Se estrecharon la mano. Maigret regresó a su despacho, donde Lucas observaba tranquilamente al detenido; éste, con la frente pegada al cristal, esperaba sin impaciencia.
—¡Está usted libre! —exclamó Maigret desde la puerta.
Andersen no se sobresaltó; señaló su cuello desnudo y sus zapatos desabrochados.
—Le devolverán sus pertenencias en las oficinas. Evidentemente, sigue usted a disposición de la Justicia. Al menor intento de huida, le haré conducir a la Santé.
—¿Y mi hermana?
—La encontrará usted en su casa.
De todos modos, alguna emoción debió de sentir el danés al cruzar el umbral, porque se quitó el monóculo y se pasó la mano por el ojo de cristal.
—Le doy las gracias, señor comisario.
—No hay de qué.
—Le doy mi palabra de honor de que soy inocente.
—Yo no le he pedido nada.
Andersen se inclinó y aguardó a que Lucas se decidiera a acompañarlo a las oficinas.
Alguien que esperaba en el vestíbulo se levantó y, después de presenciar esta escena indignado y estupefacto, se precipitó sobre Maigret.
—¿Cómo? ¿Lo suelta? No puedo creerlo, comisario.
Era Monsieur Michonnet, el agente de seguros y propietario del seis cilindros nuevo. Entró en el despacho con aires de superioridad y dejó su sombrero sobre una mesa.
—Vengo, en primer lugar, por el asunto del coche.
El hombrecillo, entrecano y vestido con torpe atildamiento, se atiesaba incesantemente las guías de sus bigotes engominados.
Hablaba estirando los labios, esbozando ademanes que él creía categóricos y seleccionando las palabras.
¡Era el demandante, el que la Justicia debe proteger! ¿No era como un héroe?
Y no se dejaba impresionar. Toda la Prefectura estaba ahí para escucharlo.
—Esta noche he sostenido una larga conversación con Madame Michonnet, a la que confío que usted no tardará en conocer. Ella comparte mi opinión. Y, fíjese, su padre era profesor de instituto en Montpellier y su madre daba clases de piano. Si le digo eso… En suma… —Era su expresión predilecta. La pronunciaba de una manera a la vez tajante y condescendiente—. En suma, es necesario que se tome una decisión en el plazo más breve posible. Como hace todo el mundo, hasta los más ricos, incluido el conde de Avrainville, yo compré ese coche nuevo a plazos. Firmé dieciocho letras. Tenga en cuenta que habría podido pagar al contado, pero es inútil inmovilizar capitales. El conde de Avrainville, a quien acabo de mencionar, hizo lo mismo con su Hispano. En suma…
Maigret seguía inmóvil y respiraba profundamente.
—Para el ejercicio de mi profesión me es imprescindible un vehículo. Piense que mi radio de acción se extiende a treinta kilómetros a la redonda de Arpajon. Pues bien, Madame Michonnet comparte mi opinión: no queremos un coche en el que han matado a un hombre. Y le corresponde a la Justicia hacer lo necesario para procuramos un vehículo nuevo, del mismo tipo que el anterior, con la salvedad de que lo elegiré de color heces de vino, lo cual no modifica para nada el precio. Tenga en cuenta que el mío estaba rodado y que me veré obligado a…
—¿Es eso todo lo que tiene que decirme?
—¡Disculpe! —Otra palabra que le gustaba utilizar—. Disculpe, comisario. Por supuesto, estoy dispuesto a ayudarle aportando toda mi experiencia y mi conocimiento de la comarca, pero necesito urgentemente que me proporcionen un coche para…
Maigret se pasó la mano por la frente.
—Muy bien, pasaré a verlo dentro de poco.
—En cuanto al coche…
—Cuando se terminen las investigaciones, le devolverán el suyo.
—Ya le he dicho que Madame Michonnet y yo…
—¡Presente, pues, mis respetos a Madame Michonnet! Buenos días, señor.
