Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
«No es otra cosa», se recordó a sí misma con tristeza. Pese a tener cincuenta o sesenta años, pese a ser uno de los mejores timoneles con los que nunca había navegado, su mente no había superado la infancia.
—Lo lamento, Berem —se disculpó Maq con un suspiro No quería gritarte. Es culpa de la tormenta, me pone nerviosa. Vamos, no me mires de ese modo. ¡Cuánto desearía que pudieras hablar! Me gustaría saber qué pensamientos agitaban tu mente, si es que tales pensamientos existen. Pero no importa, cumple con tu deber y baja a cobijarte. Debes acostumbrarte a permanecer acostado en tu camastro durante unos días, hasta que se aleje el huracán.
Berem esbozó una sonrisa, tan sincera y cándida como la de un niño. Maquest se la devolvió y meneó la cabeza, antes de dar media vuelta para cavilar sobre las medidas que debía tomar si deseaba preparar su amada nave frente al ciclón que se avecinaba. Vio por el rabillo del ojo cómo Berem bajaba torpemente la escalerilla, pero se olvidó de él cuando su primer oficial se acercó para informarle de que había encontrado a casi todos los miembros de la tripulación y que una tercera parte de ella estaba tan ebria que su ayuda sería inútil.
Berem se tendió en la hamaca que se hallaba en la cabina común del
Perechon,
y que se balanceó violentamente cuando los primeros vientos del huracán azotaron la nave. En ese instante la embarcación acababa de fondear en el puerto de Flotsam, en el Mar Sangriento de Istar. Colocando sus manos, unas manos demasiado juveniles para un humano entrado en la cincuentena, debajo de su cabeza, el timonel alzó la mirada hacia el fanal que se mecía suspendido de las planchas de madera.
—¡Fíjate, Berem, aquí hay un camino! ¡Qué extraño! Tantas veces como hemos cazado en estos bosques y nunca lo habíamos visto antes.
—No es tan extraño. El fuego ha quemado los matorrales cercanos, eso es todo. Lo más probable es que se trate de una senda de animales.
—Sigámosla. Si es como tú dices, quizá encontremos un ciervo. Hemos estado cazando todo el día sin cobrar una sola pieza, y detesto volver a casa con las manos vacías.
Sin aguardar mi respuesta, ella se interna en la senda. Me encojo de hombros y voy tras sus pasos. Es agradable estar al aire libre en un día como éste, el primero caldeado después del gélido invierno. El tibio sol acaricia mi cuello y mi espalda. Además, es fácil caminar por un bosque que ha sido asolado por el fuego. No hay trepadoras en las que enredarse, ni arbustos que deshilachen la ropa. Se divisa un relámpago, posiblemente el último vestigio de la postrera tormenta.
Huida de la oscuridad a las tinieblas
El oficial del ejército de los Dragones descendió despacio la escalera del segundo piso de la posada «La Brisa Salada». Era pasada la medianoche y la mayoría de los huéspedes se habían acostado. El único sonido que podía escuchar era el fragor de las olas al romper contra las rocas de la Bahía Sangrienta.
Se detuvo en el rellano para lanzar una rápida y escrutadora mirada a la sala que se extendía a sus pies. Estaba ocupada únicamente por un draconiano, que yacía atravesado sobre una mesa y roncaba estrepitosamente en un ebrio estupor. Las alas del hombre—dragón vibraban con cada ronquido, mientras la mesa de madera crujía y se balanceaba bajo su peso.
Los labios del oficial se retorcieron en una amarga mueca, pero siguió descendiendo. Vestía la acerada armadura de escamas de dragón que imitaba la auténtica, la que lucían los Señores de los Dragones. Un yelmo cubría su cabeza y su rostro de modo tan hermético que resultaba difícil reconocer sus rasgos. Lo único visible bajo la sombra que proyectaba el casco era una barba parda que ponía de manifiesto su condición de humano.
Ya al pie de la escalera se detuvo de forma abrupta, a1 parecer perplejo ante la imagen que ofrecía el posadero aún despierto y bostezando sobre sus libros de cuentas. Tras saludarle con una leve inclinación de cabeza, se dispuso a abandonar el local sin pronunciar palabra, pero el hospedero formuló una pregunta que le impidió cumplir su propósito.
—¿Esperáis esta noche a la Señora?
El oficial hizo una pausa para girarse, aunque manteniendo el rostro apartado, y empezó a ajustarse un par de guantes. Reinaba un frío punzante en el aire pues la ciudad, de Flotsam se hallaba inmersa en una tempestad más violenta que nunca desde su asentamiento en la costa tres siglos atrás.
