Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
¡Tika! Estaba a su lado, y la apretó contra sí. Apenas respiraba. Sin embargo, no pudo sostenerla. Las arremolinadas corrientes la desprendieron de su abrazo antes de enviar al guerrero hacia el fondo. Esta vez no alcanzó la superficie. Sus pulmones habían estallado en llamas, augurando una muerte certera... el descanso definitivo... dulce, reconfortante...
Pero las manos persistían en tirar de él hacia la ominosa superficie, en obligarte a inhalar el aire ardiente. «¡No, soltadme!»
De pronto otras manos se elevaron en las sanguinolentas aguas y, con pulso firme, lo llevaron de nuevo al abismo. Cayó más y más en la clemente penumbra. Resonaron en sus oídos unos susurros mágicos, un bálsamo que le permitía respirar, inhalar agua... y sus ojos se cerraron en una acogedora tibiez. Volvía a ser un niño.
Pero no del todo. Le faltaba su gemelo.
¡No! Despertar era la agonía, prefería flotar para siempre en su tenebroso sueño. Era mejor que el sufrimiento agudo y corrosivo.
Las manos apremiantes entraron una vez más en acción para interrumpir su sosiego, acompañadas por una voz que repetía su nombre.
—Caramon, te necesito...
Tika.
—No soy curandero, pero creo que se recuperará. Deja que descanse un rato.
Tika se apresuró a enjugarse las lágrimas, en un intento de aparentar fuerza y control de sí misma.
—¿Qué ocurrió? —preguntó con fingida serenidad, aunque sin poder contener un estremecimiento—. ¿Se lastimó cuando la nave se hundió en el remolino? Hace varios días que se halla en un triste estado, desde que nos encontraste.
—No creo que fuera ésa la causa. Si hubiera sufrido alguna herida física, los elfos marinos lo habrían sanado. Su condición se debe a un tormento interior. ¿Quién es ese Raist que no cesa de mencionar?
—Su hermano gemelo —respondió Tika balbuceante.
—¿Qué le sucedió? ¿Murió en el naufragio?
—No, pero no estoy segura de su paradero. Caramon le quería mucho y... Raistlin lo traicionó.
—Comprendo —asintió el hombre en actitud solemne—. Allí arriba abundan semejantes sucesos. ¿Y aún te extraña que haya elegido vivir aquí?
—Le has salvado la vida y todavía ignoro tu nombre —dijo Tika.
—Zebulah —se presentó él con una sonrisa—. Y no soy yo quien le ha salvado, sino tu amor.
Tika bajó la cabeza, dejando que sus pelirrojos bucles le ocultaran el rostro.
—Así lo espero—susurró—. ¡Le quiero tanto! Estaría dispuesta a morir si con ello pudiera sanarle.
Ahora que tenía la absoluta certeza de que Caramon recobraría la salud perdida, la muchacha centró su atención en aquel extraño. Era un humano de mediana edad, barbilampiño, con los ojos tan vivaces y francos como su sonrisa. Vestía una túnica roja, ajustada por un cinto del que pendían varios saquillos.
—Eres un mago —aventuró de pronto—. ¡Igual que Raistlin!
—Tu afirmación lo explica todo —declaró Zebulah—. Al entreverme en una nebulosa tu maltrecho amigo me ha confundido con su hermano.
—¿Qué haces aquí? —siguió inquiriendo la joven mientras observaba el extraño lugar por vez primera.
Por supuesto lo había visto cuando el hombre la trajo, pero su inquietud le había impedido fijarse. Advirtió ahora que se encontraba en una cámara de un edificio desmoronado y ruinoso. La atmósfera estaba tan caldeada que resultaba asfixiante, con un aire húmedo donde proliferaban las planas selváticas.
