O'Connor
John Maddox Roberts - Space Angel by John Maddox Roberts
The Betrothed Sister by Carol McGrath