—¿Con este tiempo? —gruñó—. Me parece poco probable. Ni siquiera los reptiles voladores pueden surcar estos vientos huracanados.
—Cierto, la noche no invita a salir ni a hombres ni a bestias —asintió el posadero, antes de observarlo con expresión taimada y añadir—: ¿Qué asunto os lleva a merodear por las calles en plena tempestad?
—No creo que sea asunto tuyo lo que haga o deje de hacer —respondió el interpelado, lanzando una mirada poco amistosa al curioso hospedero.
—No os ofendáis, no pretendía molestaros —se apresuró a disculparse el tosco individuo, a la vez que alzaba los brazos para detener un esperado manotón—. Sólo quería saberlo por si la Señora del Dragón regresa y os echa de menos; de ese modo podría informarle de vuestro paradero.
—No será necesario. Le he dejado una nota... explicando, mi ausencia. Además, volveré antes de que amanezca. Necesito tomar el aire, eso es todo.
—¡No lo dudo! —exclamó el posadero con una pícara sonrisa—. No habéis abandonado su alcoba durante tres días, o quizá debería decir durante tres noches. No os enfurezcáis conmigo —suplicó al ver que el rubor encendía los pómulos de su interlocutor debajo del yelmo—, admiro a un hombre que, como vos, ha logrado tenerla satisfecha durante tanto tiempo. ¿Dónde ha ido?
—La Señora del Dragón ha recibido órdenes de solucionar un problema surgido en el este, cerca de Solamnia. Pero yo en tu lugar no indagaría tanto.
—¡No, no! —se excusó de nuevo el hospedero—. Por supuesto que no. En cualquier caso, os deseo un feliz paseo... ¿cómo os llamáis? Ella nos presentó, pero no oí bien vuestro nombre.
—Tanis —contestó el enigmático personaje con voz queda—. Tanis el semielfo. Buenas noches.
Con una seca inclinación de cabeza dio un último tirón de sus rígidos guantes y, arropándose en su capa, abrió la puerta de la posada para internarse en la tormenta. El vendaval azotó la estancia con tal violencia que apagó las velas y esparció en remolinos los papeles del posadero. Durante un momento el oficial tuvo que luchar contra el batiente de la puerta, mientras el dueño del albergue lanzaba imprecaciones y trataba de recuperar sus zozobrantes libros de cuentas. Al fin logró cerrar de un brusco portazo devolviendo a la sala su paz, silencio, y acogedor ambiente.
El posadero lo espió cuando pasó junto al ventanal con la cabeza gacha para protegerse del viento y la capa ondeando tras su espalda.
Había también otra figura que vigilaba al semielfo. En el mismo instante en que se cerró la puerta, el ebrio draconiano alzó la cabeza y exhibió sus refulgentes ojos reptilianos. Acto seguido se levantó de la mesa con pasos sigilosos, pero al mismo tiempo rápidos y certeros, se acercó a la ventana y la abrió, deslizándose sobre sus garras posteriores para asomarse al exterior. Durante unos segundos permaneció a la espera, antes de abrir a su vez la puerta y desaparecer en la tormenta.
A través de la vidriera el posadero vio cómo el draconiano se alejaba en la misma dirección que el oficial del ejército de los Dragones. Estiró la cabeza para, siempre a través del cristal, escudriñar la noche. En el exterior reinaba una inquietante oscuridad, las altas farolas de hierro donde flameaban las antorchas untadas de brea se desdibujaban bajo los oscilantes chisporroteos castigados por el viento y la persistente lluvia. Sin embargo, el hospedero creyó distinguir cómo el hombre se adentraba en una calleja que conducía al centro de la ciudad portuaria y el draconiano, arrebujado en las sombras, lo seguía a una distancia prudencial. Meneando la cabeza, el tosco individuo despertó al vigilante nocturno, que dormitaba en una silla detrás del mostrador.
—Tengo el presentimiento de que la Señora del Dragón volverá esta noche, con o sin tormenta —susurró al embotado siervo—. Despiértame si viene.
Con un estremecimiento dirigió una nueva mirada hacia la inclemente noche, perfilándose en su mente las imágenes del oficial que ahora recorría las calles desiertas de Flotsam y del draconiano que lo acechaba amparado en la negrura.
—Pensándolo mejor, déjame dormir —rectificó.
Aquella noche la tempestad había cerrado las puertas de la ciudad. Las tabernas, que solían permanecer abiertas hasta que los primeros albores del día se filtraban por sus empañadas ventanas, habían atrancado sus accesos para aislarse del viento. Las calles estaban vacías, nadie se aventuraba a exponerse a las fuertes ráfagas que podían derribar a un hombre y traspasar los ropajes más cálidos con su punzante helor.