Se distinguían algunos muebles, tan antiguos y destartalados como la estancia en la que habían sido distribuidos sin orden ni concierto. Caramon yacía en un lecho de tres patas, sustituyendo a la que debiera ocupar la cuarta esquina una pila de libros cubiertos de moho. Finos riachuelos de agua, semejantes a lustrosas serpientes, se deslizaban por un muro de piedra que el musgo hacía refulgir de una manera harto singular. Todo resplandecía en destellos fantasmales, como esmeraldinos reflejos de la tupida capa vegetal que inundaba la pared y se había enseñoreado hasta de los más lóbregos rincones en un profuso abanico de formas y colores. Verde en la parte inferior, dorada un poco más arriba y de un rojo coralino en lo alto, trepaba en mágicas gradaciones para reptar por el techo abovedado sin ningún obstáculo a su expansión.
—¿Qué haces en este lugar? —murmuró y, por cierto, ¿dónde estamos?
—Estamos... donde estamos —fue la misteriosa respuesta de Zebulah—. Los elfos marinos os salvaron de parecer ahogados y yo me ocupé de acomodaros en esta cámara.
—¿Elfos marinos? Hasta que tú los mencionaste, ignoraba su existencia —admitió Tika lanzando una inquisitiva mirada a su alrededor, como si esperase descubrir a uno de ellos oculto en algún rincón—. Tampoco recuerdo que tales criaturas nos rescatasen. No se grabó en mi memoria más visión que la de una pez gigantesco y afable...
—No es necesario que escudriñes tu entorno, los elfos marinos no se revelarán a tus ojos. Recelan de los
kreeaquekh
o seres que respiran aire, como les llaman en su lengua. Aquel enorme pez al que acabas de aludir era uno de ellos, bajo la única forma en que se dejan ver por los
kreeaquekh.
Vosotros los denomináis delfines.
Caramon se agitó y gimió en su sueño. Posando la mano en su frente, Tika apartó los húmedos cabellos de su amado en un intento de aliviar su zozobra.
—Si desconfían de nuestra raza, ¿por qué nos rescataron? —indagó una vez se hubo tranquilizado el guerrero.
—¿Conoces a algún elfo terrestre? —preguntó a su vez Zebulah.
—Sí. —En aquel instante, la muchacha pensó en Laurana.
—En ese caso sabrás que para ellos la vida es un don sagrado.
—Comprendo —asintió Tika—. Y al igual que los elfos terrestres, los marinos prefieren renunciar al mundo antes que contribuir a conservarlo.
—Hacen cuanto pueden para ayudar a sus hermanos —le reprendió Zebulah con ostensible severidad—. No critiques aquello que no entiendes, muchacha.
—Lo lamento —se disculpó ella, ruborizándose, antes de cambiar de tema—. Pero tú eres humano. ¿Por qué...?
—¿Por qué estoy aquí? No tengo tiempo ni deseos de relatarte mi historia, pues queda patente por tu actitud que tampoco a mí me comprenderías. Ninguno de los otros lo ha hecho hasta ahora.
—¿Otros? —repitió Tika sobresaltada—. ¿Has visto a algunos tripulantes de nuestro barco, quizá a los amigos que nos acompañaban?
Zebulah se encogió de hombros y explicó:
—Siempre hay
otros
aquí abajo. Las ruinas son extensas, y en numerosos puntos albergan bolsas de aire. Instalamos a todos cuantos rescatamos en los cobijos más próximos, aunque nada puedo decirte de sus identidades. Si tus amigos navegaban en la misma embarcación lo más probable es que hayan perecido, y en ese caso los elfos marinos los habrán sepultado celebrando los ritos apropiados para liberar sus almas. —Zebulah se levantó—. Me alegro de que tu amante haya sobrevivido y además no debes preocuparte por vuestro sustento, la mayoría de las plantas que ves son comestibles. Si quieres, puedes explorar las ruinas. Las hemos protegido con un hechizo para evitar que nuestros visitantes se zambullan en las aguas y mueran ahogados. Fíjate bien en esta cámara, encontrarás otras similares con idénticos muebles...
—¡Espera! —exclamó Tika al ver que se disponía a partir—. No podemos quedarnos para siempre en las profundidades, hemos de volver a la superficie. Supongo que habrá algún modo de alcanzarla.