Todo fue tan rápido que el agente de seguros no tuvo tiempo de protestar. Se encontró en el corredor con su sombrero en la mano, y el ordenanza le dijo:
—¡Por aquí, por favor! Primera escalera a la izquierda. Puerta de enfrente.
Maigret, por su parte, se encerró en el despacho y puso agua a calentar sobre la estufa para prepararse un café fuerte.
Sus colegas creyeron que trabajaba. Pero tuvieron que despertarle cuando, una hora después, llegó un telegrama de Amberes que decía:
ISAAC GOLDBERG, CUARENTA Y CINCO AÑOS, CORREDOR DE DIAMANTES BASTANTE CONOCIDO. IMPORTANCIA MEDIA. BUENAS REFERENCIAS BANCARIAS. CUBRIA CADA SEMANA, EN TREN O AVION, LAS PLAZAS DE AMSTERDAM, LONDRES Y PARIS. MANSION LUJOSA EN BORGERHOUT, RUE DE CAMPINE. CASADO. PADRE DE DOS NIÑOS, DE OCHO Y DOCE AÑOS DE EDAD. LA SEÑORA GOLDBERG, AVISADA, HA TOMADO EL TREN PARA PARIS.
A las once de la mañana sonó el teléfono. Era Lucas.
—Estoy en la Encrucijada de las Tres Viudas. Lo llamo desde la gasolinera que está a doscientos metros de la casa de los Andersen. El danés ha vuelto a su casa. La verja está cerrada. Nada especial.
—¿Y la hermana?
—Debe de estar dentro de la casa, pero no la he visto.
—¿Y el cuerpo de Goldberg?
—En Arpajon.
Maigret regresó a su casa, en el Boulevard Richard-Lenoir.
—Pareces cansado —se limitó a decirle su mujer.
—Prepara una maleta con un traje y unos zapatos de repuesto.
—¿Estarás fuera mucho tiempo?
En el fogón había un estofado. La ventana del dormitorio estaba abierta y la cama deshecha para que se airearan las sábanas. Madame Maigret todavía no había tenido tiempo de quitarse las horquillas que le sujetaban los cabellos en apretados moñitos.
—Hasta luego.
La besó. En el momento en que salía, ella observó:
—Has abierto la puerta con la mano derecha.
No lo hacía nunca. La abría siempre con la izquierda.
Y Madame Maigret era supersticiosa, cosa que no ocultaba.
—¿De qué se trata? ¿De una banda?
—Lo ignoro.
—¿Estarás muy lejos?
—Todavía no lo sé.
—Ve con cuidado, ¿eh?
Pero él ya bajaba la escalera y se volvió lo justo para despedirse con la mano. En la calle, paró un taxi.
—A la Gare d’Orsay. O mejor, ¿qué costaría hasta Arpajon? ¿Trescientos francos, con el retomo? ¡Adelante!
Rara vez le ocurría, pero se sentía agotado. Le costaba mantenerse despierto, y el sueño le irritaba los párpados.
Es posible que estuviera un poco impresionado, no tanto por haber abierto la puerta con la mano derecha; tampoco a causa de la extraña historia del vehículo robado a Michonnet y aparecido con un muerto al volante en el garaje de Andersen; lo que le preocupaba era la personalidad de éste.
¡Diecisiete horas de duro interrogatorio!
Malhechores experimentados, tipos duros que se han arrastrado por todas las comisarías de Europa, no habían resistido esta prueba.
¡Tal vez también por eso Maigret había soltado a Andersen!
Pero esos razonamientos no le impidieron, a partir de Bourg-la-Reine, dormir recostado en el taxi. El conductor lo despertó en Arpajon, delante del viejo mercado con techo de paja.
—¿En qué hotel se aloja?
—Siga hasta la encrucijada de las Tres Viudas.
En ese tramo, donde la carretera nacional inicia una pronunciada cuesta, los adoquines estaban relucientes de aceite y a ambos lados se veían carteles de anuncios de Vichy, Deauville, grandes hoteles o marcas de gasolina.