Tanis caminaba deprisa, con la cabeza gacha, manteniéndose lo más cerca posible de los sombríos edificios que detenían la fuerza del huracán. Pronto su barba se ribeteó de escarcha, mientras el aguanieve clavaba dolorosos aguijones en su rostro. El semielfo tiritaba sin cesar, maldiciendo el gélido contacto que establecía el frío metal de la armadura contra su piel. Volvía de vez en cuando la mirada para cerciorarse de que nadie se había tomado un inusitado interés en vigilar su partida del albergue, pero su visión era casi nula. La nieve y el agua se arremolinaban en torno a él con tal virulencia que apenas vislumbraba los contornos de los altos edificios que se erguían en la penumbra, así que menos aún podía atisbar a ninguna criatura. Pasado un rato, decidió que lo mejor sería concentrarse en encontrar su camino en la fantasmal ciudad; se sentía tan entumecido a causa del frío que dejó de preocuparle si le seguían.
Hacía pocos días que se hallaba en Flotsam, cuatro para ser exactos. Y la mayoría del tiempo lo había pasado con
ella.
Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente mientras escudriñaba las enseñas callejeras a través de la lluvia. Sólo tenía una vaga noción de su ruta, sabía que sus compañeros estaban hospedados en una posada de las afueras, lejos del puerto, de las tabernas y burdeles. Por un momento se preguntó con desaliento qué haría si se perdía. No se atrevería a indagar sobre su paradero...
De pronto la encontró. Tras avanzar a trompicones por las desoladas calles, resbalando en el hielo, casi rompió en sollozos de alivio cuando vio la enseña salvajemente azotada por el viento. No recordaba el nombre, pero lo reconoció al leerlo: «Los Muelles».
Pensó que era un nombre estúpido para un albergue, mientras temblaba con tal agitación que apenas podía asir el picaporte. Al fin tiró de él y logró abrir, en el mismo momento en que una violenta ráfaga envolvía su cuerpo para arrastrarlo al interior. No sin esfuerzo, recobró el equilibrio y cerró la puerta.
No había vigilante nocturno en un lugar tan destartalado pero, a la vez del humeante fuego que crepitaba en la sucia chimenea, vio una vela tumbada sobre el mostrador, destinada al parecer a los huéspedes que volvían a altas horas de la noche. Pasados los primeros segundos consiguió dar una cierta flexibilidad a sus entumecidos dedos, encendió la candela y subió la escalera iluminado por su tenue llama.
Si se hubiera vuelto para asomarse a la ventana, habría visto acurrucarse a una figura en un portal de la acera de enfrente. Pero no lo hizo porque su atención estaba fija en la escalera.
—¡Caramon!
El fornido guerrero se incorporó como impulsado por un resorte para aferrar su espada, antes incluso de girar la cabeza y lanzar una inquisitiva mirada a su hermano.
—He oído un ruido en el pasillo —susurró Raistlin—. El repiqueteo que produce una vaina al entrechocar con su armadura.
Caramon meneó la cabeza en un intento de despejar su dormida mente, y se apresuró a levantarse del lecho con la espada enarbolada. Avanzó entonces hacia la puerta con paso sigiloso, hasta que también él oyó el ruido que había estorbado el ligero sueño de su hermano. Un hombre cubierto con una armadura caminaba en silencio por el pasillo que jalonaba las habitaciones, y el resplandor de la vela con la que se alumbraba se dibujó con total nitidez en el quicio de la puerta. El tintineo se interrumpió justo delante de su alcoba.
Cerrando los dedos en tomo a su empuñadura, Caramon hizo una señal a su hermano y este último se apresuró a asentir y cobijarse en la penumbra. Su mirada estaba abstraída, sin duda preparaba un encantamiento. Los gemelos trabajan bien unidos, combinando eficazmente la magia y el acero para derrotar a sus enemigos.
La llama de la vela osciló con cierta violencia, y quedó patente que el misterioso personaje del pasillo se la cambiaba de mano a fin de liberarla de la espada. Estirando el brazo, Caramon descorrió despacio el pestillo de la puerta. Esperó unos segundos, pero no ocurrió nada. El desconocido titubeaba, preguntándose quizá si no se habría equivocado de estancia. «No tardará en comprobarlo», pensó el corpulento hombretón.
El guerrero abrió con una brusca sacudida y, esquivando la recia hoja de madera, apresó a la oscura figura y la arrastró hasta el interior. Con toda la fuerza de sus robustos brazos, arrojó al suelo al individuo de la armadura. También la vela cayó, extinguiéndose su llama en la fundida cera. Raistlin empezó a entonar un hechizo mágico, que debía atrapar a su víctima en una viscosa substancia similar a una telaraña.