—Todos me preguntan lo mismo —farfulló Zebulah con un atisbo de impaciencia—. Y, francamente, estoy de acuerdo: debe existir una salida. De vez en cuando alguien la encuentra, si ,bien otros deciden quedarse y olvidar el mundo exterior. Ese es mi caso y el de varios amigos que viven aquí desde hace años. Te invito a que lo compruebes por ti misma. Inspecciona las ruinas a tu antojo, aunque recuerda que debes permanecer siempre en la zona que hemos acondicionado. —Concluido su discurso, se volvió hacia la puerta.
—¡Por favor, no te vayas aún! —Saltando de la desvencijada silla que ocupara durante su conversación, la muchacha corrió en pos del mago de la túnica roja—. Si te tropiezas con nuestros amigos, quizá puedas decirles que...
—Lo dudo —respondió Zebulah—. Lo cierto, y te ruego que no te ofendas, es que estoy harto de nuestra insípida cháchara. Cuanto más se prolonga mi estancia en estos parajes más me irritan lo
keeaquekh
que, como tú, viven acosados por la prisa. Ningún lugar os satisface, no cesáis de deambular de un lado a otro sin hallar nunca la paz. Te aseguro que tu enamorado y tú seríais mucho más felices en este mundo que en el que llamáis vuestro, pero no, lucharéis hasta la muerte para hallar el camino de vuelta. ¿A qué os enfrentaréis si lográis regresar? ¡A la traición! —Lanzó una fugaz mirada al inerte Caramon
—¡Hay una guerra ahí arriba! —vocifero Tika—. Cientos de criaturas sufren. ¿Acaso no te Importa?
—El sufrimiento es algo corriente en vuestro universo, nada puedo hacer para evitarlo—replicó Zebulah—. No, no me importa. ¿Dónde te ha llevado tu solidaridad? ¿Y a él? —Señaló a Caramon con gesto impaciente, antes de traspasar la puerta y cerrarla de un modo tan violento que se desprendieron numerosas astillas de su ya castigada hoja.
Tika le vio partir indecisa, preguntándose si no sería mejor echar a correr tras él y agarrarlo para que no escapara. Al parecer era su único nexo con la tierra firme, el único que podía ayudarles a abandonar este mundo submarino del que nada sabía.
—Tika...
—¡Caramon! —La muchacha olvidó a Zebulah y acudió junto al guerrero, que trataba penosamente de incorporarse.
—En nombre del Abismo, ¿dónde estamos? —preguntó examinando la estancia con los ojos desorbitados—. ¿Qué ha ocurrido? La nave...
—¿Te encuentras lo bastante restablecido para sentarte? —inquirió ella a su vez, ignorante de la respuesta—. Quizá sería más aconsejable que permanecieras acostado.
—Estoy bien —la espetó el guerrero pero, percatándose por el contraído semblante de la joven de su excesiva rudeza, se apresuró a estirar la mano y estrecharla entre sus brazos—. Lo siento, Tika, perdóname. Los acontecimientos me han desbordado...
—Lo comprendo —lo interrumpió ella conciliadora y, apoyando la cabeza en su pecho, le habló de Zebulah y los elfos marinos. Caramon la escuchaba aturdido, aunque poco a poco logró asumir cuanto le relataba. Al fin contempló la puerta con el ceño fruncido y declaró:
—¡Ojalá no hubiera estado inconsciente! Es más que probable que ese Zebulah conozca la salida, y yo le habría obligado a mostrárnosla.
—No estoy segura —intervino Tika vacilante—. Es un mago, como... —calló al darse cuenta de su imprudencia. Advirtiendo que el pesar empañaba los ojos de Caramon, se acurrucó en su regazo mientras le acariciaba el rostro——. Creo que en ciertos aspectos tiene razón —prosiguió—. Podríamos ser felices aquí. ¿Has pensado que ésta es la primera vez que estamos solos? Quiero decir que nunca antes habíamos gozado de una auténtica intimidad, en un lugar tranquilo y no desprovisto de belleza. La luz que dimana del musgo es suave, irreal, no penetrante y cegadora como la del sol. Escucha el murmullo de las aguas, parecen entonar un dulce cántico en nuestro honor. Tampoco me desagradan estos viejos muebles, ni tu singular cama...