Un cruce. Una gasolinera con cinco surtidores de gasolina pintados de rojo. A la izquierda, un poste indicador señalaba la carretera de Avrainville.
Alrededor, campos hasta el horizonte.
—Aquí es —le dijo el taxista.
Sólo había tres casas. En primer lugar, la del dueño de la gasolinera, de planchas de yeso, edificada rápidamente durante la fiebre de los negocios. En ese momento, un gran vehículo deportivo con carrocería de aluminio llenaba el depósito. Unos mecánicos reparaban la camioneta de un carnicero.
Delante de la gasolinera se alzaba una casa de pedernal con un angosto jardín rodeado por una reja de dos metros de altura. Una placa de cobre decía: «Emile Michonnet, Seguros».
La tercera casa estaba a doscientos metros. El muro que rodeaba el jardín sólo permitía ver el primer piso, el tejado de pizarra y unos hermosos árboles. La construcción tenía al menos un siglo de antigüedad. Era una hermosa casa de campo de las de antaño, con un pabellón destinado al jardinero, dependencias, gallineros, cuadra y una escalinata de cinco peldaños flanqueada por hachones de bronce. Había un pequeño estanque de cemento, pero estaba seco. De la chimenea, que tenía un capitel esculpido, un hilillo de humo ascendía en línea recta.
Eso era todo. Más allá de los campos, una roca, los tejados de unas granjas, un arado abandonado en el lindero de las tierras labradas.
Y en la carretera los coches circulaban, tocaban la bocina, se cruzaban, se adelantaban.
Maigret bajó con la maleta en la mano y pagó al taxista; éste, antes de regresar a París, repostó gasolina.
De uno de los arcenes de la carretera, oculto por árboles, apareció Lucas y se acercó a Maigret, que dejó la maleta a sus pies. En el momento en que iban a estrecharse la mano, se oyó un silbido cada vez más intenso y, de repente, un coche deportivo pasó a todo gas tan cerca de los policías que la maleta salió despedida a tres metros.
En cuestión de segundos, el coche con motor turbo adelantó a un carro lleno de paja y desapareció en el horizonte.
Maigret puso mala cara.
—¿Pasan muchos como éste?
—Es el primero. Habría jurado que iba a por nosotros, ¿no cree?
La tarde estaba gris. En casa de los Michonnet se movió la cortina de una ventana.
—¿Se puede encontrar una habitación por aquí?
—En Arpajon o en Avrainville. Arpajon está a tres kilómetros. Avrainville está más cerca, pero sólo encontrará una fonda.
—Lleva mi maleta a esa fonda y reserva habitaciones. ¿Nada nuevo?
—Nada. Desde la casa nos observan: es Madame Michonnet. Fui a visitarla hace un momento. Es una mujer morena, bastante voluminosa, que no tiene muy buen carácter.
—¿Sabes por qué llaman a este lugar la Encrucijada de las Tres Viudas?
—Sí, me he informado. Es por la casa de Andersen, construida durante la Revolución. Anteriormente, era la única que había en la encrucijada. Hace unos cincuenta años vivían en ella tres viudas: la madre y sus dos hijas. La madre tenía noventa años y estaba tullida; la mayor de las hijas tenía sesenta y siete años, y la otra, sesenta y pico. Las tres viejas eran muy maniáticas, y tan avaras que no compraban nada en el pueblo y vivían de los productos de su huerto y del corral. Los postigos estaban siempre cerrados y pasaban semanas sin que nadie las viera. La hija mayor se había roto la pierna y sólo se supo cuando murió. ¡Una extraña historia! Llevaba mucho tiempo sin oírse el menor rumor alrededor de la casa de las tres viudas. La gente empezó a murmurar y el alcalde de Avrainville se decidió a visitarlas. Las descubrió muertas a las tres, ¡desde hacía al menos diez días! Me han dicho que los periódicos hablaron mucho del asunto. Un maestro del pueblo, intrigado por este misterio, llegó a publicar un folleto en el que explica que, según él, la hija con la pierna rota, por odio a su hermana todavía ágil, la envenenó y, de paso, envenenó a su madre. ¡Ella moriría después, junto a los dos cadáveres, porque no podía desplazarse para comer!