Tika enmudeció al sentir el apretado abrazo del guerrero. Cuando los toscos labios rozaron sus rojizos cabellos, el amor que aquel hombre le inspiraba invadió sus entrañas, paralizándole el corazón en una mezcla de dolor y anhelo. Se colgó entonces de su robusto cuello para estrecharte contra su pecho y sentir así sus pálpitos al unísono.
—¡Oh, Caramon! —susurró casi sin resuello—. ¡Seamos dichosos! Sé que antes o después tendremos que partir, que buscar a los otros para regresar juntos a nuestro mundo. Pero, por el momento, disfrutemos de esta maravillosa soledad.
—¡Tika! —El guerrero la estrujó como si quisiera fundir sus cuerpos en uno, armonioso y vibrante—. Tika, te amo. —Hizo una breve pausa y añadió—: ¿Recuerdas que en una ocasión te dije que no podría hacerte mía hasta ser libre de entregarme por completo? Pues bien, aún no lo soy.
—¡Te equivocas! —replicó Tika furiosa, y se apartó para mirarle a los ojos—. Raistlin se fue, Caramon. Eres dueño de tu vida.
—Raistlin forma aún parte de mí —farfulló el guerrero meneando la cabeza—. Siempre será así, del mismo modo que él me lleva en su interior aunque no quiera. ¿Lo comprendes?
No, no lo comprendía, pero asintió y dejó caer la cabeza.
Sonriendo, Caramon exhaló un trémulo suspiro antes de posar la mano en la barbilla amada y levantar su rostro. Pensó que sus ojos eran hermosos, con los verdes iris salpicados de puntos castaños que refulgían a través de las lágrimas. Su tez estaba curtida por la continua exposición al aire libre, más pecosa que nunca. Aquellas pecas disgustaban a la muchacha, quien habría dado siete años de su vida para exhibir una piel limpia y tersa como la de Laurana sin embargo, Caramon se dijo mientras la contemplaba que veneraba cada una de aquellas manchas pardas, cada uno de los crespos bucles que se enredaban en sus manos.
Tika leyó el amor en sus ojos y contuvo el aliento. Ella estrechó de nuevo contra su cuerpo, susurrando con voz más queda que los acelerados latidos de su corazón:
—Te daré lo que pueda de mí mismo, Tika, si estás dispuesta a conformarte. Desearía, por tu bien, que fuera más.
—¡Te quiero! —fue cuanto pudo decir la muchacha, a la vez que le rodeaba el cuello con sus delicadas manos.
El guerrero insistió, pues quería asegurarse de que le había entendido.
—Tika... —empezó a decir.
—Silencio, Caramon...
Apoletta.
Tras una interminable persecución por las calles de una ciudad cuya desmoronada belleza se le antojó a Tanis preñada de horrores, penetraron en uno de los palacios de la plaza central. Después de atravesar un jardín agostado y un amplio vestíbulo, doblaron un recodo y se detuvieron. El hombre ataviado de rojo parecía haberse desvanecido en el aire.
—¡Una escalera! —anunció Riverwind. Acostumbrados ya sus ojos a la fantasmal luz, Tanis vio que se hallaban en la parte superior de un tramo de escaleras de mármol que descendía abruptamente, sin dejar adivinar su base. El grupo se precipitó en el rellano y, una vez más, atisbaron los ondeantes pliegues unos peldaños más abajo.
—Permaneced arrimados a la pared para que os cubran las sombras —advirtió Riverwind mientras los conducía hacia uno de los lados de aquella escalinata, tan ancha que habría admitido el paso de cincuenta hombres colocados uno al lado del otro.