Maigret contempló la casa, de la que sólo veía la parte superior, y a continuación el edificio nuevo de los Michonnet, la gasolinera todavía más reciente, y los automóviles, que pasaban a ochenta por hora por la carretera nacional.
—Reserva las habitaciones y luego ven a buscarme.
—¿Qué piensa hacer?
El comisario se encogió de hombros y se dirigió a la verja de la casa de las Tres Viudas. La construcción era grande, y la rodeaba un jardín de unas tres o cuatro hectáreas, con algunos árboles magníficos.
Una avenida en cuesta rodeaba una zona con césped y daba acceso, por una parte, a la escalinata, y, por otra, a un garaje construido en una antigua cuadra, con una polea en el techo.
Todo estaba inmóvil. Aparte del hilillo de humo, no se percibía vida alguna tras las cortinas corridas. Comenzaba a oscurecer y, a lo lejos, unos caballos cruzaban un campo camino de una granja.
Maigret vio a un hombre bajito que se paseaba por la carretera con las manos hundidas en los bolsillos de un pantalón de franela, la pipa entre los dientes y una gorra en la cabeza. El hombre se le acercó con familiaridad, como en el campo suelen abordarse los vecinos.
—Usted dirige la investigación, ¿no?
No llevaba cuello postizo e iba calzado con zapatillas. En cambio, vestía una chaqueta gris de buen paño inglés y un enorme anillo le relucía en un dedo.
—Soy el dueño de la gasolinera. Lo he visto a usted de lejos.
Sin duda, se trataba de un ex boxeador. Tenía la nariz rota y la cara parecía como moldeada a puñetazos. Su voz arrastrada era ronca y vulgar, pero llena de seguridad.
—¿Qué piensa del asunto de los coches? —Al reír mostró unos dientes de oro—. Si no hubiera aparecido un cadáver, la historia me parecería graciosa. ¡Usted no puede entenderlo! No conoce al tipo de enfrente, a ese Monsieur Michonnet, como lo llamamos aquí: un señor al que no le gustan las confianzas, que lleva cuellos postizos anchísimos y zapatos de charol. ¡Y vaya con Madame Michonnet! ¡Hum! Esa gente se queja por todo y llama a los gendarmes porque los coches hacen demasiado ruido cuando se paran aquí para repostar gasolina.
Maigret miraba a su interlocutor sin animarlo ni desanimarlo. Se limitaba a mirarlo, lo cual es bastante desconcertante para un charlatán, pero no lo suficiente para el dueño de la gasolinera. Pasó la camioneta de un panadero y el hombre en zapatillas gritó:
—¡Hola, Clément! ¡La bocina ya está reparada! ¡No tienes más que pedírsela a Jojo! —Luego se volvió hacia Maigret, le ofreció un cigarrillo y continuó—: El tal Michonnet llevaba meses hablando de comprarse un coche nuevo y dando la lata a todos los vendedores de coches, incluso a mí. Quería conseguir descuento. Nos tomaba el pelo: la carrocería era demasiado oscura o demasiado clara; lo quería color burdeos, pero no demasiado burdeos y sin dejar de ser burdeos. Acabó por comprárselo a un colega de Arpajon. ¿No es para morirse de risa que, pocos días después, encontrara el vehículo en el garaje de las Tres Viudas? ¡Yo habría pagado lo que fuera por haberlo visto esa mañana, cuando descubrió el viejo cacharro en lugar de su seis cilindros! ¡Lástima del muerto, eso lo estropea todo! Al fin y al cabo, un muerto es un muerto, y hay que tener respeto por esas cosas. Dígame, ¿vendrá a tomar una copa con nosotros cuando pase? Aquí no hay tabernas, pero ¡ya llegarán! En cuanto encuentre a un buen chico para llevarla, yo pondré el dinero.